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El principio del fin

Me encontraba en la isla desde hacía cuatro meses, cuando nos descubrió una nave inglesa. Supimos enseguida, por medios telepáticos, que se acercaría a nosotros, pues estaba estudiando las condiciones oceánicas del sudeste del Pacífico. Sabíamos también que contaba con una brújula giroscópica y sería difícil desviarla.

Esa nave, el Viking, investigó el océano durante varias semanas. Después de innumerables zigzags, se acercó a la isla. Sus oficiales se asombraron. Entre la brújula magnética y la giroscópica, había una discrepancia evidente, pero la nave conservó su rumbo y llegó a pasar a treinta kilómetros de la isla, aunque de noche. ¿Pasaría sin vernos en la próxima bordada? ¡No! Se acercó por el sudoeste y nos avistó a popa. El resultado fue inesperado. Como ninguna isla tenía nada que hacer allí los oficiales concluyeron que la brújula giroscópica funcionaba mal, aunque la observación del sol parecía confirmar sus indicaciones. La isla, pensaron, debía de formar parte del grupo de Tuamotu, y el Viking se alejó de nosotros. Tsomotre, nuestro principal telépata, informó que la oficialidad se sentía como perdida en la noche.

Un mes después, la nave volvió a avistarnos. Esta vez cambió de rumbo y puso proa a la isla. Vimos cómo se acercaba, pequeña como un juguete, de casco blanco y chimenea oscura. Cabeceando y balanceándose, fue aumentando de tamaño. Cuando estuvo a unos pocos kilómetros, dio una vuelta alrededor de la isla. Se acercó uno o dos kilómetros más y describió otro círculo, usando la sondaleza. Echaron el ancla y bajaron una lancha de motor. La lancha se alejó del Viking, y recorrió la costa hasta encontrar la entrada del puerto. Un oficial y tres hombres descendieron a tierra y avanzaron entre las malezas.

Esperábamos todavía que se limitaran a un examen superficial, y regresaran al barco. Entre los dos puertos y en la misma costa había unos densos matorrales que harían titubear a cualquier curioso. Una cortina de vegetación, colgada de una cuerda, ocultaba la entrada del puerto interior.

Los invasores caminaron un rato por la playa y al fin se volvieron. De pronto, uno se detuvo y recogió algo. Juan, que estaba detrás de mí, espiando los movimientos y las mentes de los cuatro hombres, exclamó:

—¡Dios mío! Ha encontrado una de tus malditas colillas.

De un salto me puse de pie, gritando horrorizado:

—Entonces es preciso que me encuentre a mí.

Bajé por la colina, dando gritos. Los hombres se volvieron y me esperaron con la boca abierta. Sin aliento, improvisé una historia. Era el único sobreviviente de un naufragio. Había fumado ese día mi último cigarrillo. Al principio me creyeron. Las preguntas empezaron cuando nos dirigíamos al Viking. Interpreté mi papel con bastante corrección, pero al llegar a la nave ya sospechaban. Aunque superficialmente sucio a causa de la corrida, estaba bastante presentable. Tenía el cabello corto, la cara afeitada y las uñas cortas y limpias. Cuando el Comandante del barco comenzó a interrogarme, me lié, y al fin, desesperado, confesé la verdad. Por supuesto, creyeron que estaba loco. El Comandante resolvió, sin embargo, examinar la isla.

Fingí entonces una completa idiotez, con la esperanza de que no encontraran nada. Pronto descubrieron, sin embargo, la cortina vegetal. La lancha entró en el puerto interior, y apareció la colonia. Los isleños habían decidido que era inútil ocultarse, y estaban de pie en el muelle, esperándonos. Juan se adelantó a recibirnos. Era una figura extraña, pero imponente, con su pelo de un blanco deslumbrante, sus ojos de bestia nocturna y su cuerpo delgado. Detrás de él, esperaban los otros: un grupo de muchachos y muchachas desnudos de enormes cabezas. Uno de los oficiales exclamó:

—¡Jesucristo! ¡Qué troupe!

