La condición del mundo
Trataré ahora de exponer las reacciones de Juan ante el mundo transcribiendo algunos de sus comentarios sobre los individuos e instituciones que estudió en este período.
Comencemos por el psiquiatra. El veredicto de Juan sobre el eminente manipulador de almas me reveló su desprecio por el Homo Sapiens y su comprensión de los seres no totalmente animales ni totalmente humanos.
Después de nuestra última visita al consultorio, aun antes que se cerrara la puerta, Juan se permitió una larga carcajada que me recordó el grito del guaco asustado.
—Pobre diablo —exclamó—. Aunque… ¿qué podría hacer? Tiene que parecer inteligente a toda costa, aunque no entienda nada. Está en un aprieto similar al de un médium con éxito. No es un mistificador: hay algo de verdadera ciencia en su trabajo. Puede resolver los casos claros, de orden mental más bien inferior, con problemas esencialmente primitivos. Pero ni aun entonces sabe qué está haciendo, ni cómo obtiene la curación. Por supuesto, tiene sus teorías, y le son muy útiles. Da a su desventurado paciente grandes dosis de charla, como un médico que administrase píldoras de azúcar, y el pobre tonto se lo cree todo, se siente animado y se las arregla para curarse a sí mismo. Pero cuando se le presenta otra especie de caso, situado en un nivel mental superior (seis pisos más arriba que el abrigado departamento de nuestro amigo, por así decirlo) el fracaso es inevitable. ¿Cómo podría una mente de su categoría comprender a otra mente sensible de veras a las cosas humanas? No me refiero a la sabiduría de los pedantes. Me refiero a los sutiles contactos humanos, a los contactos con el mundo. Es una especie de intelectual, con sus cuadros modernos, y sus libros acerca del inconsciente. Pero no es plenamente humano, ni siquiera para las normas del Homo Sapiens. No es de veras un adulto, y el pobre hombre se encuentra desorientado ante gente realmente adulta. Por ejemplo, a pesar de sus cuadros modernos, no entiende qué es el arte. Y sabe menos de filosofía que un avestruz del vuelo a gran altura. No se le puede culpar. Sus alas no podrían sostener esa mente pesada y pedestre. Pero no debería empeorar las cosas escondiendo la cabeza en la arena y diciéndose a sí mismo que está estudiando los cimientos de la naturaleza humana. Cuando se le presenta un caso con alas, con problemas provocados por su falta de ejercicio, nuestro amigo no entiende qué ocurre. Dirá por ejemplo: «¿Alas? ¿Qué alas? Tonterías. Mírenme a d. Atrófieselas enseguida y esconda la cabeza. Evitará así cualquier peligro». El paciente entra en una especie de coma espiritual. Si el pobre individuo aguanta, queda completamente curado, y completamente inútil. Con frecuencia aguanta, pues su psiquiatra es muy hábil. Podría convertir a un santo en un sátiro con un mero esfuerzo mental. ¡Pensar que esta civilización entrega la curación de las almas a motos como éste! No se lo puede censurar, desde luego: Dentro de sus límites, es un hombre decente, y hace lo que puede. Pero es absurdo esperar que un veterinario pueda curar a un ángel caído.
Juan criticaba la psiquiatría, pero no por eso respetaba las Iglesias. Si se interesó en las prácticas y doctrinas religiosas no fue sólo con el propósito de estudiar al Homo Sapiens. Su motivo era en parte (al menos así me dijo) la esperanza de poder arrojar alguna luz sobre ciertas experiencias nuevas y asombrosas que había realizado y que quizá podrían ser del tipo comúnmente denominado religioso. Regresaba de sus expediciones a iglesias y capillas en un estado de excitación que a veces se descargaba en bromas groseras sobre los ritos, y otras en una exasperación y una perplejidad casi histéricas. Al salir de uno de estos servicios observó:
—Noventa y nueve por ciento de fábula y uno por ciento de otra cosa, pero ¿qué?
Había en la voz de Juan una tensión que me obligó a mirarlo. Vi asombrado que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ahora bien, Juan dominaba normalmente sus reflejos lagrimales. Desde su infancia no lo había visto llorar sino deliberadamente. Sin embargo, éstas eran en apariencia lágrimas espontáneas, de las que no parecía tener conciencia. De pronto se rió y dijo:
—¡La salvación de almas! Si uno fuera Dios, ¿no se reiría? ¿Qué importa si se salvan o no? El deseo de salvarse es casi una blasfemia. Pero ¿qué es eso que cuenta realmente y pasa a través de las fábulas como la luz a través de un vidrio sucio?
