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El fin

Juan no creía que la colonia pudiera salvarse. Pero tres meses más, y los trabajos más importantes quedarían concluidos. Había que completar ante todo cierto informe científico dirigido a la especie común. Otro asombroso documento, redactado por Juan, contenía la historia del cosmos. No sé si sería una simple exposición de hechos, o una ficción poética. Todos estos escritos eran dactilografiados, clasificados y guardados en cajas. Había llegado la hora de mi partida.

—Si te quedas más tiempo —dijo Juan—, morirás con nosotros, y nuestros informes se perderán. Poco nos importa que se salven o no, pero es posible que los miembros más esclarecidos de tu especie encuentren en ellos algo de interés. Será mejor que no los publiques por ahora. Espera a que los Gobiernos nos olviden. Mientras tanto, si quieres, puedes redactar la famosa biografía. Como obra de ficción, naturalmente, pues nadie creerá en ella.

Un día Tsomotre informó que ciertos Gobiernos que no nombraré estaban equipando a un grupo de voluntarios para destruirnos.

Las cajas de documentos se cargaron en el Skid junto con mis maletas. Toda la colonia fue a despedirme al muelle. Les di la mano a todos, y Lo me besó.

—Todos te queremos, Fido —me dijo la muchacha—. Si ellos fueran como tú, de la familia, no habría problemas. Recuerda, cuando escribas tu historia, que todos te quisimos.

Sambo, cuando le llegó el turno, se lanzó de los brazos de Ng-Gunko a los míos.

—Me iría contigo —me dijo— si no me sintiese tan atado a esta pandilla de snobs.

Las últimas palabras de Juan fueron éstas:

—Sí, di en tu biografía que te he querido mucho.

No pude contestar.

Kemi y Marianne, a cargo del Skid, retiraban ya las amarras. Salimos del puerto y ganamos velocidad. La doble pirámide de la isla fue empequeñeciéndose hasta ser una nube en el horizonte.

El Skid me llevó a una isla francesa sin importancia donde no había residentes europeos. Descargamos de noche los equipajes en el chinchorro, y los llevamos a una playa desierta. Nos despedimos, y el Skid y sus tripulantes se perdieron en la oscuridad. Al amanecer fui en busca de los nativos e inicié los trámites para volver a la civilización. ¿A la civilización? No. La había dejado para siempre.

Sé muy poco del fin de la colonia. Durante algunas semanas vagué por los Mares del Sur en busca de noticias. Encontré al fin a uno de los «voluntarios». El hombre no quería hablar. No sólo porque arriesgaba la vida, sino también, indudablemente, porque todo aquello le había afectado los nervios. Al fin el alcohol y el soborno le aflojaron la lengua.

Se había advertido a los asesinos que no corrieran riesgos. El enemigo, a pesar de su aspecto, era diabólicamente astuto. Las ametralladoras podían ser útiles. Era mejor no parlamentar.

Un grupo de invasores, numeroso y bien armado, desembarcó en las afueras del puerto y avanzó entre las malezas. Los isleños comprendieron enseguida que no era posible recurrir a la hipnosis. Hubiese sido fácil, probablemente, destruirlos con la desintegración atómica, tan pronto como desembarcaron. Pero Juan decía, recuerdo, que los átomos de los cuerpos vivos se desintegraban con más dificultad que los átomos de los cadáveres. Aparentemente, no se intentó utilizar este método. Juan ideó, parece, una defensa más sutil, pues, según mis informantes, sintieron de pronto que «el lugar estaba habitado por demonios». Un terror indescriptible se apoderó de ellos. Les temblaban los miembros y se les erizaban las carnes. Todo esto era peor por producirse a la luz del día; el sol alumbraba pesadamente desde lo alto. Los supernormales hacían sentir sin duda su presencia de algún modo misterioso y terrible. Los invasores avanzaron titubeando por entre los matorrales, pero cuanto más se internaban en la isla, más crecía la sensación de una presencia todopoderosa. Al mismo tiempo, comenzaron a desconfiar de sus propios cómplices. Los hombres miraban de reojo a sus vecinos, con odio y miedo, y al fin se abalanzaron unos contra otros y se pelearon con cuchillos, armas de fuego, dientes y uñas. La lucha sólo duró unos minutos; pero muchos murieron, y otros quedaron malheridos. Los sobrevivientes volvieron corriendo a los botes.