Llevamos a los oficiales a la terraza de la casa de comidas, y les ofrecimos nuestro mejor chablis. Juan les habló largo rato de la colonia, y aunque, por supuesto, no podían comprender el sentido de la aventura, y se mostraban franca, pero amablemente incrédulos ante la idea de una «nueva especie», escucharon con simpatía. Apreciaban el aspecto deportivo del asunto. Les sorprendió que yo, la única persona normal y adulta de esa isla de monstruos juveniles, tuviese en la colonia tan poca importancia.

Juan los llevó a la fábrica de energía, en la que no creyeron, y al ver el Skid, que los impresionó sobremanera, les pareció una mezcla de barco y pesadilla. Visitaron luego los otros edificios. Juan, observé sorprendido, parecía ansioso por mostrarlo todo, y en ningún momento le pidió al Comandante que no hablara de la isla. Pero su actitud era intencionada. Concluidas las visitas, convenció al Comandante de que permitiera a los hombres bajar a tierra y beber algo. Pasó así otra media hora. Juan, Lo y Marianne conversaban con los oficiales; otros isleños con el resto de los hombres. Cuando llegó el momento de despedirse, el Comandante aseguró a Juan que haría un extenso informe y alabaría a los colonos.

La lancha partió. Algunos de los jóvenes sonreían abiertamente. Juan explicó que los visitantes, sometidos en la isla a un adecuado tratamiento psicológico, tendrían al llegar al Viking un oscuro recuerdo de la isla. No podrían redactar un informe plausible, ni siquiera relatar la aventura.

—Pero —agregó Juan— éste es el principio del fin. El tratamiento no ha sido completo, ni ha alcanzado a todos los tripulantes. Algo se sabrá y despertará la curiosidad de tu especie.

Durante tres meses, la vida en la isla siguió su curso. Pero era una vida distinta. La certeza del fin próximo dio a las relaciones personales y a la actividad social una intensidad mayor. Los isleños sintieron por la colonia un amor nuevo y apasionado, una especie de exaltado patriotismo, como el que debieron sentir las ciudades griegas con el enemigo a sus puertas. Pero era un patriotismo curiosamente libre de odios. No se pensaba que aquel desastre inminente fuese obra de enemigos humanos, sino una catástrofe natural, como un terremoto, por ejemplo.

El programa de actividades cambió considerablemente. Los trabajos que no pudieran concluirse en un plazo de pocos meses fueron abandonados. Ciertas tareas, de orden superior, debían realizarse antes del fin. La colonia tenía, me recordaron, dos fines importantes: ayudar a construir el mundo y desarrollar un culto inteligente.

La actividad práctica había creado algo hermoso, aunque efímero, un microcosmos, un mundo en pequeño. Pero el intento más ambicioso de esta actividad, la creación de una nueva especie, no podría realizarse. Debían concentrarse, por lo tanto, en el segundo objetivo: una concepción del universo precisa y apasionada, y una exaltación de los valores supremos. Con ayuda de Langatse podrían realizar en este aspecto algo definido. Aunque la meta parecía lejana, algunos de los colonos ya la había vislumbrado. La experiencia práctica y una activa conciencia del destino les permitirían, me dijeron, ofrecer al espíritu universal, en un plazo de pocos meses, un don precioso y raro, que ni el mismo Langatse, solo e impedido, podía concebir.

La urgencia y las dificultades de esta tarea obligaron a abandonar toda otra actividad. El trabajo quedó reducido a lo imprescindible —el campo y la pesca—, y se aumentaron las horas de descanso. Los colonos se bañaban a menudo en el puerto libre de tiburones; se hacían el amor; había bailes, música, poesía y pintura. Estas artes me resultaban casi incomprensibles, pero me pareció que el sentimiento de la fatalidad había agudizado la sensibilidad de los colonos. En lo que concierne a las relaciones personales, la inminente destrucción del grupo tuvo como consecuencia un aumento de la vida social. La soledad había perdido su encanto.

