La colonia
A mi llegada a Valparaíso me esperaba el Skid, tripulado por Ng-Gunko y Kemi. Ambos habían cambiado notablemente. Los sucesos de esos últimos cuatro años habían apresurado el desarrollo —comúnmente lento— de la especie. Ng-Gunko sobre todo, que contaba ahora dieciséis años, y aparentaba doce, tenía una gracia y una seriedad que nunca hubiera esperado en él. Los dos parecían tener prisa por hacerse a la mar. Les pregunté si los esperaba algo urgente en la colonia.
—No —me contestó Ng-Gunko—, pero quizá no nos quede un año de vida, y amamos la isla y a nuestros amigos. Anhelamos volver a casa.
Embarcamos mi equipaje y unos cajones de libros, y partimos hacia el oeste. Era un día caluroso. Ng-Gunko y Kemi se quitaron enseguida las ropas. La piel de Kemi, tostada por el sol, tenía el color de las maderas del barco.
A unos sesenta kilómetros de la isla, Kemi, que estaba en el timón, miró el compás magnético y el compás giroscópico, y comentó:
—Están usando el desviador. O sea que un barco se ha acercado demasiado.
Me explicó que un aparato instalado en la isla desviaba el compás magnético de las naves en un radio de ochenta kilómetros. Lo habían usado tres veces.
Por fin vimos la isla, una diminuta joroba sobre el horizonte que se convirtió, al acercarnos, en una montaña de dos picos. No vi señales de construcciones. La ubicación de los edificios —me explicó Ng-Gunko— impedía que fuesen vistos desde el mar. Al entrar en el puerto, pude ver un techo entre los árboles, y minutos después apareció ante mí toda la colonia. Eran veinte edificios de madera y uno más grande de piedra, construido detrás de los otros, en la falda de la montaña. La mayoría de las casas de madera, me dijeron, eran residencias privadas. El edificio de piedra servía de biblioteca y sala de reunión. La fábrica de energía —también de piedra— se alzaba junto al muelle. Algo más lejos estaban los laboratorios: una serie de casillas de madera.
Había poco calado y el Skid amarró en el más bajo de los tres muelles. Los colonos nos esperaban. Eran un grupo de jóvenes de uno y otro sexo, desnudos, de piel tostada y muy diversa apariencia. Juan saltó a bordo para saludarme. Me quedé mudo. Se había convertido en un joven deslumbrante, al menos para mis ojos fieles. Poseía una firmeza y una dignidad nuevas. Su rostro, tostado por el sol, era duro y terso como una avellana. El cuerpo parecía un roble tallado y lustrado. El cabello era de un blanco enceguecedor. Había en el grupo varias caras nuevas, las de los chinos, tibetanos e hindúes.
Al ver a todos los supernormales reunidos, me llamó la atención una semejanza china o mongólica entre ellos. Habían venido de países diversos, pero tenían un aire de familia. Quizás Juan estaba en lo cierto al pensar que provenían de un tronco común muy antiguo, probablemente del Asia central. De esa mutación original, o de varias mutaciones análogas, habrían nacido sucesivas generaciones que mezcladas con el Homo Sapiens, produjeron de cuando en cuando individuos realmente superiores. Supe posteriormente que las investigaciones de Shen-Kuo habían confirmado esta teoría.
Mi vida en la colonia me inspiraba algún temor. Pensaba que me sentiría de más, perdido como un perro en una reunión de intelectuales. Pero la recepción me animó. Los más jóvenes, despreocupados y alegres, me recibieron como a un tío cuya habilidad especial es hacerse el tonto. Los mayores fueron más reservados, pero amables.
Se me asignó como residencia una casa rodeada por una veranda.
—Quizás prefieras sacar la cama afuera —me dijo Juan—. No hay mosquitos. —Advertí que la casa había sido construida con la precisión de una obra de ebanistería. Los muebles eran sólidos y simples. En una de las paredes del saloncito, un panel tallado representaba, en estilo abstracto, una joven y un muchacho (del tipo supernormal) en una canoa. En el dormitorio se veía otro panel, mucho más abstracto, que sugería vagamente un sueño. Las sábanas y colchas eran de un material tosco y desconocido. Me sorprendió ver luz y estufas eléctricas. Detrás del dormitorio había un diminuto cuarto de baño con grifos de agua fría y caliente. Me dijeron que abundaba el agua fresca, destilada del mar y subproducto de la planta de energía psicofísica.
