13

Juan busca a sus semejantes

Luego de su regreso del desierto, Juan pasó varias semanas en su hogar. Aparentemente le satisfacía volver a los intereses comunes de la adolescencia. Reanudó su amistad con Esteban y Judy. Solía llevar a la niña al cine, al circo, u otras diversiones apropiadas a sus años. Compró una motocicleta, y el mismo día de la adquisición invitó a Judy a dar un paseo. Los vecinos opinaban que las vacaciones le habían hecho bien. Parecía ahora más normal. También con sus hermanos, en las raras ocasiones en que los encontraba, se mostraba más cariñoso. Ana se había casado, y Tomás era un joven arquitecto de éxito. Entre Juan y Tomás había habido siempre una hostilidad reprimida. Pero ahora parecían tolerarse mutuamente. El doctor comentó después de una reunión de familia:

—Es indudable, nuestro niño prodigio está creciendo.

Estaba encantado con la sociabilidad de Juan, y solía tener con él largas conversaciones. El tema principal era el futuro del muchacho. Su padre trataba ansiosamente de inclinarlo a la medicina, para que se convirtiera «en una figura más grande que Lister». Juan oía esas exhortaciones pensativamente, y a veces parecía convencido. En una ocasión, Pax asistía a una de esas charlas. Sonriendo, pero con un dejo de reprobación, dijo:

—No le creas, doctor. Te está tomando el pelo. En esta época, Juan y Pax solían ir juntos a teatros y conciertos. En realidad, la madre y el hijo se veían con mucha frecuencia. El interés de Pax por el drama y los «personajes» servía aparentemente de lazo de unión. A veces iban a Londres a pasar el fin de semana y ver los espectáculos.

Llegó un momento en que empecé a preguntarme qué significaría este prolongado descanso. El comportamiento de Juan parecía ahora completamente normal, salvo por un rasgo raro, aunque no muy visible. En medio de una conversación, o cualquier otra actividad, se sobresaltaba repentinamente. Repetía las palabras que acababa de decir él mismo, u otra persona, y miraba luego a su alrededor con un divertido interés. Me parecía que en el rato que seguía a estos incidentes, estaba más alerta que antes. No se crea por esto que el momento anterior estuviera distraído. No. Pero después de esos curiosos sobresaltos su vida parecía alcanzar una tensión más alta.

Una noche acompañé a los tres Wainwright al teatro local. Durante un intervalo, mientras bebíamos café en el vestíbulo y discutíamos la obra, Juan se sacudió con más violencia que de costumbre, y volcó el café en el platillo. Se rió y miró a su alrededor con sorprendido interés. Después de un instante de incómodo silencio, en el que Pax contempló a su muchacho con velada solicitud, Juan continuó sus comentarios sobre la obra, pero (al menos así me pareció) con mayor penetración.

—Creo —dijo— que la pieza es demasiado parecida a la vida para ser realmente vida. No es un retrato, sino una mascarilla fúnebre.

Al día siguiente le pregunté qué había ocurrido cuándo volcó su café. Estábamos en mi casa. Juan había venido a preguntar si había alguna novedad acerca de una de sus patentes. Yo estaba sentado ante mi escritorio. Juan, de pie junto a la ventana, miraba el camino solitario y el mar agitado por el viento. Mordisqueaba una manzana que había encontrado en mi mesa.

—Sí —dijo—, es hora de que te lo diga. Aunque quizá no me creas. Estoy buscando gente parecida a mí y divido mi personalidad. Una parte no se separa de mi cuerpo y se comporta con toda corrección; pero la otra parte, mi yo esencial, sale a buscarlos. O, si lo prefieres, permanezco todo el tiempo en mí mismo, pero me estiro y los busco. De cualquier modo, cuando vuelvo, o interrumpo la búsqueda, siento una especie de sacudón al retomar los hilos de la vida ordinaria.

—Nunca pareces perder el hilo —le dije.

—No —contestó—. El «yo» que regresa capta inmediatamente, y con suavidad, las experiencias anteriores del yo que no se ha movido. Pero el súbito retorno de quién sabe dónde, causa igualmente una conmoción.

