Extraños encuentros
Juan tomó su grave decisión a propósito del Homo Sapiens en una época en que se preparaba en él una importante crisis espiritual. Unas semanas después del incidente que acabo de describir, se encerró más que nunca en sí mismo y evitó la compañía de sus antiguas amistades. Su interés por las curiosas criaturas que solía frecuentar desapareció de pronto. Su conversación se hizo superficial, aunque en algunas ocasiones se ponía a discutir furiosamente con cualquiera. Parecía como si desease intimar con nosotros y no pudiese. Me invitaba a ir al campo, o a un teatro, y después de algunos esfuerzos por recobrar nuestra antigua confianza, caíamos en un lamentable silencio. A veces seguía a su madre como un perrito, sin abrir la boca. Pax estaba muy preocupada y temía en realidad «que se le estuviese debilitando el cerebro», tan callado y deprimido se mostraba el muchacho. Una noche, unos quejidos la llevaron a la habitación de Juan. «Lloraba como un niño que no puede salir de una pesadilla», comentó más tarde. Le acarició la cabeza y le preguntó qué le pasaba. Entre sollozos Juan le dijo:
—Oh, Pax, ¡estoy tan solo!
Pasaron así varias semanas, y un día Juan desapareció. Sus padres estaban acostumbrados a estas ausencias, que nunca eran muy largas, pero esta vez recibieron una tarjeta sellada en Escocia, donde Juan anunciaba que pasaría unas vacaciones en los picos del norte. No volvería «por un tiempo».
Un mes después, cuando ya comenzábamos a inquietarnos, mi amigo Ted Brinstone, a quien le había hablado de Juan, me contó que McWhist, el alpinista, había encontrado «una especie de muchacho salvaje en las montañas de Escocia». Se ofreció para ponerme en contacto con McWhist.
Días después, Brinstone me invitó a cenar con McWhist y su compañero Norton. Me sorprendió y desconcertó ver que los alpinistas evitaban referirse al incidente. El alcohol, sin embargo, o mi ansiedad a propósito de Juan, vencieron finalmente toda resistencia. Habían explorado los mal conocidos despeñaderos de Ross y Cromarty, luego de levantar la tienda a orillas de un lago. Un día caluroso, mientras escalaban la resbaladiza ladera de una montaña que no quisieron nombrar, oyeron unos extraños sonidos que venían aparentemente de la hondonada. Estos sonidos no eran ni totalmente animales ni totalmente humanos y decidieron descubrir su origen. Llegaron así a un arroyo y encontraron un muchacho desnudo, no muy lejos de la orilla, que cantaba o aullaba. Era algo «escalofriante» dijo McWhist. Al verlos, el muchacho echó a correr, escondiéndose entre los arbustos. Lo buscaron inútilmente.
Unos días después narraron este episodio en una pequeña taberna. Un hombre del lugar, de barba roja, que había bebido bastante, contó inmediatamente una serie de encuentros con ese muchacho… si era muchacho y no un genio de las aguas. El sobrino del tabernero dijo entonces que él lo había perseguido hasta que desapareció transformándose en un remolino de nieve. Otro se había topado con él en un acantilado y los ojos de la criatura eran grandes como balas de cañón, y negros como el infierno.
Esa misma semana los alpinistas se encontraron otra vez con el joven. Estaban escalando una escarpada chimenea, y habían llegado a un punto de donde parecía imposible seguir avanzando. McWhist, que dirigía el ascenso, había izado a su compañero y se disponía a circundar una saliente muy escabrosa en busca de otra ruta. De pronto una manó pequeña apareció en el extremo más lejano del pico. Un momento después asomó un cuerpo delgado y moreno, seguido por un rostro singularmente extraño. Por la descripción de McWhist tuve la certeza de que se trataba de Juan. Me preocupó el énfasis con que el alpinista hablaba de la delgadez del rostro. Las mejillas parecían haberse convertido en arrugados trozos de cuero, y la mirada tenía un brillo inusitado. Casi enseguida el rostro adquirió una expresión de acentuado disgusto, y desapareció otra vez detrás del pico. McWhist se asomó a la saliente. Juan descendía por la cara lisa de la montaña que los alpinistas habían encontrado impracticable. Al relatar el incidente, McWhist exclamó:
—Dios mío, el muchacho sabía descender. Resbalaba prácticamente por la roca. Cuando llegó al fondo del abismo, cortó camino hacia la izquierda y desapareció.