El Día del Armisticio acompañé a Juan a los servicios de la Catedral Apostólica Romana. El enorme edificio estaba atestado. La solemnidad de la ocasión ocultaba el artificio y la insinceridad. La liturgia era perturbadora, aun para un agnóstico como yo. Uno sentía espanto, casi, ante el poder que el culto tradicional podía tener sobre una masa de creyentes impresionables. Juan había entrado en la catedral con su acostumbrado interés desdeñoso por las pasiones del hombre, pero a medida que se desarrollaba el servicio, parecía más y más absorto. Miraba a su alrededor con su inescrutable mirada de águila, aunque no se fijaba aparentemente en los feligreses, el coro o los sacerdotes, sino en la totalidad de la situación. Su rostro tenía una expresión que yo no conocía, una expresión con la que me familiaricé más tarde, pero que todavía hoy no puedo interpretar satisfactoriamente. Sugería sorpresa, asombro, una especie de éxtasis incrédulo, y aun cierta diversión levemente marga. Supuse, como es natural, que Juan se divertía con la locura y la solemnidad de nuestra especie, pero cuando dejábamos la iglesia me sorprendió diciendo:
—Todo esto sería quizá espléndido si no tratasen por todos los medios de humanizar a Dios. —Advirtió sin duda mi asombro, pues se rió y dijo—: Oh, ya sé que no vale nada. ¡Ese sacerdote! Basta ver cómo se inclina ante el altar. Todo es falso, intelectual y emocionalmente; pero… bueno, ¿no percibes el eco de, o mejor, de alguna antigua y valiosa experiencia vivieron quizá Jesús y sus amigos? Y algo remotamente parecido sentían esos fieles, uno de cada ¿No te diste cuenta? Pero, naturalmente, cuando trataban de ajustarlo a las doctrinas eclesiásticas, lo arruinaban todo.
Sugerí a Juan que su excitación y la de los otros eran producto de la solemnidad. Claro, «proyectábamos» nuestras sensaciones, y creíamos encontrarnos algo sobrehumano.
Juan me miró rápidamente y estalló en una alegre carcajada.
—Querido hombre —dijo, y creo que fue la primera vez que usó esa expresión tan devastadora—, tú no adviertes ninguna diferencia entre esa excitación y otro, pero yo sí. Y me parece que muchos de tu especie también la advierten. Por lo menos mientras no hayan caído en manos de los «psicólogos».
Le pedí que fuera más explícito, pero sólo me dijo:
—Soy demasiado joven y todo esto es nuevo para mí. Ni siquiera Jesús pudo explicar sus experiencias. En realidad no trató de hacerlo. Se refirió sobre todo a los cambios que pueden traer esas experiencias, y es posible que no hayan trascripto fielmente sus palabras. Soy todavía muy joven.
Una entrevista con un dignatario de la Iglesia Anglicana dejó a Juan en un estado de ánimo muy distinto. Este dignatario era muy conocido en ese entonces por sus intentos de renovar la Iglesia dando nueva vida a los antiguos dogmas. Juan se ausentó algunos días. Cuando regresó parecía menos interesado en el dignatario eclesiástico que en un comunista con quien se había encontrado anteriormente. Luego de oír su disquisición sobre el marxismo le pregunté:
—¿Y qué me dices del Reverendo?
—Sí, por supuesto, estuve también con el Reverendo. Un hombre simpático y comprensivo. El comunista no era tan simpático, ni comprensivo. Pero, evidentemente, el Homo Sapiens no puede ser simpático cuando se apasiona. Es curioso. Los miembros de tu especie, cuando vislumbran una verdad inicial, como en el caso del comunismo, parecen enloquecer. Y cuánto de religioso hay en realidad en este comunista. Lo ignora, por supuesto, y odia esa palabra. Dice que los hombres deben preocuparse por el Hombre, y por nada más. El comunismo es para él una especie de refugio moral, lleno de deberes. Reniega de la moral y luego maldice a los otros por no ser santos comunistas. Si no aplaudimos la guerra de clases, somos tontos, o esclavos, y perdemos el tiempo. Nos dirá, naturalmente, que sólo la guerra de clases puede emancipar a los obreros. Pero no es ésa la raíz de su conducta. El fuego interior que lo consume es, aunque lo ignore, la pasión por el materialismo dialéctico, la dialéctica de la historia. Sólo desea ser un instrumento de la dialéctica y, misteriosamente, lo que en el fondo de su corazón quiere decir con eso es lo mismo que la ley de Dios para los cristianos. Es raro. Dice que el elemento válido del cristianismo es el amor al prójimo. Pero él no ama realmente al prójimo. Mataría a cualquiera si pensará que así conviene a la dialéctica histórica. Lo que verdaderamente comparte con los cristianos es una oscura pero activa conciencia de algo super-individual. Desde luego, cree que ese algo es la masa de los individuos, el grupo. Pero no es el grupo lo que inflama su entusiasmo. Es la justicia, el derecho y toda la música espiritual que el grupo expresa. Por supuesto, sé que no todos los comunistas son religiosos. Pero éste lo es. Y quizá también lo era Lenin. No basta con decir que su móvil inicial fue el deseo de vengar a su hermano. En cierto sentido, eso es verdad; pero es posible sentir detrás de casi todas sus palabras el propósito de convertirse en el instrumento elegido por el destino, por la dialéctica, por algo que casi podría llamarse Dios.
