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Escandalosa adolescencia

Aunque Juan dedicó la mayor parte de su año decimocuarto a las finanzas, éstas no lo absorbieron totalmente, y pronto pudo aplicar sus mejores energías a otros asuntos. Las experiencias propias de su edad lo intrigaban cada vez más. Al mismo tiempo estudiaba muy seriamente las potencialidades y limitaciones del Homo Sapiens, tal como se manifestaban en los problemas universales contemporáneos. Y a medida que creció su desprecio por la especie normal, comenzó a buscar individuos de su propia naturaleza. Aunque estas actividades se desarrollaban simultáneamente, convendrá tratarlas por separado.

El despertar de la adolescencia de Juan fue tardío, comparado con el de los seres normales, y su duración muy prolongada. A los catorce años tenía el físico de un niño de diez. Cuando murió, a los veintitrés, era en apariencia un muchacho de diecisiete. Con todo, aunque físicamente estaba atrasado para su edad, su inteligencia, su sensibilidad y su temperamento parecían increíblemente desarrollados. Esta precocidad mental se debía enteramente al poder de su imaginación. El niño normal se aferra a las actitudes e intereses antiguos, aun después que hayan aparecido en él las capacidades propias del adulto. Juan, en cambio, parecía aprehender toda novedad que germinase en su naturaleza y la «forzaba» a florecer precozmente merced a la intensidad y el ardor de su imaginación.

Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de su experiencia sexual. Debe advertirse que la actitud de Pax y el doctor con relación a los problemas sexuales de sus hijos era poco común en aquella época. Los tres crecieron desusadamente liberados de las vergüenzas y obsesiones comunes. El doctor les inculcó una visión claramente fisiológica del desarrollo sexual, y Pax trató las curiosidades y experiencias eróticas de sus hijos con franqueza y humor.

Puede afirmarse por lo tanto que el punto de partida de Juan fue excepcionalmente bueno. Pero sus conclusiones fueron muy diferentes de las de sus hermanos. El clima en que éstos vivían era excepcional, ya que se les permitía desarrollarse naturalmente y no caían así en las deformaciones habituales. Hacían todo aquello que se prohíbe solemnemente a la mayoría de los niños, y no se los condenaba. No dudo que practicaban todos los vicios, y pasaban luego, sin sentirse culpables, a otros intereses. En el círculo hogareño se charlaba sobre el sexo y la gestación sin ninguna vergüenza; pero no en público, «pues la gente no comprende todavía que eso no tiene importancia». Más tarde, como es obvio, tuvieron relaciones sentimentales. Y luego ambos se casaron y fueron, aparentemente, felices.

El caso de Juan fue absolutamente diferente. Como sus hermanos, se interesó en su infancia por su propio cuerpo. Como ellos encontró un placer particular en ciertas zonas corporales. Pero mientras que en ellos el interés sexual comenzó mucho antes que adquiriesen plena conciencia de su personalidad, Juan tuvo ante todo conciencia clara y vívida del «yo» y el «otro». En consecuencia, cuando la pubertad empezó a afectarlo, y su imaginación aprehendió los primeros síntomas mentales, se lanzó de cabeza a una conducta muy avanzada para su edad.

Por ejemplo, cuando Juan tenía diez años, pero era fisiológicamente mucho menor, pasó por una fase de interés sexual algo similar a la sexualidad infantil del tipo común, aunque enriquecida por una inteligencia e imaginación precoces. Durante algunas semanas se divirtió y ultrajó a los vecinos decorando las paredes y puertas con traviesos dibujos en los cuales algunos adultos que no le gustaban aparecían caricaturizados y cometiendo diversos actos «obscenos». Arrastró a sus amigos por ese camino, y causó tal alboroto, entre los padres del vecindario que el doctor debió intervenir. Esta fase, me parece, se debió en gran parte a un sentimiento de impotencia y, por consiguiente, de inferioridad. Después de una semana o dos, perdió todo interés en este asunto tal como había ocurrido con los combates cuerpo a cuerpo. Pero los meses se convirtieron en años, y Juan sintió un claro y creciente placer en su propio cuerpo que cambió su actitud hacia la vida. A los catorce años parecía un curioso niño de diez, aunque no era raro que un observador sensible a las experiencias faciales lo considerara un «genio» de dieciocho con un cuerpo raquítico. Sus proporciones eran en general las de un chico de diez años; pero sobre un esqueleto de criatura se veía una musculatura magra y nudosa de la cual su padre solía decir que no era del todo humana, y que una larga cola prensil completaría bien el cuadro. No sé hasta qué punto este desarrollo muscular era debido a la naturaleza o a una cultura física deliberada.

