Ese olor. Reconocía ese olor de algún lugar. Y se ponía nervioso. No era olor de comida, ni el olor de los pisos cuando se enceran. No era nada que formase parte de la rutina. Lo había sentido en el pasillo alguna vez, pero era difícil saber de dónde provenía. Quizá del techo o del suelo. Para él, el universo comenzaba y terminaba en esa casa, de modo que nada podía venir de afuera. Lo había verificado. Cuando se encaramaba a alguna ventana podía ver que todo lo de afuera era pequeño y lejano. A veces se acercaba algún pájaro pero él no podía saltar tan lejos, así que debía conformarse con las cucarachas que poblaban la cocina en verano o con alguna araña.

A veces aparecía en casa alguien nuevo, pero seguramente era producido por el umbral. En el umbral, todos los de la casa desaparecían por la mañana y eran reproducidos por la tarde para cuidar de él. Pero ese olor no era de ninguno de ellos. No era el olor a rancio del Papapa, ni los perfumes dulzones de la mamá ni el desodorante del papá ni el olor a sudor y barro de Sergio. Era mejor. Desesperantemente mejor. ¿De dónde vendría? Sintió un impulso desconocido y se preocupó. Sabía que era malo. Trató de reprimirlo. Buscó su caja con la vista. Estaba lejos, más allá de la cocina. Además, el impulso lo obligaba a hacer algo inmediatamente, y a hacerlo justo en donde estaba. Cosas del olor. Arañó la alfombra en un último esfuerzo por resistir. Pero no fue posible. Emitió un par de gemidos pidiendo ayuda. Nadie respondió. Incapaz de aguantar más, trepó sobre el sofá, rascó su superficie un poco, se acomodó y vació sus riñones sobre el tapiz verde de los cojines. Sintió un alivio indescriptible. Trató de enterrar lo que había hecho, pero la superficie del sofá no era como la tierra. De todos modos, hizo lo que pudo y salió corriendo a la cocina, porque sabía que había hecho algo muy muy malo.