19

Se funda la colonia

El Skid llegó a Inglaterra —sin aviso previo— tres semanas antes de la fecha en que debía casarme. Berta y yo habíamos salido de compras, y pasamos por mi casa para dejar algunos paquetes. Entramos en la sala, y allí estaban los tripulantes del Skid, cómodamente instalados, comiendo mis manzanas y unos bombones que yo tenía reservados para Berta. Durante un momento no supimos qué decir. Sentí que Berta me apretaba el brazo. Juan, estirado en un sillón junto al fuego, comía una manzana. Lo, tirada en la alfombra de la chimenea, hojeaba el New Statesman. Ng-Gunko, en otro sillón, masticaba bombones y se inclinaba sobre Sambo. Creo que ayudaba a la criatura a ajustarse las gruesas ropas sin las cuales no hubiera sobrevivido en el clima inglés. Sambo, de cabeza y vientre enormes, con miembros que parecían ramitas, me miró inquisitivamente. Washingtonia, a quien yo no conocía, me pareció, al lado de aquellos monstruos, notablemente vulgar.

Juan se había levantado y nos decía, con la boca llena:

—Hola, viejo Fido. Hola, Berta. Me vas a odiar, Berta, pero necesitaré a Fido durante algunas semanas. Tengo que comprar varias cosas.

—Pero si estamos a punto de casarnos —protesté.

—Maldita sea —contestó Juan.

Y enseguida, sorprendido de mí mismo, aseguré a Juan que, por supuesto, podríamos demorar el casamiento un par de meses.

—Por supuesto —murmuró Berta desplomándose en un sillón.

—Muy bien —dijo Juan alegremente—. Después de este asunto, no os molestaré más. —Sentí, inesperadamente, que me apretujaban el corazón.

Las semanas siguientes transcurrieron en un remolino de actividades prácticas. Era necesario reacondicionar el Skid y preparar el avión. Las herramientas, maquinarias, implementos eléctricos y otros materiales se mandarían a Valparaíso. Desde las selvas sudamericanas había que enviar madera al mismo puerto. Los víveres saldrían de Inglaterra. De todo esto debía encargarme yo, bajo la dirección de Juan. Él mismo preparó una lista de libros que yo tenía que conseguir. Había docenas de obras técnicas sobre temas biológicos, agricultura tropical, y otros asuntos. Abundaban también los libros de música teórica, astronomía y filosofía y las obras puramente literarias —curiosamente seleccionadas— en varios idiomas. La búsqueda de unas cuantas docenas de escritos asiáticos relacionados con el ocultismo me llevó mucho tiempo.

Poco antes de la fecha de partida, llegaron los miembros europeos. Juan mismo fue a buscar a Jelli, una niña húngara que decía tener diecisiete años. No era una belleza. Las regiones occipital y frontal del cráneo se habían desarrollado de un modo repulsivo. La parte posterior caía sobre la nuca y la frente se adelantaba más allá de la nariz, que era rudimentaria. De perfil, la cabeza parecía un mazo de croquet. La niña tenía, además, labio leporino y piernas cortas y torcidas. Parecía una cretina y, sin embargo, su inteligencia y temperamento eran supernormales, y su vista, hipersensible. No sólo distinguía dos colores primarios en lo que llamamos azul, sino que veía también el infrarrojo. Además de poseer esta sensibilidad para el color, percibía las formas con notable agudeza. La causa residía sin duda en la estructura de su retina. Podía leer un periódico a veinte metros de distancia, y le bastaba un golpe de vista para saber si una moneda era o no perfectamente circular. Echaba un vistazo a las piezas mezcladas de un rompecabezas, y reconstruía rápidamente la figura. Esta sorprendente habilidad la molestaba a menudo, pues los objetos fabricados por el hombre le parecían siempre imperfectos. En cuanto al arte, se sentía atormentada no sólo por la inadecuada ejecución sino también por la crudeza de las concepciones.

Polo opuesto de Jelli era la francesita Marianne Laffon, más bien bonita, de ojos negros y piel de aceituna. Enciclopedia andante de la cultura francesa, citaba de memoria cualquier pasaje de cualquier clásico, y ponía agudamente al desnudo el pensamiento del autor.

Había también una muchacha sueca, Sigrid, a quien Juan llamaba la peinadora de mentes. Tenía el don de acabar con las confusiones del espíritu. Había sufrido de tuberculosis, y se había curado merced a una especie de inmunización mental; pero conservaba la alegría de los tísicos. Frágil, de ojos grandes, unía a su inteligencia y simpatía una ternura maternal ante la fuerza bruta. La brutalidad la emocionaba «como si fuese un niño travieso».

Varios jóvenes supernormales fueron uniéndose a la tripulación del Skid. La casa de los Wainwright se convirtió en esos días en un manicomio. Conocí allí a Kemi, el finlandés, una especie de Juan más joven; al turco Shahin, algo mayor que Juan, pero fiel y feliz subordinado, y al caucasiano Kargis.

Desde un punto de vista normal, Shahin era el más atractivo. Parecía un bailarín ruso, y era en su trato de una dulzura que unos interpretaban como encantadora frivolidad y otros como sublime indiferencia. Kargis, no mucho menor que Juan, llegó casi loco.

