CAPÍTULO VIII

LA CITA con el jefe del gobierno era al mediodía. Gina, sin embargo, apareció mucho antes, cuando yo estaba acabando de desayunar. Se sentó conmigo, pidió un café solo y me dijo que, puesto que nos sobraba el tiempo, había decidido que fuéramos a dar un paseo, de tal manera que yo conociese un poco mejor las Islas. Venía vestida con su traje de funcionaría, escueto y ceñido, que le marcaba las caderas. Me sorprendió verla fumar tabaco como el mío, una vez bebido el café: no lo había hecho hasta entonces. Sacó de la cartera una petaquita dorada, y de ella, dos cigarrillos. Uno lo dejó a mi lado. El otro lo encendió ella, y no hizo ningún comentario. Salimos. El coche de Gina esperaba al pie de la escalinata del hotel. Entró la primera y me abrió la puerta a su lado.

—No sé si usted pensará lo contrario, pero para mi gusto, la más bella, la más interesante de las Islas es la Primera. Le voy a llevar a usted fuera de la ciudad. Tenemos tiempo de dar un buen paseo por los bosques.

Primero fuimos, a buena velocidad, por la gran avenida. Luego se desvió y empezamos a meternos por una zona desconocida: bosques y praderas, mansiones de lujo con jardines, mansiones que por sus puertas de hierro afiligranadas nos remitían a bastantes años atrás. Se lo hice notar a Gina.

—Sí. Son restos del pasado que por su calidad no convenía destruir. En esta Isla, antes del Nuevo Estado, vivía la gente rica. Tenían casas en la ciudad, pero vivían preferentemente en el campo. No olvide que, durante más de un siglo, el país vivió bajo la influencia inglesa. Los ingleses protegían, o más bien garantizaban, nuestra independencia pero se llevaban la mayor parte de nuestras ganancias, porque las Islas tenían entonces los mismos ingresos que ahora y de la misma naturaleza. El Foreign Office nunca confesaría que, al protegernos a nosotros, lo que protegía en realidad eran los intereses de ciertas sociedades poco limpias. En las Islas había miseria y grandes desigualdades sociales. Contra todo esto se levantó la Gran Revolución, hace ya bastante tiempo, yo aún no había nacido. Los que entonces mandaban en el país, los propietarios de esas mansiones, huyeron o emigraron. Sus bienes pasaron a ser patrimonio del Estado, y el Estado Nuevo los aprovecha en beneficio de los ciudadanos. En todos los que acabamos de ver hay alguna institución benéfica, alguna escuela especial, incluso algún orfanato. Pero todo está disimulado, a fin de que esos edificios tan hermosos cumplan su función decorativa lo mismo que cuando fueron construidos. Si tuviéramos tiempo, entraríamos en alguno de ellos: vería usted como en todos se ha respetado cualquier detalle que contribuya a la conservación del ambiente, lo cual, además, permite a los alumnos y a los huérfanos librarse de esa atmósfera abstracta, casi de cárcel, casi de hospital, que caracteriza en el mundo de ustedes las instituciones similares.

Íbamos contorneando una enorme muralla, y nos detuvimos ante un portal mayor y de hierros más barrocos que los que hasta entonces habíamos visto.

—Aquí sí que vamos a detenernos. Tenemos tiempo, y pienso que le interesará lo que voy a mostrarle.

Nos metimos por una vereda ancha, entre árboles antiguos y copudos, que nos llevó a una explanada con jardines bajos y veredas asfaltadas. Al fondo, se levantaba un gran edificio, de traza victoriana, pero más ligero y gracioso, donde el arquitecto había paliado la pesadez de la magnitud con ornamentos entrantes y salientes, de modo que la fachada resultaba movida y grata de mirar. Gina detuvo el coche ante una puerta, y esperó a que yo me apease. Me cogió del brazo y entramos en el edificio. Su planta baja, a lo que parecía, era un conjunto de salones donde había mesas de billar, de ping-pong y de otros juegos. Había gente joven jugando, pero, lo advertí antes de que Gina lo señalase, no se mezclaban las chicas con los chicos, no jugaban emparejados. Gina me indicó, además, que me fijase en ellos: todos eran morenos y se parecían entre sí. Me recordaron las facciones de Su Excelencia.

—Son sus hijos, ¿verdad?

—Pero no todos, ni siquiera los más. A los hijos de Su Excelencia les tiran las armas. Hay algunos que ya son oficiales del Ejército y de la Armada; otros lo serán pronto. Éstos son los que han mostrado más afición a la vida civil.

—¿Y ellas?