Cuando su rostro comenzó a perder su carácter infantil, los incesantes gestos expresivos de la boca, nariz y cejas le daban ya una apariencia adulta, extraña y casi inhumana. Evoco aquella época y creo ver un bribón, un joven prudente, un demonio y una divinidad infantil. En verano su vestimenta habitual consistía en una camisa de color, pantalones cortos y sandalias, casi harapientos. La cabeza muy grande, el pelo corto y platinado, y los enormes ojos verdes de halcón parecían sugerir que aquellas ropas habían sido adoptadas como disfraz.

Tal era su apariencia cuando empezó a descubrir su poder de atracción y su capacidad de incitar a los demás a que se deleitasen en él tal como él se deleitaba en sí mismo. Exageró, quizá, su deseo de conquista al reconocer que para la especie normal había en él algo de grotesco y repelente. Su narcisismo se agravó y prolongó, me parece, por otra circunstancia. Desde su propio punto de vista no tenía iguales, no había nadie capaz de dedicarle esa mezcla de devoción y egoísmo que es el amor romántico.

Debo aclarar que al describir la conducta de Juan en esa época no pretendo defenderla. La considero, por lo menos, egoísta. Si se tratara de cualquier otro, y no de Juan, la hubiera condenado inmediatamente como expresión de una mente desordenada y pervertida. Pero a pesar de los incidentes más lamentables de su carrera, estoy convencido de que Juan era muy superior al resto de nosotros, tanto en sensibilidad moral como en inteligencia. Por lo tanto, ya que debo describir ahora esa aparente mala conducta, creo que lo justo es no condenarla, sino suspender el juicio y tratar de entender. Me digo que, si Juan era en verdad un ser superior, gran parte de su conducta debía chocarnos, ya que nosotros, con una sensibilidad menos fina, no podríamos aprehender su verdadera naturaleza. En realidad, si su conducta hubiese sido simplemente la idealización de la conducta normal humana, yo me hubiese sentido menos dispuesto a considerarlo un ser esencialmente diferente y superior. Por otra parte debe recordarse que aunque superior en capacidad, era aún un adolescente, y quizás, a su modo, sufrió por la inexperiencia e imperfección propias de una mente juvenil. En fin, las propias circunstancias le eran adversas, ya que se encontraba solo en un mundo de seres a los que no consideraba totalmente humanos.

Esta nueva conciencia de sí mismo apareció por primera vez en Juan a los catorce años, y se expresó luego en lo que sólo puedo llamar una orgía de aventuras despiadadas. Era yo una de las pocas personas de su círculo a quien nunca trató de conquistar, y me libré sólo porque no me consideraba presa de valor. Yo era su esclavo, su perro, y en cierto modo estaba a su cuidado. Otro de los que escaparon fue Judy, ante quien no sentía necesidad de hacer valer su seducción, sino más bien responsabilidad y afecto.

Una de sus primeras víctimas fue el desgraciado Esteban, convertido ahora en un joven serio que iba a trabajar todos los días. Esteban tenía una novia a quien sacaba los sábados a pasear en su motocicleta. Un sábado en que volvíamos de unos negocios en mi automóvil (habíamos visitado con Juan una fábrica de goma) nos detuvimos a tomar el té en un conocido café del camino. En él encontramos a Esteban y su novia, a punto de marcharse. Juan les pidió que se quedaran. Era evidente que la muchacha quería irse; quizá le disgustaba la actitud de Juan para con Esteban, pero éste decidió demorar la partida. Comenzó entonces una escena desoladora. Juan hizo todo lo posible por eclipsar a la muchacha. Su conversación brillaba estudiadamente como para fascinar a Esteban y mostrar la inferioridad de la joven. Mantuvo la conversación fuera del alcance de esta última, y ocasionalmente se dirigía a ella haciéndola quedar en ridículo. Parecía desafiar a Esteban, a ratos con la tímida altivez de un ciervo, a ratos desplegando su gracia curiosamente felina y ambigua. Era evidente que Esteban había perdido la cabeza. Mostraba hacia la muchacha una galantería elaborada y falsa. La pobre no podía ocultar su desasosiego, pero Esteban, hipnotizado, nada veía. Por último la joven miró el reloj y dijo tímidamente:

—Es horriblemente tarde. Llévame a casa, por favor.

