CAPÍTULO X

VINO A BUSCARME el mismo coche oficial que la primera vez, pero no me llevó al palacio del Gobierno, allá arriba, aquel edificio achaparrado y grandioso, sino a una especie de villa entre jardines y bosques, situada más o menos en la misma colina. Acaso fuera la trasera del palacio, una especie de dependencia privada a la que se llegaba por otro camino. El coche se detuvo, me mandaron bajar, y sufrí el cacheo de unos guardias, que ellos llamaron control, y cuyo único resultado positivo fue la entrega de mi pistola. También el coche quedó allí, pues de las garitas de control partía una vereda muy bien alumbrada y algo pina, que tuve que recorrer. No se veía el final, porque era tortuosa, pero a partir de su mitad pude descubrir, entre las frondas, salientes y ventanales de un edificio, en parte iluminado. Así llegué a la puerta, que estaba abierta, y como me detuviera, indeciso, una voz llegada por megafonía me dijo que adelante. La obedecí. En el gran vestíbulo en que me encontré no fue cosa de titubear: al final de un pasillo ancho, a la izquierda, me esperaba Su Excelencia, muy visible porque la luz del alumbrado le daba de plano y el pasillo que conducía hasta él estaba en penumbra, o casi. Lo recorrí afectando inseguridad, y me detuve un par de veces. La voz del dictador, esta vez sin megafonía interpuesta, me animó a continuar, e incluso me dijo, cuando me detuve la tercera vez, que no tuviera miedo.

El lugar donde se hallaba Su Excelencia era una sala vasta, de techos altos en la que destacaba una mesa-vitrina repleta de puñales: de distintas épocas, de distintas formas, ordenadas como una colección. Por algún lugar de la mesa había un libro abierto y dos o tres catálogos. Su Excelencia me condujo hasta allí. Vestía una chaqueta de pijama a rayas pero los pantalones eran los del uniforme.

—¿Qué le parece mi colección? Yo creo que es la mejor del mundo. Y tengo algunas piezas notables. Fíjese: con aquel de allí mataron a Enrique IV de Francia. Hay algunas dudas, aunque yo no las tenga, de que aquél perteneció al Gran Tamerlán. Y ese otro, que tiene usted ahí cerca, y que es seguramente el más moderno de todos, perteneció a Mussolini. ¿Entiende usted de la materia?

Le respondí que no mucho, y que, desde luego, jamás había visto tantos puñales juntos. Me señaló uno que estaba fuera de la vitrina.

—Cuando me avisaron de que usted llegaba, estaba entretenido con ese que ve usted ahí. No acierto a catalogarlo, por eso le pregunté si entendía.

El puñal desclasificado, fuera de su vaina, mostraba una hoja larga y fina, y una empuñadura al parecer de oro y marfil, con trabajos orientales, quizá persas. La vaina también parecía de oro y estaba muy trabajada. El dictador tomó el puñal en su mano y me lo mostró a bastante distancia.

—Ha llegado a mí por caminos legales, provisto de un informe en que se garantiza vagamente su orientalismo. Pero estoy perplejo. Vea usted la empuñadura. Por un lado, este ornamento parece propio de la isla de Java, pero estos otros aparecen con frecuencia en las piezas de artesanía del Tibet. ¿Y esta ranura que recorre la hoja de arriba abajo…? Es lo que más me confunde, porque no es exclusiva de ninguna época ni de ninguna comarca.

Dejó el puñal casi al borde de la mesa, junto a su vaina.

—No sé, no sé.

Me empujó hacia un rincón de la sala, donde tres enormes y, al parecer, cómodos sofás hacían juego con dos sillones y componían un cuadro cuyo centro lo ocupaba una mesa enorme y baja, en la que había un servicio de café. Me pidió que le acercase una taza y una copa: sirvió en la taza café y en la copa un licor.

—Me veo obligado a hacer esto para que usted no desconfíe. La experiencia del otro día no puede repetirse.

Bebió el café y sorbió el licor. Sólo entonces me sirvió a mí y me ofreció la taza. La probé sin titubear: el café estaba bueno, aunque demasiado caliente para lo que era mi costumbre.

—No olvide usted —me dijo— que las letras de la palabra café son las iniciales de caliente, amargo, fuerte y escaso. ¿Usted entiende el español?

—Sí.

—Bueno. Pruebe también el licor. Está hecho según una vieja receta monacal, y es de verdad estimulante. Lo prefiero a cualquier whisky o a cualquier coñac, por garantizados que estén.