El encuentro final con Juan fue más prolongado. Los alpinistas, calados hasta los huesos, bajaban dificultosamente de la montaña en medio de una tormenta nocturna. El viento era tan violento que apenas podían avanzar. Advirtieron, de pronto, que se habían extraviado y que estaban del otro lado de la montaña, rodeados de precipicios. Pero, con la ayuda de las cuerdas, comenzaron a bajar por un desfiladero, cerrado por rocas desmoronadas. Descendían aún, cuando los sorprendió un olor a humo. La humareda salía de detrás de una losa, en un ángulo de la montaña. Dificultosamente, apoyándose en unas salientes escasas y poco seguras, McWhist consiguió llegar a una plataforma, al pie de la losa humeante. Norton lo siguió. Por debajo y por los costados de la losa se veía luz. Unas piedras más pequeñas y las laderas de la chimenea sostenían la losa. Inclinándose hacia delante miraron por el agujero iluminado. Era una caverna de forma irregular, donde ardía un fuego de carbón y brezos. Juan yacía en una cama de hierbas secas. Miraba fijamente el fuego y tenía el rostro bañado en lágrimas. Estaba desnudo, pero cerca de él había un montón de pieles. Junto al fuego, en una piedra chata, se veían los restos de un ave asada.
Inmensamente desconcertados, los alpinistas se retiraron en silencio. Pero enseguida decidieron en voz baja que debían intervenir. Hicieron sonar sus botas en las rocas, como si acabasen de llegar a la cueva, y McWhist, sin hacerse ver, preguntó a gritos si había alguien. No hubo respuesta. Espiaron otra vez por la pequeña abertura. Juan no se había movido. Cerca del pájaro asado, había una lanza o cuchillo de hueso, de típica factura casera, pero cuidadosamente afilado. Desparramados por el suelo se veían otros implementos del mismo material, algunos decorados con dibujos. Había también una especie de caramillo de juncos y un par de sandalias. Los alpinistas se asombraron ante la falta de signos de civilización; no había, por ejemplo, ningún objeto metálico.
Llamaron otra vez, pero Juan tampoco respondió. McWhist entró entonces ruidosamente y puso una mano sobre los desnudos pies del muchacho, sacudiéndolo con suavidad. Lentamente Juan se volvió y miró desconcertado al intruso; luego, de pronto, pareció animado por una hostil inteligencia. Se arrodilló de un salto y tomó una especie de estilete de cuerno de venado. Los enormes ojos relampagueantes y el inhumano ronquido sorprendieron tanto a McWhist que éste retrocedió hasta la estrecha boca de la caverna.
—Entonces —continuó McWhist— ocurrió una cosa extraña. La furia del muchacho desapareció y me miró atentamente como a una bestia desconocida. De pronto pareció pensar en otra cosa. Arrojó el arma, y volvió a contemplar el fuego con aquella mirada de atroz desventura. Se le humedecieron los ojos y la boca se le torció en una especie de sonrisa desesperada.
En este punto McWhist interrumpió su narración, con una expresión huraña y triste a la vez. Dio unas cuantas chupadas violentas a su pipa, y al fin prosiguió:
—Era evidente que no podíamos dejarlo en aquel estado, de modo que le pregunté si podíamos hacer algo por él. No contestó. Volví a acercarme y me agaché a su lado, esperando. Le puse una mano en la rodilla tan suavemente como me fue posible. Se sacudió, estremeciéndose, y me miró con el ceño fruncido como si tratara de ordenar sus pensamientos. Llevó la mano al estilete, se contuvo, y al fin dijo con una dura sonrisa infantil: «Oh, por favor entren. No golpeen. Es un lugar público». Enseguida agregó: «Qué plaga, ¿no pueden dejar tranquila a la gente?». Le dije que lo habíamos encontrado por casualidad, pero que no habíamos podido dejar de inquietarnos. Le conté que nos había sorprendido mucho su manera de trepar la vez pasada. Era una pena verlo allí, solo, lejos del mundo. Le pregunté si quería volver con nosotros. Sacudió la cabeza, sonriendo, y dijo que estaba muy bien. Quería pensar y necesitaba unas vacaciones. Al principio le había costado alimentarse, pero ahora había vencido todos los inconvenientes, y le sobraba tiempo. Luego se rió. Era una risa corta y aguda que me erizó la piel.
Aquí intervino Norton y dijo:
—Por ese entonces yo también había entrado en la cueva y observaba asombrado su delgadez. Sus músculos parecían cuerdas. Estaba cubierto de heridas y moretones. Pero lo más terrible era aquella mirada; una mirada que sólo he visto en los que acaban de salir de una anestesia después de una operación difícil, como si dijéramos purificados. ¡Pobre criatura! Evidentemente, acababa de salir de algo, pero ¿de qué?
—Al principio —dijo McWhist— creímos que estaba loco. Pero ahora puedo jurar que no. Era un poseso. Algo desconocido, bueno o malo, se había apoderado de él. Todo me estremecía: el ruido de la tormenta, la tenue luz del fuego, el humo que se negaba a salir por aquella especie de chimenea. Sentíamos, además, la falta de alimento. Nos ofreció los restos del pájaro asado, y algunas fresas, pero, naturalmente, no nos atrevimos a dejarlo sin víveres. Le preguntamos otra vez si podíamos ayudarlo de algún modo. Y nos dijo que sí, que podíamos comprometernos a no hablar con nadie sobre el asunto. Le pregunté si no podríamos llevar un mensaje a su familia. Se puso muy serio y dijo enfáticamente: «No, no hablen con nadie, con nadie. Olvídense. Si los periodistas me descubren», añadió con lentitud y frialdad, «tendré que matarme». No supimos qué decir. Sentíamos que había que hacer algo y, a la vez, que debíamos prometerle que guardaríamos el secreto.