—Y cuando te marchas —le pregunté— ¿adónde vas, qué encuentras?

—Bueno —dijo—, es mejor empezar por el principio. Te dije que cuando estaba en Escocia solía entrar en contacto telepático con gente, y que mucha de esa gente era rara, es decir más parecida a mí que tú. Desde que volví a casa he estado mejorando la técnica para sintonizar a esa gente. Por desgracia, es mucho más fácil percibir el pensamiento de aquellos que uno conoce bien que el de los extraños. Mucho depende de la forma general de la mente, de la matriz donde se forman los pensamientos, por así decirlo. Para entrar en relación contigo o con Pax sólo tengo que pensar en vosotros. Puedo así sondear tu conciencia actual y, si lo deseara, gran parte de las zonas más profundas de ti mismo.

Sentí un estremecimiento, pero mi incredulidad me reconfortó.

—Oh, sí, puedo hacerlo —dijo Juan—. Mientras te hablaba, la mitad de tu mente oía, y la otra mitad pensaba en la pelea que tuviste anoche con…

Lo interrumpí con una exclamación.

—Está bien, no te pongas nervioso —dijo Juan—. No tienes mucho de qué avergonzarte. Y, además, no quiero ser un espía. Pero justamente ahora… bueno, puede decirse que estuviste gritándome el asunto, pues mientras me oías pensabas todo el tiempo en él. Probablemente pronto aprenderás a cerrarme tu pensamiento.

Emití un gruñido, y Juan continuó:

—Como te decía, es mucho más difícil ponerse en contacto con la gente desconocida, y al principio aquellos a quienes yo buscaba eran todos desconocidos. Por otra parte, la gente de mi especie emite, por decirlo así, un «ruido» telepático más intenso que los demás. Al menos cuando así lo desean, o cuando no les importa. Pero otras veces se encierran totalmente en sí mismos. Bueno, por fin pude separar del zumbido telepático de la especie normal unos pocos trazos o temas con ciertas cualidades especiales.

Juan calló y pregunté:

—¿Qué clase de cualidades?

Me miró durante unos segundos en silencio. Créase o no, esta mirada prolongada tuvo sobre mí un efecto terrible. No estoy sugiriendo que hubiera algo de mágico en ella. Conociendo a Juan como yo lo conocía, y recordando los extraños acontecimientos del verano en Escocia, no era raro que yo reaccionase de ese modo. Sólo puedo describir lo que sentí por medio de una imagen. Era como si estuviera frente a una máscara hecha de una sustancia traslúcida, iluminada desde dentro por un rostro diferente y espiritualmente luminoso. Era la máscara de una criatura grotesca, mitad mono, mitad gárgola, y en su totalidad duende; con enormes ojos de gato, pequeña nariz achatada y labios burlones. El rostro interior, como es obvio, no puede ser descrito. Correspondía rasgo por rasgo al rostro exterior, y era, con todo, absolutamente diferente. Sólo puedo decir que combinaba la sonrisa augusta y helada de Buda con esa sombría expresión que irradia la desgastada Esfinge cuando el alba toca su rostro. No. Estas imágenes no son exactas. Lo que el rostro de Juan simbolizó para mí en aquellos instantes, es indescriptible. Sólo puedo decir que quería mirar a otro lado y no podía, o no me atrevía. Un terror irracional brotaba en mi interior. Bajo el torno del dentista uno puede soportar unos momentos de verdadera tortura sin pestañear. Pero a medida que los segundos pasan, se hace cada vez más difícil no moverse, no dar un grito. Así me sentía bajo aquellos ojos. Con la diferencia de que me encontraba paralizado, y no podía huir; de que ya había pasado el momento del grito, y no podía gritar. Creo que me aterrorizaba sobre todo que Juan se echase a reír y que su risa me aniquilara. Pero no lo hizo.

El hechizo se rompió de pronto. Me puse de pie y eché carbón al fuego. Juan miraba ahora por la ventana y decía con su voz normal y amistosa:

—Bueno, por supuesto, no te puedo decir qué es esa especial cualidad. Es como ver todas las cosas, todos los acontecimientos bajo una luz eterna, y no como cosas o acontecimientos pasajeros; como hojas del árbol Igdrasil, vivificadas por la savia de la eternidad, y no como un espécimen arrancado y puesto a secar entre las páginas del libro de la historia.