Una noche, Chargut, el vigía telepático del puerto, informó que un crucero británico estaba buscando una isla misteriosa. Ésta había arruinado, de algún modo, la salud mental de los tripulantes del Viking.

Una semana después, el barco entró en la zona de nuestro desviador; pero mantuvo sin dificultades el rumbo. Se esperaba una alteración de la aguja magnética, y se confió solamente en el compás giroscópico. Luego de algunos tanteos, la nave llegó a la isla. Los isleños no trataron esta vez de esconderse. Observamos, desde una ladera, cómo la nave gris echaba el ancla. Un bote se destacó de la nave. Cuando estuvo bastante cerca, le señalamos la entrada del puerto.

Juan recibió a los visitantes en el muelle. El Teniente, de uniforme blanco y cuello duro, parecía querer representar, con sus aires de dignidad, a toda la marina inglesa. La presencia de mujeres blancas desnudas destruyó su equilibrio, y acrecentó todavía más su altivez. Sin embargo, los refrescos tomados en la terraza, unidos a un tratamiento psicológico, dieron como resultado una atmósfera más cordial. Volvió a impresionarme la astucia de Juan, que había guardado para la ocasión un buen vino y cigarros.

No me es posible aquí, por razones de espacio, describir minuciosamente este segundo encuentro con el Homo Sapiens. Hubo, por desgracia, muchas idas y venidas entre el crucero y la isla, y no se pudo hipnotizar profundamente a todos los hombres. Se logró bastante, sin embargo, y la visita del Comandante, simpático marino, fue particularmente satisfactoria. Juan descubrió enseguida que era un hombre de imaginación y coraje que no concedía a la visita un particular interés. En esto se diferenciaba notablemente de los otros invasores. Como el tratamiento psicológico aplicado a los marinos había sido superficial, Juan decidió que no valía la pena sugestionar al Comandante. Era preferible despertar en él cierto interés por la colonia.

El Comandante era uno de esos marinos excepcionales que se pasan la mayor parte del tiempo leyendo. Sus ideas podían, quizá, llegar a convertirlo en un defensor de la aventura. No era, por cierto, de una inteligencia brillante, pero sabía algo de ciencia y filosofía, y su sentido de los valores, aunque poco desarrollado, era bastante fino.

El crucero permaneció algunos días en la isla, y el Comandante pasó gran parte del tiempo en tierra. Su primer acto oficial fue anexar la isla al Imperio Británico. Me recordó la costumbre de gorriones y otros pájaros que se anexan jardines y huertas sin pensar en las intenciones de los hombres. Pero en este caso, ¡ay!, el gorrión representaba a una gran potencia. Era en verdad el poder de la selva que invadía un minúsculo jardín de verdaderos seres humanos.

Sólo el Comandante pudo llevarse de la isla un recuerdo personal y claro. A los demás visitantes se les inculcó una imagen agradable de la isla, de acuerdo con sus temperamentos. Algunos, naturalmente, eran impermeables a esa clase de sugerencias; pero la mayor parte quedó bien impresionada. Se los incitó sutilmente a que considerasen la colonia, por lo menos, como una aventura romántica. La mayor parte de los hombres, como es natural, no aceptó siquiera esa idea; pero en uno o dos casos se logró que las mentes, rudimentarias o atrofiadas, desarrollasen una insólita actividad.

Cuando al fin los visitantes debieron abandonar la isla, advertí que su comportamiento había cambiado. Había menos formalidad, menos distancia entre oficiales y marineros. La disciplina era menos estricta. Noté asimismo que algunos que en un principio habían mirado a las mujeres con desaprobación o concupiscencia, o de ambos modos, se despedían de ellas con cortesía, y hasta apreciando su extraña hermosura. Vi también en los rostros de los más sensibles cierta ansiedad, como si en su interior no se sintieran cómodos. El Comandante estaba pálido. Al estrechar la mano de Juan, murmuró:

—Haré lo posible, pero no tengo esperanzas.

