Juan en el desierto
Juan me dijo que cuando comprendió la miseria del Homo Sapiens sintió una «trágica sensación de fatalidad» y, al mismo tiempo, el deseo de estar solo. La soledad le pesaba, sobre todo, en medio de la gente. Le parecía, a la vez, que algo extraño acosaba su espíritu. Al principio pensó que se volvía loco, pero se aferró a la idea de que, al fin y al cabo, estaba todavía creciendo. Debía, evidentemente, quemar las naves, y afrontar ese cambio. Era como una larva que sintiera la proximidad de la disolución y la regeneración, y se protegiese a sí misma envolviéndose conscientemente en un capullo.
Además, si no comprendí mal, se sentía espiritualmente contaminado por la civilización del Homo Sapiens. Sentía que debía, aunque fuera por un tiempo, borrar de sí todo vestigio de esa civilización, enfrentar el universo absolutamente desnudo, probar que podía vivir solo, sin depender de la criatura primitiva que dominaba el planeta. Pensé en un principio que este anhelo de vida sencilla no era más que una excusa para una aventura infantil, pero veo ahora que tuvo para Juan una gran importancia.
Fueron éstos los motivos que lo llevaron a la parte más desierta del país. La firmeza con que llevó a cabo su plan es sorprendente. Bajó en una estación ferroviaria de los Highlands, almorzó en una posada, y se lanzó a caminar por el páramo hacia los montes. Cuando le pareció que no lo molestarían, se quitó las ropas, incluso los zapatos, y las escondió en una cavidad. Estudió cuidadosamente el lugar, para poder recuperar más tarde sus propiedades, y echó a andar desnudo por el desierto en busca de comida y refugio.
Los primeros días fueron una prueba terrible. El tiempo era húmedo y frío. Debe recordarse que Juan era muy resistente y que se había preparado para esta aventura estudiando cómo poder subsistir en los valles y páramos de Escocia sin ninguna clase de utensilios. Pero en un comienzo la suerte le fue adversa. A causa del mal tiempo era indispensable encontrar un refugio y tuvo que perder muchas horas que hubiese podido dedicar a la búsqueda de comida.
Pasó la primera noche bajo una roca, envuelto en hierbas y brezos que había recogido anteriormente. Al otro día cazó una rana. La desmembró con una piedra y se la comió cruda. Se alimentó también de hojas de diente de león y otras plantas comestibles. Contribuyeron asimismo a su dieta, ese día, y durante toda su aventura, algunas especies de hongos. Al día siguiente se sentía bastante mal. La tercera noche tenía fiebre, tos y diarrea. El día anterior, previendo una posible enfermedad, había perfeccionado su refugio y almacenado algunas plantas que consideró menos indigestas. Durante algunos días, no recordaba cuántos, permaneció acostado, desesperadamente enfermo. Apenas podía arrastrarse hasta el arroyo en busca de agua.
—Debo de haber delirado —me dijo— pues me pareció que Pax me visitaba. Volví en mí, descubrí que Pax no estaba conmigo, y pensé que me estaba muriendo. Sentí entonces un amor desesperado por mí mismo. Me torturaba pensar que me estaba desperdiciando. Luego sentí un gozo inefable, el gozo de ver las cosas como por los ojos de Dios y descubrir que, después de todo, tenían sentido.
»Siguieron algunos días de convalecencia. No recordaba qué había motivado mi aventura. Pasaba el día acostado y me preguntaba por qué me había atribuido a mí mismo tanta importancia. Afortunadamente, antes de poder arrastrarme de nuevo hasta la civilización, me obligué a luchar contra este derrumbe espiritual. Porque aun en mi estado más abyecto, sabía, vagamente, que en algún lugar me esperaba otro yo, un yo mejor. Bueno, apreté los dientes y resolví continuar mi tarea, aun a riesgo de perder la vida.
Poco después de haber tomado esa decisión, llegaron a su escondite en la montaña unos muchachos con un perro. Juan desapareció de un salto. Debieron de haber visto su pequeña figura desnuda, pues echaron a correr dando gritos. Tan pronto como se puso de pie, Juan descubrió que se le doblaban las piernas. Se sintió desfallecer.