Probé el licor según él me aconsejaba. Lo apuré después y él, sin consultarme, me rellenó la copa, y después hizo lo mismo con la suya.

—No dispongo de mucho tiempo —miró el reloj—, poco más de una hora. Esta noche me toca cumplir uno de mis deberes, hacer un hijo a una muchacha escogida. Es una obligación que antes cumplía de buen grado, pero que empieza a aburrirme. Yo creo que tengo demasiados hijos, creo que tengo hijos suficientes para formar esa clase social privilegiada a que aspiran y que a mí no me parece indispensable. Pero, créame usted, mi opinión no cuenta. El que debiera ser el hombre más libre del país, quizá el único libre, está lleno de obligaciones. Lo que a mí realmente me atrae son mis colecciones. Ha visto usted la de puñales. Si nos queda tiempo, le mostraré otras. Si no, otro día…

Dejé la copa en la mesa.

—Me temo, Excelencia, que otro día no pueda ser. Es muy posible que, después de lo que hablemos, le presente mi dimisión.

Pareció asustarse o, al menos, sorprenderse.

—¿Su dimisión? ¿Por qué?

—Porque he llegado a la conclusión de que mi trabajo es inútil. A estas horas, no sospecho de nadie, no tengo una pista, no hay nada que pueda contarle. Incluso he llegado a dudar de que exista una conspiración.

Su Excelencia me miró con desconfianza.

—¿Y le parece poco?

—Me parece insuficiente. Además, en el fondo, creo que existe, aunque carezca de razones para creerlo, más que las palabras al respecto que escuché de sus labios.

—Yo tampoco estoy muy convencido, y ahora, después de escucharle a usted, mucho menos. Dispuse que usted se entrevistara con aquellas personas que podían desear mi desaparición.

—Cualquiera de las que elija está donde está porque usted la sostiene, aunque todas ellas crean que son el sostén de usted.

—¿Eso creen?

—Y no les faltan razones. Pero tener razones no basta, ni siquiera tener razón. Hay algo más profundo.

—Ellos gobiernan, yo mando. ¿Le parece suficiente?

—No veo muy clara la diferencia. Ellos, además, mandan, cada uno en lo suyo.

—Eso es, cada uno en los suyo. Pero yo mando en todos.

—¿Está seguro?

Esta vez me miró con incomprensión irritada.

—¿Lo duda usted?

—No conozco la organización del Estado lo suficiente, o quizá sea mejor decir que conozco la organización, pero no la realidad. Yo he hablado con unas personas que me describieron varios aspectos de un Estado ideal, pero nadie me dio acceso a la realidad. Ignoro la opinión de los ciudadanos, lo que se dice o susurra en los mercados, cómo respiran los trabajadores, la situación de los intelectuales y el punto de vista de los hombres de negocios. Me han dicho que la conspiración se respira, pero no en los lugares que conozco, no en las personas con las que he hablado. Todos ellos parecen no sólo contentos, sino dispuestos a defender su estado. Hablemos, por ejemplo, de su hijo, el general…

—A mi hijo el general le gustaría sucederme. Si se está quieto y no me ha expulsado ya, es por miedo que tiene de su madre.

—Su hijo, el general, no puede aspirar a la jefatura del Estado porque perdería el poder real que posee y con el que está de sobras satisfecho. Sabe que dispone de la única fuerza del país, sabe que es su verdadero dueño. Si él movilizara las tropas, si él colocara sus carros a la entrada de los puentes, ¿quién podría oponérsele? En cambio, siendo jefe del Estado, pronto se vería en la necesidad de interponer un general entre él y las fuerzas en las que ahora manda indiscutiblemente…

—En esas fuerzas mando yo.

—Sí. Siempre que sus órdenes coincidan con lo que su hijo piensa.

—Precisamente por eso siempre creí que los tiros vendrían por ese lado. Y para contrarrestarlos, afirmé todavía más la situación de su madre. A su situación moral, me refiero, porque ella carece de fuerzas militares.

—Las mujeres disponen de un armamento propio.

—Sí. Su capacidad de intriga. Sin embargo, no es exacto decir que ella carece de fuerza. Las Milicias Cívicas, si yo desapareciera, la obedecerían a ella.

—Las Milicias Cívicas, Excelencia, y usted no lo ignora, no pasan de comparsa ruidosa para una parada brillante. Hoy he podido contemplarlas.

—¿Asistió usted a la ceremonia del puente?

