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Juan y sus mayores

Aunque la lucha con Esteban fue un momento muy importante en la vida de Juan, las cosas siguieron exteriormente casi como antes. Pero dejó de pelear y pasó desde entonces mucho tiempo a solas.

Fue otra vez amigo de Esteban, aunque aquélla era, sin embargo, una amistad incómoda. Ambos parecían deseosos de mostrarse cordiales, pero no se sentían indudablemente a gusto. Esteban parecía abatido. No era que temiese otra paliza, pero había sido herido en su dignidad. Aproveché una ocasión para sugerirle que su derrota no era un infortunio, ya que Juan, evidentemente, no era como los demás. Mi consuelo sacudió a Esteban, y con una voz histérica me dijo:

—Me sentí… no puedo decir cómo me sentí… Como un perro a quien castigan por haber mordido a su amo. Me sentí… culpable y perverso.

Juan empezaba a ver con más claridad la distancia que lo separaba de nosotros. Al mismo tiempo sentía, probablemente, una aguda necesidad de compañía, pero de una compañía superior a la de los seres humanos normales. Continuaba jugando con sus antiguos compañeros, y era todavía el animador de la mayoría de sus actividades. Sin embargo, jugaba siempre con cierto desapego, como con cierta reserva irónica. Aunque por su aspecto parecía el menor y el más infantil de la pandilla, me hacía pensar a veces en un hombrecito anciano y canoso que condescendía a jugar con jóvenes gorilas. Con frecuencia, interrumpía algún juego salvaje y se tendía a soñar en el césped del jardín. O bien se quedaba con su madre y hablaba con ella de la vida mientras la mujer se dedicaba a sus quehaceres, limpiaba el jardín o (ocupación frecuente en Pax) esperaba simplemente los acontecimientos.

En cierto modo, Juan junto a su madre hacía pensar en un niño adoptado por una loba o, más bien, por una vaca. Evidentemente depositaba en Pax toda su confianza y todo su cariño, y hasta una profunda aunque perpleja reverencia, pero se turbaba cuando ella no podía seguir sus ideas, o comprender sus innumerables preguntas sobre el universo.

La imagen de la madre adoptiva no es perfecta. En realidad, y en cierto sentido, es totalmente falsa, pues si bien intelectualmente Pax era su inferior, era evidente que había otro campo donde —en esa época— era superior o igual a él. Tanto la madre como el hijo poseían una peculiar sutileza para apreciar la experiencia, una sensibilidad especial que en el fondo era, creo, un fino y especialísimo sentido del humor. Muchas veces los vi cruzar una mirada cómplice y divertida cuando el resto de nosotros no encontraba ningún motivo de diversión. Supuse que esa velada diversión debía de estar conectada, de algún modo, con el incipiente interés de Juan por las personas y su creciente conocimiento de sí mismo. Pero jamás logré descubrir por qué a esos dos les parecía tan graciosa nuestra conducta.

La relación de Juan con su padre era muy diferente. Juan utilizaba a menudo, para su propio provecho, la activa mente del doctor, pero no había entre ellos simpatía espontánea y sí poca comunidad de gustos, aparte del interés intelectual. Muchas veces vi en la cara de Juan una fugaz mueca de irrisión o de disgusto mientras oía a su padre. Esto ocurría especialmente cuando Tomás creía estar enunciando alguna profunda verdad sobre la naturaleza del hombre o el universo. Es innecesario decir que no sólo Tomás, sino también yo mismo y muchos otros provocábamos en Juan irrisión o repugnancia. Pero Tomás era el agresor principal, quizás porque era el más brillante, y el ejemplo más claro de las limitaciones mentales de su especie. Sospecho que Juan incitaba deliberadamente a su padre a traicionarse de ese modo, como si se dijese: «De alguna manera debo comprender a estos seres fantásticos que ocupan el planeta. He aquí un hermoso ejemplar. Voy a experimentar con él».

Reconozco que yo mismo estaba cada vez más intrigado por el ser extraordinario que era Juan, y que sufría, involuntariamente, su influencia. Considerando ahora este período, puedo ver que Juan ya me había destinado a un uso futuro y dado los primeros pasos para mi captura. Su método básico era afirmar fríamente que, a pesar de mi edad, yo era su esclavo, y que por más que me burlara de él, lo reconocía en secreto un ser superior y era en el fondo su perro fiel. Por ahora podía divertirme jugando a la vida independiente (yo era entonces colaborador de algunas publicaciones, no muy interesado en mi oficio), pero más tarde o más temprano me acortaría las riendas.