Mirando el reloj eléctrico adosado a la pared, Juan dijo:
—Servirán la comida dentro de pocos minutos. El comedor es ese edificio largo.
Señaló una casa baja, entre los árboles. Frente a ella se extendía una terraza con mesas.
Nunca olvidaré mi primera comida en la isla. Me senté entre Juan y Lo. En la mesa se amontonaban los comestibles raros, especialmente frutos tropicales y subtropicales, pescado y algo parecido al pan; todo servido en cuencos de conchilla o madera. Marianne y las dos muchachas chinas parecían las encargadas de la comida. Entraban en la cocina y salían de ella trayendo nuevas fuentes.
Miré las delgadas y desnudas figuras. Había pieles de muy distinta tonalidad, desde el negro africano de Ng-Gunko al tostado claro de Sigrid. Sentadas alrededor de la mesa, comían con voracidad de escolares. Me sentí como en una isla habitada por duendes. Esta impresión se debía principalmente a las enormes cabezas, los ojos como lupas y las manos desproporcionadamente grandes. Era aquélla, ciertamente, una colección de jóvenes monstruos. Pero había uno o dos más monstruosos que los demás. Jelli, por ejemplo, con la cabeza de martillo y el labio leporino; Ng-Gunko, de mota roja y ojos discrepantes; Tsomotre, el muchacho tibetano, de cabeza insertada directamente en los hombros, sin cuello. Y por último Hwan-Te, un joven chino, con manos más grandes que sus compañeros, y un útil pulgar extra.
Desde la muerte de Yang Chung el grupo contaba con once hombres (incluyendo a Sambo) y diez mujeres. La mujer más joven era la niña india. De estos veintiún individuos, tres muchachos y una joven eran tibetanos; dos muchachos y dos muchachas chinos, y dos muchachas hindúes. Todos los demás procedían de Europa, excepto Washingtonia Jong. Descubrí que entre los asiáticos los más notables eran Tsomotre, el joven sin cuello, experto en telepatía, y Shen-Kuo, muchacho chino de la edad de Juan, investigador del pasado. Este joven, delicado y amable, a quien, observé, se le preparaban comidas especiales, era considerado, en cierto sentido, el más «despierto» de la colonia. De él me dijo una vez Juan, con una sonrisa:
—Es una reencarnación de Adlan.
El primer día, Juan me llevó a conocer la colonia. Visitamos ante todo la fábrica del muelle. Fuera del edificio pataleaba el niño Sambo, acostado en una alfombra. Curiosamente, parecía haber cambiado menos que los otros. Las piernas, aún demasiado débiles, no lo sostenían. Al pasar llamó a Juan:
—¡Eh! Quisiera conversar contigo. Tengo un problema.
Juan contestó sin detenerse:
—Lo siento, estoy muy ocupado.
Dentro del edificio encontramos a Ng-Gunko, cubierto de sudor, y echando arena o quizás barro seco en una especie de horno.
—Qué conveniente —dije riendo— poder quemar barro.
Ng-Gunko se detuvo, sonrió, y se limpió la frente con el dorso de la mano.
—El elemento que usamos ahora —explicó Juan— se desintegra fácilmente, pero escasea. Por supuesto, si desintegráramos todo este material, volaríamos la isla. Pero sólo utilizamos una millonésima parte del material bruto. En el horno se obtiene una especie de ceniza, que luego refinamos y guardamos en este recipiente hermético.
Me llevó a la otra habitación, y me mostró un aparato pequeño y sólido.
—El verdadero proceso se realiza aquí —me dijo Juan—. Ng-Gunko introduce en el aparato una pizca de material y lo «hipnotiza». Los átomos no «existen» entonces, no pueden actuar materialmente. Luego Ng-Gunko los despierta, y la energía producida mueve las dinamos.
Pasamos a un cuarto abarrotado de máquinas: cilindros, ruedas, pistones, vástagos y cuadrantes. Más lejos se veían tres grandes dinamos, y el aparato que destilaba el agua de mar.