—¿Y el Reverendo? —pregunté.
—El Reverendo. Ah, sí. Bueno, es religioso así como la luz del fuego es luz solar. Alguna vez los árboles petrificados del carbonífero crecieron al sol, y ahora en la chimenea, arrojan un fulgor tembloroso que entibia agradablemente la habitación mientras nadie las cortinas y no dejen entrar la noche. Afuera los hombres tropiezan en la oscuridad, pero todo lo que el Reverendo puede hacer es encender un buen fuego y decirles que se sienten a su alrededor. Algunos se le meten en la sala, manchan de barro la alfombra y escupen en el fuego. El Reverendo se entristece, pero los soporta noblemente porque, aunque no sabe lo que es amor, trata de amar al prójimo. Claro que si la gente se porta realmente mal, llamará por teléfono a la Policía.
Citaré ahora algunas de las críticas de Juan a los comunistas.
—El comunista se cree noble y desgraciado. Por supuesto es desgraciado, terriblemente desgraciado. La culpa la tiene tanto la sociedad como él mismo. Esta pobre criatura se pasa la vida odiando la sociedad o los poderes que rigen la sociedad. Es un saco de odio. Pero su odio no es realmente profundo. Es algo así como una autodefensa, una autojustificación, que no se parece al odio que aplastó al Zar, se hizo fecundo y creó a Rusia. La situación no es por ahora tan mala en Inglaterra. Todo lo que pueden hacer actualmente es expresar su odio y dar a los demás una hermosa excusa para reprimir el comunismo. Mucha gente rica, o que puede serlo, siente subconscientemente vergüenza de sí misma, y odio también. Necesitan un chivo emisario en quien volcar ese odio, y hombres como éste son para ellos un regalo de los dioses.
Dije que el odio de los pobres se justificaba más que el de los ricos. Esta observación arrancó a Juan un discurso analítico y profético que el tiempo ha justificado.
—Hablas —dijo— como si el odio fuese siempre racional, o justo. Si quieres comprender la Europa moderna y el mundo, debes tener en cuenta distintos factores, algo relacionados entre sí.
»Primero, la necesidad casi universal de odiar algo, con razón o sin ella, descargar en él nuestro propio mal, y luego destruirlo. Los espíritus enfermizos necesitan de ese odio. Odian así a sus vecinos, sus mujeres, sus maridos, sus hijos, o sus padres. Pero se exaltan sobre todo odiando a los extranjeros. Al fin y al cabo, una nación es, principalmente, una sociedad fundada para odiar a los extranjeros, una especie de club del odio.
»El segundo factor es el evidente desorden de la economía. Los poderosos tratan de gobernar el mundo para su propio beneficio. Hasta no hace mucho lo consiguieron, pero ahora la situación se les está escapando de las manos. El caos en que vivimos tiene esa raíz. Los pobres, naturalmente, odian a los ricos que han creado este caos y no pueden salir de él. Los ricos tienen miedo, y por el mismo motivo odian a los pobres. La gente no entiende que si el odio no fuese una necesidad profunda, el problema social sería, por lo menos, enfrentado con inteligencia.
»Y por último, la idea, cada vez más difundida, de que la cultura científica es un error. No quiero decir que la gente dude del valor de la ciencia. Es algo más profundo. Sienten que la vida moderna es decepcionante. Hay algo de muerto en ella, algo estéril. Este horror a la cultura moderna, la ciencia, la mecanización y la estandarización es más reciente que las doctrinas bolcheviques.