Y cuando ya se iban, Juan entretuvo todavía a su amigo con una última salida ingeniosa.

Al fin la pareja se marchó, y le dije claramente a Juan qué me parecía su conducta. Me miró con la ofensiva complacencia de un gato y dijo arrastrando la voz:

—¡Homo Sapiens! —No supe si se refería a Esteban o a mí. Pero enseguida añadió—: Hay que saber manejarlos.

Una semana más tarde la gente hablaba del cambio de Esteban, y decía «que debía avergonzarse de su conducta». Cuando lo vi con Juan sentí que luchaba heroicamente contra una obsesión. Evitaba todo contacto físico, pero cuando éste llegaba, por casualidad o provocado por Juan, el muchacho parecía electrizado. Juan mismo parecía debatirse en un conflicto entre el desagrado y la atracción, como orgulloso de una conquista que al mismo tiempo lo repelía. Solía terminar cualquier disputa con aspereza, mostrando su repulsión con algún inesperado acto de brutalidad. Como en ocasiones anteriores, mi disgusto e indignación por este tipo de conducta parecieron devolver a Juan el sentido de la autocrítica. No dejaba de aprender de sus inferiores. Su actitud hacia Esteban volvió a ser la de una simple camaradería, atemperada por una gentileza casi humilde. Esteban despertó también, lentamente, de su desvarío, pero éste dejó en él huellas profundas.

Durante algunas semanas Juan evitó, aparentemente, las actividades de este tipo, pero su actitud para con los adultos demostraba que había adquirido, y para siempre, una mayor conciencia de sí mismo y de su propio cuerpo. Sin la menor duda había descubierto en su propio ser un interés que hasta entonces se le había escapado. Estudió el arte de exhibirse y lucirse físicamente a los ojos de la especie inferior. Por supuesto, era demasiado inteligente para caer en ese exceso de adornos de los que tanto abusan los adolescentes. En verdad dudo que nadie, salvo los más íntimos y penetrantes observadores, hayan pensado que su elegancia fuese estudiada. Yo veía en cambio que, según el carácter de su auditorio, se mostraba ya con una cruda especie de desvergonzada seducción, ya con esa gracia sencilla y acerada que lo caracterizaría más tarde.

Durante dieciocho meses, antes de llegar a los dieciséis años, Juan se relacionó con jóvenes de su edad. Estaba todavía poco desarrollado sexualmente, pero la imaginación suplía esas deficiencias, y lo dotaba de una sensibilidad superior a sus años. Durante esta época no parecía importarle que la mayoría de las muchachas le manifestaran una cierta repulsión física. Pero al cumplir los dieciséis años —aparentaba doce—, volvió su atención a las mujeres. Durante algunas semanas, las jóvenes le demostraron mayor interés, aunque con frecuencia un interés vindicativo. Esto sugería, por lo menos, que se veían obligadas a mirarlo con nuevos ojos, y que Juan estaba desarrollando una nueva técnica para con el sexo opuesto.

Una vez perfeccionada, procedió a utilizarla con fría deliberación en una de las estrellas de la sociedad local. Era ésta una joven altanera, hija de un rico armador de barcos, que llevaba el sorprendente nombre de Europa. Rubia, alta, atlética, su expresión normal era un mohín de desdén, atemperado por una cierta expresión anhelosa en los ojos. Había estado comprometida dos veces, y se afirmaba que su experiencia del sexo opuesto había excedido los acostumbrados límites de un noviazgo.

Una tarde, en la piscina, Juan llamó, en apariencia accidentalmente, la atención de Europa. La muchacha tomaba sol, rodeada por sus admiradores. Impensadamente, había apoyado un codo en una de las puntas de la toalla de Juan. Éste, que venía de nadar y necesitaba secarse, se acercó desde atrás y tironeó suavemente de la toalla pidiendo «perdón». Europa se volvió, vio a su lado una cara joven y grotesca, y se estremeció con repugnancia. Enseguida recobró su compostura diciéndoles a sus amigos:

—¡Cielos! ¡Qué horror!

Juan debió de oírla. Más tarde, cuando la muchacha realizó uno de sus admirables saltos desde el trampolín, Juan se las arregló de algún modo para chocar con ella debajo del agua, pues surgieron a la superficie muy juntos. Juan se alejó riéndose. Europa se quedó boquiabierta unos instantes, luego se rió también y regresó al trampolín. Juan, que parecía una gárgola, se hallaba ya en el extremo del otro tablón. Mientras extendía los brazos para la zambullida, Europa lo desafió:

—Esta vez no me pescarás, monito.

