El pensamiento y la acción
Durante los seis meses que siguieron a este incidente, Juan se independizó cada vez más de sus mayores. Sus padres comprendieron que podía valerse por sí mismo, y lo dejaron solo. Raras veces le preguntaban qué hacía, pues el espionaje, o cualquier cosa que se le pareciese, les repugnaba a ambos, y no parecía haber misterio alguno en los movimientos de Juan. Éste continuaba su estudio del hombre y del mundo del hombre. A veces refería algún incidente de sus aventuras del día o recurría a alguno de sus recuerdos para ilustrar un punto en discusión.
Aunque sus gustos eran, en algunos aspectos, todavía pueriles, su conversación demostraba que en otros sentidos se desarrollaba con gran rapidez. Todavía podía pasarse días enteros construyendo juguetes mecánicos; botes eléctricos, por ejemplo. Su ferrocarril extendía sus ramificaciones por todo el jardín en una maraña de vías, túneles, viaductos y estaciones con techo de cristal. Ganaba frecuentemente carreras de aeromodelos. En todas estas actividades parecía un escolar típico, aunque singularmente ingenioso y original. Pero el tiempo que pasaba de esta manera no era realmente largo. La única ocupación juvenil que parecía llevarle mucho tiempo era la navegación. Se había construido una canoa diminuta, muy marinera, equipada con velas y con un viejo motor de motocicleta. En ella se pasaba las horas explorando el estuario y la costa, y estudiando las aves marinas, por las cuales tenía una pasión sorprendente. Justificaba este interés, que a veces parecía casi obsesivo, diciendo:
—¡El estilo con que cumplen sus sencillas tareas es tan superior al del hombre en sus trabajos complicados! Observa un pato al volar o una chorla que busca en el barro su comida. Supongo que el hombre es tan inteligente en su propio campo como los primeros pájaros que volaron. El hombre es una especie de Arqueopterix del espíritu.
Hasta las actividades más infantiles, que apasionaban a veces a Juan, eran así iluminadas por la zona más madura de su mente. Por ejemplo, las historietas lo deleitaban, burlándose a la vez de sí mismo por gustar de esas tonterías.
En ningún momento de su vida superó Juan los intereses de su infancia. Aun en sus últimos años era capaz de travesuras y engaños infantiles. Pero su prodigiosa madurez dominaba ya entonces ese aspecto de su naturaleza. Tenía, por ejemplo, opiniones casi definidas sobre los verdaderos fines del individuo, la política social y los asuntos internacionales. Sabíamos también que leía mucho de física, biología, psicología y astronomía, y que se ocupaba seriamente de problemas filosóficos. Sus reacciones ante la filosofía diferían curiosamente de las de un adulto. Cuando alguno de los grandes problemas clásicos atraía por primera vez su atención, se hundía en los libros que trataban el tema, pasaba una semana leyendo activamente, y abandonaba luego la filosofía hasta que se interesaba por una nueva cuestión.
Después de varias incursiones por los dominios de la especulación pura, emprendió una seria campaña. Durante casi tres meses no se interesó en otra cosa. Era verano, y le gustaba estudiar al aire libre. Por las mañanas, salía en su bicicleta con un montón de libros y un cesto de comida. Dejaba la bicicleta en la cima de los riscos arcillosos de la costa, descendía a la playa y se instalaba allí. Vestido con un corto pantalón de baño leía o pensaba tendido al sol. A veces se bañaba o vagaba por la playa mirando los pájaros. Dos oxidados pedazos de chapa acanalada, y un abandonado horno de ladrillos vecino, le servían de protección contra la lluvia. Cuando subía la marea se lanzaba en su canoa al mar. Los días de calma era común verlo a una o dos millas de la costa, leyendo mientras iba a la deriva.
En una ocasión le pregunté cómo marchaban sus investigaciones filosóficas. Vale la pena recordar su respuesta.