Hubo un largo silencio, y luego Juan dijo:

—Captar el primer indicio de un ser como yo, me costó bastante. Apenas conseguía vislumbrarlo, y no podía lograr que me tomase en cuenta. Lo que llegaba a mí era desconcertante e incoherente. Me preguntaba si habría un fallo en mi técnica, o si se trataba de una mente demasiado compleja. Traté de descubrir dónde se hallaba, para ir a visitarlo. Era evidente que vivía en un gran edificio de muchas habitaciones, y rodeado de muchísima gente. Pero tenía poca relación con esa gente. Por su ventana veía árboles, casas y una pradera. Oía un ruido continuo de trenes y autos. Esto, por lo menos, era lo que yo reconocía, aunque para él no tenía mucho sentido. Pensé que cerca de la casa había una línea férrea importante y una gran avenida. De alguna manera debía encontrar el lugar. Por eso compré la motocicleta. Entre tanto, seguía estudiándolo. No podía recoger sus pensamientos; sólo sus percepciones y sensaciones. A veces lo encontraba fuera de la casa, en un jardín inclinado que los árboles separaban de la calle principal. Tocaba entonces una especie de flauta, pero con la octava curiosamente dividida. Descubrí que tenía seis dedos en cada mano. Aún así, no podía imaginar cómo se las arreglaba con todas aquellas notas. Su música me fascinaba extraordinariamente. Algo en ella, el espíritu que parecía reflejar, me aseguraban que el hombre era realmente de mi especie. Descubrí, de paso, que se llamaba Jaime Jones, lo cual no era de gran ayuda. Cierto día capté sus pensamiento cuando estaba afuera, entre unos árboles, y podía ver el camino. En ese momento pasó un autobús a gran velocidad. Era de la Green Line y decía «BRIGHTON». Noté con sorpresa que, aparentemente, estas palabras no significaban nada para Jones. Pero para mí tenían un gran valor. Fui en la motocicleta por la ruta de la Green Line. Me tomó un par de días encontrar el sitio: el gran edificio, la pradera verde, y todo lo demás. Me detuve y le pregunté a alguien qué edificio era ése. Era un manicomio.

Mi risa de alivio interrumpió la narración de Juan.

—Es gracioso —dijo—, pero no del todo inesperado. Después de recurrir a algunas influencias conseguí permiso para ver a Jones. Me presenté como un pariente. En el manicomio comentaron que indudablemente nos parecíamos, y cuando vi a Jones comprendí qué querían decir. Es un viejecito menudo, de cabeza grande y ojos enormes como los míos. Fuera de unos pocos rizos canosos sobre las orejas es completamente calvo. Tiene una boca más pequeña que la mía (en relación con el tamaño del rostro), y una especie de sonrisa dolorosa. Antes de verlo me hablaron un poco de él. No molestaba, me dijeron, pero estaba muy enfermo y necesitaba de cuidados. Rara vez hablaba, y sólo con monosílabos. Entendía cuando le señalaban objetos visibles, pero era difícil atraer su atención. A veces atendía a las voces de la gente, no tanto por el significado como por la calidad musical. Los ritmos de toda clase lo fascinaban. Estudiaba durante horas las vetas de un pedazo de madera o las olas de un estanque. La mayoría de la música creada por el Homo Sapiens lo atraía y repelía a la vez. Pero cuando uno de los médicos ejecutaba cierto trozo de Bach, escuchaba gravemente, y luego tocaba en su flauta curiosas variaciones. El jazz le causaba a veces un efecto tan violento, que después de oír un disco solía quedarse postrado varios días. El conflicto entre el placer y el disgusto llegaba en este caso a desgarrarlo. Por supuesto, las autoridades consideraban su arte musical como una fantasía sin sentido.

