Primera época
El padre de Juan, Tomás Wainwright, creía con razón que en su sangre se mezclaban españoles y moros. Había en él algo de latino, hasta quizás de árabe. Todos reconocían que era un hombre inteligente, aunque con algunas rarezas. Muchos lo consideraban un fracasado. La práctica de la medicina en un suburbio de la región norteña no permitía, por otra parte, un mayor lucimiento.
Varias curas notables le dieron cierta fama, pero no tenía el tipo del médico de cabecera, y sus pacientes no le otorgaron nunca esa confianza tan necesaria para triunfar en la profesión.
Su mujer, tan rara como él, aunque de otra especie, era de origen sueco. Entre sus antepasados se contaban lapones y finlandeses. Era una rubia corpulenta, perezosa, de aspecto escandinavo, que aún en su madurez atraía a los hombres. Esa atracción me convirtió en el amigo joven del doctor y más tarde en el esclavo del brillantísimo hijo. Algunos decían que era «sólo una magnífica hembra», y tan estúpida que podía considerársela anormal. La verdad es que la conversación con ella era tan unilateral como la conversación con una vaca. Sin embargo, no era tonta. Su casa estaba siempre bien arreglada aunque no parecía dedicarle la menor atención. Con la misma distraída habilidad manejaba a su difícil marido. Tomás la llamaba «Pax». «Es tan pacífica», explicaba. Sus hijos también la llamaban así. Al padre, invariablemente, «doctor». Los dos mayores, la chica y el varón, sonreían ante la ignorancia de su madre, pero se apoyaban en sus consejos. Juan, el menor de los tres hermanos, nos dio a entender, en cierta ocasión, que todos la habíamos juzgado mal. Alguien comentó el extraordinario mutismo de Pax. Surgió la desconcertante risa de Juan, quien dijo:
—Nadie comparte los intereses de Pax, por eso ella no habla.
El nacimiento de Juan había sometido al gran animal materno a una dura prueba. Lo llevó en las entrañas durante once meses, hasta que los médicos decidieron que había que auxiliarla. Con todo, cuando el niño salió a la luz tenía el grotesco aspecto de un feto de siete meses. Con gran dificultad se lo mantuvo en una incubadora, y sólo un año después se consideró que este vientre artificial no era ya necesario.
Vi frecuentemente a Juan durante su primer año ya que entre su padre y yo, a pesar de mi juventud, había nacido una curiosa intimidad basada en intereses intelectuales comunes y quizás, en parte, en una compartida admiración por Pax.
Recuerdo mi sensación de disgusto cuando vi por vez primera eso que llamaban Juan. Me pareció imposible que esa masa de carne inerte y pulposa pudiera transformarse alguna vez en un ser humano. Era una especie de fruto obsceno, más vegetal que animal, y su única actividad consistía en unos espasmos incongruentes y ocasionales.
Al año, no obstante, Juan parecía un recién nacido normal, aunque con los ojos cerrados. A los dieciocho meses los abrió, y fue como si una ciudad dormida hubiese comenzado de pronto a vivir. Eran ojos extraordinarios para un bebé, ojos vistos bajo un vidrio de aumento. La enorme pupila evocaba la boca de una caverna, y el iris era apenas un círculo verde esmeralda. ¡De qué modo la vida puede animar dos negros agujeros! Poco después que el niño abriera los ojos, Pax comenzó a llamarlo «Juan Raro». Daba a las palabras una entonación particular y sutil que, aunque apenas variara, expresaba una sencilla disculpa cariñosa por la rareza de la criatura, y a veces también desafío, triunfo y hasta terror. El adjetivo no se separó de Juan en toda su vida.
En adelante Juan fue definitivamente una persona, y una persona bien despierta, por cierto. Su actividad y su interés crecieron semana a semana. Tenía los ojos, las orejas y los miembros continuamente ocupados.
Durante los años siguientes el cuerpo de Juan se desarrolló precariamente, pero sin serios tropiezos. Tenía siempre dificultades con la alimentación. Sin embargo, cuando cumplió los tres años era un chico bastante saludable, aunque singular, y aparentemente muy atrasado. Este atraso desesperaba a Tomás. Pax, por su parte, insistía en que la mayoría de los niños crece con demasiada rapidez.