—La filosofía —dijo— puede ayudar en verdad a una mente joven, pero es también terriblemente decepcionante. Al principio creí encontrarme por vez primera ante la verdadera inteligencia humana. Leyendo a Platón, Spinoza, Kant, y algunos realistas modernos, casi me sentí con gente de mi propia especie. Los acompañaba sintiendo que aquel juego reclamaba poderes que yo no había ejercido hasta entonces. A veces no podía seguirlos; creía perder alguna jugada esencial. ¡Qué alegría tropezar con esos puntos críticos y creer que había encontrado al fin una mente realmente superior! Pero al pasar de un filósofo a otro, empecé a comprender la asombrosa verdad: esos puntos críticos no eran lo que yo había pensado, sino increíbles errores. Parecía mentira que esas mentes, evidentemente bien desarrolladas, pudieran equivocarse. Desdeñé por un tiempo esa idea esperando que se me revelara la verdad. ¡Cómo me equivoqué, Dios mío! Un error tras otro. A veces los adversarios de un filósofo descubren los errores de éste y se quedan encantados con su propia inteligencia. Pero la mayoría de los errores no se descubre nunca. La filosofía es un sorprendente tejido de pensamientos agudos y equivocaciones pueriles. Se parece a esos «huesos» de goma que se dan a roer a los perros, buenos para los dientes pero de ningún valor alimenticio.
Me aventuré a sugerir que quizás no estuviese realmente en condiciones de juzgar a los filósofos.
—Al fin y al cabo —le dije—, eres demasiado joven para meterte con la filosofía. Hay muchas zonas de experiencia que no conoces.
—Por supuesto —dijo—. Por ejemplo, tengo poca experiencia sexual. Pero veo ya que el hombre comete un error cuando dice que el sexo es el móvil determinante de las actividades agrícolas. Tomemos otro ejemplo. No tengo todavía experiencia religiosa, y no sé si la tendré algún día, pero me parece indudable que la experiencia religiosa propiamente dicha no demuestra que el Sol gire alrededor de la Tierra, ni prueba que el Universo tenga como fin el desarrollo de la personalidad. Los errores de la filosofía son en general menos evidentes, pero de la misma especie.
En esta época, Juan tenía casi nueve años. Yo ignoraba que llevaba una doble vida, y que la parte oculta era un melodrama. En cierta ocasión creí vislumbrar algo, pero tan fantástico y horrible que enseguida lo descarté.
Una mañana fui a lo de Wainwright a pedir un libro de medicina. Debían de ser más o menos las once y media. Juan, habituado a leer hasta muy avanzada la noche, y a levantarse tarde, había sido obligado a dejar la cama.
—Ven a tomar el desayuno antes de vestirte —le dijo su indignada madre—. No te lo guardaré más.
Pax me ofreció una taza de té, y ambos nos sentamos a la mesa. Al rato apareció Juan, bostezando y frotándose los ojos, con una bata sobre el pijama. Pax y yo hablábamos de todo un poco. En el curso de la conversación, Pax dijo:
—Matilde vino hoy con una historia espeluznante. —Matilde era la lavandera—. Era feliz contándomela. Dice que un vigilante fue asesinado anoche en el jardín del señor Magnate. Lo apuñalaron.
Juan no dijo nada y continuó desayunándose. Seguimos hablando y de pronto ocurrió algo que me sobresaltó. Juan se estiró para alcanzar la mantequilla dejando al descubierto una parte del brazo. En la parte interior de la muñeca tenía un rasguño de mal aspecto y cubierto de polvo. Yo estaba casi seguro de que ese rasguño no estaba allí la noche anterior. El hecho no era extraordinario, pero hubo algo más. Juan se miró el rasguño y luego me echó una rápida ojeada. Durante una fracción de segundo sus ojos se encontraron con los míos. Enseguida recogió el plato de la mantequilla. En ese momento me pareció ver a Juan, en mitad de la noche, rasguñándose el brazo al trepar por la tubería hasta su dormitorio. Y se me ocurrió que regresaba de la casa de Magnate. Me dije inmediatamente que aquello era sólo una alucinación, que Juan se interesaba demasiado en sus aventuras intelectuales para dedicarse al vagabundeo nocturno, y demasiado sensato para arriesgarse a que lo acusaran de asesinato. Pero entonces, ¿por qué esa mirada?