—Pero aún entonces —dijo— pude recurrir a una escondida reserva de vitalidad. Emprendí una carrera endiablada, doblé la colina por una dura pendiente, y me metí en un resquicio entre las rocas. Luego debo de haberme desmayado. En realidad creo que estuve inconsciente unas veinticuatro horas, porque cuando me desperté amanecía. Me dolía todo el cuerpo y me sentía tan débil que no podía dejar mi incómoda posición.
Ese mismo día, más tarde, pudo arrastrarse hasta su cueva, y con gran dificultad transportó el lecho a lugar más seguro. El día era cálido y luminoso. Pasó diez días buscando ranas, lagartos, caracoles, huevos de pájaros y plantas, o simplemente acostado al sol, recuperando fuerzas. A veces pescaba algunos peces, atrapándolos con la mano en un recodo del río. Durante todo un día trató de hacer fuego golpeando dos pedruscos sobre un manojo de hierbas secas. Al fin tuvo éxito y empezó a cocinar su comida con orgullo y expectación. De pronto vio un hombre a la distancia, evidentemente interesado por el humo. Lo apagó enseguida, y decidió internarse aún más en el desierto.
Entretanto, los pies comenzaron a dolerle terriblemente. Aunque endurecidos por una larga práctica, no podrían soportar una caminata importante. Se fabricó unos zapatos con hierbas retorcidas que ató alrededor de los pies y los tobillos. Pero se deshacían o se gastaban enseguida. Después de varios días de exploración, y de dormir varias noches al aire —en dos de ellas llovió copiosamente— descubrió la caverna alta donde lo encontraron los alpinistas.
—Fue justo a tiempo —dijo—. Mi estado era lamentable. Los pies hinchados y ensangrentados, una tos de ultratumba y diarrea. Pero en aquella cueva, luego de las últimas semanas, sentí un bienestar que no había experimentado en mi vida. Me preparé una cama agradable, abrí una chimenea, y me sentí protegido contra los intrusos. Era una montaña alejada y muy poca gente podría escalar esas alturas. No muy lejos habitaban guacos, chochas y ciervos. La primera mañana, sentado al sol sobre mi techo, realmente cómodo y feliz, vi una manada de ciervos que cruzaban el páramo con la cabeza y las orejas erguidas.
Estos ciervos atrajeron durante un tiempo su atención. Se sentía fascinado por su libertad y su belleza. Por cierto, vivían ahora en el seno de la civilización; pero habían existido mucho antes. Además, Juan soñaba con la enorme riqueza material que podía brindarle la muerte de uno de esos ciervos. Y tenía, aparentemente, el raro deseo de probar su fuerza y astucia contra un oponente de esa especie. Le alegraba convertirse en un cazador primitivo, aunque sentía, muy en lo hondo, que esto era sólo una especie de purificación, y que lo esperaban empresas más importantes.
Durante diez días, aproximadamente, se dedicó a inventar trampas para pájaros y liebres. En el tiempo libre se limitó a descansar, y pensar en los ciervos. Cobró la primera liebre, después de varios fracasos, tendiéndole una trampa en el camino. Una ramita mantenía en equilibrio una piedra pesada. La liebre derribó la ramita y la piedra le quebró el espinazo. Pero, durante la noche, un zorro devoró la mayor parte del animal. Juan, no obstante, fabricó con la piel una rústica cuerda para el arco y suelas y capelladas para sus pies. Pelando los huesos y afilándolos en las rocas hizo unos frágiles cuchillitos y unas agudas y minúsculas puntas de flecha. Diversas trampas, su arco y flechas de juguete, junto con una enorme paciencia y su conocida habilidad le aseguraron caza suficiente como para recuperar fuerzas. Dedicaba, prácticamente, la totalidad de su tiempo a la caza, las trampas, la cocina, y a hacer pequeños utensilios de hueso, madera o piedra. Todas las noches se envolvía en su lecho de hierbas y dormía, muerto de cansancio, pero en paz. A veces llevaba su lecho fuera de la cueva, y pasaba la noche al borde del precipicio bajo los astros y las nubes flotantes.