Cuando Juan tenía ocho años y medio, lo consideraban generalmente un niño, muy peculiar, de cinco o seis. Se divertía todavía con juegos infantiles, y era aceptado por sus compañeros como otro niño más, un poco raro. Sin embargo, podía participar en cualquier conversación adulta. Desde luego, era demasiado brillante, o demasiado ignorante, para desempeñar su papel de una manera normal; pero nunca parecía inferior. Hasta sus comentarios más ingenuos poseían un sorprendente significado.

Además, la ingenuidad de Juan desaparecía con rapidez. Leía muchísimo, y a un ritmo increíble. Ningún libro, sobre cualquier tema que no estuviese fuera de su experiencia, le llevaba más de un par de horas, por complejo que fuese el contenido. Muchos los asimilaba por completo en un cuarto de hora. Y con la mayoría, procedía así: los miraba unos minutos y luego los hacía a un lado por inútiles.

De vez en cuando, en el curso de sus lecturas, pedía que su padre, su madre o yo lo lleváramos a alguna fábrica, a visitar una mina, un barco, un lugar de interés histórico o a observar experimentos en algún laboratorio químico. Se hacían grandes esfuerzos para cumplir estas demandas, pero en muchos casos no teníamos bastante influencia. Muchos proyectos eran desechados, pues Pax temía la publicidad. Cuando realizábamos una expedición, debíamos fingir ante las autoridades que la presencia de Juan era accidental, y que el suyo era un mero interés infantil.

Juan no dependía de ningún modo de sus mayores para observar el mundo. Había desarrollado el hábito de conversar con toda clase de gentes «para averiguar qué hacían y qué pensaban acerca de las cosas». Cualquiera que fuera hábilmente abordado en la calle, el camino o el tren por ese muchachito de ojos enormes, cabello lanudo y lenguaje de adulto, se veía obligado a decir lo que no deseaba. Mediante este nuevo tipo de investigación, Juan, estoy convencido, aprendió, en uno o dos meses, acerca de la naturaleza humana y los problemas sociales modernos más que la mayoría de nosotros en toda la vida.

Tuve el privilegio de asistir a una de estas conversaciones. En esta ocasión la víctima fue el propietario de un gran almacén de la vecina ciudad industrial. El señor Magnate (conviene no revelar su nombre) debía ser sorprendido mientras viajaba a la oficina en el tren de las 9.30. Juan aceptó mi presencia, pero con la condición de que yo fingiese ser un desconocido.

Dejamos que la presa atravesara el molinete y se instalara en su compartimiento de primera clase. Nos acercamos a la taquilla donde con cierto nerviosismo pedí «uno de primera y otro medio». Luego fuimos, separados, hasta el vagón del señor Magnate. Cuando llegué, Juan se había sentado frente al gran hombre. Éste, de cuando en cuando, alzaba la vista de su periódico y miraba a aquel curioso niño de frente prominente y ojos hundidos. Apenas ocupé mi lugar, en la esquina opuesta en diagonal a la de Juan, entraron otros dos hombres de negocios y se pusieron a leer sus periódicos.

Juan, aparentemente, estaba absorto en la lectura de un tebeo. Aunque lo había comprado para utilizarlo como decorado, creo que era muy capaz de divertirse con él, pues, a pesar de sus dones maravillosos, era todavía en el fondo de su corazón un niño como todos. En la conversación que siguió se adaptó, en cierta medida, a la idea que presumiblemente podía tener un hombre de negocios de un niño precoz aunque ingenuo. Y realmente, había en él tanto de ingenuidad como de inteligencia diabólica. Yo mismo, aunque lo conocía bastante, no podía saber hasta dónde era sincero o hasta dónde fingía. Una vez que el tren arrancó, Juan miró tan fijamente a su presa que el señor Magnate se escondió detrás de la muralla del periódico. De pronto, la vocecita curiosamente precisa de Juan atrajo hacia él todas las miradas.

—Señor Magnate —dijo—, ¿puedo hablarle?