—Estudiantes de la Universidad, que está por aquí cerca, detrás de ese bosque. Los hemos juntado para hacer un experimento: las generaciones anteriores, por ejemplo la mía, se casan de acuerdo con la complementariedad de nuestras fichas biológicas; pero esto, hasta ahora, no dio el resultado que se esperaba. Hemos pensado en volver de nuevo a las combinaciones azarosas, y se empezó por los hijos solteros de Su Excelencia y por un grupo de muchachas escogidas. Se preguntará usted por qué permanecen separados, chicos con chicos y chicas con chicas: es que todavía no han superado los prejuicios que les inculcó su educación. Hace falta que pase algún tiempo, que se vean diariamente, que se comuniquen, hasta que salte entre ellos la atracción sexual, eso que en el mundo de ustedes llaman todavía amor. El experimento es de la mayor importancia, pues, entre otras cosas, carecemos todavía de un sucesor para Su Excelencia. Se ha estudiado cuidadosamente su biografía, y esperamos que alguno de sus hijos dé muestras de ambición política para tratar de reproducirla en la medida de lo posible, que nunca será mucho, porque las condiciones han cambiado.

—Tenía entendido que, con ese grupo de varones hijos de Su Excelencia, pensaban ustedes constituir una clase política homogénea.

—Más bien una aristocracia, pero las previsiones de los biólogos no se han cumplido. Además, Su Excelencia va dando muestras, desde hace algún tiempo, de cansancio sexual: eso se deduce, al menos, de las declaraciones de las doncellas que han tenido acceso a él en el último semestre, las cuales no todas quedaron embarazadas.

Los salones eran luminosos, y desde el rincón en que nos habíamos sentado, se podían contemplar los cuerpos jóvenes y ágiles entregados al juego. Todos eran hermosos, todos vestían bien, pero cuando alguno de ellos se tropezaba con alguna de ellas, procuraban esquivar cualquier roce. Se lo hice notar a Gina.

—Sí. Nuestra pedagogía es demasiado eficaz. Habrá que introducir algún elemento con el que no se había contado, quizá algunas películas de las que ustedes hacen sobre temas de amor. Algo que los incite, alguna forma de descubrirles la realidad de la atracción, que indudablemente sienten, pero que no entienden y cuyas voces no escuchan.

Miró el reloj.

—Va siendo hora. No estamos muy lejos, pero el jefe del gobierno es muy mirado en eso de la puntualidad. Siente una especial sobreestima por sus minutos.

La última frase venía, sin duda, cargada de ironía. Al menos así la interpreté yo. Salimos de aquellos salones, donde unos jóvenes destinados los unos a los otros se daban la espalda y se pedían perdón si no habían podido evitar un tropezón o un roce. Desanduvimos el camino hasta la ciudad; yo llevaba conmigo la impresión de unos bellos campos y unos bellos edificios, pero lo que Gina me había dicho acerca de su uso y de sus habitantes me desasosegaba. Llegamos frente a una edificación gris y fuerte: todas las líneas afirmaban el poder que mostraban. Gina habló con un guardia: nos dejaron pasar. Todavía nos detuvieron dos veces más: Gina llevaba en sus palabras, no sé si también en algún papel, el sésamo ábrete de aquel laberinto donde mucha gente iba y venía, apresurados e indiferentes, todos con una señal de identificación en un lugar visible de la vestimenta. Señales similares nos dieron también a nosotros. Subimos una gran escalinata, en cuyos rellanos soldados de la guardia armados nos veían pasar, inmóviles como estatuas. Llegué a pensar que lo fueran.

Nos esperaba, allá en lo alto, una secretaria.

—El jefe del gobierno los espera —dijo, dirigiéndose a mí. Luego miró a Gina y añadió—: Ya estaba informada de que ustedes habían llegado.

—Veo que funcionan los teléfonos —respondió Gina; y pasó delante, en una dirección que ella conocía y que la secretaria no se molestó en señalarnos. La puerta del despacho era alta, imponente, de buenas maderas pesadas con herrajes de bronce y otras lindezas. La secretaria la abrió y entró delante de nosotros. Quedamos en una especie de antedespacho, demasiado grande, demasiado grandioso. La secretaria, sin decir palabra, nos indicó un lugar.

—No creo que tengan que esperar.

Entró por una puertecilla, lo único, en aquel espacio sin medida, de tamaño natural, una puerta proporcionada a la figura humana. Salió en seguida, mantuvo la puertecilla abierta. Gina se adelantó; yo la seguí.

