Anochecía cuando Alfredo finalmente pudo volver a casa. Había estado todo el día sentado sin hacer nada, dejando que su pulso temblase por el exceso de café y alcohol. Le dolía la garganta. Le dolía la cabeza. La botella estaba un tercio llena, igual que la cajetilla. Había apagado los cigarros en la alfombra. Había olvidado marcar tarjeta al salir. Había conducido contra el tráfico en tres avenidas y había chocado contra el parachoques de otro auto al estacionar. Ya en la calle de la casa volvió a sentir que se evaporaba en la humedad atmosférica. En el ascensor bebió el último trago, se metió a la boca un caramelo de menta y escondió la botella en su maletín con combinación. Trató de ajustarse la corbata. Se preguntó si llevaba corbata o la había dejado olvidada en la oficina. Al llegar a su piso, le costó unas fracciones de segundo encontrar la llave e introducirla en la cerradura. Quiso retroceder. Era tarde.
Adentro, la televisión gritaba a todo volumen una telenovela mexicana. Sergio jugaba con sus robots delante en la sala mientras Papapa y Mariana miraban sin ver la pantalla. La mesa estaba puesta y Lucy estaba cepillando un cojín.
—El gato se orinó en el sofá —dijo.
—Yo…
Sergio se levantó:
—¡Papá! ¡Papá! Hoy he visto dos fantasmas.
—Claro. Pero… ahora no…
—Tendríamos que operarlo —terció Lucy—. Eso es lo que se hace con los gatos. Se los castra.
El gato pareció oír eso y corrió a la cocina.
—Ya. Escucha…
—Ayuda a Papapa a sentarse a la mesa. La comida ya está.
—¡Yo lo ayudo! —chilló Sergio.
—Tú no, eres muy chiquito.
—Yo puedo… —protestó el abuelo.
—Papapa, no seas orgulloso, deja que te ayude Alfredo.
Alfredo tomó al Papapa del brazo y avanzaron así hasta la mesa. Se preguntó si se vería como él en cinco meses. Lucy dejó el cojín y entró a la cocina. Luego salió con una fuente de lentejas y otra de arroz. Las dejó en la mesa y abrazó a Mariana con una sonrisa.
—Algo muy bonito ha ocurrido hoy.
—Mamá, por favor…
—¿Qué pasa? No hay que avergonzarse de eso, Mariana. Es la naturaleza.
El abuelo tosió muy fuerte y Lucy anunció.
—¡Mariana ya es mujer!
—¿Y qué era antes? —preguntó Sergio.
—¡Mamá! —chilló Mariana.
—Qué asco —dijo Papapa.
Lucy retomó la dirección de la conversación y propuso un brindis:
—Por la nueva señorita.
—No me gustan las lentejas —dijo Sergio.
Papapa se tiró un pedo.
—Salud, cariño. Felicidades.
Pero Mariana no se veía contenta:
—¡Te detesto, mamá! —dijo. Y se fue corriendo de la mesa.
—Yo tengo algo que contar también… Hoy… fui al doctor… —intentó Alfredo.
—Cuidado que el plato quema. ¿Te dio los certificados de la abuela?
—¡No me gustan las lentejas! —Sergio llevaba un día insoportable.
—Te las vas a comer igual.
Alfredo trató de retomar:
—Pues… hablé con el doctor y dijo que…
—¡Las odio! ¡Las odio! ¡Las odio!
—Sergio, no vuelvas a gritar en la mesa, ¿OK? Y come.
—¿Tienen sal? —preguntó el abuelo—. Porque yo la sal no puedo…
—El tuyo no tiene sal —respondió Lucy, y se volvió a Alfredo—: ¿Has llevado el carro a revisar?
Sergio tiró uno de sus robots en el plato. Las lentejas salpicaron a Alfredo en la cara y en la camisa. Lucy se puso furiosa.
—¡Te vas a tu cuarto inmediatamente! ¡Inmediatamente!
—No quiero.
—El doctor piensa que…
—Yo creo que sí tiene sal… Yo, la sal no…
—¡He dicho ahora!
—¡No quiero!
Sergio se echó a llorar y empezó a patear la pared blanca chillando. Lucy lo tomó de un brazo y lo arrastró entre sus gritos hasta su cuarto. Sus alaridos y patadas contra la puerta se siguieron oyendo durante el resto de la cena, mientras Mariana se encerraba en el cuarto de Alfredo y Lucy. El resto fue silencio, que sólo rompió Papapa para decir que tampoco podía tomar azúcar y para preguntar dónde estaba la abuela. Lucy dejó caer una lágrima sobre el plato y declaró la comida terminada. En la televisión, una chica embarazada tuvo un antojo de chocolates Ferrero Rocher mientras hacía la sobremesa bajo el sol de su terraza. Su esposo fue a buscar los chocolates en un descapotable rojo y la llamó desde una finísima chocolatería a decirle que no había de ésos. Pero ella no quería ningún otro. Sólo Ferrero Rocher. Y él siguió en su descapotable buscándolos por muchos países finísimos para complacerla. Alfredo apagó el aparato.
Lucy llevó a acostar a Papapa. Había que bañarlo antes. Alfredo le habló a Sergio de lo mal que se había portado y luego jugó con él un rato a los robots y a la PlayStation y a la guerra de quién sabe qué. Sergio quería que Alfredo fuese RoboVil. Lo corrigió todo el tiempo porque no sabía hablar como el dibujo animado. Alfredo trató con varias voces, pero ninguna funcionó. Sergio terminó por cansarse y Alfredo lo llevó a su cama cargado. Lo acostó y lo arropó. En la otra cama, Mariana se lo quedó viendo.
