Papapa espera el sueño sentado en el water. Es lo único que puede hacer cuando no consigue dormir. Necesita un cigarrillo.
Hace unos ocho años se le presentó la última oportunidad de tener una amante. Se llamaba Doris. La conoció en la tienda. La ayudó a abrir el congelador de los helados. Ella se lo agradeció y le invitó uno. Él ya tenía problemas con el azúcar, pero aceptó. Conversaron. Recordaron juntos los viejos helados D’Onofrio. Se rieron.
Siguieron encontrándose de vez en cuando en la residencial. Siempre se sonreían y a menudo se quedaban hablando. Por entonces, Papapa no necesitaba una enfermera. Y aún había gente que no lo llamaba Papapa. Sus encuentros eran casuales y breves, pero Papapa tenía la sensación de que se iban volviendo más intensos. Ciertas señales se lo indicaban: ella comenzaba a tutearlo, sonreía sin razón, empezaba a coincidir con él en las compras. Un día, ella le preguntó si podía ayudarla a desatorar un fregadero. Él no sabía nada de tuberías pero dijo que sí. Doris ofreció café con bizcocho en agradecimiento por la ayuda. Quedaron para el día siguiente. Vivía sola.
Al volver a casa, él le anunció a la abuela que al día siguiente iría a jugar dominó por la tarde. Luego se encerró en el baño y se miró en el espejo. La posibilidad de tener una amante lo había cogido por sorpresa, cuando ya no la esperaba. Su barriga se desparramaba tristemente fuera de su sitio, le faltaban dos dientes y tenía el pelo muy blanco y ralo. Además, no había hecho el amor de verdad en años. Se miró el pene. Le parecía encogido y repantigado, casi parecía más una vagina. Lo sacudió un poco, pero el miembro no dio ninguna señal de despertar.
Por la noche, trató de acercarse a la abuela. Dormían en camas separadas, con unos diez centímetros entre una y otra. Desde su cama, no llegaba a tocar a la abuela sin caerse. Trató de acariciarle la cabeza, pero se le agarrotó el músculo del antebrazo. Ella ni siquiera lo notó. Él decidió levantarse y acostarse en la cama de al lado. Se puso de pie. Ella le preguntó:
—¿Vas a buscar agua?
Él no esperaba esa pregunta.
—… Sí.
—Tráeme un vaso a mí también.
Papapa salió y volvió con los dos vasos de agua. Le extendió uno a la abuela y se sentó en el borde de su cama. Ella trató de levantarse un poco para beber. Él la ayudó.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella.
—Nada, ¿por qué?
—Estás amable —gruñó ella.
—Te quiero.
Ella terminó su vaso de agua, lo dejó en la mesa, le pasó la mano por la cabeza y se acostó de espaldas a él. Él le acarició la espalda. Ella exhaló un murmullo de fastidio y se envolvió en las sábanas. Él le susurró al oído. Le dijo cosas bonitas que a él mismo le sorprendió oír saliendo de su boca. Levantó las sábanas y metió primero las piernas, luego el resto del cuerpo, con cuidado de no hacer ningún movimiento demasiado brusco, por su columna. Se acostó en paralelo a ella y le besó el cuello, desde la base hasta el hombro, levantando el camisón con suavidad. Trató de hacerla voltear. Luego oyó sus ronquidos.
Con mucho esfuerzo abandonó la cama invadida y se metió en el baño. Se bajó el pantalón y se sentó en el water. Trató de pensar en mujeres desnudas. Se imaginó a Doris quitándose una ropa interior de encaje negro. Se imaginó a las señoras del parque acostadas con las piernas abiertas, y a la vendedora de jamones del mercado acariciándose el vientre. Abrió los ojos, pero su pene estaba exactamente igual de fláccido que antes. Ensayó a bajar la edad de sus fantasías. Imaginó rubias de pechos descomunales bailando y sobándose con la arena de una playa tropical. Recordó viejos amores, su primera experiencia, una joven que se acostó con él durante un viaje a Chile, las prostitutas que se levantaba cuando era estudiante. Se quedó un buen rato sumando esas imágenes en su mente para ver si impulsaban la sangre. Pero su cuerpo no reaccionó. Acabó quedándose dormido en el baño. Se sentía muy cansado.