Pasamos luego al laboratorio, una sucesión de edificios de madera, bastante apartados de la colonia. Lo y Hwan Te examinaban aquel día, con unos microscopios, un insecto que atacaba el maíz. El lugar se parecía bastante a un laboratorio común, con sus frascos, tubos de ensayo, retortas, etc. Se estudiaba allí física y biología, pero principalmente esta última. En una pared había un inmenso armario, o una serie de armarios pequeños que se utilizaban como incubadoras. Más tarde me hablaron de estos trabajos.
La biblioteca y sala de reuniones era un edificio hermoso y sólido, pero pequeño. Casi todos los libros se amontonaban aún en unas construcciones de madera. Pero en los estantes estaban ya los de mayor importancia. Cuando entramos, vimos a Jelli, Shen Kuo y Shahin, rodeados por pilas de volúmenes. La sala de reuniones ocupaba una pequeña parte del edificio. En los paneles de los muros, de maderas raras, se veían grabados muy estilizados. Algunos me intrigaban y repelían, otros me dejaban indiferente. Los primeros, me dijo Juan, habían sido hechos por Kargis; los últimos por Jelli. Las creaciones de Jelli eran para mí incomprensibles, pero advertí que Juan las apreciaba. Vi, además, sorprendido, que Lankor, la muchacha del Tíbet, de pie, inmóvil, con labios temblorosos, observaba fijamente un grabado. Juan me dijo bajando la voz:
—Lankor está muy lejos. No debemos interrumpirla.
Salimos del edificio y atravesamos una huerta donde trabajaban algunos jóvenes. Cruzamos luego el valle que separaba las dos montañas. Vi allí plantaciones de maíz, naranjos enanos y pomelos. La vegetación de la isla era tropical o subtropical. Los pioneros nativos habían introducido árboles valiosos como el ubicuo y el cocotero, el árbol del pan, el mango y la guayaba. En un comienzo, a causa del aire salino, sólo habían prosperado los cocoteros, pero los supernormales utilizaban ahora una fumigación que contrarrestaba los efectos de la sal. Dejamos el valle por un sendero que corría entre plantas aromáticas, y llegamos a una colina rocosa, cubierta en algunas partes de limo suboceánico. Aquí y allá, alguna semilla traída por el viento había germinado creando un islote de verdura. En un contrafuerte de la montaña, Juan me mostró «la mayor atracción turística de la isla». Era la quilla de un velero, que se había hundido mucho antes que la isla emergiese del fondo del Pacífico. Un cráneo y unos trozos de loza se habían incrustado en la madera.
Llegamos a la cima de la montaña y al inconcluso observatorio. Las paredes tenían una altura de unos pocos centímetros y la obra parecía abandonada. A mi pregunta, Juan contestó:
—Cuando supimos que nos quedaba poco tiempo, dejamos esto y nos dedicamos a tareas más cortas. Ya hablaremos del asunto.
Paso ahora a la parte de mi narración que debería ser más minuciosa y fiel. Una y otra vez esbocé un informe antropológico y psicológico sobre la colonia. Pero luego de varios y repetidos fracasos he comprendido que esta tarea está fuera de mi alcance. Sólo puedo ofrecer unas pocas observaciones incoherentes. Diré, por ejemplo, que había algo incomprensible, «inhumano», en la vida emocional de los isleños. En las situaciones comunes, podían mostrar la exuberancia de Ng-Gunko, la susceptibilidad de Kargis o la calma de Lo, pero sus emociones parecían normales. Sin duda, aun en las reacciones más sinceras, había siempre una curiosa auto observación, una fruición desinteresada desconocidas para el Homo Sapiens. Pero en las situaciones graves e insólitas, y particularmente en las catástrofes, el abismo que los separaba de nosotros parecía ahondarse todavía más. Un incidente servirá de ejemplo.