El crucero partió. Seguimos los sucesos de a bordo con gran interés. Tsomotre, Chargut y Lankor informaron que en algunos hombres los recuerdos de la isla se borraban rápidamente. Los otros se sentían muy perturbados, y el contraste entre la isla y la nave destruía todo sentido del patriotismo y la disciplina. Dos se habían suicidado. Una especie de pánico se extendía por el navío. Algunos creían que la locura estaba infectando a todos. Salvo el Comandante, los que habían visitado la isla con cierta frecuencia sólo tenían unos recuerdos vagos e inverosímiles. Aquellos que habían escapado al tratamiento estaban también confundidos, pero recordaban bastante como para ser peligrosos. El Comandante se había dirigido a la tripulación ordenando —implorando— que nadie hablase en tierra de las últimas experiencias. Él, naturalmente, elevaría un informe al Almirantazgo; pero no debía olvidarse que el asunto era un secreto oficial. Difundir historias increíbles sólo serviría para confundir las cosas, y haría la desgracia de la nave. Íntimamente, como es natural, se proponía redactar un informe inofensivo y descolorido.

Semanas después, los telépatas recogieron unas historias fantásticas. Un diario extranjero había hablado de «una colonia de niños, inmorales y comunistas, en una isla británica del Pacífico». Los Servicios Secretos de varias naciones investigaban la noticia para utilizarla diplomáticamente. El Almirantazgo británico llevaba a cabo una encuesta secreta. El Comandante del crucero había sido destituido por presentar un informe falso. El Gobierno soviético había reunido una numerosa documentación y quería molestar a Inglaterra enviando una expedición a la isla. El Gobierno británico se había enterado de este proyecto y haría evacuar la isla inmediatamente.

Supimos también que el mundo, en general, aún no se había enterado de la historia. La prensa británica tenía orden de no mencionar el asunto. La prensa extranjera, por su parte, no había recogido el rumor.

La visita del segundo crucero terminó aproximadamente como la otra; pero en un momento hubo que recurrir a medidas desesperadas. El segundo Comandante había sido elegido, quizá, por su carácter intransigente. En realidad, era una especie de tirano. Además, sus instrucciones eran precisas, y sólo tenía una idea: hacerlas cumplir.

Envió a tierra una lancha con un Teniente. Los isleños tenían cinco horas para preparar los equipajes y subir a bordo. El Teniente volvió al barco con un ataque de nervios, e informó que las instrucciones no se habían cumplido. El Comandante mismo bajó entonces a tierra con un destacamento armado. Rechazó toda invitación, y anunció que los isleños debían embarcar enseguida.

Juan pidió explicaciones y trató de arrastrar al hombre a una conversación normal. Señaló que la mayor parte de los colonos no eran súbditos británicos, y que no molestaban a nadie. Todo fue inútil. El Comandante era algo sádico, y las desnudas carnes femeninas lo habían exasperado. Ordenó el arresto de todos los colonos.

Juan habló entonces con una voz solemne.

—No dejaremos vivos en la isla. Todos los que usted toque, caerán muertos.

El Comandante se rió. Dos marineros se acercaron a Chargut, que estaba más cerca. El tibetano miró a Juan, y cuando los marineros lo tocaron, cayó al suelo. Los marineros examinaron a Chargut. No mostraba signos de vida.

El Comandante, visiblemente confundido, no supo qué decir. Se puso tieso, y repitió la orden. Juan dijo:

—¡Tenga cuidado! ¿No ve que está ante algo que no puede entender? No tomarán a ninguno vivo.

Los marineros titubearon. El Comandante gritó:

—¡Obedezcan las órdenes! Comiencen con una muchacha, para mayor seguridad.