McWhist hizo una pausa, y luego prosiguió, pensativo:
—Se lo prometimos. Salimos de la cueva y buscamos en la oscuridad nuestra tienda. El muchacho iba adelante sin cuerdas, para mostrarnos el camino… —El alpinista calló un instante y enseguida añadió—: El otro día cuando oí hablar a Brinstone del muchacho que usted busca, quebré mi promesa. Y ahora me siento como el diablo.
Reí y le expliqué:
—Bueno, no se preocupe. No seré yo quien dé la noticia a los periódicos.
—No es sólo eso —dijo Norton—. Hay algo que McWhist todavía no le ha dicho. Continúa, Mac.
—No —dijo McWhist—. Prefiero que lo digas tú.
Hubo un silencio, y Norton rió torpemente.
—Bueno, cuando uno trata de contarlo fríamente ante una taza de café, parece una locura —dijo—. Pero, maldita sea, si la cosa no ocurrió, algo extraño nos sucedió entonces a nosotros, pues lo vimos tan claramente como lo estamos viendo a usted.
Hizo una pausa que McWhist aprovechó para incorporarse y examinar los libros de un estante.
—El muchacho —siguió Norton— deseaba, nos dijo, que recordásemos haber vislumbrado algo maravilloso, y para nosotros incomprensible. Nos mostraría algo que no olvidaríamos y nos ayudaría a mantener el secreto. Su voz había cambiado extrañamente. Era muy baja, pausada y tranquila. Estiró el brazo huesudo hacia el techo, y dijo: «Esta losa debe de pesar unas cincuenta toneladas. Afuera no hay más que la tormenta. Pueden ver la lluvia». Señaló el agujero de la entrada. «¿Y eso qué importa?», añadió en un tono frío y orgulloso. «Veamos las estrellas». Después, Dios mío, usted no lo podrá creer, y es lógico, pero el muchacho levantó la pesada losa con la punta de un dedo, como si fuese la puerta de una trampa. Entró una ráfaga fría de viento y lluvia, pero se extinguió inmediatamente. A medida que levantaba la losa, el muchacho se ponía de pie. Sobre nuestras cabezas se abrió un cielo sereno, claro, estrellado. El humo del fuego se alzó hacia la oscuridad en una fluctuante columna borrando algunas estrellas. El muchacho siguió levantando la losa. Luego se recostó suavemente sobre ella y dijo: «Ya está». A la luz de las estrellas y las llamas, pude ver su rostro levantado hacia el cielo. Transfigurado, luminoso, atento, en paz.
»Se quedó así, y callado, durante quizás medio minuto. Luego nos miró, sonrió y dijo: “No lo olviden. Hemos mirado juntos las estrellas”. Bajó suavemente la losa y continuó: “Creo que ahora es mejor que se vayan. Les haré atravesar el primer precipicio. Es difícil de noche”. McWhist y yo estábamos como paralizados y no nos movimos. El muchacho rió con amabilidad, tratando de infundirnos confianza, y dijo algo que desde entonces me obsesiona. No sé si le ocurrirá lo mismo a McWhist. “Fue un milagro infantil” dijo. “Pero todavía soy un niño. Mientras el espíritu en agonía trata de superar su infancia, puede encontrar solaz, de vez en cuando, en estos juegos, aun reconociendo su trivialidad”. Salimos de la cueva. Afuera soplaba el viento.
Callamos. Entonces McWhist se volvió y se dirigió bruscamente a Norton:
—Recibimos una clara señal y hemos sido infieles.
Traté de calmarlo.
—Infieles en la letra —dije— quizás, pero no en el espíritu. Estoy perfectamente seguro de que a Juan no le importaría que yo lo supiera. En cuanto al milagro, no me preocupa —dije aparentando una confianza que no sentía—. Probablemente los hipnotizó de alguna manera. Es un muchacho raro.
Hacia fines del verano, Pax recibió una tarjeta que decía: «En casa mañana a la noche. Baño caliente, por favor. Juan».
En la primera oportunidad, tuve una larga charla con Juan sobre sus vacaciones. Me sorprendió descubrir que no se negaba a hablar, y que aparentemente había superado aquella fase de tristeza incomunicable que tanto nos había preocupado. No creo haber comprendido todo lo que me dijo y me parece que calló muchas cosas pensando que yo no las entendería. Creo que trató de traducir sus verdaderos pensamientos a un lenguaje que me fuese inteligible, y que la traducción le parecía con todo muy imperfecta. Sólo puedo transcribir sus declaraciones menos incomprensibles.