Juan cayó como una piedra y entró al agua medio segundo después. Luego de un considerable intervalo, aparecieron nuevamente juntos. Se vio que Europa abofeteaba a Juan, se deshacía de él, y nadaba hasta el borde. Allí se quedó, tomando sol.

Juan siguió con sus exhibiciones, nadando y zambulléndose. Había inventado una brazada propia, muy distinta del estilo trudgeon que todavía imperaba indiscutido en las remotas provincias del norte. Moviendo los pies alternativamente, mientras los brazos seguían el ritmo habitual del trudgeon, lograba superar a muchos expertos mayores que él. Algunos decían que si adoptaba un estilo más decente, llegaría a ser realmente un buen nadador. Nadie en el pequeño suburbio provinciano comprendía que las excéntricas brazadas de Juan, un producto de la Polinesia, estaban desplazando al trudgeon de los clubes de natación más adelantados de Europa y América, y aun de Inglaterra.

Con sus excéntricas brazadas, Juan exhibió su pericia ante los ojos involuntariamente atentos de Europa. Luego salió del agua y jugó a la pelota con sus compañeros, corriendo, saltando, estirándose, con esa curiosa gracia que fascinaba extrañamente a algunos seres sensibles. Europa, que hablaba con sus enamorados, lo observaba con evidente curiosidad.

En el transcurso del juego Juan tiró de tal modo la pelota, que fue a golpear el cigarrillo que la muchacha tenía en la mano. Saltó hacia ella, hincó una rodilla, y tomando los dedos de la joven, los besó con una galantería burlona que sugería, sin embargo, verdadera ternura. Todos se rieron. Juan, sin soltar la mano de Europa, la miró interrogativamente con sus enormes ojos. La orgullosa Europa se rió, se sonrojó de un modo inexplicable, y retiró la mano.

Éste fue el principio. No es necesario seguir los pasos con que el demonio cautivó a la princesa. Bastará con que nos detengamos en el momento en que las relaciones alcanzaron su clímax. Sin saber lo que le esperaba, Europa alentó a su joven enamorado no sólo en la piscina, donde jugaban juntos, sino llevándolo a pasear en su automóvil. Juan, debo decirlo, era demasiado astuto y estaba demasiado ocupado en otras cuestiones como para depreciarse a sí mismo con una excesiva asiduidad. Sus encuentros con Europa no eran muy frecuentes, pero sí lo bastante como para asegurarse la presa.

Quizá la metáfora sea injusta. No pretendo poder analizar los verdaderos motivos de mi amigo, ni siquiera aquellos, comparativamente simples, de su vida de adolescente. Sin embargo, podría asegurar que el origen de su relación con Europa había sido el deseo de ser admirado por una mujer. Creo también que a medida que las relaciones se desarrollaron, comenzaron a hacerse más complejas. Juan miraba a veces a Europa con una expresión donde el desdén se mezclaba con una genuina admiración. El deleite que sentía con las caricias de la muchacha, se debía en parte, sin duda, a su incipiente sexualidad; pero creo que no olvidaba nunca la inferioridad biológica y espiritual de Europa. La alegría de la conquista y el placer del contacto físico con una mujer joven y sensible, estaban para Juan envenenados por la sensación de que Europa era una bestia inferior, un ser que jamás podría satisfacer sus necesidades más profundas, y que en cambio podía envilecerlo.

Esta relación afectó sorprendentemente a Europa. Sus cortejadores se sintieron despreciados. Circularon sarcasmos y burlas. Se decía que estaba enamorada de un niño y, para colmo, de un niño anormal. Europa misma se debatía evidentemente entre el deseo de salvaguardar su dignidad y el hambre mitad sexual, mitad maternal, que Juan le inspiraba. La miseria de su situación y la rareza de su enamorado empeoraban las cosas. Una vez dijo algo que me reveló el carácter de sus sentimientos. Fue durante un partido de tenis. Nos habíamos quedado momentáneamente solos, y mirando su raqueta me dijo:

—¿Me reprueba usted a propósito de Juan? —Mientras yo pensaba qué contestar, continuó—: Quisiera que conociese usted su poder. Juan es como… un dios que fingiera ser un mono. Cuando una ha llamado su atención, ya no puede importarle la gente común.

