—Pues, verá usted… eh… Hay dos tipos de médicos: los anglosajones y los latinos.
El doctor tenía una oficina con vistas a la residencial, en el edificio de consultorios de la clínica. Cada vez que iba a consulta, Alfredo jugaba mentalmente a buscar su propio departamento entre el color ceniza de los edificios, pero la residencial se le confundía con el cielo gris y la garúa de agosto, y también con la humedad. Él mismo, durante los últimos meses, se confundía con la humedad. Se difuminaba en agua.
—Para los anglosajones, la cosa es más fácil. Porque hacen su trabajo como si fabricaran zapatos. No se… involucran… emocionalmente…
El doctor había servido dos whiskeys. No tenía hielo, pero les echó un poco de agua del caño en que se lavaba las manos antes de cada chequeo. Luego se sentó y comenzó a explicarle cosas con un puntero y varios papeles, placas, radiografías, análisis, más papeles. No era el mismo doctor que había atendido a la abuela. A Alfredo le había parecido un buen doctor el de la abuela, pero ahora la abuela estaba muerta, de modo que el doctor ya no le parecía tan bueno y, además, le traía recuerdos tristes. A veces le habría gustado ser esclerótico, como el Papapa, para no tener recuerdos. Prefería confundir las memorias más dolorosas, no saber si la abuela era su madre o su suegra, nunca acordarse de pagar la hipoteca, olvidar el camino al consultorio del médico. El sabor del whiskey, en cambio, sí era algo que le gustaba recordar. Acabó el suyo casi de un trago y dejó el vaso sobre la mesa con un golpe, para ver si el doctor le ofrecía más. El doctor no quitó la vista de sus papeles.
—… en cambio, a nosotros… la gente… Todos esperan que seamos como Dios, que arreglemos todo… hasta lo que no es posible…
Alfredo hacía un gran esfuerzo por concentrarse en lo que el médico le estaba diciendo, pero se perdía por largos momentos. Sus palabras parecían la bruma difusa de invierno, que siempre pesa sobre la ciudad como una lápida y nunca termina de resolverse en una lluvia de verdad. En Lima, durante el invierno, la bruma se te mete en los huesos. Sabes que no importa cuánto te abrigues, atravesará tu ropa y se colará por tus manos, por tu nariz, hasta calarte. A veces, desde el quinto piso donde vive Alfredo, ya no se ve nada, ni siquiera un árbol o el supermercado o el edificio de enfrente. La ventana parece un muro de plomo.
En esos días, por lo general, el motor del carro no enciende, las vías respiratorias se llenan de mocos, las secretarias de la oficina están de mal humor y el cielo parece haber descendido kilómetros, agotado de mantenerse ahí arriba, solo, parece estarse derritiendo perezosamente sobre la ciudad, para ahogarla y aplastarla. Alfredo miró su vaso vacío. Pensó que, si volvía a casa oliendo a alcohol, Lucy se encerraría con él en el cuarto y le gritaría en voz baja, para no alarmar al niño. No le importaba. Eran las diez de la mañana. Faltaban siglos para volver a casa.
—De modo que, aunque es difícil hacer un pronóstico preciso en estos casos…
—¿Cuánto tiempo, doctor?
—¿Cómo?
—¿Cuánto tiempo me queda?
Se sorprendió de su propia tranquilidad. Había visto películas con escenas como ésa, y ninguno de los pacientes había mantenido la serenidad como él. O la apatía, se le hacía difícil saber qué sentía. No le habría importado tener una enfermedad que le permitiese una baja con goce de haber, aunque lo obligase a quedarse encerrado en su cuarto, sin moverse. Le parecía que no mover un músculo durante una larga temporada sería perfecto y fácil, sería lo mejor que él podría hacer y lo que él podría hacer mejor. Pero le faltaban dos años para terminar de pagar la hipoteca. Quería vivir hasta entonces, para ver que su casa se convirtiese en su casa de verdad. Y quién sabe, quizá en la empresa podría conseguir un ascenso. Corría el rumor de que el director adjunto renunciaría para evitar una auditoría. Quizá era ésa la oportunidad perfecta. Una más de todas las oportunidades perfectas que le habían abofeteado en la cara durante los últimos veinte años. O quizá no. Y Disney. Sergio quería ir a Disney.