—Estaba entre el público.

—¿Y cómo no me lo dijo? Le hubiera reservado un lugar en la tribuna. ¿Qué le pareció mi discurso?

—Tuve la sensación de haberlo oído otras veces, o al menos de haberlo leído.

—Los discursos políticos siempre se parecen, y los míos se han publicado en la prensa internacional. Previo pago, por supuesto. Mucho dinero.

No habíamos cambiado de postura, durante el diálogo. Él, de vez en cuando, paladeaba el licor, y se había servido otra copa después de ofrecerme a mí. La rechacé porque el licor era fuerte, y deseaba mantener la cabeza fría y tranquila.

—Nos hemos apartado de nuestro tema —dijo, después de una pausa.

—Yo he seguido el rumbo que Su Excelencia dio a la conversación.

—Es lo correcto, pero no siempre lo conveniente. ¿Quiere creerme si le digo que a mí me pasa lo que a usted? Carezco de datos que me permitan convencerme que exista una conspiración en marcha… Es decir… Tenemos un dato al que usted no prestó atención. El otro día, un criado murió por probar el café que nos venía destinado, a usted y a mí.

—Quien preparó el café, sabía que el criado habría de probarlo, y que, por tanto, moriría. Es un accidente que admite diversas interpretaciones. Lo único indiscutible es la muerte del camarero.

—Y de los dos cocineros que lo prepararon. Tres inocentes a mi juicio.

—¿Tres?

—Los camareros, a su vez, recibieron el café, pero no pudieron decir de quién. Si lo sabían, que no lo creo, se fueron con el secreto al horno crematorio.

—El profesor Martín —le respondí sordamente— dispone de las bases teóricas que justifican la muerte de cualquier ciudadano. Podría llegar a descubrirlas.

—Sí. Es muy útil el profesor Martín. Lo justifica todo. También justificaría mi muerte.

No sé si le miré sorprendido, asombrado o incrédulo. Él sostuvo la mirada y continuó:

—No hay que reprochárselo. Tampoco hay que asombrarse. Es su oficio y le pagan por eso y para eso. El profesor Martín no fue un camarada de las primeras horas, ni un revolucionario convencido, sino un pensador que vivió siempre gracias al uso de su pensamiento. A su venta, sería más exacto. Echamos mano de él porque nos hacía falta. A la gente le gusta pensar que hay que darles el pensamiento hecho. Le dimos cuanto pidió y le dejamos libre para el resto. Es un buen comerciante: vende lo que tiene al precio convenido. Si usted lee los diarios de la mañana, hallará en ellos un artículo muy profundo justificando la construcción del nuevo puente, que se hizo por exigencia de mi hijo y por sus razones, no por las mías. No quiero repetirle ahora el razonamiento del doctor Martín, porque hay virginidades que valen la pena, pero le recomiendo que mañana lo lea. Imagínese ahora que mi mujer y mi hijo, que se odian, pero que se alían contra mí, me quitan del medio y colocan en mi lugar al jefe del gobierno, que es un imbécil útil y que está deseando cambiar ese chaqué por mi uniforme. El profesor Martín encontraría una razón sublime que se incorporaría a las enseñanzas escolares, que sería ya una pieza importante en la historia del país.

»Ahora bien, como usted puede comprender, nada de eso me importa. Yo puedo sincerarme con usted. Lo que quiero es que me dejen en paz, que me dejen vivir tranquilamente. El papel que me ha asignado lo represento como los buenos, usted podrá haberlo advertido. Lo represento hasta el sacrificio, porque esta misma noche, como le dije, tendré que desflorar a una doncella, cosa que me aburre y me avergüenza. Esta mañana me ha escuchado un discurso que no era más que una colección de sandeces, redactadas por no sé quién, pero aprendidas de memoria y declamadas como propio. Fuera de esos espectáculos, yo no me meto en nada. Mi hijo juega libremente con sus soldados, con sus barcos y con sus invenciones. Es lo único que le interesa, porque el amor no le atrae en ninguna de sus manifestaciones. Mi mujer no tolera que se metan en su Isla, donde manda y gobierna. Lo único que hacen el uno y la otra es entregar para el Estado cierto tanto por ciento del dinero que ganan, pero yo no fijé el impuesto ni me beneficio de él. En cuanto al jefe del gobierno, ¿quién se atreve a intervenir en su burocracia, en su fisco, en su policía? El otro día le dije a usted que yo era el que mandaba: formaba parte de mi papel, porque yo no mando en ninguna parte, ni en mis subordinados inmediatos ni en mis criados. Me los quitan y me los ponen sin consultarme, y hay mañanas que me despierta una cara nueva, en que me sirve el desayuno un desconocido. En una palabra, yo soy el pretexto visible de los que en realidad ejercen el poder, aunque en el fondo de la conciencia de cada uno piensen que lo detentan. Porque, fíjese bien, ninguno de ellos hizo la Revolución, sino yo, y yo debería ser lo que aparento, no lo que de verdad soy.