El periódico bajó, y su dueño trató de no parecer torpe ni condescendiente.

—Ciertamente, muchacho. ¿Cómo te llamas?

—Oh, me llamo Juan. Soy un chico raro, pero eso no importa. Vamos a hablar de usted.

Todos reímos. El señor Magnate cambió de posición, pero continuó desempeñando su papel.

—De veras —dijo—, eres bastante raro.

Miró a sus compañeros de viaje en busca de aprobación. Sonreímos como era debido.

—Sí —replicó Juan—. Pero desde mi punto de vista el raro es usted.

El señor Magnate vaciló un instante entre la diversión y el desagrado. Pero como todos nos habíamos reído —excepto Juan—, decidió mostrarse benévolo.

—No tengo nada de extraordinario —dijo—. Soy un hombre de negocios. ¿Por qué dices que soy raro?

—Bueno —dijo Juan—. A mí me consideran raro porque tengo más cabeza que la mayoría de los niños de mi edad. Hasta más de lo debido. Usted es raro porque tiene más dinero que la mayoría de la gente, y también, según dicen algunos, más de lo debido.

Nos reímos otra vez, un poco inquietos.

Juan continuó:

—Todavía no sé qué hacer con mi cabeza y me pregunto si sabrá usted qué hacer con su dinero.

—Mi querido muchacho, tal vez no me creas, pero en verdad no puedo elegir. Me acosan las necesidades, de toda índole, y tengo que pagarlas.

—Comprendo —dijo Juan—, pero no puede pagar todas las necesidades posibles. Debe de tener un gran plan, o una finalidad que le ayude a elegir.

—Bueno, ¿cómo explicarlo? Soy Jaime Magnate, con una esposa, una familia, un negocio complejo, y esto me crea numerosas obligaciones. Todo el dinero que manejo, o casi todo, está destinado a hacer que esas ruedas sigan girando, por así decirlo.

—Me imagino —dijo Juan—. «Mi posición y las obligaciones consiguientes», como decía Hegel, y no hay que preocuparse por el sentido de todo.

Como un perro que se encuentra con un olor poco familiar, y bastante desagradable, el señor Magnate olfateó esta observación, se erizó y gruñó vagamente.

—¡Preocuparse! —resopló—. Tengo mucho de qué preocuparme. El precio de las mercancías es una constante preocupación. Si empezara a preocuparme por el «sentido de todo», pronto estaría arruinado. Falta tiempo para eso. Hay una tarea que realizar, de gran beneficio para el país, y eso basta.

Hubo una pausa y luego Juan dijo:

—¡Qué suerte poder dedicarse con eficacia a una tarea útil e importante! ¿Es realmente útil e importante, señor? Por supuesto, si no el país no le pagaría.

El señor Magnate miró ansiosamente a su alrededor preguntándose si se estarían burlando de él. Lo tranquilizó, sin embargo, la mirada inocente y respetuosa de Juan. La siguiente observación del niño fue bastante desconcertante:

—¡Debe de ser tan agradable sentirse importante y seguro a la vez!

—No sé, no sé —respondió el gran hombre—. Le doy al público lo que quiere, al menor precio posible, y gano bastante como para mantener a mi familia con cierta comodidad.

—¿Y para eso gana usted dinero? ¿Para mantener a su familia con comodidad?

—Para eso y para otras cosas. Gasto mi dinero de muchas maneras. Si quieres saberlo, una gran parte va al partido político que, según me parece, puede gobernar mejor el país. Parte se destina a los hospitales y a otras obras caritativas en nuestra ciudad. Pero casi todo vuelve al negocio para agrandarlo y mejorarlo.

—Un momento —dijo Juan—. Ha tocado muchos puntos interesantes. No quisiera perderme ninguno. Primero, la comodidad. Usted vive en esa casa de piedra y madera de la colina, ¿no es cierto?

—Sí, es copia de una mansión isabelina. Podría haberme arreglado sin ella, pero mi mujer se encaprichó y su construcción favoreció a la industria local.

—¿Y tiene un Rolls y un Wolseley?

—Sí —respondió el señor Magnate, agregando magnánimamente—: Ven a la colina un sábado y te llevaré a pasear en el Rolls. Cuando marcha a ochenta, a uno le parece que fuera a treinta.