Poco después de mi llegada, Hsi Mei, la muchacha china a quien llamaban comúnmente May, sufrió una especie de ataque, con desastrosas consecuencias. Su naturaleza supernormal, aunque muy desarrollada, era aparentemente precaria. La causa del ataque fue, sin duda, una súbita vuelta a la normalidad, a una normalidad desnaturalizada y salvaje. Un día, pescaba con Shahin que era, desde hacía un tiempo, su compañero. Había estado muy rara toda la mañana. De pronto se arrojó sobre él, y comenzó a atacarlo con uñas y dientes. El bote se dio vuelta, y el inevitable tiburón mordió la pierna de la joven. Afortunadamente, Shahin llevaba consigo un cuchillo que usaba para el pescado. Con él atacó al tiburón. Luego de una lucha encarnizada, el animal soltó su presa y huyó. Shahin, malherido y exhausto, llevó a May a la costa con gran dificultad. Las tres semanas siguientes, cuidó a la enferma noche y día, sin permitir que nadie lo ayudase. Con la pierna casi cortada y su alteración mental, el estado de May era desesperado. A veces parecía reaparecer su verdadero yo, pero más a menudo yacía inconsciente, o deliraba. A Shahin le costó mucho trabajo evitar que lo hiriera o se hiriera. Cuando al fin la muchacha pareció recobrarse, Shahin lloró de alegría. Pero muy pronto May empezó a empeorar. Una mañana, cuando le llevaba el desayuno a la casita, el joven me saludó con una expresión grave, pero plácida, y me dijo:
—Tiene el alma destrozada. Nunca mejorará. Esta mañana me conocía, y buscó mi mano, pero no es la de antes. Tiene miedo. Y muy pronto dejará de conocerme. Esperaré a que se duerma y hoy mismo la mataré.
Horrorizado, corrí a buscar a Juan. Cuando se lo conté, suspiró y dijo:
—Shahin sabe lo que hace.
Esa tarde, en presencia de toda la colonia, Shahin llevó el cadáver de Hsi Mei hasta una roca, a orillas del mar. La depositó allí, dulcemente; la miró un momento con tristeza, y se unió a sus compañeros. Enseguida, Juan desintegró mentalmente algunos átomos del cadáver, y la energía liberada consumió el cuerpo con una enceguecedora conflagración. Shahin se pasó la mano por la frente, y bajó con Kemi y Sigrid a las canoas. Pasó el resto del día remendando redes, hablando con alegría de May, y hasta riéndose de su desesperada batalla con los poderes de las tinieblas.
Me dije a mí mismo: «Ésta es una isla de monstruos».
¿Y cómo describiré mi impresión, oscura y vívida a la vez, de que en la isla se sucedían continuamente, aunque yo no los viese, acontecimientos extraños e importantes? Me pareció estar jugando al gallo ciego con espíritus invisibles. Mi cerebro percibía aquel mundo de luz y los movimientos de los jóvenes; pero mi mente llevaba una venda. Mis sentidos, en fin, sólo captaban oscuros indicios de sucesos incomprensibles.
Uno de los rasgos más desconcertantes de la vida de la isla era que la mayor parte de las conversaciones se desarrollaba telepáticamente. El lenguaje oral, me parece, estaba atrofiándose. Los miembros más jóvenes lo usaban todavía con cierta frecuencia y aun los mayores se permitían esa concesión, como quien prefiere caminar a tomar un autobús. Pero el valor de ese lenguaje era para los isleños principalmente estético. No sólo se dedicaban poemas, con tanta frecuencia como los japoneses cultos. Conversaban también en metros, ritmos y asonancias sutiles. El lenguaje oral se usaba asimismo, deliberada o inadvertidamente, para expresar estados emotivos. Nuestra civilización persistía en la isla en interjecciones tales como «maldita sea» y otras que no es posible imprimir. El habla desempeñaba, además, un papel importante en el mundo de las relaciones. Era a menudo el vehículo expresivo de la rivalidad, la amistad y el amor. Pero aún en este dominio los sentimientos más delicados dependían de la telepatía. La palabra hablada servía sólo de acompañamiento al tema real. La discusión seria era telepática y silenciosa. A veces, no obstante, las emociones se traducían en un comentario espontáneo, pero grosero, al discurso telepático. En estas ocasiones la actividad vocal era confusa y fragmentaria, como las palabras de un hombre dormido. A mí, que no podía entrar en la conversación telepática, estos gruñidos me asustaban. Al principio, me estremecía de pies a cabeza cuando un silencioso grupo de isleños se echaba de pronto a reír, aparentemente sin motivo, aunque en realidad en respuesta a una broma telepática. Con el tiempo llegué a aceptar estas rarezas sin sacudimientos nerviosos.