Este extraño asunto debió de llegar a su punto culminante poco tiempo después. Oí el relato de labios de Juan varios años más tarde. Riendo, había amenazado a Europa con entrar de noche en su dormitorio por la ventana. La muchacha juzgó la empresa imposible, y lo desafió. Al alba siguiente la despertó un leve roce en el cuello. Alguien la besaba. Antes que pudiese gritar, una voz juvenil que conocía muy bien le dijo quién era el intruso. Movida aparentemente por la sorpresa, la diversión, el desafío, y su deseo entre sexual y maternal, Europa apenas se resistió. Imagino que entre aquellos brazos adolescentes encontró una embriagadora mezcla de inocencia y virilidad. Después de algunas protestas arrojó toda prudencia al viento y respondió apasionadamente. Pero en ese mismo instante, Juan fue dominado por la repugnancia y el horror. El encanto se había roto.

Los dedos que lo acariciaban, y que al principio parecían haberle abierto un mundo de intimidad, afecto y confianza, se convirtieron rápidamente en subhumanos, «como si me rozase un mono o un perro». La impresión cobró tal violencia que al fin saltó de la cama y desapareció por donde había entrado dejando su camisa y sus pantalones. En aquella apresurada huida, cayó pesadamente sobre un cantero y renqueó hasta su casa con un tobillo torcido.

Durante algunas semanas, Juan se debatió penosamente entre la atracción y la repulsión, pero nunca más volvió a trepar a la ventana de Europa. La muchacha, por su parte, estaba visiblemente avergonzada de sí misma. Desde entonces evitó a su amigo, y cuando lo encontraba en público interpretaba el papel de un adulto remoto, aunque cortés. Pronto comprendió que Juan no era el mismo, que su pasión se había enfriado para dar lugar a una actitud protectora, amable y desconcertante. Cuando Juan me contó sus relaciones con Europa, dijo, si no recuerdo mal, algo parecido a esto:

—Aquella noche me sentí trastornado por primera vez. Perdí mi habitual seguridad. De pronto me vi arrastrado en una y otra dirección por corrientes que no podía vadear, ni comprender. Había hecho trigo que en el fondo me parecía inevitable. Pero que de algún modo encerraba un error. Una y otra vez, durante la semana siguiente, me propuse hacerle el amor a Europa, pero no podía. Antes de encontrarme con ella recordaba aquella noche, y su vital respuesta y su belleza; pero cuando la veía, bueno, me sentía como Titania cuando despertó y vio que Botton era un asno. La querida Europa me parecía una hermosa burrita. De raza, sí, pero ridícula y lamentable, pues carecía de alma. No sentía ningún resentimiento, sino afecto y deseo de protección. En una ocasión, por el solo placer de experimentar, me mostré cariñoso, y ella, pobrecita, se alegró como un perrito. Pero no podía ser. Algo feroz despertó en mí y me detuvo, llenándome del alarmante deseo de clavarle el cuchillo en los pechos y aplastarle la cara. Luego comencé a ver todo el asunto cómo desde una gran altura, y sentí una especie de pasión, una mezcla de afecto y desprecio, en la que había también algo de reproche.

En este punto, lo recuerdo, se hizo un gran silencio. Por fin Juan me contó algo que es mejor no repetir. En realidad escribí una cuidadosa narración de este turbador incidente, y confieso que en ese momento estaba yo tan profundamente absorto por el encanto de su personalidad que no pude condenar su conducta. Reconocí, por supuesto, que se oponía flagrantemente a todas las convenciones. Pero sentía ya un afecto tan profundo por las dos personas implicadas, que de buena gana vi la situación como Juan quería que la viese. Años después, cuando mostré inocentemente mi manuscrito a otras personas, me hicieron notar que su publicación indignaría a muchos lectores sensibles, e incurriría lisa y llanamente en pornografía.

Soy un miembro respetable de la clase media inglesa, y deseo seguir siéndolo; sólo diré entonces que los motivos confesados por Juan fueron dos. En primer término, necesitaba tranquilidad después de aquel desastroso incidente, y, por lo tanto, buscó un contacto delicado e íntimo con un ser cuya sensibilidad y discernimiento no eran totalmente distintos de los suyos, un ser a quien amaba, y que lo amaba de un modo profundo, dispuesto a cualquier extremo por su bien. En segundo término, necesitaba afirmar su independencia moral del Homo Sapiens, liberarse de toda aquiescencia inconsciente a las convenciones de la especie que lo había cobijado. Debía, por lo tanto, romper el más preciado tabú de esa especie.