Al día siguiente, salió de compras temprano, volvió y se encerró en el baño mucho antes de la hora de la cita con su camisa de seda color melón y sus zapatos blancos. Había comprado unas vendas muy gruesas. Las envolvió en torno a su barriga tratando de hacer una faja para disimularla. Le costó mucho trabajo enrollarse. Cuando terminó, casi no tenía aire. Pero se dio cuenta de que, si llegaba a ser necesario quitarse la ropa, sería más vergonzoso llevar una faja. Se la quitó. Pensó en sus dientes. Ya no podía reemplazar los que faltaban pero sí podía limpiar los que quedaban. Tenía un blanqueador. Se lavó los dientes con él durante media hora. Al final del proceso, los vio un poco mejor. No mucho. Finalmente, pensó en el pelo. Había comprado un tinte pero no sabía cómo usarlo. Primero trató de echar un poco directamente sobre su cabeza. El líquido se derramó hasta su camisa, y luego manchó el suelo. La abuela no debía ver eso. Trató de limpiarlo con papel higiénico, pero casualmente le dio un codazo al tarro y desparramó el tinte por toda la bañera. Llenó la bañera para limpiarla y la abuela comenzó a tocar la puerta. Era hora de almorzar. Dijo que ya iba y trató de arreglar los destrozos. Luego tomó lo poco que quedaba del tinte y se lo pasó por el cuero cabelludo como si fuese un champú. Se rascó bien toda la cabeza y se peinó. Se miró en el espejo. Estaba bien. Había rejuvenecido. Sonrió y fue a la mesa.
Al principio, todo iba bien. La abuela sirvió un menestrón y le preguntó si había tenido retortijones la noche anterior. Lo había sentido moverse mucho. Él negó y cambió de tema.
—El baño está hecho una porquería —dijo—. Creo que se ha caído tu tinte de pelo.
—¿«Se» ha caído? ¿Él solo?
—¿Y yo qué sé? Está todo muy sucio.
A la mitad del almuerzo, ella empezó a reírse. Primero bajito, disimuladamente, como se reía ella, más con la nariz que con la boca. Después a carcajadas. Él pensó que ella habría recordado alguna broma, pero después entendió que se estaba riendo de él. Pensó que quizá había notado el nuevo color rejuvenecido de su pelo. Se avergonzó y miró al plato. Dos gotas negras flotaban entre los pedazos de carne. Y otra gota acababa de caer de su cuello. Corrió al espejo de la sala. Las gotas se deslizaban por su frente, por su cuello, por sus mejillas. Atrás de él, la abuela se caía a pedazos de la risa.
Por la tarde, cuando Doris abrió la puerta de su casa para recibir a Papapa, lo encontró con el pelo como un mapamundi con manchas negras, que representaban los continentes, y blancas, que representaban los océanos. Sus dientes eran blancos pero con el blanco de la pintura de pared, no de limpieza. Y, aunque ese día hacía más de treinta grados, llevaba un abrigo negro que le llegaba casi hasta los pies. Había llevado unos bombones de chocolate.