»Los comunistas e izquierdistas en general echan la culpa de todo al capitalismo, pero aceptan en su esencia la nueva cultura. Son racionalistas, mecanicistas. Otros en cambio se rebelan. No saben por qué, pero sienten que esa cultura es deficiente. Algunos vuelven a las iglesias, especialmente al catolicismo. Pero ha pasado mucha agua bajo los puentes. Aquellos que no pueden tragar la droga cristiana buscan desesperadamente otra cosa, aunque no saben qué. Y esta profunda necesidad, a veces inconsciente, se confunde con el odio, y si el hombre pertenece a la clase media, con su temor a la revolución social, cualquier truhán, cualquier ambicioso puede utilizar rápidamente esta mezcla de temor y odio. Así ocurrió en Italia, y así ocurrirá en otras partes. Apuesto a que dentro de pocos años habrá en Europa todo un movimiento contra la izquierda, inspirado parcialmente en el temor y el odio, y en la vaga sospecha de que algo anda mal en la cultura científica. Es más que una sospecha intelectual. Es una certeza que viene de las entrañas, una especie de hambre real brutal y ciega. ¿No la sentiste en Alemania el año pasado? Una profunda repugnancia, todavía inconsciente, a la máquina, la razón, la democracia y la cordura. Un confuso deseo de enloquecer, de convertirse de algún modo en un poseído. Poco costará a los enriquecidos cultores del odio utilizar esas tendencias, basadas en una confusa mezcla de búsqueda de sí mismo, odio, y esa hambre del alma, tan valiosa, pero tan fácilmente inclinada a la crueldad. ¡Si el cristianismo pudiera absorber y disciplinar ese apetito! Pero el cristianismo ha muerto. Estos hombres inventarán probablemente alguna espantosa religión privada. Su dios será el del club del odio, la nación. Los nuevos mesías (uno para cada tribu) no triunfarán por la bondad, el amor, sino por la execración y la brutalidad. Pues eso es lo que todos vosotros deseáis realmente, lo que duerme en lo hondo de vuestras entrañas y mentes enfermas.
Esta parrafada no me impresionó mucho. Dije que los hombres más inteligentes habían superado al viejo dios de la tribu, y que todos los imitarían muy pronto. La risa de Juan me desconcertó.
—¡Los más inteligentes! —dijo—. Uno de los principales defectos de esta desgraciada especie es que los inteligentes se encuentran muy alejados de sus segundos, y muchísimo más de los que ocupan el décimo puesto. Durante estos últimos siglos enjambres de inteligencias han metido al pueblo en sucesivos callejones sin salida, y con una valentía y resolución tremendas. Pero vuestra especie no puede abarcarlo todo. Si observáis una serie de hechos perdéis de vista, invariablemente, otros hechos también importantes. Y como no tenéis, prácticamente, un sentido interno que os guíe, a la manera de una brújula, hacia los puntos cardinales de la realidad, no puede saberse hasta dónde iréis, una vez que hayáis tomado el mal camino.
Aquí lo interrumpí.
—Es éste, sin duda, el resultado de ser inteligentes. La inteligencia nos ayuda a progresar, pero puede extraviarnos.
—Es el resultado de vuestra condición —contestó Juan— superior a la de las bestias, e inferior a la de los verdaderos hombres. Los pterodáctilos aventajaban a los anticuados lagartos, pero estaban expuestos a otros peligros. Como volaban un poco, podían estrellarse. Finalmente fueron superados por los pájaros. Y bien, yo soy un pájaro. —Hizo una pausa y luego continuó—: Hace algunos siglos los seres más inteligentes estaban en la Iglesia. En esos días nada podía compararse a la cristiandad, tanto por su significado práctico como por su interés teórico. De modo que los más grandes espíritus se unieron a ella, y generación tras generación exhibieron el brillo de sus inteligencias. Poco a poco mataron el espíritu de la religión con su afanoso teorizar. No sólo eso, usaron también la religión, o más bien sus preciosas doctrinas, para explicar los hechos físicos. Hasta que llegó otra generación que desconfiando de la validez de esos raciocinios se puso a observar cómo ocurrían en realidad las cosas en la naturaleza. Se creó así la ciencia moderna; el hombre dobló su poder y cambió la faz del mundo. Las consecuencias fueron similares a las de la religión. Las mentes más claras se dedicaron a la ciencia, o la tarea de dar una nueva visión científica del universo, o una ética racional y práctica. Dominados por la ciencia, por la técnica, y por la moral utilitaria perdieron todo recuerdo de la antigua religión y se volvieron aún más ciegos que antes con respecto a su propia naturaleza. La ciencia y la industria y la construcción de imperios no les dejó tiempo para dedicarse a problemas íntimos. Por supuesto, algunos hombres inteligentes, y no poca gente común ya desconfiaban de las ideas de moda. Después de la guerra esta desconfianza se extendió aún más. La guerra reveló al siglo XIX como un siglo idiota. ¿Qué ocurrió entonces? Algunos hombres inteligentes (inteligentes, recuérdalo) volvieron a las Iglesias. Otros opinaron que debemos luchar por el progreso de la humanidad o la felicidad de las generaciones venideras. Otros, sintiendo que la humanidad no tenía salvación, adoptaron una actitud de exquisito desamparo, basada ya en el desprecio y el odio por sus semejantes, ya en una compasión que en el fondo era lástima de sí mismos. Otros, aficionados al arte y la literatura, decidieron gozar todo lo posible en este mundo agonizante. Buscaron el placer a cualquier precio, pero un placer refinado. Por ejemplo aunque querían suprimir todas las barreras, los placeres sexuales debían ser escogidos y conscientes. Gustaban de las ideas por su sabor y su olor. Eran las moscas de una civilización podrida. ¡Pobres desventurados! En el fondo debían odiarse a sí mismos. Había buena pasta en ellos, pero se echaron a perder.