Los hombres se acercaron a Sigrid. Ésta se volvió hacia Juan, con una sonrisa, y extendió hacia atrás la mano para tocar a Kargis, su compañero. Uno de los marineros le puso tímidamente una mano en el hombro. Sigrid cayó hacia atrás, en brazos de Kargis.

El Comandante, trastornado, observó que los marineros estaban a punto de insubordinarse. Trató de razonar con Juan, asegurándole que los colonos serían tratados con toda corrección. Juan se limitó a sacudir la cabeza. Kargis se había sentado en el suelo, con el cuerpo de la muchacha en los brazos. Luego de contemplar un momento a Sigrid, el Comandante dijo:

—Consultaré el caso con el Almirantazgo. Mientras tanto pueden quedarse aquí.

Volvió con sus hombres al bote. El crucero se alejó.

Los isleños colocaron los cadáveres en la roca de la playa. Durante unos instantes, de pie, inmóviles, guardamos silencio. Las gaviotas pasaban chillando. Una de las muchachas hindúes, que había tenido relaciones con Chargut, se desmayó. Kargis, en cambio, no parecía triste. La expresión desolada que había tenido su rostro cuando Sigrid cayó muerta, había desaparecido. Aquellos espíritus supernormales no sucumbían durante mucho tiempo a una emoción inútil. Durante algunos segundos, el joven miró fijamente a Sigrid. De pronto se echó a reír. Su risa se parecía a la de Juan. Se inclinó, besó dulcemente los labios de Sigrid, con una sonrisa, y se hizo a un lado. Juan miró los cadáveres. Se alzó una llamarada, y los cadáveres se consumieron.

Días después le pregunté a Juan si los isleños no podían llegar a un acuerdo con Gran Bretaña. La colonia, sin duda, sería disuelta; pero sus miembros podrían volver a sus respectivos países, e iniciar una vida larga y fecunda. Juan sacudió la cabeza y replicó:

—No puedo explicártelo. Podría decirte que somos ahora un solo cuerpo. Si nos separásemos, no podríamos vivir. Y aunque hiciésemos como tú dices, y volviésemos al mundo de tu especie, nos espiarían, nos vigilarían, nos perseguirían. Nuestros mismos ideales nos invitan a morir. Pero aún no estamos preparados. Retardaremos un poco el fin para poder concluir nuestra tarea.

Poco después de la segunda visita, ocurrió algo, y comprendí mejor a los colonos. Ng-Gunko, desde hacía algún tiempo, trabajaba secretamente. Tenía el amor propio y la afición al misterio de todos los niños. Luego, un día, con una sonrisa de orgullo y satisfacción, convocó a los colonos. Habló telepáticamente, y las discusiones que siguieron fueron también telepáticas. Mi relato se basa en lo que más tarde me contaron Juan, Shen Kuo y otros.

Ng-Gunko había inventado un arma que, aseguraba, impediría que el Homo Sapiens se acercase a la isla. El arma proyectaba un rayo destructor, derivado de la desintegración atómica, capaz de aniquilar un aeroplano o un buque de guerra que se encontrasen a menos de sesenta kilómetros. El proyector, ubicado en el más alto de los picos, podría dominar el horizonte. Los planos del arma estaban ya concluidos, pero su ejecución demandaría un gran trabajo, y el concurso de todos. Ciertas piezas de fundición y acero deberían encargarse secretamente en Japón o los Estados Unidos de América. Sin embargo, era posible fabricar armas similares, aunque más pequeñas, y montarlas en el avión y el Skid. De ese modo podría rechazarse cualquier ataque en los próximos meses.

Un cuidadoso examen demostró que el invento de Ng-Gunko podía ser eficaz. Se discutió entonces la construcción del arma. En ese momento, parece, intervino Shen Kuo aconsejando el abandono del proyecto. Señaló que absorbería todo el poder de la colonia, y que la misión espiritual debería postergarse.