Pero en la isla ocurrían acontecimientos mucho más extraños. Por ejemplo, una noche, tres días después de mi llegada, los colonos se reunieron en el salón. Juan explicó que esas reuniones se realizaban cada doce días «para estudiar las relaciones del grupo con el universo». Me pidieron que fuera a la reunión, pero si me aburría podía retirarme.
Todos se sentaron en sillas de madera, a lo largo de las paredes. Reinaba el silencio. Yo había asistido a algunas reuniones cuáqueras y en un principio no me sentí incómodo. De pronto, una terrible inmovilidad se apoderó del grupo. No sólo cesaron los gestos, sino también esos movimientos casi imperceptibles que indican la presencia de la vida. Me pareció estar en una sala de estatuas. Había en aquellas caras una expresión concentrada e intensa, pero serena, y nada solemne. Y enseguida, todos los ojos se volvieron hacia mí. Tuve miedo, de veras, aunque inmediatamente una sonrisa recorrió aquellos rostros abstraídos. Es difícil describir lo que ocurrió entonces. Sentí en mi interior la presencia de esos seres supernormales, la sensación vaga, pero continua de una joven majestad. Luché desesperadamente por alzarme hasta ellos, y caí otra vez destrozado, en mi pequeño yo, con el bienestar de quien se duerme luego de un trabajo fatigoso, pero sintiendo también la soledad de un exiliado.
Los ojos dejaron de mirarme. Las jóvenes mentes aladas habían emprendido vuelo y se perdían en la distancia.
Luego Tsomotre, el tibetano sin cuello, fue en busca de una especie de clavecín. Comenzó a tocar. Su música me desagradaba indescriptiblemente. Hubiera gritado de disgusto, o aullado como un perro. Cuando terminó, un murmullo involuntario de aprobación recorrió la sala.
Shahin dejó su silla y miró interrogativamente a Lo. La muchacha vaciló un instante y se puso de pie. Tsomotre volvió a tocar. Lo, mientras tanto, abría un arcón y sacaba un vestido. Era sólo una amplia y ondulante seda rayada, de varios colores. Se envolvió en la tela. La música adquirió una forma más definida. Lo y Shahin se deslizaron sobre el piso con movimientos graves y solemnes. De pronto la danza se transformó en un vendaval apasionado. La seda giraba y flotaba alrededor de Lo, revelando sus delgados miembros o se recogía sugiriendo desdén y orgullo. Shahin saltaba alrededor de Lo, se acercaba a ella, era rechazado, aceptado y rechazado otra vez. De cuando en cuando el baile simulaba una ceremonia sexual. Poco después me pareció que los dos amantes, unidos y abrazados, eran devorados por un torbellino. Alzaban y bajaban la cabeza con expresiones de horror y exaltación, o se miraban triunfalmente. Parecían apartar de sí a algún asaltante invisible, cada vez con menos fuerza, hasta que al fin cayeron al suelo. Pasaron unos instantes y los jóvenes volvieron a incorporarse, y ejecutaron una danza de marionetas. No comprendí su sentido. Luego la música y la danza se detuvieron. Al regresar a su silla Lo miró a Juan con ojos inquisitivos y burlones.
Más tarde, cuando mostré a Lo mi descripción de ese baile, la muchacha me dijo:
—No advertiste lo más importante. Has hecho de la danza una historia de amor. Lo que dices aquí es cierto, pero falso a la vez.
Luego de la danza, el grupo volvió al silencio y la inmovilidad. Minutos más tarde salí a dar un paseo. Cuando volví, la atmósfera parecía distinta. Nadie advirtió mi entrada. Aquellas caras jóvenes que contemplaban el vacío con adusta gravedad, me parecieron misteriosas e incomprensibles. Sambo, sobre todo, me conmovió. Sentado en su silla, demasiado grande para él, parecía un muñeco negro. Las lágrimas le corrían por la cara, pero su boca era dura, orgullosa y vieja. Después de algunos minutos, huí del edificio.
A la mañana siguiente (aunque la reunión había concluido en las primeras horas del alba), la colonia tenía un aspecto normal. Le pedí a Juan que me explicase qué había ocurrido en la reunión. Ante todo, me dijo, habían estudiado sus propios fines. Los jóvenes, especialmente, tenían aún mucho que aprender en ese sentido. Y luego, tanto los jóvenes como los viejos, habían profundizado sus relaciones personales. Esas relaciones que, en la especie normal, se desarrollan siempre por debajo del nivel de la conciencia.