Pero no había enfrentado el problema de los ciervos, y menos aún el problema espiritual, verdadero motivo de su aventura. Era evidente que si su vida no mejoraba, no le quedaría tiempo para la meditación. Matar un ciervo se convirtió para Juan en un símbolo. Pensar en esa muerte despertaba en él sentimientos inusitados.
—Era como si me desafiasen todos los cazadores de la historia —dijo—, y como si… como si… bueno… como si los ángeles me ordenaran realizar esta hazaña, preparándome así para otras más importantes. Soñaba con ciervos, con su belleza, su poder y su rapidez. Ideaba, ordenaba y rechazaba todos los planes. Aceché el rebaño, desarmado, con la sola intención de estudiar sus costumbres. Un día vi a diez cazadores que derribaban un ciervo. Los desprecié. Me parecieron fieras salvajes que se lanzaban sobre mi rebaño.
Pero enseguida me reí de mí mismo. Yo no tenía sobre esas criaturas más derecho que cualquier otra. La historia de cómo Juan cobró finalmente su ciervo me pareció casi increíble. Pero tuve que admitirla. Había elegido como víctima el mejor animal del rebaño, un rey de ocho años, con tres cuernos a la derecha y cuatro a la izquierda. El peso de la cornamenta daba a su cabeza un aire majestuoso. Un día, Juan y el ciervo se encontraron frente a frente en el páramo, a veinte pasos de distancia. Se miraron durante tres segundos. Luego la bestia se volvió, alejándose graciosamente.
Mientras Juan describía ese encuentro, un fuego sombrío parecía iluminarle los ojos. Recuerdo que dijo:
—Lo saludé desde el fondo de mi alma. Luego lo compadecí, pues era joven, y su destino estaba escrito; pero recordé que yo también era un condenado. Supe, de pronto, que nunca llegaría al final de mi juventud. Y me reí, por mí y por él. La vida era breve, tumultuosa, y la muerte era parte de la vida.
Juan tardó en decidirse. ¿Cavaría una trampa, lo enlazaría, lo aplastaría con una piedra, o le lanzaría una flecha de hueso? Casi todos estos métodos le parecían poco prácticos. Todos, menos el último, eran desagradables, y el último no servía. Durante algún tiempo fabricó armas de distinta clase: de madera, de frágiles huesos de liebre, de afiladas astillas de piedra. Al fin obtuvo un absurdo estilete de hoja de madera y puño de hueso. Con esta arma, y sus conocimientos de anatomía, se propuso saltar sobre el venado y atravesarle el corazón. Y esto fue lo que hizo, después de varios días de infructuoso acecho. Junto al claro donde pastaban los animales había una roca de tres metros de altura. Allí esperó Juan una mañana, amparado por un viento contrario. El enorme animal apareció de pronto seguido por tres hembras. Miraron y olfatearon prudentemente y bajando la cabeza se pusieron a pastar. Hora tras hora esperó Juan a que el animal pasase debajo de la roca. Parecía que evitase deliberadamente el lugar peligroso. Finalmente los cuatro ciervos abandonaron el claro. Juan esperó vanamente otros dos días. El cuarto día al fin el animal se acercó. Juan saltó sobre él, tumbándolo sobre las hierbas. Antes que el ciervo pudiera volver a erguirse, ya el cuchillo le había atravesado el corazón. Intentó todavía ponerse de pie y, sacudiendo salvajemente su cornamenta, desgarró el brazo del muchacho. Luego cayó al suelo. La actitud de Juan fue inusitada en un cazador. Por tercera vez en su vida, estalló en lágrimas espontáneas.
Trabajó varios días para desmembrar el cuerpo. Esta tarea le resultó más difícil que matar al animal, pero disponía ahora de una gran cantidad de carne, un cuero de gran valor, y una cornamenta que, después de innumerables esfuerzos, cortó en pedazos con un pedrusco. De estos pedazos obtuvo cuchillos y otros utensilios que afiló contra las rocas.
Por fin pudo alzar las manos fatigadas, cubiertas de ampollas sangrientas. Los cazadores de todos los tiempos le rindieron homenaje. Había realizado una hazaña sin par. Era un niño. Se había internado desnudo en el desierto, y lo había conquistado. Y los ángeles le sonreían y lo invitaban a aventuras más osadas.