»Bueno, cuando nos encontramos cara a cara, nos miramos tanto tiempo que nuestro acompañante se sintió incómodo. De pronto Jaime Jones, sin apartar sus ojos de los míos, dijo con un énfasis sereno y algo de sorpresa: “¡Amigo!”. Yo sonreí y asentí. Enseguida Jones pareció vislumbrar algo. El rostro se le iluminó con una intensa alegría. Muy lentamente, como si buscase cada palabra, agregó: “Usted… no… está… loco. ¡No Loco! ¡Nosotros dos no locos! Pero éstos” y señaló sonriendo al enfermero, “completamente locos, todos locos. Pero buenos. Él me cuida. Yo no puedo cuidarme. Muy ocupado con… con…”. La frase se arrastró hasta el silencio. Sonriendo seráficamente, asentía una y otra vez. Luego se acercó y apoyó su mano en mi frente. Eso fue el fin. Cuando le dije que éramos amigos, y que ambos veíamos las cosas del mismo modo, volvió a asentir, pero al tratar de hablar, una expresión de perplejidad casi cómica le cubrió el rostro. Miré el interior de su mente y vi que era una confusa maraña. Las percepciones carecían para él de significado. Jones veía dos hombres, pero no relacionaba mi apariencia visible con mi personalidad, con la mente que deseaba alcanzar. Ni siquiera veía los objetos físicos; percibía sólo formas y colores. Le pedí que tocara para mí. No entendía. El acompañante le alcanzó la flauta y le ayudó a cerrar sobre ella los dedos. Jones la miró con indiferencia. Luego, con una repentina sonrisa, se la llevó al oído, como un niño que juega con un caracol. El enfermero tocó entonces unas pocas notas. En vano. Tomé yo la flauta y toqué un aire que le había oído antes de conocerlo. Esto atrajo su atención. La perplejidad se le borró del rostro. Sorprendidos, lo oímos hablar, lentamente, aunque sin dificultad: “Sí, Juan Wainwright”, dijo, “tú me oíste tocar eso el otro día. Yo sabía que alguien me escuchaba. Dame mi flauta”. Se sentó en el borde de la mesa y tocó, con sus ojos clavados en los míos.

Juan me sorprendió con una corta risa.

—¡Por Dios! Era música —dijo—. ¡Si la hubieras oído! Quiero decir, si hubieras podido oírla realmente y no como podría oírla una vaca. Era una música lúcida. Deshacía las confusiones de mi mente. Me revelaba con precisión la verdadera y apropiada actitud que el espíritu humano debe asumir ante el mundo. Escuché, pendiente de cada nota. Quería recordarla siempre. Entonces el enfermero nos interrumpió. Dijo que esa melodía trastornaba a los otros enfermos. Al revés de lo que ocurría con la verdadera música. Por eso sólo se le permitía tocar al aire libre.

»La música se detuvo con un chillido. Jones miró al enfermero con una sonrisa amable, aunque torturada. Luego volvió a la locura. Tan completa fue su desintegración que intentó morder la embocadura de la flauta.

Creo que vi temblar a Juan. Estaba de nuevo junto a la ventana, en silencio, mientras yo pensaba qué decir. Luego exclamó:

—¡Rápido, los prismáticos! ¡Maldita sea si no es una chocha gris! No tiene precio.

Turnándonos contemplamos el pajarito plateado mientras iba de un lugar a otro en busca de comida, indiferente a los golpes de las olas. Más allá había un yate entre los transatlánticos.

—Sí —dijo Juan, respondiendo a mis pensamientos—. Lo que tú sientes cuando miras ese pájaro, atento y feliz, con una actitud curiosamente piadosa, aunque distante… ése es el punto de partida, el nacimiento de lo que Jones expresaba con su música. Si pudieras retener este instante y completarlo con todo un mundo de notas armónicas, estarías en camino hacia «nosotros».

En esa palabra había algo de la tímida audacia con que una pareja de recién casados comienza a decir «nosotros». Yo empezaba a entender que descubrir otro ser de su especie, aun en un manicomio, debía de haber sido para Juan una experiencia conmovedora. Después de vivir durante años entre meros animales, descubría al fin un ser humano.

Juan suspiró y continuó su narración.