—Cualquier resistencia —dijo— uniría a la especie inferior contra nosotros. No habría paz entonces mientras no conquistásemos el mundo. Esta conquista llevaría mucho tiempo. Somos jóvenes, y la guerra consumiría nuestros años más críticos. Y cuando concluyéramos esa matanza, ¿estaríamos aún capacitados para emprender nuestra verdadera tarea: la fundación de una nueva especie, la creación de un nuevo culto? No. Estaríamos arruinados, deformados, y de un modo irremediable. La violencia borraría para siempre la visión de nuestra meta. Si tuviésemos treinta años, quizá podríamos atravesar un largo período de guerras sin quedar empobrecidos, espiritualmente. Pero, dadas las circunstancias, será mejor renunciar al arma y continuar nuestra empresa espiritual.

Me bastó observar las caras de los isleños para advertir que vivían un angustioso conflicto. No era sólo una cuestión de vida o muerte. Estaba en juego un principio fundamental. Cuando Shen Kuo terminó su discurso, hubo un clamor de confusas protestas, verbalmente expresadas, pues todos estaban profundamente conmovidos. Se decidió enseguida postergar el problema para el día siguiente. Mientras tanto, se celebraría una reunión en la sala común. Se vería entonces si era posible un acuerdo y una solución justa. La reunión duró varias horas. Supe más tarde que todos, incluso Ng-Gunko y Juan, habían aceptado con satisfacción el punto de vista de Shen Kuo.

Pasaron las semanas. La observación telepática informó que entre los tripulantes del segundo crucero había varios casos de amnesia. El informe del Comandante era incoherente e inverosímil. Como el otro Comandante, cayó en desgracia. Las embajadas extranjeras, por medio de sus Servicios Secretos, trataron de investigar estos últimos incidentes. No llegaron a saberlo todo, pero obtuvieron algunos jirones de verdad, bordados de exageraciones fantásticas. Se dijo entonces que no podía tratarse, solamente, de un juego diplomático, o un extravío del Gobierno inglés. Había allí algo de sobrenatural, que superaba toda imaginación. Tres naves habían visitado la isla, y una increíble confusión mental había atacado a sus tripulantes. Los isleños, además de ser físicamente excéntricos, y de una moral perversa, debían de estar dotados de extraños poderes que, en otra época, hubieran sido llamados diabólicos.

De un modo vago y subconsciente, el Homo Sapiens empezó a comprender que su supremacía estaba amenazada.

El Comandante del segundo crucero había informado que los isleños eran de varias nacionalidades. El Gobierno británico no se sentía cómodo. Un paso en falso, y se lo acusaría de asesino de niños. Sin embargo, la situación debía resolverse con firmeza y rapidez, antes que los comunistas la aprovecharan. Se decidió entonces solicitar la cooperación de otras potencias.

Mientras tanto, una nave soviética había dejado Vladivostock y navegaba ya por los mares del Sur. La avistamos un atardecer. Era un buque mercante, de aspecto inofensivo. Echó anclas, y desplegó la bandera roja con insignia de oro.

El Capitán, un hombre canoso de blusa de campesino, con una mirada en la que parecían brillar todavía los reflejos de la guerra civil, nos traía un halagador mensaje de Moscú. Se nos invitaba a emigrar a Rusia. Allí podríamos administrar la colonia a nuestro gusto. Las potencias capitalistas, que odiaban nuestro comunismo y nuestras costumbres sexuales, no podrían atacarnos.

Mientras el Capitán nos dirigía este discurso, lentamente, pero en buen inglés, una mujer oficial intimaba con Sambo, que le examinaba las botas. La mujer sonreía y murmuraba algunas palabras de cariño. Cuando el Capitán dejó de hablar, Sambo miró a la mujer, y exclamó:

—Camarada, has errado el camino.

Los rusos quedaron desconcertados, pues Sambo parecía aún una criatura.