El despacho del jefe del gobierno era más desmesurado todavía, de un lujo discreto a primera vista, pero pronto se descubría la profusión de mármoles y bronces. El jefe del gobierno era un hombre de media estatura, casi cuadrado, en todo caso recio. Gran cabeza, de cabellos escasos y grandes entradas laterales, que le dejaban en punta sobre la frente (sobre lo que ahora era frente y había sido cráneo) una especie de avanzadilla como una flecha o un indicador. Antes de verle a él, vi su chaqué colgado en una silla. Él nos esperaba en mangas de camisa, con chaleco de un blanco amarillento y corbata de plastrón. No nos saludó; se limitó a excusarse de su atuendo.

—Les pido perdón por recibirlos así, pero dentro de media hora Su Excelencia inaugura un puente y tengo que asistir a la ceremonia. Todo el mundo irá de uniforme, pero yo, con este chaqué anticuado, quiero insistir en mi condición de ciudadano civil. ¿Quieren ustedes sentarse?

Nos indicó un sofá. Gina y yo nos sentamos en él. El jefe del gobierno ocupó un sillón lateral, un si es no es más alto.

—Tengo para ustedes media hora escasa. Tenemos que ser sobrios y rápidos. ¿Quiere usted preguntarme, o prefiere que hable yo?

—Yo, señor, no me atrevo a preguntar… todavía. En realidad estoy tomando tierra, y si piensa usted interrogarme acerca de mis averiguaciones, no lo haga. No sé absolutamente nada.

—Ni lo sabrá, aunque interrogue a todos los ciudadanos de las Islas. Por mi cargo, yo debería tener, a lo menos, barruntos de esa supuesta conspiración que le trajo a usted aquí. Me han dicho que está en el aire, que se respira, pero el aire, por sí solo, no constituye una pista, ni siquiera un punto de partida. En realidad, yo debería informarle a usted, proporcionarle una base de investigación. No puedo hacer nada. Y se lo digo con dolor, pues tengo que admitir que en las Islas alguien, no sé quién, posee una información mejor que la mía… Eso me hace pensar que algo no funciona, lo cual, en cierto modo, me humilla. Tenga usted en cuenta que yo soy el hombre fuerte del sistema. El Estado funciona porque yo lo hago funcionar, y todos sus resortes están en mis manos. ¿Cómo los servicios secretos no me han informado? Pues le diré por qué; porque no hay nada de que me puedan informar, como no sea eso del aire.

Dejó de mirarme; dejó que su mirada resbalase por los objetos cercanos, hasta perderse en los árboles del jardín, que asomaban a través de un ventanal.

—Hay que pensar en los sueños —dijo luego con voz cambiada—. No hay duda de que nuestro Estado es perfecto, es una obra maestra de la razón. Pero en la realidad hay cosas que se nos escapan. La conducta de la gente no es racional. —Señaló un montón de papeles en una mesa próxima—. Ahí tengo los informes de lo que pasa por el mundo, todo al revés de nuestras previsiones. Si la gente fuera racional, la situación del mundo sería distinta. Bien. En otros países, lo irracional se manifiesta en actos, guerras, invasiones, catástrofes provocadas. Aquí, entre nosotros, no hay ocasión para esas salidas. La gente, entonces, sueña, y los sueños, a veces, se materializan. Yo no digo que no haya gente que sueña con una conspiración; lo que digo es que, hasta ahora, no ha pasado de los sueños. De todas maneras, sería conveniente que hablase usted con Su Excelencia. Ya sé que se han entrevistado alguna vez, y lo que sucedió. Sería interesante que volvieran ustedes a hablar, y que usted llevase el timón de la charla. No es imposible que Su Excelencia sepa algo que yo ignoro: él tiene sus propios servicios, más perfectos quizá que los míos…

Volvió a dejar la mirada vagante, y volvió a cambiarle el tono de la voz.

—Sí, más perfectos que los míos, pero gracias a mí. Todo lo que se mantiene de pie en el país, todo lo que funciona, es gracias a mí. Cuando los demás duermen, yo velo, inclinado sobre los papeles de esa mesa. —Señaló con un gesto la mayor de todas—. Un Estado perfecto necesita de alguien que represente los momentos sublimes y de alguien que trabaje. Yo trabajo, aquí, en silencio. Ya se lo dije antes: soy el hombre fuerte y el Estado funciona por mí.

Se levantó de repente.

—Ustedes pueden arreglar, señorita, la entrevista del señor con Su Excelencia. ¿Por qué esperar? Puede ser esta misma noche. Si no mienten mis informes, Su Excelencia tiene una hora libre, u hora y media. Justo después de cenar y antes de… —Se volvió hacia Gina—. Hoy le toca doncella, ¿verdad?

Gina afirmó con la cabeza.

El jefe del gobierno se dirigió a la silla que soportaba su chaqué y lo cogió. Gina y yo, simultáneamente, corrimos a ayudarle. Llegó antes Gina.

—Si desean ustedes asistir a la ceremonia, mi secretaria les dará las invitaciones.