—No dejan que la mente se les desarrolle como corresponde —declaraba. Pero el desgraciado padre sacudía la cabeza.
Cuando Juan entró en su quinto año de vida, yo lo veía casi todas las mañanas al pasar por la casa de los Wainwright rumbo a la estación. Solía estar en su cochecito, en el jardín, moviendo brazos y piernas, y dando gritos. El estrépito, pensaba yo, tenía una curiosa cualidad. Difería indescriptiblemente de la vocalización de un bebé común, así como la llamada de un mono difiere de los de otra especie. Era un balbuceo rico y sutil, con raras modulaciones y variaciones. Casi no podía creerse que proviniera de un niño atrasado de cuatro años. Su conducta y aspecto eran los de un inteligente bebé de seis meses. Parecía demasiado despierto para llamarlo atrasado, y demasiado atrasado para su edad. La vivacidad y penetración de aquellos ojos eran en verdad algo prodigioso. Pero sus desmañados esfuerzos para manipular los juguetes implicaban también una voluntad superior a sus años. No manejaba bien los dedos, pero la mente parecía asignarles, ya, tareas inteligentes y precisas. El fracaso de los dedos lo descorazonaba.
Juan era ciertamente inteligente. Todos estamos de acuerdo ahora en ese punto. Sin embargo, no parecía inclinado a gatear o hablar. Y un día, de pronto, mucho antes de intentar dar un paso, empezó a hablar. Un martes balbuceaba como siempre. El miércoles estaba excepcionalmente tranquilo, y pareció comprender, por primera vez, las palabras de su madre. La mañana del jueves sorprendió a la familia diciendo muy lentamente, pero con toda corrección:
—Quiero leche.
A la tarde le dijo a alguien que ya no le interesaba:
—Vete-No-me-gustas-mucho.
Estos resultados lingüísticos no se parecían sin duda a las primeras frases de una criatura normal.
El viernes y el sábado los dedicó Juan a una cuidadosa conversación con sus encantados progenitores. El martes siguiente, una semana después de su primer intento, hablaba mucho más correctamente que su hermano de siete años, y las palabras habían dejado de ser para él una novedad. Ya no eran un arte nuevo, y se habían convertido simplemente en un medio útil de comunicación que sería desarrollado y perfeccionado cuando nuevas esferas de experiencia exigieran expresión.
Ahora que Juan podía hablar, sus padres se enteraron de algunos hechos sorprendentes. Juan podía, por ejemplo, recordar su nacimiento, y que inmediatamente después de aquella dolorosa crisis, cuando lo separaron de su madre, tuvo que aprender realmente a respirar. Se lo había mantenido vivo por medios artificiales antes que despertaran en él los reflejos respiratorios, y gracias a esta experiencia había descubierto cómo gobernar sus pulmones. Con un desesperado y prolongado esfuerzo de voluntad hizo arrancar, por decirlo así, la máquina, hasta que al fin el motor se encendió y se puso en marcha espontáneamente. Parecía que el corazón estaba también bajo el dominio de su voluntad. Algunas tempranas «molestias cardiacas», muy alarmantes para sus padres, no habían sido más que interferencias voluntarias de una naturaleza por demás osada. También sus reflejos emocionales dependían mucho más de su mente que en el resto de los hombres. Así, por ejemplo, si en una situación que provocaba su ira Juan no deseaba sentirse enojado, podía, con toda facilidad, inhibir sus reflejos. Y si en cambio la ira le parecía deseable, la sacaba de la nada. Era, en verdad, Juan Raro.
Unos nueve meses después de aprender a hablar, alguien le regaló un ábaco. El resto de ese día no habló ni se rió, y rechazó las comidas con impaciencia. Había descubierto las intrincadas delicias de los números. Hora tras hora efectuó con el nuevo juguete toda clase de operaciones. Luego lo hizo a un lado, repentinamente, y quedó tendido de espaldas mirando el techo.
La madre pensó que la fatiga lo había vencido. Le habló. Juan no reparó en su madre. Pax, con suavidad, le sacudió un brazo. No hubo respuesta.
—¡Juan! —gritó alarmada, y lo sacudió más violentamente.
—Cállate, Pax —contestó Juan—. Estoy ocupado con los números.
Luego, después de una pausa:
—Pax, ¿cómo se llaman los números después de doce? —Pax contó hasta veinte, y luego hasta treinta—. Eres tan estúpida como ese ábaco, Pax.