—Sí —dijo Juan, riendo—. Camaradas, habéis errado el camino. Somos como vosotros, comunistas; pero también otra cosa. Para vosotros el comunismo es el fin, para nosotros el comienzo. Para vosotros el grupo es lo más sagrado; para nosotros, sólo una trama formada por individuos. Admiramos, en muchos aspectos, las realizaciones de la Rusia nueva, pero si aceptáramos esta invitación pronto nos veríamos en un conflicto. No podemos someternos. Preferimos que la colonia sea destruida.

En ese momento, Juan comenzó a hablar en ruso, con gran rapidez, mirando a veces a sus compañeros, como en busca de apoyo. Los visitantes se sintieron otra vez desconcertados. Insinuaron algunas réplicas, y comenzaron a discutir.

Todos se dirigieron entonces a la terraza del refectorio. Se sirvieron bebidas a los visitantes y se les siguió el tratamiento. Como no comprendo el ruso, no sé qué se habló; pero los marinos estaban visiblemente excitados. Mientras que algunos se entusiasmaban cada vez más, otros miraban a los isleños como seres peligrosos.

Cuando los rusos se retiraron, la confusión de sus mentes era casi total. Nuestros telépatas dijeron más tarde que el informe del Capitán había sido tan breve, contradictorio e increíble, que se lo destituyó enseguida por incapacidad mental.

Las noticias de la expedición rusa, y el anuncio de que había dejado a los colonos en posesión de la isla, confirmaron los peores temores de las otras potencias. Evidentemente, la isla era una avanzada comunista. Probablemente una base naval y aérea para atacar a Australia y Nueva Zelanda. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña redobló sus esfuerzos. Las potencias del Pacífico debían emprender una acción común.

Entre tanto, las historias incoherentes de la tripulación rusa habían causado cierto revuelo en el Kremlin. Se había decidido que cuando los isleños llegaran a Rusia, la prensa soviética publicaría la historia de su persecución por los británicos. Pero el asunto era tan misterioso que las autoridades no sabían qué pensar. Decidieron prohibir toda mención de la isla.

En ese momento, el Kremlin recibió una nota de protesta. El futuro de la isla, decía la nota, sólo concierne a Gran Bretaña. La respuesta rusa fue conciliatoria. Los comunistas deseaban formar parte de la nueva expedición. Amargamente, la Gran Bretaña tuvo que ceder.

Los isleños siguieron telepáticamente la pequeña flota. Los barcos venían de Asia y América y convergían hacia la isla. El punto de reunión era la Isla de Pitcairn. Días después, vimos en el horizonte una columna de humo, luego otra, y otra más. Así aparecieron seis barcos. Exhibían las banderas de Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos de Norteamérica, Holanda, Japón y Rusia. En fin, «las potencias del Pacífico». Los barcos anclaron, y todos echaron al agua una lancha de motor, con la bandera nacional en la popa.

La flotilla de lanchas se reunió en el puerto. Juan recibió a los visitantes en el muelle. El Homo Superior recibió a la caterva del Homo Sapiens, y se vio enseguida que el Homo Superior era indudablemente el mejor. El proyecto era arrestar enseguida a todos los colonos, pero ocurrió un curioso tropiezo. El inglés, encargado de hablar, parecía haber olvidado su parte. Tartamudeó algunas palabras incoherentes, y se volvió pidiendo ayuda a su vecino francés. Siguió una discusión en voz baja, mientras los otros, visitantes rodeaban a la pareja. Los isleños, silenciosos, observaban a los hombres. El inglés volvió a adelantarse y se puso a hablar, casi sin aliento.

—En nombre de las potencias del Pacífi…

Se detuvo, frunciendo el ceño, con los ojos clavados en Juan. El francés dio entonces un paso adelante, pero Juan lo interrumpió:

—Caballeros —dijo señalando la terraza—. Vayamos a la sombra. Es evidente que el sol los afecta.

Se volvió, y echó a caminar. El pequeño rebaño lo siguió obedientemente.