Juan había pasado recientemente varias semanas estudiando la intelligentzia. Se había presentado en Bloomsbury interpretando el papel de genio precoz, y permitiendo que un escritor muy conocido lo exhibiera como una rareza. Había actuado sin duda entre estos hombres y mujeres jóvenes, brillantes y desorientados, con una energía y decisión características, pues cuando volvió casi parecía un despojo. No transcribiré aquí sus experiencias, pero sí algunas de sus opiniones.
—¿Sabes? —me dijo—, son realmente maestros de ideas, por lo menos de las ideas de moda. Lo que piensan y sienten hoy, será lo que pensarán y sentirán los demás el año que viene. Algunos son, de acuerdo con las normas del Homo Sapiens, pensadores de primera línea, o lo hubiesen sido en otras circunstancias. Atraen a los seres más sensibles y más inteligentes del país, y estas pobres moscas caen en una tela de araña, una sutil tela de convenciones (tan sutil que la mayoría no se da cuenta) y aletean y aletean imaginando que vuelan a grandes alturas. Tienen la reputación de ser la gente menos convencional del mundo, pero los maestros les imponen la convención de lo no convencional. Son audaces, pero dentro de ciertos límites. La similitud de gustos, morales e intelectuales, los hace fundamentalmente idénticos, a pesar de algunas diferencias superficiales y pintorescas. Y las convenciones no son siquiera convenciones sólidas. Consisten en ser «brillante», y «original» y tener «experiencias». Algunos son brillantes y originales de acuerdo con los cánones de la especie, y otros saben escoger sus experiencias. Pero, atrapados en esa tela de araña, todo se reduce a una mera agitación. No hay vuelos verdaderos. El brillo es sólo lustre; la originalidad, perversión, y las experiencias, experiencias crudas. No me refiero con esto a las experiencias sexuales, aunque su afán de romper con la tradición y escapar al sentimentalismo los hizo caer en una extravagancia vulgar y estéril. Me refiero a la crudeza de… bueno, de espíritu. Aunque a menudo son muy inteligentes, para su especie, se entiende, no han logrado captar los aspectos más finos de la experiencia. Y esto se debe en parte, me parece, a una total carencia de disciplina espiritual, y en parte a un miedo oscuro y casi inconsciente. Son todos muy sensibles al placer y al dolor; pero cuando tropezaron por vez primera con una experiencia fundamental les pareció aterradora. Evitaron desde entonces esas experiencias, y compensaron esa perpetua huida lanzándose a toda suerte de juegos menores y superficiales, aunque sensacionales, sin dejar de hablar solemnemente de la Experiencia, con E mayúscula.
Este análisis me incomodó, pues no se me escapaba que podía aplicárseme. Juan me adivinó sin duda el pensamiento, pues me sonrió y hasta se rebajó a guiñarme un ojo, de un modo perfectamente vulgar. Luego dijo:
—Al que le caiga el sayo… ¿no, viejo? No, no te preocupes. No estás preso en la tela de araña. El destino te ha salvado.
Una semana después de esta charla, el humor de Juan pareció cambiar. Hasta entonces había sido despreocupado, y hasta impúdico en sus comentarios e investigaciones. En sus épocas de mayor seriedad exhibía el interés amable, aunque distante, de un antropólogo que estudia una tribu primitiva. Hablaba voluntariamente de sus experiencias y defendía con pasión sus opiniones. Pero de pronto se hizo menos comunicativo, y cuando condescendía a hablar, sus discursos eran severos y concisos. La ironía y la burla desaparecieron. En su lugar desarrolló el hábito de demoler con frialdad y monotonía los argumentos ajenos. Esto pasó también, y su única reacción ante un comentario de interés general fue una mirada sombría y fija. Así contemplaría el hombre solitario al perrito que le hace fiestas cuando siente la necesidad de compañía humana. Si algún otro me hubiese tratado así, me habría sentido ofendido. Viniendo de Juan, me desconcertaba. Me daba una penosa conciencia de mí mismo y el irresistible deseo de volver los ojos y ocuparme de cualquier cosa.