Cuando la madre le preguntó por qué, Juan comprendió que no tenía palabras para explicárselo, pero después de indicarle con el ábaco diversas operaciones, y de que Pax se las nombrara, dijo lenta y triunfalmente:
—Eres estúpida, querida Pax, pues tú y el ábaco cuentan por dieces y no por doces. Y eso es idiota, porque los doces tienen «cuatros» y «treses», quiero decir «tercios», y los «dieces» no.
Cuando Pax le explicó que todos los hombres contaban por decenas porque en un principio habían recurrido a sus cinco dedos, Juan la miró fijamente y luego estalló en aquella risa crepitante y victoriosa. Enseguida dijo:
—Entonces todos los hombres son estúpidos.
Creo que éste fue el primer descubrimiento que hizo Juan de la estupidez del Homo Sapiens. Pero no el último.
Tomás estaba alborozado por el talento matemático de Juan, y quería informar del caso a la Sociedad Psicológica Británica. Pax se mostró en cambio inesperadamente decidida a «mantener todo en secreto por el momento».
—No quiero que hagan experimentos con el niño —insistió—. Muy probablemente lo molestarán. Y de cualquier modo será un alboroto inútil.
Tomás y yo nos reímos de sus temores, pero Pax ganó la batalla.
Juan tenía ahora casi cinco años, y el aspecto de un niño de pecho. No podía, o no quería, gatear. Sus piernas eran aún las de un bebé. Probablemente la marcha fue detenida por la matemática, ya que durante algunos meses no quiso ocuparse de otra cosa que los números y las propiedades del espacio. Pasaba horas en su cochecito, en el jardín, haciendo «aritmética mental», y «geometría mental», sin mover un músculo, sin emitir un sonido. No era aquél, sin duda, un ejercicio adecuado para una criatura en crecimiento, y Juan empezó a debilitarse. Sin embargo, nada pudo inducirlo a llevar una vida más normal y activa.
Los visitantes no podían creer que pasase todas aquellas horas mentalmente ocupado. Estaba pálido y «ausente». La gente imaginaba un estado de coma o que el niño era un idiota. Juan a veces se dignaba confundirlos con unas pocas palabras.
Juan atacó la geometría comenzando por interesarse en la caja de cubos de su hermano y en los arabescos de las paredes. Vino luego una época en que cortaba el queso y el jabón en planchas, cubos, conos y hasta esferas y ovoides. Al principio manejaba con torpeza el cuchillo, se cortaba los dedos y apenaba a su madre. Pero bastaron unos días para que adquiriese una sorprendente destreza. Aunque tardaba en emprender una nueva actividad, una vez decidido sus progresos eran fantásticos. El próximo paso fue usar los instrumentos de geometría de su hermana. Pasó una semana fascinado cubriendo innumerables hojas.
De pronto, perdió todo interés en la geometría visual. Se pasaba el día echado de espaldas, meditando. Una mañana apareció preocupado por un problema que era incapaz de enunciar. Pax no pudo sacar nada en claro de los esfuerzos de Juan, pero el padre le ayudó a enriquecer su vocabulario y el niño al fin preguntó:
—¿Por qué hay sólo tres dimensiones? ¿Cuando crezca encontraré otras?
Algunas semanas después una nueva pregunta nos sorprendió todavía más:
—Si se sigue en línea recta siempre hacia delante, y más y más, ¿hasta dónde hay que llegar para volver al punto de partida?
Reímos y Pax exclamó:
—¡Juan Raro!
Era a principios de 1915. Tomás recordó algo acerca de una «Teoría de la relatividad» que estaba trastornando las viejas nociones de la geometría. Tanto le impresionaron esta curiosa pregunta de Juan y otras semejantes que insistió en traer a un matemático de la universidad para que hablara con la criatura.
Pax protestó. Pero ni aun ella previó el desastroso resultado.
El visitante estuvo primero condescendiente, luego entusiasmado, más tarde azorado; después, con evidente alivio, otra vez condescendiente, y por fin muy nervioso. Cuando Pax, con mucho tacto, lo invitó a irse (por el bien del chico, por supuesto), el visitante pidió permiso para volver con un colega.