En la terraza aparecieron vinos y cigarros. El francés iba a aceptar, cuando el japonés gritó:

—¡No tome nada! Puede ser veneno.

El francés retiró la mano y sonrió con aire de desaprobación a Marianne que estaba sirviendo unos refrescos. La muchacha dejó la bandeja en la mesa.

El británico, que había recobrado el habla, exclamó de un modo muy poco oficial:

—Hemos venido a arrestarlos. Se los tratará bien, por supuesto. Mejor será que empiecen a empacar enseguida.

Juan lo miró un rato en silencio, y al fin dijo amablemente:

—Me gustaría saber cuál es nuestro delito, y en nombre de quién habla usted.

El infortunado marino descubrió una vez más que no podía hablar coherentemente. Tartamudeó algo a propósito de las «potencias del Pacífico» y unos «muchachos descarriados», y al fin se volvió, quejumbroso, hacia sus colegas. Lo que siguió fue la Torre de Babel. Todos hablaban y nadie entendía. Juan esperó un momento. Luego dijo:

—Mientras ustedes tratan de recobrar el habla, les hablaré de la colonia.

Juan relató toda la aventura. Advertí que apenas se refería a la rareza biológica de los isleños. Afirmó solamente que eran criaturas hipersensibles y monstruosas que deseaban vivir su propia vida. Opuso luego el estado trágico del mundo a la vida idílica de la isla. Era un hábil alegato, pero mucho menos importante en realidad que la influencia telepática que en ese mismo momento recibían los visitantes. Era evidente que algunos estaban emocionados. Un mundo luminoso e insólito se abría ante ellos. Observaron a Juan y a sus compañeros, y luego se miraron como por vez primera.

Cuando Juan dejó de hablar, el francés se sirvió vino. Pidió a los otros que también llenaran sus vasos y bebieran a la salud de la colonia, y pronunció un discurso breve, pero elocuente, declarando que reconocía en el espíritu de estos jóvenes algo realmente noble, algo, en verdad, casi francés. Si su Gobierno hubiese conocido la verdad de los hechos, no habría participado en esta expedición. Sugirió a sus colegas que abandonasen la isla y se comunicaran con sus Gobiernos.

El vino circuló y todos lo aceptaron, menos uno. El discurso de Juan no había conmovido al japonés. Quizá éste no había entendido. Quizá resistía más la influencia telepática que sus compañeros. Quizá la fuente principal de su oposición, me dijo Juan más tarde, fuese la presencia telepática de aquel terrible niño de las Hébridas.

El hombrecito se puso de pie y dijo:

—Caballeros, os han engañado. Este joven y sus amigos poseen poderes que se os escapan. Pero no a mí. Los he sentido. He luchado contra ellos. Advierto que no son jóvenes normales. Son demonios. Si los dejamos aquí, nos destruirán. Serán los dueños del mundo. Caballeros, debemos cumplir nuestras órdenes. En nombre de las potencias del Pacífico yo…

La confusión se apoderó del japonés. Juan dijo entonces, casi amenazante:

—Recuérdelo. Los que usted arreste, morirán.

El japonés, con el rostro lívido, completó su frase:

—… los arresto a todos.

Gritó una orden en japonés. Un grupo de marinos armados subió a la terraza. El Teniente se acercó a Juan, que lo miraba con diversión y desprecio. El hombre se detuvo. Nada ocurrió.

El representante japonés se adelantó para efectuar él mismo el arresto. Shahin le salió al paso y dijo:

—Arrésteme a mí primero.

El japonés lo tomó por un brazo. Shahin cayó. El japonés lo miró espantado, pasó por encima del cadáver, y se acercó a Juan. Los otros oficiales intervinieron y todos hablaron a la vez. Poco más tarde llegaban a un acuerdo. Los isleños serían dejados en paz. Los representantes del Homo Sapiens volverían a recibir órdenes.

A la mañana siguiente el barco ruso levó anclas y partió. Una tras otra, lo hicieron las otras naves.