Había terminado la copa. Se sirvió otra, después de haberme consultado con la mirada. Se había desabrochado el botón superior del pijama, y parecía sudar o, al menos, estar acalorado. Yo saqué un cigarrillo y lo encendí.

—Al jefe del gobierno le gustan mis uniformes, pero también le gusta gobernar. Cuando descubra que mi cargo y el suyo son incompatibles, irá dejando el gobierno en manos de su sucesor, que él mismo habrá elegido, como yo le elegí a él. Y llegará un momento en que se convierta en lo que yo soy, una pura ficción que a veces decreta penas de muerte contra las víctimas que él mismo ha elegido, y que cada semana tiene que engendrar un hijo en una muchacha que no le interesa. Como es más joven que yo, piensa que es una actividad divertida, y lo será hasta que sobrevenga el hastío, que es inevitable. Entonces las esperará con el mismo mal humor con que yo espero hoy a la de turno, y si dura mucho, empezará a temer que mi mujer y mi hijo proyectan deshacerse de él y sustituirlo por otro más vistoso. El profesor Martín, si todavía vive, lo justificará con doctrinas sublimes, y el jefe del gobierno pasará así a la historia nacional, lo mismo que yo. Como usted ve, todo es inútil, es una repetición innecesaria, porque yo estoy aquí y no estorbo a nadie, y sólo aspiro a que me dejen en paz con mis colecciones de sellos, con mi colección de puñales, con mis partidas de ajedrez, generalmente solitarias; con todas esas cosas inocentes que me entretienen y verdaderamente me gustan. Ésta es la verdadera situación. Los que me van a matar son ellos. ¿Tiene usted algún remedio?

Le respondí francamente que no.

—Piense, además, Excelencia, que si las cosas son como usted las pinta, no domina la situación. ¿Cuenta usted con alguien que se ponga de su parte si, en una comunicación pública, denuncia usted lo que pasa?

—Ni siquiera dispongo de medios para que me oiga el pueblo. La propaganda no está en mis manos.

—Entonces, ¿para qué me llamó?

Tardó un momento en responder. Cerró los ojos como si recordara, y una vez que los hubo abierto, bebió de un trago lo que quedaba en la copa.

—Yo no le mandé venir. Fue cosa de mi mujer. Pero me alegro de que lo haya hecho. Así, por lo menos, si de verdad me matan, alguien sabrá quién fue.

—¿Y eso le consuela?

—Lo que usted sabe lo sabrá alguna vez el mundo.

—Todo lo que acaba de decirme forma parte de lo que sé, no de lo que pueda contar.

—Pero usted sabrá, como todo el mundo, ocultar esa parte de la verdad menos favorecedora.

No tenía nada que contestarle. Sus palabras quedaron en el aire. Se levantó: sus rasgos de gran hombre, su cabeza leonina, su enorme tórax quedaban un poco ridículos.

—De todas maneras, no quiero morir. Estará de acuerdo conmigo en que es un poco prematuro. En realidad, sólo tengo sesenta años, y mi salud es buena. Es posible que mi destino, como el de otros semejantes a mí, sea el de caer bajo el cuchillo asesino, que la historia suele llamar el cuchillo de la justicia. Pamemas. Me quedan veinte años naturales de vida, muchas partidas de ajedrez, muchas horas sobre la colección de sellos o la de puñales. Y muchas horas de representar la parte sublime del poder. No sé si sabe usted que, en el Convenio del doce de abril, hace ya bastantes años, que el profesor Martín redactó en todos sus términos, se me atribuía en exclusiva la parte sublime. Es un término suyo, no mío. Y no veo la utilidad por ninguna parte, pero será seguramente cosa de mi punto de vista. Desde fuera debe de ser otra cosa, ¿verdad?

Me miró otra vez. Le respondí:

—Esta mañana estuve un poco distraído.

Miró la hora.