Sólo una vez se expresó francamente. Yo había ido a su taller con el propósito de discutir uno de sus proyectos financieros. Juan estaba acostado en su litera, balanceando una pierna en el aire. Tenía las dos manos debajo de la cabeza. Me embarqué en el asunto, pero era evidente que Juan estaba distraído.
—Maldita sea, ¿no puedes escucharme? —dije—. ¿Estás inventando otro aparatito, o qué?
—Inventando, no —replicó—. Descubriendo.
Había tal solemnidad en su voz que sentí miedo.
—Oh, por favor, explícate. ¿Qué te ocurre estos días? ¿No puedes decírmelo?
Juan volvió su mirada del techo a mi cara. Me miró fijamente. Empecé a llenar mi pipa.
—Sí, te lo diré —contestó—. Si puedo, o todo lo que pueda. Hace algún tiempo me hice una pregunta. La situación actual del mundo ¿es un mero accidente, una enfermedad, que podría haberse evitado o curado? ¿O es algo inherente a la naturaleza misma de tu especie? Bueno, ésta es la respuesta. El Homo Sapiens es una araña que trata de escapar de una bañera. Cuanto más sube, más empinada es la pared, y tarde o temprano caerá. Puede moverse sin dificultades mientras está en el fondo, pero apenas empieza a trepar, resbala. Y cuanto más sube, más cae. No importa qué dirección tome. Puede iniciar, sucesivamente, varias civilizaciones, pero antes de alcanzar la cima, ¡abajo!
Protesté contra la seguridad de Juan.
—Quizás sea así —dije—, pero ¿cómo puedes saberlo? El Homo Sapiens es un ser ingenioso. ¿Y si la araña logra que sus patas se adhieran a las paredes de la bañera? O supongamos que no sea una araña, sino un escarabajo. Los escarabajos tienen alas. A menudo no las usan; pero ¿no hay acaso signos de que la actual ascensión del Homo Sapiens difiere de todas las anteriores? El poder mecánico da seguridad a sus patas y yo diría que sus alas también se mueven.
Juan me miró silenciosamente, y respondió como desde muy lejos:
—No tiene alas, no tiene alas. —Y luego dijo, con una voz más normal—: En cuanto al poder mecánico, podría serle útil, pero no sabe qué hacer con él. Para cada tipo de criatura hay un límite posible de desarrollo, un límite inherente al plano de su organización. El Homo Sapiens alcanzó ese límite hace un millón de años y ahora ha iniciado un juego peligroso. Para dominar la situación actual se necesita un ser de mayor capacidad que el hombre. Por supuesto, puede ser que no caiga justo en este momento. Puede salir de esta crisis particular de la historia. Pero si lo logra, lo atacará la parálisis. Nunca podrá volar. El poder mecánico es vitalmente necesario para el espíritu humano, pero mortal para el espíritu subhumano.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿No confías demasiado en tu propio juicio?
Los labios de Juan se apretaron, esbozando una torcida sonrisa.
—Tienes razón —dijo—. Hay otra posibilidad. Si por inspiración divina, toda la especie, o por lo menos la mayor parte de ella, se hiciese de pronto verdaderamente humana, sería diferente.
Lo tomé como una ironía, pero él prosiguió:
—No, no, hablo muy en serio. No es imposible. Debes interpretar mi expresión «por inspiración divina» como redimida de su pequeñez, de su propia naturaleza espiritual rudimentaria, por medio de un aporte súbito y espontáneo de fuerza. A muchos hombres les ocurre algo semejante. Eso fue, por ejemplo, el advenimiento del cristianismo. Pero los redimidos fueron pocos y el filón se extinguió. Si el milagro no se repite, con mayor extensión y poder, no hay esperanzas. Los primitivos cristianos, los primitivos budistas, y todos los otros, no llegaron a ser verdaderamente humanos. En cuanto a la inteligencia estaban como antes, y en cuanto a la voluntad, el cambio era profundo, pero poco firme. No lograron integrar su ser en un orden distinto y armonioso. O, dicho de otra manera, conseguían convertirse en santos, pero rara vez en ángeles. Lo subhumano y lo humano no se conciliaban. Obsesionados por la idea del pecado y la salvación del alma, no fueron capaces de vivir una nueva vida con alegría y espontaneidad creadoras.