—Jones por supuesto no podrá ayudarme a fundar un mundo nuevo. He vuelto a oír varias veces su flauta, y he aclarado aún más mis ideas, y he crecido un poco más. Pero su locura es irremediable. De modo que empecé a «escuchar» otra vez, con bastante recelo, pues temía que todos estuviesen locos. Y en verdad el siguiente casi me curó de seguir escuchando. Yo trataba de establecer contacto con los más próximos. Había localizado una onda de pensamiento en francés, otra egipcia, y otra china o tibetana. Pero los dejé por el momento. El próximo fue un niño, hijo de un comerciante en propiedades de South Uist, en las Hébridas. Es un inválido. Carece de piernas, y apenas tiene brazos. No habla tampoco y su aparato digestivo funciona mal. En cualquier sociedad se lo ahogaría al nacer. Pero la madre lo quiere como una tigresa, aunque siente ante él repugnancia y miedo. El padre cree que es un inválido cualquiera. Y porque en cierto sentido lo es, y porque lo tratan mal, el niño ha desarrollado una inimaginable capacidad de odio. A los cinco minutos de mi visita advirtió que yo era distinto. Me tocó telepáticamente. Yo me puse en comunicación con él, pero me cerró su mente en el acto. Encontrar, por vez primera, un espíritu hermano debería ser motivo de alegría. Pero el chico sintió, evidentemente, que no había lugar para ambos en un mismo planeta, aunque no parecía dispuesto a tomar medidas. Mantuvo la mente cerrada como una ostra, y la cara tan impávida como un trozo de papel. Empecé a pensar que había cometido un error, y que no era de los nuestros. Sin embargo, todas las circunstancias correspondían a mis anteriores visiones telepáticas: el cuarto diminuto con el piso en mal estado, el fuego de turba, la cara de la madre con un ojo levemente mayor que el otro y huellas de bigote en los ángulos de la boca.

»Tanto ella como su marido tenían el pelo gris. Esto despertó mi curiosidad, pues el chico representaba unos tres años. Les pregunté qué edad tenía, pero no me respondieron. Insinué, prudentemente, que el niño daba una impresión de madurez, y el padre me dijo entonces que tenía dieciocho años. La madre replicó con una risa histérica y aguda.

»Gradualmente, me gané la confianza de los dos viejos. (Les había dicho que pasaba mis vacaciones pescando en una isla vecina). Los halagué diciendo que los niños deformes —según había leído— se convierten a veces en genios. Mientras tanto trataba de derribar las defensas del muchacho y examinar su mente. No puedes imaginar qué clase de jugarreta me hizo. Eligió la única arma efectiva de que disponía, un arma diabólica. Sucedió así. Yo había dejado de hablar con sus padres, y me dirigía a él deseando ganar su amistad. El chico clavaba en mí unos ojos inexpresivos. Yo trataba vanamente de abrir la ostra, y estaba a punto de abandonar, disgustado, cuando, Dios mío, la resistencia cedió de pronto. Y aquí viene lo indescriptible. Debo continuar con la misma comparación. La ostra mental se abrió de par en par y trató de devorarme. Era el pozo negro e insondable del infierno. Por supuesto, la frase te parecerá tonta y romántica. Pero así era. Me sentí caer en un espantoso precipicio de nieblas, mentales y espirituales. No había allí más que odio insatisfecho y una especie de atmósfera húmeda y envenenada donde todo lo que había deseado en mi vida se transformaba en podredumbre. No puedo explicarlo. No puedo explicarlo.

Juan se había sentado en el ángulo de mi escritorio. Se levantó de pronto y caminó hasta la ventana.

—Agradezcamos la existencia de la luz —dijo, mirando el cielo gris—. Si alguien pudiese entenderlo, se lo diría y olvidaría para siempre. Pero contarlo a medias me hace recordar… ¡Y dicen algunos que no existe el infierno! —Calló unos instantes y miró otra vez por la ventana. Luego dijo—: Mira ese cormorán. Ha pescado un congrio más grueso que su cuello.

Me acerqué y vimos al pez que se retorcía. A veces el pájaro y la presa desaparecían juntos bajo el agua. En una ocasión el congrio logró librarse, pero fue nuevamente capturado. Al fin el cormorán lo tomó de la cabeza y lo devoró rápidamente. Por un momento sólo se vio la cola del pescado y una gran hinchazón en el cuello del ave.