Juan parpadeó. Era un gesto que yo había visto otras veces y que expresaba diversión y desprecio. Pero ¿por qué desprecio? Él mismo amaba la velocidad. Por ejemplo, no le gustaba mi manera prudente de conducir. ¿Acaso veía en esa observación una cobarde intentona de cambiar de tema? Supe más tarde que ya había hecho varios paseos en el auto de Magnate luego de sobornar al chofer. Hasta había aprendido a conducirlo, con la espalda apoyada en almohadones para que las piernas alcanzasen los pedales.

—Oh, gracias, me encantaría pasear en su Rolls —dijo, mirando con gratitud los benévolos ojos grises de Magnate—. Por supuesto, no podría usted trabajar a gusto si no se sintiese cómodo. Y eso significa una casa grande, dos autos, y pieles y joyas para su mujer, y billetes de primera, y escuelas privadas para sus hijos. —Se interrumpió mientras el señor Magnate lo miraba con suspicacia. Luego añadió—: Pero usted no se sentirá realmente cómodo mientras no le den su título de caballero. ¿Por qué no llega? Ya ha pagado bastante, ¿no es verdad?

Uno de nuestros compañeros de viaje esbozó una sonrisa. El señor Magnate enrojeció, abrió la boca, murmuró:

—Chiquilín insolente, —y se refugió en su periódico.

—Oh, señor, lo siento —dijo Juan—. Creí que todo esto era algo respetable. Uno paga lo justo, lo condecoran, y todo el mundo sabe que uno ha cumplido con su deber. Y ése es el verdadero bienestar: saber que todos saben que uno hace bien las cosas.

El periódico volvió a caer y su dueño dijo con suave firmeza:

—Mira, muchacho: no hay que creer todo lo que se dice, y menos cuando se trata de difamaciones. Sé que no tienes mala intención, pero debes tener más juicio crítico.

—Lo siento muchísimo —dijo Juan, con aire apenado y confuso—. Es tan difícil saber qué se puede y qué no se puede decir…

—Sí, por supuesto —dijo Magnate amistosamente—. Tal vez sería mejor que te explicara algunas cosas. Cualquiera que se encuentre en una posición como la mía, si es digno de ella, debe aprovechar todas las ocasiones para servir al Imperio. Puede hacerlo en parte manejando bien su negocio, y en parte utilizando su influencia personal. Y para tener influencia no sólo deberá ser, sino también parecer un hombre adinerado. Deberá gastar abundantemente para dar cierto estilo a su modo de vida. El público espera más del hombre que vive de un modo dispendioso: Con frecuencia sería más cómodo no gastar tanto, así como sería mejor para un juez no usar la toga ni la peluca los días de calor. Pero no es posible; hay que sacrificar la comodidad a la dignidad. En Navidad le compré a mi mujer una hermosa gargantilla de diamantes (sudafricanos, de modo que el dinero quedó en el Imperio). Cada vez que vamos a una reunión de cierta importancia, digamos una cena en el Town Hall, se adorna con ella. No siempre le agrada. Dice que es pesada o dura, o algo así. Pero yo le digo: «Querida mía, es una insignia de tu posición. Tienes que llevarla». Y acerca del título nobiliario. Si alguien dice que quiero comprar uno, es mentira. Doy lo que puedo a mi partido porque sé muy bien, con mi experiencia, que es el partido del sentido común y la lealtad. Ningún otro partido se preocupa seriamente por la prosperidad y el poder de Inglaterra. A ningún otro le interesa nuestro Imperio ni su misión específica: gobernar el mundo. Bueno, es evidente que debo sostener al partido, y si ellos consideran justo otorgarme el título de caballero, me sentiré orgulloso. No soy de los que desdeñan los títulos. Me alegraría ante todo porque eso querría decir que las personas de más valor confían en mí como servidor del imperio, y luego porque el título me daría más autoridad para seguir sirviendo al Imperio.

El señor Magnate nos miró. Todos aprobamos inclinando la cabeza.