En esas reuniones aprendían, además, a ensanchar el presente, hasta que abarcara horas, y días, y también a estrecharlo, hasta distinguir en un mosquito dos movimientos de ala.
—Exploramos el tiempo —continuó Juan— con la ayuda de Shen Kuo. Adquirimos así una especie de conciencia astronómica. A veces vislumbramos miríadas de mundos, y lejanas estrellas, y nebulosas. Y también nuestra muerte, y otras cosas que no puedo decirte.
La vida en la isla no era sólo esa exaltada actividad colectiva. Los trabajos prácticos tenían también su importancia. Todos los días dos o tres canoas salían de pesca, y la reparación de redes, botes y arpones llevaba mucho tiempo. Se trabajaba además en huertas, jardines y plantaciones de maíz. Hasta hacía poco las construcciones de piedra y madera se habían alzado una tras otra. Pero al descubrir la inminencia del fin, los isleños dejaron esos trabajos, aunque continuando con la carpintería menor. Buena parte de la vajilla era de madera, y el resto de conchilla y calabazas. Las máquinas exigían una atención constante, y lo mismo el Skid. Me sorprendió saber que el Skid había hecho numerosos viajes por la Polinesia, aparentemente para permutar algunas muestras de artesanía por productos nativos, pero, como supe luego, con otro objetivo.
Los trabajos manuales no eran obligatorios. Había asuntos más importantes, como la lectura, y las investigaciones científicas relacionadas con la especie inferior. De todo esto se ocupaban principalmente los jóvenes. Los mayores preferían estudiar los atributos físicos y mentales de su propia especie, y en particular el problema de la reproducción. ¿A qué edad podían concebir las mujeres? ¿Debía practicarse la reproducción ectogenética? ¿Cómo obtener una descendencia que fuera a la vez viable y supernormal? En un principio estos estudios habían tenido un sentido práctico, pero los isleños los continuaron (aun después de vislumbrar el fin) por su interés teórico.
Juan me llevó a un laboratorio donde Lo, Kargis y los dos chinos experimentaban con gametas de moluscos, peces y animales mamíferos, y óvulos y espermatozoides de seres humanos, normales y supernormales. Observé, sorprendido, treinta y ocho embriones, cada uno en una incubadora. Pero la historia de su concepción me sorprendió todavía más. En verdad, sentí horror y una violenta, aunque breve, indignación.
El mayor de estos embriones tenía tres meses. El padre, me informaron, era Shahin, y la madre una nativa del archipiélago de Tuamotu. La infortunada muchacha, llevada con engaños a la isla, había muerto en la mesa de operaciones. Los ejemplares más recientes, sin embargo, se habían obtenido de otro modo. Gracias a la técnica desarrollada por Lo, se podía extraer un óvulo fertilizado sin violencia para la madre. Ésta cedía su tesoro, en su misma isla nativa. Bastaba que cumpliese ciertas instrucciones. La técnica combinaba métodos físicos y psíquicos, y tenía la apariencia de un ritual religioso.
Cinco óvulos más jóvenes habían sido fertilizados fuera de la matriz. Los padres y madres eran en este caso miembros de la colonia. Lo había contribuido con un ejemplar. El padre era Tsomotre.
—Soy demasiado joven para la gestación, pero, ya ves, mis óvulos son aptos para fines experimentales.
Me quedé perplejo. En la isla se permitían las relaciones sexuales. ¿Por qué entonces esa fecundación artificial? Delicadamente, le expuse a Lo mi problema.
—Es fácil adivinarlo —respondió Lo con cierta sequedad—. No estoy enamorada de Tsomotre.
Ya que he hablado de esto, será mejor que continúe. Algunos colonos, como Ng-Gunko y Jelli, no habían entrado en la adolescencia; sin embargo, se atraían tanto física como mentalmente. La imaginación precoz suplía por otra parte las deficiencias físicas.
Entre los miembros mayores, las uniones eran más serias. Como la concepción dependía en ellos de la voluntad, no había en esas uniones dificultades de orden práctico. La tensión emocional, en cambio, era muy alta.