—¿Ése va a dormir aquí?
Sergio le sacó la lengua.
—Ése duerme siempre aquí —dijo papá—. Ahora, sé una buena hermana y cuéntale un cuento. Anda.
Mariana puso cara de asco. Alfredo le acarició la cabeza unos segundos. Su pequeña ya era grande. No dijo nada para no molestarla. Al salir tropezó con uno de los juguetes de Sergio.
—¡Mierda! —susurró.
—No digas malas palabras —dijo Sergio.
Antes de irse miró a sus dos hijos desde el umbral. La lámpara estaba apagada pero por la ventana se colaba bastante luz de la calle. Ya se iba cuando oyó a Mariana:
—Quiero un cuarto para mí sola.
—Claro. Yo también —respondió él.
Cerró la puerta y se quedó con la nuca apoyada en el marco, escuchando a los niños adentro.
—Cuéntame un cuento —dijo Sergio.
—Vete a la mierda —dijo Mariana.
—Voy a llamar a mi papá entonces.
—Está bien. Déjame pensar. Ya sé. Acércate. Te voy a contar la historia del señor Braun. ¿Recuerdas al señor Braun?
—¿Qué señor Braun?
—El vecino que paseaba a sus perros.
—¿El rubio?
—Sí.
—Sólo tenía un perro.
—Tenía muchos. Sólo que paseaba a uno cada vez. Todos eran iguales. Y todos sanguinarios.
—No me gusta ese cuento.
—El caso es que Braun era un conchadesumadre que le silbaba a las niñas por la calle.
—¿Por qué les silbaba?
—Porque era un conchadesumadre. También trataba mal a su esposa y a su hija. Tan mal, que un día les soltó a los perros y las asesinaron a mordiscos.
—¡No me gusta ese cuento!
Afuera, papá gritó:
—¡Mariana!
—Está bien, está bien —dijo Mariana—. Le contaré la Caperucita.
Luego bajó la voz hasta un susurro, observó a Sergio con una mirada extraña y le dijo:
—Y después, cuando trató de detenerlos, lo mataron a él.
—Eso es mentira.
—No. ¿No has notado que ya no se le ve paseando a los perros? Es porque está muerto. Y a los perros se los llevaron a la perrera y los sacrificaron. Pero aún se les oye por las noches: aaauuu, auuuu…
Sergio sintió un escalofrío y se escondió entre sus sábanas. Alfredo, mientras tanto, fue al baño de su cuarto a quitarse de encima las lentejas. Cuando salió, Lucy estaba desnuda en medio de la habitación buscando un pijama. Observó su cuerpo. A pesar de algunas estrías y un principio controlado de celulitis, Lucy tenía un cuerpo firme y atractivo. No tenía nada demasiado grande pero se la podía considerar guapa y bien proporcionada. Alfredo se sentó en la cama y empezó a desnudarse de espaldas a ella. Siempre lo hacía así, mientras ella encendía el televisor de la habitación para ver las noticias. Él terminó de cambiarse y se acostó. Ahora estaban los dos en paralelo, con las piernas estiradas en dirección al televisor. Alfredo pensó que podrían hacer el amor o abrazarse, pero constató una vez más que no sentía ningún impulso físico hacia ella. Llevaba un tiempo así. Podía verla hermosa y amarla, pero tocarla era otra cuestión. Acercó su mano a la suya, que había quedado al medio de la cama, recostada y sola. Ella sonrió. En la televisión, una mujer lamentaba tristemente que su blusa se hubiera manchado de chocolate. Se veía muy deprimida, pero luego aparecieron unos puntitos blancos persiguiendo a unos puntitos marrones y ella se mostró feliz. Su blusa brillaba como su sonrisa. Ojalá la vida fuese así, ojalá hubiese un detergente para las manchas de humedad de la tristeza.
—Tenemos que castrar a ese gato —dijo Lucy.
Alfredo pensó en sus hijos. No le dolería tanto la muerte si no estuviesen ellos. Quizá a los hombres también deberían castrarlos.
—Pobre gato. Nunca sabrá lo que se va a perder —dijo.
—No tiene nada que perder. Ni siquiera tiene nombre. «Gato» no es un nombre para gatos.
—Claro. Pero igual creo qu…
—¿Tú vas a limpiar lo que ensucie y a reponer lo que rompa?
No. No iba a hacerlo. Quiso besarle la mano a Lucy, pero ella se volteó dándole la espalda. Era la señal de que se desconectaba de la realidad. Él apagó la lámpara de mesa y dejó el televisor encendido. Siempre se iba quedando dormido así, con el parpadeo de la pantalla. Cerraba los ojos y oía las noticias de un modo cada vez más intermitente. Cuando estaba a punto de caer profundamente dormido, escuchó:
—El vendedor de lubricantes industriales Alfredo Ramos falleció hoy por causas naturales. A su poco concurrido sepelio asistieron su esposa e hijos, quienes heredan de él una cuantiosa deuda monetaria y una botella de whiskey…
Abrió los ojos de repente y se incorporó en la cama. Frente a él, la pantalla era una lluvia gris. La programación había terminado hacía tres o cuatro horas. Tragó saliva, apagó el aparato y se volvió a acostar. Rodeó con el brazo a Lucy, que estaba de espaldas. Por la tubería del baño, los gemidos de los vecinos coreanos se empezaron a filtrar una vez más. Ella no se movió, aunque también estaba despierta. Tenía muchas cosas que contarle a su esposo, pero no sabía exactamente cuáles.