CAPÍTULO VII

NO ME PREGUNTÓ GINA, camino del hotel, si creía al doctor capaz de encabezar o de dirigir una conspiración contra Su Excelencia; menos aún hizo el menor comentario sobre cuanto nos había dicho. Aparentemente al menos, lo aceptaba como la forma de adhesión corriente en aquel mundo de las Islas, de las cuales, la Tercera, la Isla del Vicio, habíamos de visitar oficialmente aquella noche. Para entrar en el Casino había que vestirse de etiqueta, y yo no la tenía. Me hizo recordar mis medidas, y a media tarde recibí un paquete con un frac que me sentaba bastante bien. Vino a buscarme a la caída de la tarde; se había puesto un traje de lamé de plata, con un abrigo tres cuartos y chaqueta de lo mismo, un conjunto que le sentaba bien y realzaba su figura. También se había cambiado el peinado: ahora, el cabello rubio le caía por los hombros, y en algún lugar de la maraña medio se escondía un adorno también plateado, pero con algo de rojo. Llevaba un bolso diminuto, aunque más que suficiente para contener los utensilios de maquillaje que las mujeres llevan consigo cuando salen de noche. Una vez que lo toqué, lo hallé duro, y no sé por qué se me ocurrió que Gina llevaba en él una pistola. La mía estaba en su sitio, y no la retiré ni la dejé en la mesa de noche pensando absurdamente que acaso en la Isla del Vicio me fuera necesaria. Me había hecho una idea melodramática del lugar adonde íbamos; por eso probablemente me sorprendió ver la Isla Tercera tan limpia, tan ordenada y rigurosa como las otras dos. La gente que vimos por la calle parecía normal: si acaso me dejé sorprender por el hecho de ver a nuestro lado, caminando cogidos, una pareja de amantes amartelados, o gentes que transcurrieron a nuestro lado en algún momento en que el coche tuvo que detenerse: las hallé normales, quiero decir más conformes con mi idea de la normalidad, que, por supuesto, no era aplicable a aquellos lugares.

Había caído ya la noche. Estaba fresca, y yo me hallaba escasamente confortable dentro de mi frac; pero toda incomodidad desapareció cuando entramos en el Casino, después de ciertos trámites de identificación y cambio de moneda. Yo llevaba en los bolsillos una cantidad en fichas; Gina se había conformado con uno solo de aquellos cuadriláteros de plástico en que figuraba una cifra en números rojos. No había visto la cuantía.

Deambulamos un rato entre las mesas de ruleta y las de bacarrá, nos sentamos en un rincón confortable a tomar el aperitivo, cenamos en un comedor pequeño, íntimo, alumbrado a media luz. Nada de cuanto había visto difería gran cosa de sus similares en el mundo del que yo venía, como si aquel Casino estuviera concebido como los demás casinos del mundo. Le pregunté a Gina por el programa: me respondió que teníamos el tiempo libre hasta la medianoche, en que nos recibiría la directora del Casino, esposa de Su Excelencia y máxima autoridad en la Isla Tercera. En vista de lo cual ocupé un asiento libre en una mesa de ruleta. Comencé ganando, gané una cantidad elevada. Gina se me acercó y me dijo que me retirase. Le respondí que daba igual perder aquel dinero en aquella mesa o en la del bacarrá, donde seguramente me esperaban. Comencé a perder, perdí lo ganado y algo de mi dinero. Después cambió la racha, y cuando ya había recobrado lo mío, volvió Gina y me dijo que nos esperaban. Dejé mi asiento con muy poco dinero de menos en el bolsillo.