El crimen fue tema de conversación durante varias semanas. Recientemente se habían cometido en la vecindad algunos robos muy hábiles, y la Policía estaba tratando de descubrir al ladrón. Habían encontrado a la víctima boca arriba en un macizo de flores, con una herida de cuchillo en el pecho. Debía de haber muerto «instantáneamente», pues le habían atravesado el corazón. En la casa faltaban una gargantilla de diamantes y otras joyas valiosas. Unas huellas en el antepecho de una ventana y otras en una tubería de desagüe sugerían que el ladrón había entrado y salido por el piso superior. Luego de trepar por la tubería de desagüe, tenía que haber realizado una travesía casi inverosímil, colgado de las manos, o más bien de la punta de los dedos, a lo largo de una de las vigas ornamentales de la casa pseudo isabelina.
Se hicieron algunos arrestos, pero no se descubrió al criminal. Sin embargo, la epidemia de robos concluyó, y con el tiempo se olvidó el asunto.
Creo conveniente exponer ahora los hechos que me relató Juan mucho tiempo después, en el último año de su vida, cuando la feliz colonia no había sido descubierta por el mundo «civilizado». Yo tenía ya la intención de escribir su biografía, y el hábito de anotar enseguida cualquier incidente o conversación algo interesantes. Puedo, por lo tanto, relatar el crimen casi con las palabras de Juan.
—En aquellos días yo estaba muy confundido —me dijo Juan—. Me sabía distinto de todos los seres humanos, aunque ignoraba hasta qué punto. No sabía qué hacer con mi vida. Adivinaba, sí, que me encontraría muy pronto ante una temible alternativa, y que debía estar preparado. Además, recuerdo, yo era todavía un niño, y tenía el gusto infantil por lo melodramático, junto con una astucia y una decisión propias de un adulto.
»Quizás no comprendas mi confusión de ese entonces. Al fin y al cabo tu mente no funciona como la mía. Pero imagínatelo así si quieres: me encontraba en un mundo desconcertante. Habían creado a mi alrededor un vasto sistema de ideas y conocimiento que, yo veía con claridad, era totalmente erróneo. Aunque bastante útil desde un punto de vista práctico, como descripción del mundo era simplemente una locura. No logré en ese entonces descubrir la verdad. Era demasiado joven, y carecía de información y experiencia. Allí estaba yo, como en la oscuridad de una habitación extraña, tanteando entre objetos desconocidos. Y mientras, seguía sintiendo el frenético deseo de proseguir mi trabajo, aunque no sabía bien cuál era éste.
»Y a medida que crecía me sentía más solo, pues me entendía cada vez menos con la gente. Pax hubiese podido ayudarme, bendita sea, ya que a veces veía las cosas desde mi punto de vista. Y por otra parte tenía el buen sentido de pensar que mi mundo era un mundo real. Pero, en el fondo, era como vosotros, y no como yo. Y estabas tú, mucho más ciego que Pax, pero más de acuerdo con mi actividad.
Aquí lo interrumpí, medio en serio, medio en burla:
—Por lo menos un perro de confianza. —Juan se rió y yo agregué—: Que a veces, gracias a su devoción, logra superar su capacidad de comprensión canina.
Juan me miró sonriendo, pero no asintió como yo había esperado.
—Bueno —continuó—, estaba terriblemente solo. Vivía en un mundo de fantasmas o máscaras animadas. Nadie parecía realmente vivo. Tenía la rara impresión de que si alguien os pinchaba, no brotaría sangre sino una ráfaga de aire. Y no podía descubrir por qué erais así, ni de qué carecíais. No sabía aún en verdad qué me diferenciaba de vosotros.
»De mi perplejidad, surgieron al fin dos cosas claras. La primera y más simple: debía adquirir independencia y poder. En aquel mundo absurdo, eso significaba tener mucho dinero. En segundo término debía apresurarme a vivir toda clase de experiencias, y a estudiar con precisión mis propias reacciones ante esas experiencias.
»Me pareció, en mi puerilidad, que satisfaría ambas necesidades cometiendo algunos robos. Obtendría dinero y experiencia y podría observar cuidadosamente mis reacciones. La conciencia nada me reprochaba. El señor Magnate y sus iguales eran caza permitida.