Su vida cambió. Ahora le era bastante fácil subsistir y hasta se sentía cómodo. Instalaba trampas, lanzaba flechas y recogía verduras; pero todo esto era mera rutina. Podía llevarlo a cabo prestando atención sobre todo a los extraños y turbadores acontecimientos que comenzaban a desarrollarse en su interior.
Me es imposible, naturalmente, narrar con exactitud el aspecto espiritual de la aventura de Juan en el desierto. Ignorarlo, sin embargo, sería desconocer lo esencial. Debo, por lo menos, tratar de transcribir lo que me pareció comprensible, y que puede tener un importante significado para los seres de mi especie. Creo que hasta mi incomprensión me iluminó de algún modo.
Durante un tiempo, Juan se dedicó, principalmente, al arte. Cantaba junto a las cataratas; construía y tocaba sus caramillos en una extraña escala propia. Ejecutaba sus raras melodías a orillas del lago, en el bosque, en la montaña, y en su casa de piedra. Grababa en sus utensilios dibujos que armonizaban con la forma y uso de los mismos. En las piezas de asta y de piedra recordó simbólicamente sus aventuras con los pájaros, los peces, el ciervo. Creó curiosas formas que resumían la tragedia del Homo Sapiens, y la promesa de su propia especie. Al mismo tiempo, abría su alma a las formas naturales. Aceptaba y comprendía la naturaleza del páramo, el cielo y los picos. Encontraba en estos contactos con la realidad una satisfacción que también nosotros conocemos, aunque de modo confuso y débil. La belleza de las bestias y las aves que cazaba, una belleza que expresaba poder, fragilidad, vitalidad, y tontería, lo sorprendía constantemente, como una luz nueva. Las formas orgánicas parecían haberlo conmovido de un modo muy profundo, y para mí incomprensible. El ciervo que había matado y devorado, y cuyos restos utilizaba ahora diariamente, parecía tener para él un profundo simbolismo, que yo apenas podía apreciar, y que no trataré de describir. Recuerdo su exclamación:
—¡Cómo lo conocía y admiraba! Pero su muerte coronó su vida.
Esta observación resumía, creo, un nuevo punto de vista que Juan había adoptado recientemente acerca de sí mismo, el Homo Sapiens, y todas las cosas vivas. Nunca pude aprehender su esencia, pero alcancé a percibir unos pálidos reflejos. Intentaré transmitirlos.
Se recordará que Juan no se preocupaba, ni aun en su niñez, por las situaciones de las que era víctima. Hasta parecía complacerse en ellas. Refiriéndose a estas situaciones decía:
—Siempre pude gozar de la «verdad» y «realidad» de mis propios dolores y penas, aun cuando los detestase. Pero de pronto me encontré ante algo horrible, totalmente nuevo, y que todavía no podía identificar. Hasta entonces mis penas habían sido sólo frustraciones, aisladas y pasajeras. Y ahora veía todo mi futuro como una frustración más vívida y penosa que nunca. Comprendí que era un ser único, mucho más consciente que los demás. Empecé a conocerme, y a descubrir en mí toda clase de capacidades nuevas y sutiles. Vi al mismo tiempo, con excesiva claridad, que el Homo Sapiens era una raza salvaje que jamás me toleraría. Ni a mí, ni a ninguno de mi especie. Más tarde o más temprano la especie humana caería sobre mí con todo su peso. Y cuando me dije que, después de todo, eso no importaba realmente, y que yo sólo era un microbio sin importancia, excesivamente inclinado al escándalo, algo en mí afirmó imperiosamente que, aunque yo no importara, la belleza que podía crear, y el culto que empezaba a concebir, importaban, sí, de veras, y debían realizarse. Y comprendí, también, que no se realizarían, que nunca crearía esas obras maravillosas que deberían coronar mi existencia. Esta agonía no tenía ninguna relación con lo que conocí en mi niñez.
Mientras luchaba contra este horror, antes de triunfar sobre él, advirtió que para los miembros de la especie normal todos los dolores, todas las angustias del cuerpo y la mente tenían ese mismo carácter de insuperable espanto. Fue para Juan una sorprendente revelación comprender que los seres humanos normales son incapaces de desinteresarse de sus sufrimientos personales, o de prestarles verdadera atención. Por primera vez vio, claramente, las torturas que aguardan en todo momento a seres más sensitivos y conscientes que las bestias, aunque no bastante sensitivos ni enteramente conscientes. La imagen de un mundo semihumano, agobiado por pesadillas, lo oprimió hasta la desesperación.