—Gracias, señor —dijo Juan con ojos solemnes y respetuosos—. Y todo depende del dinero, ¿no es verdad? Si quiero realizar algo importante, tendré que conseguir dinero. Un amigo mío dice siempre: «El dinero es poder». Tiene una mujer que siempre está cansada y enojada, y cinco niños sucios y feos. No consigue trabajo, y el otro día tuvo que vender su bicicleta. Dice que no es justo que él y usted tengan diferente posición. Pero, realmente, es por su culpa. Si hubiera sido tan despierto como usted, sería también un hombre rico. Que usted sea rico no hace que los demás sean pobres, ¿no es verdad? Si todos los pobres fuesen tan inteligentes como usted, tendrían casas grandes, diamantes y autos. Serían útiles al Imperio en vez de ser un estorbo.

El hombre sentado ante mí contuvo la risa. El señor Magnate lo miró de soslayo, como un caballo receloso, luego se compuso y se echó a reír.

—Muchacho —dijo—, eres demasiado joven para comprender estas cosas. No creo que valga la pena seguir hablando.

—Lo siento —respondió Juan, aparentemente avergonzado—. Creí que comprendía. —Después de una pausa, continuó—: ¿Le importa que sigamos un poquito más? Quiero preguntarle otra cosa.

—Bueno, está bien. ¿Qué?

—¿En qué piensa usted?

—¿En qué pienso? ¡Por Dios! En toda clase de cosas. Mi trabajo, mi casa, mi esposa, mis hijos… el estado del país.

—¿El estado del país? ¿Y qué piensa de eso?

—Bueno —dijo el señor Magnate—, es una larga historia. Pienso que Inglaterra debe recobrar su comercio exterior para que entre más dinero, y la gente pueda tener una vida plena y feliz. Pienso cómo podría ayudar a la autoridad para defenderla de los necios que quieren crear dificultades y de los que hablan mal del Imperio. Pienso que…

—¿Qué hace la vida plena y feliz? —interrumpió Juan.

—¡Eres un pozo de preguntas! Yo diría que la felicidad requiere bastante trabajo para no salirse del buen camino, y un poco de diversión para conservar las fuerzas.

—Y por supuesto —agregó Juan—, bastante dinero para poder divertirse.

—Sí —dijo el señor Magnate—. Pero no demasiado. La mayoría lo malgastaría o se echaría a perder. Si tuviesen mucho dinero, no trabajarían para conseguir más.

—Pero usted tiene mucho y trabaja.

—No trabajo exactamente por el dinero. Trabajo porque me gustan los negocios y porque así soy útil al país. Me considero una especie de servidor público.

—Pero —dijo Juan— ¿no son ellos también servidores públicos? ¿No es su trabajo necesario?

—Sí, amigo mío. Pero en general no piensan así. No trabajan si no los obligan.

—Ah, ya comprendo —dijo Juan—. Son distintos de usted. Debe de ser espléndido ser usted. Me pregunto si yo seré como usted o como ellos.

—Oh, realmente no soy diferente —dijo el señor Magnate con generosidad—. Y si lo soy, es obra de las circunstancias. En cuanto a ti, creo que irás muy lejos.

—Eso quisiera —dijo Juan—. Pero todavía no sé por qué camino. Evidentemente, para hacer algo, cualquier cosa, necesito dinero. Pero dígame por qué se preocupa por el país y los otros.

—Supongo —dijo el señor Magnate riendo—, que si veo que son desgraciados yo también me siento desgraciado. Y, además —agregó solemnemente—, la Biblia nos enseña a amar al prójimo. Y si pienso en el país es porque necesito interesarme en algo grande, algo más grande que yo mismo.

—Pero usted es grande —dijo Juan, sin pestañear, mirando al señor Magnate como si éste fuese un héroe.

—No —se apresuró a responder el señor Magnate—, soy sólo un humilde instrumento al servicio de una gran causa.

—¿Cuál es esa causa?

—Nuestro gran Imperio, por supuesto.

Estábamos llegando a destino. El señor Magnate se levantó y tomó su sombrero del portaequipajes.

—Bueno, joven —dijo—, hemos tenido una interesante conversación. Ven el sábado a la tarde a eso de las dos y media y haré que el chofer te lleve a dar un paseo de un cuarto de hora en el Rolls.

—Gracias, señor —dijo Juan—. ¿Y podré ver la gargantilla de la señora? Me encantan las joyas.

—Naturalmente —respondió el señor Magnate.

Cuando me reuní con Juan fuera de la estación, su único comentario al viaje fue aquella risa característica.