—Todavía queda un rato para que llegue la bella de turno. ¿Quiere echar una partida conmigo? Le doy las blancas y una torre.

Pero en este momento se oyó un zumbador. Corrió a una esquina de la habitación. Le oí decir:

—Es un poco temprano, pero, bueno, suba.

Se volvió a mí.

—No hay partida, al menos con usted. La bella de turno se siente impaciente. ¿Le parece que mañana volvamos a vernos? Vaya usted por palacio, donde estuvo el otro día. Le garantizo que tomaremos café del que yo preparo.

Sonó otro zumbador, pero con otra voz y en otro sitio.

—Espere. No se vaya aún. Venga conmigo.

Me llevó adonde el ruido había sonado. Allí, escondida, lucía una pequeña pantalla semejante a las de televisión, en la que se veían rayas zigzagueantes y algo así como una silueta.

—Las cosas no van bien. Esto es un aviso de peligro.

Fuimos hacia el ventanal. Allá en el fondo de la vereda, ascendía una espigada silueta clara.

—Lo que no saben esos principiantes es que aquí estoy protegido contra toda asechanza. Si el que viene lleva algún arma, los zumbadores me avisan.

Me empujó hasta quedar frente a otra pantalla, de momento oscura. Pero pronto comenzaron a insinuarse en ella rayas como las anteriores, pero más fuertes, y el zumbador comenzó a emitir sonidos que a mí me parecieron huecos, pero que él debió de recibir como siniestros. Volvió a llevarme al ventanal. La figura blanca había ascendido un trecho bastante largo. Creí reconocer el traje de lamé de plata que vestía.

—No creí que tuvieran tanta prisa, ni que se valieran para matarme de la doncella de turno. Sin embargo, es lo lógico. Está bien tramado, créame, pero yo tengo mis defensas preparadas.

Yo ya había reconocido a Gina. Subía lánguidamente, sin la menor prisa, ajena a toda conciencia de peligro. Su Excelencia se acercó a otro aparato, que yo no había visto aún.

—Quede en la ventana, y avíseme cuando ella llegue a la altura de aquel farol. La presunta asesina se habrá acabado para siempre. —Miró su reloj—. Justamente medio minuto. No necesito que me avise.

Quedó con la esfera del reloj bajo su mirada, y la mano apoyada en una palanquita. Murmuraba:

—Ya verás tú, zorrita, de qué te va a servir esa tranquilidad. Te conozco muy bien, a los tuyos y a ti. Y por esta vez seré yo quien gane.

Me ofrecía la enorme, la chata nuca tentadora, provocativa. Tuve el tiempo justo para acercarme a la mesa, apoderarme del puñal hindú y arrojárselo. Se le clavó en el cogote, y cayó sin un gemido. Yo corrí a la puerta, donde ya llegaba Gina.

Al verme, se detuvo.

—¿Qué hace usted aquí?

—Evitar su muerte. Sin mí, hubiera caído en una trampa.

—¿En qué trampa y por qué?

—¿No trae usted un puñal? ¿No venía usted a matarlo?

Ascendió silenciosa los escalones de la entrada. Al llegar frente a mí, se detuvo.

—No lo entiendo. No traigo ningún puñal ni vengo a matar a nadie.

—Lo hice yo por usted. Ahora, ya no tiene nada que temer.

Me empujó suavemente y entró. Allá al final del pasillo, la luz tenue dejaba ver el cuerpo caído de Su Excelencia.

—Iba a matarla —le dije—. Los chivatos detectaron el puñal que lleva usted escondido.

Ella abrió el bolso, revolvió en él y sacó una lima larga, de las que usan las mujeres para las uñas.

—Esto es lo más parecido a un puñal que llevo encima.

—Eso es lo que detectaron los chivatos.

Apuntó con la lima mi corazón y empujó. La lima se dobló contra el bolsillo exterior de mi chaqueta.

—Ya ve usted qué arma. Ni con voluntad asesina…

—Los chivatos sólo descubren el material y la forma.

—Pues a ver cómo le saco a usted de este lío… y cómo salgo yo.

Abrió otra vez el bolso y volvió a revolver en él.

—Éstas son las llaves de mi coche. Está estacionado frente a la entrada al amparo de unos árboles. Dese prisa. Dentro de cinco minutos justos haré sonar la alarma y si usted está aún dentro del recinto no lo dejarán marchar. Lo más probable es que usted sea fusilado al alba.

—Nada de eso lo tuve en cuenta cuando lo maté. Sólo que iba a matarla a usted.