Callamos unos instantes. Volví a encender mi pipa, y Juan dijo:
—El fósforo número nueve.
Era cierto, conté los restos de ocho fósforos aunque yo no recordaba haberlos encendido. Juan, desde la cama, no podía ver el cenicero. Por más abstraído que estuviera, notaba siempre todo lo que ocurría a su alrededor.
Enseguida empezó a hablar otra vez. Me miraba continuamente, pero yo sentía que se dirigía sobre todo a sí mismo.
—En una época —dijo— pensé que debía hacerme cargo del mundo y ayudar al Homo Sapiens a rehacerse, sobre una base más humana. Pero veo ahora que sólo eso que los hombres llaman «Dios» podría lograr algo. O si no un ejército de seres superiores venidos de otro planeta u otra dimensión. Pero me pregunto si se tomarían la molestia. Los terráqueos serían probablemente para ellos cabezas de ganado, posibles colecciones de museo, animalitos domésticos, o quizá sólo unos bichos repugnantes. De todos modos si quisiesen mejorar al Homo Sapiens, me parece que lo conseguirían. Pero yo no puedo. Creo que, si me lo propusiera, podría apoderarme del poder, encargarme de la especie normal, y hacer del mundo algo más satisfactorio y feliz; pero tendría que aceptar en última instancia las limitaciones de la especie. Tratar de que superasen sus capacidades, sería como querer civilizar un grupo de monos. El caos sería extraordinario. Se unirían contra mí, y a la larga o a la corta me destruirían. Tendría que aceptarlos como son, y eso sería desperdiciar mis mejores poderes. Más vale que dedique mi vida a criar pollos.
—Hablas con demasiada arrogancia —exclamé—. No podemos ser tan malos como crees.
—¿No? Claro, tú eres uno de ellos —dijo Juan—. Óyeme. Mis investigaciones en Europa me llevaron mucho tiempo. ¿Y qué descubrí? Creía ingenuamente que las personas más prominentes, los mejores pensadores, los jefes, en el verdadero sentido de la palabra, serían casi seres humanos. Racionales, eficientes, desprendidos, íntegros. Nada de eso. En su mayoría están por debajo del nivel común. La posición misma los ha echado a perder. Piensa en el viejo Z. (Nombró a un Ministro del Gabinete). Si lo vieses como lo vi yo, te sorprenderías. No siente nada fuera de las cosas que atañen a su pueril autoestimación. Todo llega a él a través de una capa de nociones preconcebidas, clichés, frases diplomáticas. Una mosca que vuela sobre un río tiene más idea de los peces que él de la política. Recurre, por supuesto, al ardid de repetir una serie de frases que podrían significar algo, pero no para él. Frases que son piezas en el rompecabezas de la política. No vive para las cosas reales. Toma otro caso: el de Y, magnate del periodismo. Es una rata del arroyo, de escasa inteligencia, que ha encontrado una receta para hacer dinero. Le hablas de la realidad y no sabe a qué te refieres. Pero no sólo en la gente de esta clase se da esa combinación de poder e insustancialidad. Hay verdaderos conductores, como el joven X, cuyas ideas revolucionarias van a afectar enormemente el pensamiento social. X es hombre inteligente, y de carácter. Pero nadie, ni él mismo, conoce sus verdaderos motivos. Pasó miserias hace algún tiempo, y ahora desea vengarse. Dejémosle, y ojalá tenga suerte. Pero piensa en lo que es tener esa meta, aun inconscientemente. Le ha permitido trabajar con eficacia, pero también lo ha estropeado, pobre hombre. O toma el caso del filósofo W, que tanto ha hecho por destruir la confianza simplista de la vieja escuela en las palabras. Su problema es similar al de X. Lo conozco muy bien a ese bicharraco. La raíz de todos sus esfuerzos es la idea que tiene de sí mismo: hombre que no se inclina ante otros hombres ni ante Dios, exento de prejuicios y sentimentalismos, fiel a la razón, pero no su ciego esclavo. Todo esto que podría ser admirable, lo obsesiona de tal modo que pierde la cabeza. No se puede ser un verdadero filósofo si se tiene una obsesión. ¿Y V? Los electrones o las galaxias carecen de secretos para él, y ha tenido ciertas experiencias de tipo espiritual. Y bien, ¿cómo funciona esta vez el mecanismo? Es una criatura amable y simpática. Le gusta pensar que el Universo es irreprochable, desde el punto de vista humano. De ahí sus investigaciones y especulaciones. Por otra parte su experiencia espiritual le indica que la ciencia es insuficiente. Muy bien, otra vez; pero como su experiencia espiritual no es muy profunda y se mezcla con su bondad, ésta le hace decir cosas acerca del Universo que son meras invenciones.