Su actitud hacia la especie normal sufría un cambio profundo. Al huir al desierto lo dominaba el disgusto. Amaba irracionalmente a algunos de nosotros. Lo habíamos ensuciado y envenenado. Sus investigaciones en el mundo de los hombres habían sido devastadoras para una mente que, aunque superior, era aún excesivamente delicada y joven. La soledad le había curado esas heridas, devolviéndolo a la cordura. Podía ahora retroceder, y estudiar y apreciar al Homo Sapiens, y veía ahora que, aunque no divina, esa criatura era, después de todo, una bestia noble y hasta seductora, en verdad la más noble y seductora de todas. Admitía que el ser humano era superior a los animales, pero afirmaba, a la vez, que estaba condenado a ser siempre infiel a lo mejor de sí mismo.
Juan comprendió todo esto, y comprendió, también, por vez primera, que el Homo Sapiens era incapaz de aceptar con ecuanimidad sus dolores y sufrimientos. Sintió piedad entonces, una pasión que no había experimentado antes, salvo algunas raras veces, como cuando el perrito de Judy fue aplastado por un auto, y durante una dolorosa enfermedad de Pax. Y aun entonces su piedad había estado atemperada por la idea de que todo el mundo, aun la pequeña Judy, podía siempre «mirar sus sufrimientos desde fuera, y beneficiarse con ellos».
Durante muchos días, Juan se entregó a esos nuevos problemas: el carácter absoluto del mal; el hecho de que los hombres insensatos o miserables, pudiesen ser dignos de piedad y, a su modo, criaturas hermosas. No buscaba una solución intelectual, sino una verdad viva. Y aparentemente la alcanzó poco a poco. Cuando le pedí que me hablara de esa extraña verdad, me dijo:
—Quiero ver mi propio destino, y la triste situación de la especie normal, como he visto siempre, en mi infancia, los golpes, las quemaduras y los desengaños. Me deleitaban sus formas definidas, y su relación con el resto de las cosas, y la forma en que, cómo decirlo, profundizaban y vivificaban el universo. —Aquí, recuerdo, Juan se detuvo, y luego repitió—: Profundizan y vivifican el universo. Eso es lo principal. Pero no se trata de comprender, sino de ver y sentir.
Le pregunté si se refería de algún modo a Dios. Se rió y dijo:
—¿Qué sé de Dios? No más que el Arzobispo de Canterbury, y eso no es nada.
Dijo luego que, cuando McWhist y Norton lo encontraron, trataba todavía, desesperadamente, de solucionar ese problema. La presencia de los dos hombres renovó por un instante su antigua repugnancia a la especie; pero en realidad todo eso ya había acabado para él. Cuando los vio ante él, tan asustadizos, recordó su primer encuentro con el ciervo. Y de pronto el ciervo pareció simbolizar a toda la especie humana. Era una especie de gran belleza y dignidad personal, de una rectitud que no abandonaba mientras no se la colocase en situaciones demasiado difíciles. Y el pobre Homo Sapiens se había metido en una situación demasiado difícil: la actual encrucijada del mundo. Que el Homo Sapiens tratase de gobernar una civilización mecánica le pareció tan ridículo y patético como la idea de un ciervo al volante de un automóvil.
Aproveché esta oportunidad para preguntarle acerca del «milagro» que tanto había impresionado a sus visitantes. Se rió otra vez.
—Bueno —dijo—, yo había descubierto toda clase de extraños poderes. Mediante una especie de telepatía, por ejemplo, podía hablar con Pax. Es verdad. Puedes preguntárselo. También podía, a veces, saber qué pensabas, aunque no eras capaz de recibir mis mensajes, ni de responderme. Y podía resucitar cualquier hecho de mi vida anterior. Los vivía nuevamente, con toda su intensidad, como si ocurriesen en ese instante. Y, de modo telepático, tuve casi la evidencia de no ser el único de mi especie en el mundo, de que había en realidad muchos como yo en diferentes países. Y cuando McWhist y Norton aparecieron en la cueva, me bastó verlos para conocer el pasado de ambos. Y creo que vislumbré algo de su futuro, algo que no te diré. Luego, cuando me pareció que era necesario impresionarlos, tuve la idea de levantar el techo y alejar la tempestad, para que pudiésemos ver las estrellas. Sabía que podía hacerlo, y lo hice.