»Empecé por estudiar la técnica del robo, en parte leyendo, en parte discutiendo el tema con un amigo, el policía a quien luego tuve que matar. Emprendí asimismo algunas incursiones sin consecuencias por el vecindario. Entraba de noche en una casa tras otra y, después de ubicar los pequeños tesoros que contenían, volvía a acostarme sin tocarlos, satisfecho de mis progresos.
»Por fin me sentí preparado. En la primera casa recogí algunas joyas antiguas, cuya falta, pensaba, no sería advertida durante algún tiempo. Luego empecé a robar joyas modernas, dinero, platería. No encontraba dificultades en apoderarme de los objetos; mucho más complicado era deshacerse de ellos. Llegué a un arreglo con el sobrecargo de una nave de ultramar. Con intervalos de varias semanas, el hombre venía a su casa, en nuestro suburbio, y compraba el producto de mis robos. En los puertos extranjeros obtenía sin duda diez veces más de lo que me pagaba. Al mirar hacia atrás, comprendo que tuve suerte, pues aquel tráfico pudo terminar en un desastre. No hubiera sido difícil para la Policía descubrir al sobrecargo. Yo sabía entonces muy poco de la sociedad para comprender el peligro.
»Bueno, las cosas marcharon bien durante varios meses. Robé en docenas de casas y reuní varios cientos de libras. Pero, naturalmente, el barrio estaba muy exaltado por esa epidemia de saqueo. Me vi obligado a extender mis operaciones a otros distritos para distraer la atención de la Policía. Era evidente que si seguía así acabarían por sorprenderme, pero yo había caído en las manos de mi propio juego. Tenía una sensación de poder e independencia. Especialmente, independencia de este mundo absurdo.
»Me prometí tres aventuras finales. La primera, la única que llevé a cabo, fue el robo en casa de Magnate. Estudié cuidadosamente el terreno y me informé con exactitud de los movimientos de la Policía. Esa noche todo marchó de acuerdo con mis planes hasta que, con los bolsillos hinchados de diamantes y perlas (la señora de Magnate con todos sus adornos debía de parecerse a la reina Isabel), inicié el regreso colgado de la viga. De pronto una linterna me enfocó desde abajo y una voz tranquila dijo: “Esta vez te pesqué, muchacho”. No dije nada, pues reconocí la voz y no quise que reconocieran la mía. El vigilante era Smithson, mi amigo, el que me había enseñado involuntariamente tantas cosas.
»Me quedé inmóvil pensando, cara a la pared. Pero era inútil tratar de ocultar mi identidad, pues el policía agregó: “Baja, Juan, o te caerás y te romperás una pierna. Lo has hecho muy bien, pero esta vez has perdido”.
»Debí de quedarme allí, inmóvil, a lo sumo tres segundos, pero en ese momento me vi a mí mismo y vi el mundo como por primera vez. La idea que había estado creciendo dentro de mí, y que yo no había aceptado del todo, se me apareció de pronto con una claridad y una certeza absolutas. Yo pensaba ya que no pertenecía a la especie del Homo Sapiens, la especie del amistoso sabueso de la linterna. Pero entonces comprendí que esta diferencia implicaba lo que llamaré una diferencia espiritual muy profunda, puesto que mis fines y mis actos debían diferenciarse de todo lo que podía concebir la especie normal. Me encontraba en el umbral de un mundo inaccesible para esos mil seiscientos millones de animales que entonces gobernaban el planeta. El descubrimiento me hizo sentir, tal vez por primera vez en la vida, lo que era el miedo. Comprendí que ese juego del robo no tenía sentido, y que me había estado conduciendo como una criatura de la especie inferior. No podía arriesgar mi futuro y algo mucho más valioso que mi propio éxito por un modo fácil de expresión personal. Si aquel amable sabueso me prendía, yo perdería mi independencia. Quedaría marcado, y en las garras de la ley. Eso no podía ser. Con aquellas escapadas infantiles me había preparado ciegamente para una vida que por fin surgía con cierta claridad ante mis ojos. Mi destino era el de promover el progreso del espíritu en el planeta. Esa frase me iluminó. Y, aunque en aquel momento sólo tenía una idea muy vaga acerca del espíritu y su posible progreso, comprendí que mi tarea práctica consistiría en adoctrinar a la especie común para que revelara lo mejor de sí misma o, si eso era imposible, en fundar un tipo humano superior.