Creí entender que entre el amor de estos isleños y el de las personas normales había diferencias sutiles. Los colonos poseían una mayor conciencia del yo y del prójimo, un mayor desinterés. Lo primero creaba, como es natural, una corriente de comprensión, tolerancia y simpatía mutuas. El amor alcanzaba así una gran intensidad. De vez en cuando emociones primitivas amenazaban esta comprensión. El desinterés impedía entonces el desastre. Entre espíritus tan disímiles como Shahin y Lankor abundaban, como es natural, los conflictos. Pero la comprensión y la generosidad transformaban esos conflictos en un estimulo mental. Por otra parte, cuando Shahin abandonó a Washingtonia, la muchacha dominada por instintos primarios, llegó a odiar a su rival. Una emoción de este tipo era, desde el punto de vista supernormal, pura demencia. La joven llegó a temerse a sí misma. Un incidente similar ocurrió cuando Marianne concedió sus favores a Kargis y no a Hwan-Te. Pero el joven chino se curó muy pronto, aparentemente sin ayuda.
Después de un tiempo de promiscuidad las parejas se estabilizaron, gradualmente. Algunas veces habitaban juntos una misma casa, pero más a menudo seguían viviendo en sus residencias anteriores. A pesar de estos «matrimonios» permanentes, había muchas uniones fugaces que no parecían quebrar las relaciones más serias. De este modo, en uno u otro momento, casi todos los hombres habían tenido relaciones con casi todas las mujeres. Esta afirmación podría sugerir una incesante ronda de promiscua actividad sexual. De ningún modo. El acto sexual era un hecho raro, aunque toda la vida de la colonia parecía estar envuelta, podría decirse, por una aureola de erotismo.
Sólo había un joven y una muchacha, me parece, que nunca habían pasado juntos una noche. Ni siquiera se habían besado, a pesar de la amistad e intimidad que había entre ellos. Eran Juan y Lo. Al principio atribuí ese hecho a mera indiferencia sexual. Pero me equivocaba. Cuando le hablé a Juan, con mi habitual torpeza, de esa situación sorprendente, éste me dijo:
—Estoy enamorado de Lo. —Concluí que la joven no se sentía atraída, pero Juan me leyó el pensamiento, y agregó—: No. Es un amor recíproco.
—¿Entonces? —pregunté.
Juan calló y yo insistí. Al fin apartó la mirada como un tímido adolescente. Iba a pedir perdón por mi curiosidad, cuando me dijo:
—Realmente, no lo sé. En todo caso, lo sé a medias. ¿Has notado que no quiere que la toque? Y yo tengo miedo de tocarla. Y a veces me rechaza. Eso duele. Hasta temo comunicarme telepáticamente con ella. Y, sin embargo, la conozco tanto… Por supuesto, somos muy jóvenes, a pesar de nuestras experiencias, y no quisiéramos dar un paso en falso y echarlo todo a perder. Tenemos miedo de empezar. Aún no conocemos de veras el arte de vivir. Probablemente, si viviéramos otros veinte años… pero no.
En ese «no» había tanto dolor que me sentí conmovido. No sabía que Juan podía sentirse turbado por una emoción puramente personal.
Decidí aprovechar la primera oportunidad para interrogar a Lo. Un día, mientras yo pensaba en cómo iniciar la conversación, la muchacha descubrió telepáticamente mis intenciones, y dijo:
—Sobre Juan y yo… Sé, y él también lo sabe, que no podemos darnos, aún, lo mejor de nosotros mismos. Aunque más inteligente que la mayoría de nosotros, Juan es todavía, en algunos aspectos, demasiado simple. Es… Juan Raro. Yo soy más joven, pero me siento mayor que él. Estos años que he pasado a su lado, en la isla, han sido muy hermosos. Tal vez dentro de cinco años… Pero, naturalmente, como moriremos pronto, no esperaré mucho. Si el árbol ha de ser destruido, recogeremos los frutos antes que maduren.
Después de escribir y revisar este informe, advierto que no expresa, de ningún modo, el espíritu de aquella comunidad. Me es imposible describir concretamente la extraña combinación de ligereza y pasión, de demencia y sobrehumana cordura, de sentido común y fantástica extravagancia que caracterizaba a los habitantes de la isla.
Pasaré a narrar, por lo tanto, los hechos que condujeron a la destrucción de la colonia y a la muerte de todos sus miembros.