Miré a Juan con recelo.
—Sí —dijo—. Crees que estoy loco y que me limité a hipnotizarlos. Bueno, digamos que yo también me hipnoticé, pues lo vi todo tan claramente como ellos. Pero créeme, hablar de hipnotismo no es más verdadero, ni menos verdadero que decir que desplacé realmente la roca. La verdad es aquí algo más sutil y extraordinario que cualquier milagro físico. No importa. Lo importante fue que, cuando vi las estrellas —que se lanzaban desordenadamente en todas direcciones según el capricho de sus propias naturalezas salvajes y, sin embargo, confirmando las leyes con todos sus movimientos—, el horror confuso que tanto me había atormentado se me reveló por primera vez en toda su verdad y belleza. Y comprendí que el período de mi ceguera había terminado.
Es cierto, yo había notado un cambio en Juan. Incluso físicamente, había cambiado mucho durante su ausencia. Parecía como si se hubiese endurecido y las arrugas del rostro sugerían pruebas y triunfos. Su mente, aunque capaz aún de una malicia desconcertante, había adquirido una serenidad y una fuerza imposibles para el adolescente de la especie normal, y muy raramente adquiridas por las personas maduras. Él mismo reconocía que su «descubrimiento del mal absoluto» lo había fortificado. Cuando le pregunté cómo, respondió:
—Haber afrontado lo peor y haber descubierto en él la belleza, nos fortifica para siempre. Nada puede ya conmovernos.
Tenía razón. No sé cómo había llegado a eso, pero en el resto de su vida, y en la destrucción final de lo que más apreciaba, aceptó lo peor no con resignación, sino con una alegría extraña que para nosotros será siempre incomprensible, Transcribiré otro fragmento de aquella larga conversación. Se recordará que después de realizar su milagro, Juan se excusó ante los alpinistas. Mencioné el hecho y Juan me dijo aproximadamente lo que sigue:
—Disfrutar con el ejercicio del poder es siempre saludable. Los niños gozan aprendiendo a caminar, y los artistas pintando. Cuando niño me complacía en jugar con los números y luego con mis inventos o matando un animal. El ejercicio del poder es parte de la vida del espíritu. Pero sólo una parte. A veces pensamos que la existencia se reduce a eso, especialmente cuando descubrimos nuevos poderes. Bueno, en Escocia, cuando empecé a desarrollar los poderes de que he hablado, sentí la tentación de hacer de su ejercicio la finalidad de mi vida. Me dije: «Ahora, con estos medios maravillosos, lograré al fin el progreso del espíritu». Pero después de la exaltación momentánea de mover la roca, vi claramente que esos actos no son el fin del espíritu, sino un efecto secundario de su vida real. Entretenimientos, a veces útiles, con frecuencia peligrosos; pero nunca un fin.
—Entonces —pregunté, algo excitado—, ¿cuál es el fin de la verdadera vida del espíritu?
Juan sonrió como un niño y luego rió de aquel modo desconcertante.
—Me temo que no pueda decírselo, señor periodista —dijo—. La entrevista ha terminado. Aunque supiera cuál es la verdadera vida del espíritu, no podría decirlo en inglés ni en ningún idioma sapiens. Y si pudiera, no lo comprenderías. —Después de una pausa agregó—: Quizás podríamos decir, sin temor a equivocarnos, esto: no es hacer nada especial, como milagros o buenas obras. Es hacer algo que está ahí, ante nosotros, y que debe hacerse. Y hacerlo no sólo con habilidad sino también con gusto, y discriminación, y plena conciencia. Sí, es eso. Y es más. Es la glorificación de la vida, y de la verdad de las cosas. —Volvió a reírse—. ¡Cuántas palabras! Para describir la vida espiritual deberíamos rehacer el lenguaje.