—Seis meses… si tenemos suerte.
Alfredo miró su vaso vacío. El doctor se sintió obligado a servirle más mientras asimilaba la noticia. Alfredo bebió y se volvió hacia su propio reflejo en el fondo del vaso. Se imaginó verde con hilachas de algodón saliéndole de la boca.
—¿Puedo pagarle la consulta a plazos? Digamos… ¿En seis meses?
Sonrió. Pero el doctor no entendió la broma.
No sabía qué hacer después de la consulta. Había avisado en la oficina que volvería antes de las once. Y en casa no había nadie. Podía llamar a algún amigo, pero estarían todos trabajando. Aunque fuese fin de semana, se dio cuenta de que no se le ocurriría a quién llamar. Se detuvo en la tienda de un grifo. Llevaba dos años sin fumar, pero pensaba que dadas las circunstancias, daba más o menos igual. Los estacionamientos de la tienda estaban completos. Dejó el auto en doble fila y bajó. Compró una cajetilla de Marlboro rojo. Y una botella de whiskey. Era cara, pero pensó que sus ahorros también daban más o menos igual. Afuera, las bocinas y los insultos le anunciaron que su carro bloqueaba la salida de un Fiat. Tuvo ganas de escupirle en la cara al conductor que gritaba. Tuvo ganas de subirse al Fiat y morirse ahí, a ver qué hacía el conductor, a ver a quién le gritaba. Pero a la vez se sentía como flotando en el aire, como si nada pudiese afectarlo. Subió a su auto sin decir palabra, se quitó del camino y encendió un cigarrillo. En su interior, sintió la primera bocanada expandirse en sus pulmones y circular por sus venas hasta cada milímetro de su cuerpo. Abrió la botella y dio un largo trago directamente del pico. El ardor bajó lentamente hasta su estómago para mezclarse con el café y las tostadas del desayuno. Tosió largamente. Se le irritaron los ojos. Y aceleró para llegar a la oficina.
Al bajar del auto sospechó que estaba ebrio. Apenas había bebido un par de tragos más, pero había perdido la costumbre. Metió la botella en su maletín y bajó tratando de mantener el equilibrio. Saludó a un par de secretarias y empleados que volvían de comprar sandwiches. Saludó a la recepcionista. Por primera vez, se preguntó por qué tenía que saludar a tantas personas que no le interesaban. Subió a su oficina. Su secretaria Gloria estaba ahí con su sonrisa de siempre. Le miró las tetas. Le miró el culo. Ambos le parecieron horrorosos, gordos y fofos. Devolvió la sonrisa y se encerró en su oficina a preparar un informe sobre la venta de lubricantes industriales para las fábricas de harina de pescado. Avanzó una línea y media. Luego llamó a Gloria, le volvió a mirar las tetas y le pidió un café.
Cuando llegó el café, pensó en levantar el teléfono y llamar a casa. O quizá pedir permiso para ausentarse del trabajo todo el día. Encendió otro cigarrillo. No tenía cenicero. Ni ventanas. Se aflojó un poco el nudo de la corbata. Quizá a la hora de almuerzo podría bajar y hablar con alguien de la oficina, quizá debía hablar sobre lo que acababa de ocurrir. Quizá con Javier. No, Javier no sabe de nada que no incluya autos, fútbol o cerveza. No sabría qué decir. A Gloria podría contarle. No, mejor no. Con Gloria se distraería. Nunca había estado tan obsesionado con unas tetas tan horribles. Vertió un poco de whiskey en el café. Bebió de un trago la mezcla. Trató de poner los pies sobre la mesa, pero su oficina era demasiado pequeña. No permitía estirar las piernas. Pidió otro café. Miró el reloj de la pared. 10.35.
Tenía todo el día por delante.