El barco esperó dos días en la isla mientras los marinos discutían violentamente. Algunos querían abandonar la aventura; pero otros afirmaban que volver con las manos vacías significaba una muerte cierta. Se les había expresado, claramente, que el éxito sería recompensado con largueza, pero el fracaso sería castigado sin piedad. No les quedaba otro recurso que intentar un nuevo ataque. Se organizó otro grupo de desembarco, fortalecido con grandes dosis de ron. El resultado no fue muy distinto, pero aquella influencia siniestra no afectó tanto a los más ebrios.

Durante tres días juntaron valor para otro desembarco. En la ladera de la montaña se veían los cadáveres. ¿Cuántos se unirían aún a ese macabro grupo? Los hombres se emborracharon de tal modo que apenas podían remar. Llevaron un barrilito, y se animaron con gritos y cantos. Ya en la isla volvieron a sentir aquella presencia, y tomaron un poco más de ron. Trastabillando, apretándose unos contra otros, dejando caer las armas, tropezando con plantas y raíces, subieron la colina. El puerto y los edificios aparecieron en la hondonada. Se lanzaron torpemente barranca abajo. Uno de los hombres descargó accidentalmente la pistola en su propio muslo, y cayó dando gritos. Los otros no se detuvieron.

Los supernormales se habían reunido ante la fábrica de energía. Los asaltantes se reagruparon tímidamente. Los efectos del ron estaban desapareciendo, y a la vista de esos seres extraños, inmóviles, de grandes ojos fijos, los verdugos perdieron la cabeza. Huyeron rápidamente.

Durante algunos días siguieron discutiendo en el barco. No se atrevían ni a desembarcar ni a partir.

Una tarde vieron sorprendidos que una enorme nube de fuego se elevaba por detrás de la montaña, iluminando la isla y el mar. Se oyó enseguida un trueno sordo, y un eco que venía desde lo alto, como en una tormenta. La llama se empequeñeció hasta morir, pero sobrevino un fenómeno todavía más alarmante. La isla empezó a hundirse en el mar. Las olas trepaban por las laderas. El ancla de la nave se soltó, el fondo del océano se hundía. La isla siguió sumergiéndose y el mar arrastró el barco hacia las copas de los árboles que asomaban aún en la superficie. Los dos picos de la isla desaparecieron también, y varias corrientes se unieron elevándose en una columna. Este cuerno líquido cayó deshaciéndose en montañas de agua que cubrieron la nave. Mástiles y aparejos fueron arrancados de cuajo, y se perdió media tripulación.

Este cataclismo ocurrió, parece, el 15 de diciembre de 1933. Pudo haber sido de naturaleza puramente física; pero, cuando me lo contaron, pensé otra cosa. Supuse que los isleños habían resistido a los invasores para ganar unos días y concluir su tarea. O llevarla, por lo menos, a la mayor altura posible. Me agrada pensar que cumplieron su propósito.

Pienso que decidieron entonces no esperar el fin, que no podía tardar. Junto con sus vidas destruirían sus obras. No podían permitir que su hogar, ni sus hermosos objetos, cayeran en manos de una raza subhumana. Volaron entonces, voluntariamente, la fábrica de energía, y destruyeron la colonia. Presumo, por otra parte, que esa poderosa conmoción debió sacudir los precarios fondos de la isla, provocando su hundimiento.

Luego de obtener esta información, volví a Inglaterra con mis preciosos papeles, preguntándome cómo le daría la noticia a Pax. No parecía probable que Juan se la hubiese comunicado. Llegué a puerto. Pax y el doctor me esperaban en el muelle. Bajé, y Pax me dijo enseguida.

—No es necesario que nos prepares. Lo sé todo. Juan me transmitió la escena. Vi la derrota de aquellos hombres, y luego muchos sucesos felices en la isla. Vi a Juan, que caminaba con Lo por la costa, al fin como enamorados. Vi también a todos los jóvenes reunidos en una sala, y oí que Juan decía que era hora de morir. Todos se pusieron de pie y salieron en grupos o parejas. Se reunieron ante una casa de piedra. Ng-Gunko entró con Sambo en los brazos. Hubo de pronto una luz enceguecedora, ruido, dolor, y luego nada.

FIN