Juan calló. Luego suspiró y dijo:
—De nada sirve seguir. La conclusión es muy simple. El Homo Sapiens está al final de su carrera, y no voy a dedicar mi vida a una especie condenada.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? —le pregunté.
—Sí —dijo—, perfectamente seguro de mí mismo en ciertas cosas, y totalmente inseguro en otras. Pero hay algo evidente. Si me encargase del Homo Sapiens no podría hacer mi verdadero trabajo. No sé todavía en qué consiste. Pero tiene su raíz en mi interior. Por supuesto, no se trata de salvar mi alma. Yo, como individuo, puedo condenarme sin que el Universo se entere. En realidad, mi condenación podría contribuir a la belleza del mundo. No me preocupo por mí mismo, pero pienso que puedo hacer algo importante. Esto lo sé. Sé que debo empezar… bueno, por el descubrimiento interior de una realidad exterior, objetiva. ¿Me sigues?
—No muy bien —dije—, pero continúa.
—No —contestó—, no por ese camino. No hace mucho sentí miedo, miedo de veras. Y no me asusto fácilmente. Yo había ido a la final del campeonato de fútbol, para ver a la muchedumbre. Recordarás que la lucha fue reñida y tres minutos antes del final se produjo un incidente por un foul. La pelota entró en la portería antes que sonara el silbato del árbitro y ese gol decidía el partido. Bueno, el público enloqueció. No me asusté porque pudiesen herirme. No en la refriega. No, me habría gustado muchísimo pelear si hubiera sabido de qué lado ponerme y si hubiese habido una razón. Pero no la había. Era claramente un foul. El precioso «instinto deportivo» de la muchedumbre no sirvió de nada. Perdieron la cabeza y se transformaron en bestias. Sentí entonces, con un estremecimiento, que yo era diferente de todos los otros: un hombre solo en medio de un rebaño. Era ésta una buena muestra de la población del mundo, de los mil seiscientos millones de Homo Sapiens; una muestra que emitía un rugido característico, y ahí estaba yo, una criatura torpe, ignorante, pero humana, realmente humana, quizá el único ser realmente humano en el mundo. Y por ser realmente humano se alzaba ante mí la posibilidad de una nueva meta espiritual y era más importante que el resto de los mil seiscientos millones. Pero aquellos aullidos eran lo peor. No temía a esos hombres, sino a lo que representaban. No los temía como individuos, por así decirlo. Desde ese punto de vista la sensación de estar solo me resultaba emocionante; si se hubiesen vuelto contra mí, me habría peleado con todos ellos. Pero me asustaba el pensamiento de mi enorme responsabilidad y las dificultades que encontraría en mi camino.
Juan calló. Yo estaba tan asombrado por la importancia que se atribuía, que no supe qué decir. Al rato, Juan dijo:
—Ya sé, Fido, que esto te parecerá fantástico. Pero quizás pueda hacerte comprender. Nadie ignora la posibilidad de otra guerra mundial que podría acabar con todo. Y la situación es más grave aún de lo que se piensa. No sé realmente qué le ocurrirá a la especie; pero, por razones psicológicas, si no se produce un milagro, puede temerse lo peor. He conocido a muchos hombres grandes y pequeños y veo claramente que, en asuntos importantes, el Homo Sapiens es una especie difícil de educar. No ha aprendido la lección de la última guerra. No muestra más inteligencia práctica que una mariposa que se acerca una y otra vez a la llama de una vela, hasta quemarse las alas. Mucha gente ve el peligro. Pero son los que no actúan. Con esta nueva religión del nacionalismo y los adelantos de la técnica, el desastre es casi inevitable. A menos que se produzca un milagro; lo que, por supuesto, puede ocurrir. Un salto hacia delante, hacia una mentalidad más humana; una revolución social y religiosa que abarcara el mundo entero. Y si no, bastarán quince o veinte años para que la enfermedad se transforme en agonía. Las grandes potencias se atacarán entre ellas, y la civilización concluirá en unas pocas semanas. Desde luego, yo podría demorar la explosión. Pero, como ya te dije, sería renunciar a la única tarea realmente vital e importante. La cría de pollos no vale tal sacrificio. En verdad, Fido, estoy harto de tu maldita especie. Debo luchar por mí mismo y, si es posible, evitar que el desastre próximo me aplaste.