Llegaron pocos días después y conferenciaron durante horas con Juan. Desgraciadamente Tomás tenía que visitar a algunos pacientes. Pax se quedó al lado de la sillita alta de su hijo, tejiendo en silencio, y tratando ocasionalmente de ayudarlo. Pero la conversación estaba fuera de su alcance. Hicieron una pausa para tomar una taza de té, y uno de los visitantes comentó:
—Lo sorprendente es el poder de imaginación del niño. Desconoce el vocabulario, y la historia, pero ha visto todo. Es increíble. Parece visualizar lo que no puede ser visualizado.
Al atardecer, según contó Pax, los visitantes empezaron a mostrarse nerviosos, y hasta coléricos. La irritante risa de Juan parecía empeorar las cosas. Cuando hubo que poner punto final a la discusión, pues era la hora de dormir de Juan, los huéspedes habían perdido todo dominio de sí mismos.
—Estaban como locos —dijo Pax—, y cuando los eché del jardín siguieron discutiendo en la calle. Ni siquiera se despidieron.
Fue una sorpresa saber, unos días más tarde, que habían encontrado en plena madrugada, sentados en la acera, a dos matemáticos de la universidad que dibujaban diagramas en el asfalto a la luz de un farol, y discutían acerca de la «curvatura del espacio».
Tomás consideraba a su hijo menor como un caso excepcional de «niño prodigio», y nada más. Su comentario favorito era:
—Por supuesto, todo esto pasará cuando tenga más años…
—Quién sabe —contestaba Pax.
Juan jugó con la matemática otro mes, y de pronto la abandonó. Cuando el padre le preguntó por qué, el niño dijo:
—Realmente, no hay mucho en los números. Son algo maravillosos, es verdad, pero cuando se ha terminado con ellos… bueno, se ha terminado. He terminado con los números. Sé todo lo que hay en esa diversión. Quiero otra. No se puede chupar siempre el mismo caramelo.
Los próximos doce meses, Juan no deparó a sus padres otras sorpresas. Es cierto que aprendió a leer y escribir, y no tardó más de una semana en sobrepasar a sus hermanos. Pero después de su triunfo matemático, éste no pasó de ser un logro modesto. Lo sorprendente era que el deseo de leer se hubiera desarrollado tan tarde. Pax solía leerle en voz alta los libros de los niños mayores, y Juan no encontraba, aparentemente, motivo para relevarla de su trabajo.
Un día Ana, su hermana mayor, cayó en cama, enferma, y la madre tuvo que abandonar las lecturas. Juan le pidió a gritos que empezara un nuevo libro. Pax no accedió.
—Bueno, enséñame a leer antes de irte —rogó Juan.
Pax sonrió y dijo:
—Es un trabajo largo. Cuando Ana mejore te enseñaré.
Pocos días después Pax inició sus clases, en forma ortodoxa. Pero Juan no tenía paciencia para esta enseñanza ortodoxa. Inventó un método propio. Hizo leer a Pax en voz alta y pasar el dedo por la línea mientras leía, para que él pudiese seguir las palabras. Pax se reía de la rareza de este método, pero con Juan daba resultado. Le bastaba con recordar la «apariencia» de cada «ruido»; su poder de retención parecía infalible. Enseguida, sin pedirle a Pax que leyera más lentamente, comenzó a analizar los sonidos de las distintas letras, y pronto estaba maldiciendo la falta de lógica del alfabeto inglés. Al concluir la primera lección, Juan ya sabía leer, aunque su vocabulario era limitado. En la semana siguiente devoró todos los libros infantiles de la casa, y algunos de los adultos. Éstos, por supuesto, casi no tenían sentido para él, aunque las palabras eran en su mayoría familiares. Pronto los abandonó, disgustado. Un día tomó la geometría escolar de su hermana, pero la dejó a los cinco minutos.
—¡Un libro para recién nacidos! —comento.
Poco después, Juan era capaz de leer cualquier cosa, pero no dio muestras de querer convertirse en una rata de biblioteca. Leía sólo en los momentos de inactividad, cuando sus atareadas manos exigían descanso. Había entrado en una época de apasionado trabajo manual, y con cartones, alambres, maderas, arcilla, y cualquier otro material que le cayera en las manos, construía toda clase de modelos ingeniosos. El dibujo ocupaba, también, gran parte de su tiempo.