—Gracias. Vaya al hotel, deje el coche delante de la escalinata en lugar bien visible y métase en su habitación. Apague la luz, pero no se acueste. Meta en el bolsillo lo más necesario, y espere en el balcón. Un silbido le avisará de cuándo tiene que descender por un árbol que usted ya conoce. Para lo demás, le deseo suerte.

Seguía con las llaves de su coche en la mano que me tendía. Las recogí, pero ella no retiró la mano. Entonces, se la estreché.

—Gracias. —Y después de una pausa—: ¿Me considera usted un asesino?

Retiró la mano.

—Usted hizo lo que haría cualquier hombre de bien, aunque con más destreza.

Me empujó hacia la escalinata.

—Váyase. El tiempo corre contra usted.

Me apresuré, cuesta abajo, aunque afectando que era la pendiente la que me empujaba. No hubo dificultades en el cuerpo de guardia. Cuando ya había puesto el coche en marcha y arrancaba, me pareció oír gritos lejanos, los gritos de una sirena, unos gritos lúgubres. Pude oír, más que ver, cómo cerraban la verja de la entrada. ¿Sonaron contra mí unos disparos? Recorrí la vereda entre árboles oscuros, y muy pronto me hallé frente a la Gran Avenida. Pude acelerar. Llegué al hotel, seguí las instrucciones de Gina. Al rato de hallarme en el balcón, a oscuras, empecé a calmarme. Intentaba, sin embargo, reflexionar sobre lo sucedido, hacerme —al menos— una idea. Los recuerdos reavivaban mi inquietud. Me pareció infinito el tiempo que tardó en oírse el silbido, y entonces ya apuntaban las luces del alba. En medio del silencio, me había parecido escuchar ruidos, gritos remotos, coches que pasaban veloces por la avenida, pero todo pudo haber sido una ilusión de mi miedo, que me hacía temblar al menor rumor. Esperaba la llegada de soldados al hotel, con orden de detenerme, sin escapatoria posible. Nunca fui más pusilánime que aquellas horas —¿horas?, ¿siglos?— que permanecí en el balcón, unas veces de pie, otras sentado en la piedra fría. En algún momento se me ocurrió que si Gina pudiera verme y juzgarme, me despreciaría. Pero tampoco podía imaginar lo que habría hecho Gina, cómo habría desviado de ella las sospechas de haber asesinado a Su Excelencia, o si estaría presa y acusada. De ser así, nadie vendría a ayudarme. Pero me equivoqué, porque cuando rayaba el alba se oyó un silbido largo y yo monté la balaustrada del balcón y me deslicé por el árbol. Al pie me esperaba la motociclista, que adiviné como una sombra más.

—Siéntese detrás y agárrese bien. Vamos a ir muy de prisa.

La obedecí sin una sola palabra. Tenía la cintura delgada, y, en ella, un ancho cinturón de cuero. Arrancó sin ruido, al tiempo que un coche de soldados o de policías se detenía ante el hotel. Descendieron, lo rodearon en silencio; otros, armados, entraron. Nosotros permanecimos en el jardín unos instantes, emboscados en las sombras. Luego, bajamos a la calzada sin ruido, y sólo cuando hubimos rebasado una manzana, la chica encendió el motor y salimos disparados por la avenida, supuse que hacia el puente movedizo. La distancia era larga, nunca me lo había parecido tanto a pesar de la velocidad a que íbamos. Ella, sin detenerse, sin volver la cabeza, me dijo: «Nos siguen.» Pude percibir, a lo lejos, una pareja de motos cuyo ruido superaba al nuestro. Me aferré a la cintura. Empezaba a adivinarse el final de la avenida, pasado el cual el peligro habría desaparecido. Las motos se aproximaban, aunque no tanto que pudieran disparar con mediana esperanza de acierto. Había clareado: estábamos sobre el puente, y la inmensa maquinaria se movía. La muchacha me dijo: «Tendremos que saltar. Agárrese fuerte.» Lo hice más de lo que estaba. Llegamos al borde del puente: faltaban unos metros para alcanzar la orilla. Si nos deteníamos nos alcanzarían. Ella apretó la marcha. Yo me agarré todo lo fuerte que pude. Al ver bajo de mí las aguas, perdí el sentido. Cuando lo recobré me hallaba en mi habitación acostado en mi cama, sin zapatos y sin chaqueta, tapado con una manta. Mi primera impresión fue de que regresaba de un sueño.