Ella agradeció los bombones, recibió su abrigo y le preguntó si prefería tomar un café antes de ver el fregadero. Él se mostró virilmente ansioso de trabajar. Fueron a la cocina, que estaba pintada de amarillo con azulejos rosados. A él le pareció muy femenino. Pidió un destornillador, un alicate y un trapo. Mientras Doris buscaba las herramientas, se recostó bajo el fregadero cuidando de no magullarse la espalda. Entendió que no debía haber llevado la camisa melón. Su atuendo no era el de un gasfitero sino el de un viejo verde. Un viejo verdemelón. En la tubería de salida del fregadero había un cierre metálico atornillado a los lados. Retiró los tornillos y quitó el cierre para buscar el atolladero. Al hacerlo, le cayó encima un chorro de agua con pedazos de verduras y un líquido parecido al aceite. Supuso que eso era lo atorado y trató de limpiar un poco. Pidió un gancho de pelo para retirar los restos sólidos. Rascó un poco aquí y allá. Lo estaba haciendo bien. Terminó de quitar lo que encontró y cerró de nuevo. Le tomó quince minutos encontrar las tuercas, que había dejado debajo del mueble. Cuando terminó, se sintió como un actor de cine.
Doris se lo agradeció y hasta lo abrazó. Sirvió café y fueron al salón. Se sentaron juntos en el sofá. Él contó que siempre había hecho esas cosas en casa. Ella confesó que desde su viudez sentía que le faltaba un brazo. Vivía de la cómoda pensión de un militar que había participado en cuatro golpes de Estado y dos guerras para acabar muriendo en la bañera, cuando resbaló con el jabón. Doris dijo que no merecía esa muerte. Papapa recordó toda su noche y su día pasados en el baño. Había corrido un gran riesgo, por lo visto. Doris vio la mancha en la camisa melón y fue a traer un trapo para limpiarla. Papapa no quiso que se molestase, pero ella insistió. Empezó a limpiarla con agua y sal. Papapa sentía el tacto de su mano en el hombro como si fuera una caricia. Quizá lo era.
—Te vas a tener que quitar la camisa.
—Pero ¿aquí?
—A mi edad, no veré nada nuevo. Voy a tener que dejarla media hora en remojo. Luego la metemos a la secadora.
Papapa se volteó y se empezó a quitar la camisa de espaldas. Ella sonreía. Recibió la prenda y la llevó a la cocina. Papapa se quedó en la sala con el café, los bombones y el torso desnudo. Por la rendija de la puerta, podía verla preparando la batea y cortando los pedazos de jabón Bolívar para el remojo. En un momento, se agachó a sacar algo de un cajón y su trasero se inflamó bajo la falda. Él pensó que lo hacía a propósito. Tomó conciencia de que hacía treinta años que no hacía el amor con nadie que no fuera la abuela. Se preguntó si sabría hacerlo. Se acercó. Empujó levemente la puerta batiente. Ella lo vio entrar y sonrió. Papapa trataba de esconder la barriga tanto como fuese posible. Casi no podía respirar. Sonrió. Se adelantó unos pasos hacia ella, que ya tenía todo listo. Se colocó justo a su espalda. Trató de respirar junto a su oído, de oler su pelo.
—¿Necesitas ayuda? —susurró.
—Ya está todo —dijo ella.
Se dio vuelta y lo miró a los ojos. Él apoyó su mano sobre la mesa de la cocina. Volvió a preguntarse si hacía lo correcto. Recordó a la abuela roncando a su lado. Doris dijo que ahora sólo les quedaba esperar. Y se quedó ahí, de pie, con su rostro muy cerca del de Papapa. Repentinamente, sonó una especie de eructo en la cocina. Papapa había tomado sus medicamentos para los gases, pero se preocupó de todos modos. Doris se dio vuelta. El sonido venía del fregadero atorado. Abrió la puerta inferior del mueble. La tubería reparada estaba soltando un chorro furioso hacia ambos lados. Cerraron el grifo, pero el chorro de la fuga no se detuvo. La cocina podría quedar inundada en un par de horas. Doris corrió al teléfono a llamar a un gasfitero. Papapa se quedó viendo el chorro. Luego se acostó con el torso desnudo bajo el fregadero a tratar de cerrar la fuga. Se quedó ahí, resfriándose, hasta la llegada del gasfitero. Aun después siguió pensando que quizá todavía podría arreglarlo.
Esta noche ha recordado eso. Pero ahora sólo espera que llegue el sueño y comprende con preocupación que necesita un cigarrillo.