»Éstos fueron mis pensamientos mientras colgaba de la viga iluminado por la linterna del pobre Smithson. Si escribes alguna vez esa biografía con que me amenazas, te costará hacer creer a los lectores que yo, un niño de nueve años, pensase así en circunstancias semejantes. Además, por supuesto, serás incapaz de expresar el verdadero carácter de mi actitud. Ella implica una experiencia fuera de tu alcance.
»Durante algunos segundos pensé con desesperación en la posibilidad de evitar la muerte a aquella fiel criatura. Me cedían los dedos. Con un último esfuerzo llegué a la tubería y empecé a descender. A mitad de camino me detuve. “¿Cómo está su señora?” pregunté. “Mal”, me contestó Smithson. “Apresúrate, que quiero volver a casa”. Eso empeoraba las cosas. ¿Cómo podía hacerlo? Bueno, no había otra solución. Pensé suicidarme, y salir así de todo aquello. Pero no pude: hubiese sido traicionar la misión de mi vida. Pensé en aceptar a Smithson y la ley; pero eso también hubiese sido una traición. Debía matarlo. Había sido arrastrado por mi puerilidad, y ahora debía cometer ese crimen que odiaba. No había alcanzado aún la época en que se lleva a cabo gustosamente todo acto necesario. Sentí de nuevo, con mayor fuerza, la violenta repugnancia que me sobrecogió años antes cuando debí matar una rata. Era una ratita que yo había domesticado, recordarás, y que sacaba de quicio a las sirvientas.
»Smithson tenía que morir. Me esperaba al pie de la tubería. Fingí resbalar, y apoyando un pie en la pared, tomé impulso y caí sobre él haciéndole perder el equilibrio. Rodamos por el suelo. Con la izquierda tomé la linterna y con la derecha saqué mi cuchillo de scout. No desconocía la ubicación del corazón humano y clavé el cuchillo con todas mis fuerzas. Smithson me rechazó con un espasmo frenético, y dejó de moverse.
»Todo esto había hecho bastante ruido, y oí crujir una cama en la casa. Miré un instante los ojos abiertos y la boca de Smithson. Saqué el cuchillo y salió de la herida un chorro de sangre.
La narración de Juan me demostró qué poco sabía yo entonces de su verdadero carácter.
—Debes de haberte sentido bastante mal mientras volvías a tu casa —dije.
—En realidad no fue así —respondió—. La sensación desagradable desapareció tan pronto como tomé mi decisión. Y no fui directamente a casa. Fui a la casa de Smithson, dispuesto a matar a su mujer. Sabía que estaba enferma de cáncer, y que la muerte de su marido aumentaría sus sufrimientos. Decidí por lo tanto correr un nuevo riesgo y aliviarla de sus penas. Cuando llegué allí, encontré la casa iluminada. La señora Smithson pasaba evidentemente una mala noche, de modo que tuve que renunciar a mis planes, pobre mujer. Ni siquiera eso llegó realmente a conmoverme. Quizá piensas que me salvó la insensibilidad de la infancia. Tal vez, aunque yo tenía una idea muy clara de lo que sufriría Pax si perdía al doctor. Lo que me salvó en verdad fue una especie de fatalismo. Lo que debe ser, debe ser. No lamentaba mis locuras. El yo que había cometido esas locuras era incapaz de comprender su propia tontería. Mi nuevo yo la comprendía en cambio muy claramente y estaba ansioso por enmendarse, pero no sentía vergüenza ni remordimientos.
Ante esta confesión sólo pude articular una respuesta:
—¡Juan Raro!
Luego pregunté a Juan si no había temido que lo detuviesen.
—No —dijo—. Si me sorprendían, me sorprendían. Pero yo había hecho mi trabajo con toda la eficiencia posible. Usé guantes de goma y dejé varias huellas falsas, merced a un ingenioso instrumento de mi invención. La única preocupación seria era el sobrecargo, a quien le vendí fragmentariamente el botín durante un período de varios meses.