Había hecho un penoso viaje en un buque de carga y su mente inestable no había soportado el esfuerzo. Pertenecía en apariencia al tipo de Juan, pero era más moreno y menos vigoroso. Este curioso joven me resultaba incomprensible. Pasaba rápidamente de la excitación al letargo, de la pasión a la frialdad. Estas fluctuaciones no obedecían a ritmos fisiológicos, sino a acontecimientos externos que yo no alcanzaba a percibir. Cuando pregunté qué acontecimientos eran, Lo, tratando de ayudarme, me explicó:

—Como Sigrid, estima profundamente el valor de la personalidad, pero de muy distinto modo. Sigrid ama a la gente, le causan gracia, las ayuda, las cura. Para Kargis, en cambio, toda persona es una obra de arte, con una calidad y un estilo peculiares, o una forma ideal que la vida materializa, con mayor o menor perfección. Y cuando una persona no es fiel a su estilo, o su forma ideal, Kargis sufre atrozmente.

Los diez jóvenes y el niño se hicieron a la vela en el Skid en agosto de 1928.

Juan no dejó de escribirnos. Como luego explicaré, el Skid, y a veces el avión, hacían frecuentes viajes a las islas o a Valparaíso. De este modo Juan podía enviarnos sus cartas. Supimos así que el viaje no había tenido inconvenientes; que pararon en Valparaíso para cargar la mayor cantidad posible de provisiones; que el Skid, gobernado por Ng-Gunko, Kemi y Marianne, volvió varias veces a ese puerto.

Los miembros asiáticos ya habían llegado a la isla y «se adaptaban magníficamente». Un huracán había asolado la isla, destruyendo algunos edificios, golpeando el Skid contra la costa e hiriendo a un joven tibetano. La colonia disponía ya de frutales y hortalizas, y seis canoas para pescar. Se creyó que Kargis, gravemente afectado por una enfermedad digestiva, iba a morir, pero curó. Los restos de una tortuga de las Galápagos habían aparecido en la playa después de sabe Dios qué viaje. Sigrid había domesticado un albatros que robaba el desayuno. La colonia había sufrido su primera tragedia: un tiburón había sorprendido a Yang Chung, y Kemi, que había intentado rescatarlo, estaba gravemente herido. Sambo se pasaba las horas leyendo, aunque todavía no sabía sentarse. Habían fabricado flautas como la de Jaime Jones, pero para manos de cinco dedos. Tsomotre (uno de los tibetanos) y Shahin componían una música maravillosa. Lo había operado con éxito a Jelli de apendicitis aguda, y, después de trabajar duramente en ciertos experimentos de embriología, había vuelto a caer en una de sus terribles pesadillas. Marianne y Shen Kuo vivían ahora en un lugar solitario de la isla, porque «deseaban estar solos un tiempo». Washy, que odiaba a Lankor (una muchacha tibetana) por haberle robado el corazón de Shahin, había querido matarla y suicidarse luego. Sigrid, a pesar de su paciencia, no podía curar a Washy y parecía agotada. La influencia telepática de Langatse curaba desde lejos a las dos jóvenes. El edificio de la biblioteca había sido concluido, e iniciaban la construcción del observatorio. Tsomotre y Lankor, evidentemente los telépatas más expertos, comunicaban diariamente a la colonia las noticias del mundo. Los más adelantados, se ejercitaban mentalmente bajo la dirección de Langatse. Un grave temblor de tierra había hundido la isla medio metro, y se habían visto obligados a fortalecer los muelles. El Skid estaba preparado para un éxodo de emergencia.

Los meses se convirtieron en años, y las cartas de Juan se hicieron más breves y menos frecuentes. Vivía absorbido por los asuntos de la colonia. Sus miembros, por otra parte, se dedicaban cada vez más a actividades supernormales, y a Juan le resultaba difícil darnos un informe inteligible.

En el verano de 1932 recibí, sin embargo, una larga carta de Juan. Me pedía que fuese a la isla lo antes posible. Reproduzco el pasaje más importante:

Te reirás de mi pedido. Quiero que utilices aquí tus talentos de periodista. Podrás escribir por fin esa biografía con que me has amenazado. No para nosotros, sino para tu propia especie. Seré más explícito. Hemos comenzado bien. Hubo algunas dificultades, pero nuestra vida es ahora satisfactoria. En las actividades prácticas no encontramos ya obstáculos mayores, y podemos aspirar a un plano superior de experiencia. Somos muy distintos de lo que éramos al llegar. Hemos visto muy lejos, muy hondo, y el sentido de nuestra tarea se nos ha revelado claramente. No obstante, ciertos signos indican que antes de algunos meses la colonia será destruida. Si tu especie nos descubre, tratará de aniquilarnos. Y no estamos, todavía, preparados para luchar. Langatse nos urge, con razón, a apresurar la parte espiritual de nuestra obra, y completarla, si es posible, antes del fin. De cualquier modo, conviene que se registre esta aventura, como ejemplo para los futuros supernormales y los individuos más sensibles de tu especie. Langatse se ocupará de los primeros; en lo que concierne al Homo Sapiens sólo exige poderes comunes, y podrás realizarlo con facilidad.

Yo era por ese entonces un periodista libre, de cierto porvenir. Me había casado y Berta esperaba un hijo. Sin embargo, acepté inmediatamente. Esa misma tarde averigüé qué barcos salían para Valparaíso y le escribí a Juan a esa ciudad, diciéndole cuándo debía esperarme.

Culpablemente, le di la noticia a Berta. Fue un golpe, pero dijo:

—Por supuesto, si Juan te necesita debes ir.

Luego fui a la casa de los Wainwright. Pax me asombró. No bien le hablé de la carta, me interrumpió diciéndome:

—Ya lo sé. Durante estos últimos tiempos, Juan se comunicó conmigo. Me dijo que te llamaría.