—Y ahora —dijo Juan—, será digerido. Eso fue lo que casi me ocurrió. Sentí que los jugos digestivos de ese joven y diabólico molusco me desintegraban la mente. No sé qué ocurrió luego. Debí de librarme de algún modo, pues me encontré tendido en la hierba a cierta distancia de la casa, solo, y cubierto de sudor. Miré la casa, y me estremecí de pies a cabeza. No podía pensar. Veía aún ante mí su mueca infantil y demoníaca, y la estupidez que le volvía a la cara. Al rato sentí frío. Me levanté y caminé hasta la bahía de los botes, preguntándome qué era realmente aquella criatura. ¿Era uno de «nosotros», u otra cosa diferente? Pero en realidad, no había por qué preguntárselo. Era, por supuesto, uno de nosotros, más poderoso quizá que Jones o yo. Pero algo había marchado mal desde un principio. El cuerpo enfermo lo atormentaba. Su espíritu estaba tan mutilado como su cuerpo, y sus padres le cerraban todas las salidas. No le quedaba otra posibilidad que el odio. Y había cultivado de veras ese odio. A medida que me alejé de esa experiencia vi más claramente que en ese odio había un verdadero desinterés. No odiaba por razones personales. Me odiaba. Pero también se odiaba a sí mismo. Lo odiaba todo, incluso el odio. Y odiaba con una especie de fervor. ¿Por qué? Porque, empecé a comprender, en el fondo de su infierno brillaba una minúscula estrella. Todo lo ve bajo la luz de la eternidad, y tal vez más claramente que yo; pero imagina que su parte es la del diablo y la interpreta, como un gran artista, con pasión y desapego a la vez. Y tiene razón. Es lo único que puede hacer, y lo hace con elegancia, sin duda. Le rindo mi voluntario homenaje, a pesar de todo; pero en realidad es algo horrible. Piensa en la vida que lleva: la de un niño; ¡y con ese poder! Me parece que si vive lo suficiente, un día hará volar el planeta. Y hay algo más. Debo estar alerta, o volverá a sorprenderme. Puede alcanzarme en cualquier parte del mundo. ¡Por Dios! ¡Ahora mismo lo puedo sentir! Dame una manzana y hablemos de otra cosa.

Mordisqueando una segunda manzana, Juan se tranquilizó. Dijo luego:

—No he hecho mucho desde entonces. Tardé un tiempo en recuperarme. Me sentía deprimido. ¿Encontraría a alguien de mi especie y que fuera, sin embargo, cuerdo? Pero diez días después inicié nuevamente la búsqueda. Encontré una gitana que era, a medias, una de «nosotros». Es una vieja achacosa que dice la buenaventura y vislumbra a veces el porvenir. Pero es tan vieja como las colinas, y sólo tiene dos preocupaciones: decir la buenaventura y el ron. Sin embargo, es sin duda uno de nosotros, aunque no intelectualmente. Tiene reputación de mujer penetrante. Ve la verdad de las cosas, pero de un modo confuso.

»Hay algunos otros en los manicomios. Son casos desesperados. Y un adolescente hermafrodita en una especie de hospital de incurables. Y un hombre condenado a cadena perpetua por asesinato. Si no hubiera sufrido de niño un golpe en la cabeza, podría haber sido uno de los que busco. Además, hay un rapidísimo calculador. No es en verdad uno de nosotros, pero tiene algunas de las cualidades esenciales. Y a esto se reduce la especie del Homo Superior en las Islas Británicas.

Juan empezó a caminar por la habitación, rápida y metódicamente, como un oso polar enjaulado. De pronto se detuvo, apretó los puños, y gritó:

—¡Ganado! ¡Ganado! ¡Un mundo entero de ganado! ¡Dios mío, cómo hieden!

Miró fijamente la pared. Luego suspiró y, volviéndose hacia mí, dijo:

—Lo siento, Fido. Fue un lapsus. ¿Qué te parece una caminata antes del almuerzo?