Nos condujeron a una habitación pequeña y cargada de humo, que no me parecía de tabaco, al menos del usual. El lujo de su decoración estaba templado por el buen gusto. En un sofá nos esperaba la directora del Casino, de traje largo muy escotado: una muchachita, demasiado joven y de rostro muy gastado ya, se recostaba amorosamente sobre su hombro. La directora del Casino fumaba, y delante de ella, encima de la mesa baja, había bebidas. Nos mandó sentar a nuestro aire: yo lo hice frente a ella; Gina, un poco detrás de mí. Las primeras palabras fueron un comentario acerca de mi suerte en el juego; la directora estaba perfectamente informada. Me dijo que me había portado correctamente al permanecer en mi asiento hasta perder lo ganado. «Eso es señal de desinterés, y de haberse dado cuenta de que, al invitarlo aquí, no fue con el propósito de hacerlo millonario. Hubiera sido un rasgo lamentable de nuestra parte. Queremos que se sienta usted libre, y no con mala conciencia. Hay un sentimiento más penoso que el del que ha robado, y es el de quien se siente comprado. Usted puede estar tranquilo. Ni siquiera se resarció enteramente de sus pérdidas; aquel de su dinero que queda aquí puede considerarlo como pago de la cena y de cuanto aquí consuma. Nadie le pasará la cuenta.» No había nada de extraordinario ni de sospechoso en la voz de la directora, cuyo tono, cuyos modales eran los de una mujer de negocios cualquiera. La jovencita que se recostaba en su hombro tenía los ojos cerrados, y la directora, de vez en cuando, la acariciaba pero tampoco demasiado ostensiblemente. En un momento de la conversación, la jovencita se levantó y se fue, sin decir nada, sin saludar. La directora no hizo más que enderezar la postura. De repente, y sin transición, se dirigió a mí:

—Le estoy muy agradecida de que se haya decidido a tomar a su cargo el caso de mi marido. Y no me importa confesarle que mi opinión fue decisiva. De todos los que aquí opinan y tienen poder decisorio, sólo a mí habían llegado noticias de usted, y fue necesario que exhibiese todo su historial para que se acordara contratarle. Estoy segura de que usted, en poco tiempo, sacará a luz esa increíble trama secreta que tiene a mi marido como objeto. Es una trama difícil de comprender, porque todos los que habitamos en las Islas tenemos motivos de agradecimiento hacia él. Quizá usted se pregunte por qué, siendo así, vivo apartada de él.

Le respondí que todavía no había llegado el momento de hacer preguntas, que, de momento, sólo me las hacía a mí mismo.

—Pues no tengo inconveniente en responderle a lo que aún no me ha preguntado, por si se lo ha hecho ya a sí mismo. Yo no vivo con mi marido porque no soy capaz de resistir su grandeza. Por la misma causa, tampoco vivo con mi hijo. Yo soy una mujer corriente, y lo excepcional llega un momento que abruma, que se hace insoportable. Una mujer como yo está hecha para admirar a un hombre, pero no tanto ni desde tan cerca. Imagínese usted el trabajo doblado, al descubrir por síntomas, en un principio casi imperceptibles, que también ese hijo que una va criando es admirable en medida extraordinaria. Un corazón de mujer está hecho para amar, pero no para admirar en tal medida y por partida doble. Vivir al lado de un gran hombre, ser la madre de otro, no engrandece, como sería de esperar, sino que la va empequeñeciendo a una hasta anularle todo lo que de bueno y positivo podría haber en mí. Usted no sabe lo que es sentirse atada por normas jamás escritas ni proclamadas que una siente emanar de los hombres excepcionales. Se siente de tal manera su grandeza, que es imposible amarlos, porque la capacidad de amar es incompatible con de admirar. Yo admiro a mi marido y a mi hijo, y me siento en disposición de servirlos sin que sea necesario amarlos. No sé si entenderá usted lo que le digo, porque, conforme lo digo, me doy cuenta de que es complicado. Se puede resumir diciendo que estoy donde estoy y que hago lo que hago por sentido del deber y por estar convencida de que nadie podrá hacerlo mejor que yo. Visto desde fuera, podrá parecer tarea fácil o, por lo menos, no excepcional, dirigir este Casino, gobernar esta Isla que acoge a todos los descarriados, fíjese usted, evitar que no se descarríen más, que lo hagan hasta el punto de resultar peligrosos. Es una tarea difícil y delicada. A veces, alguno se desmanda, y entonces tengo que recurrir a las instituciones del Estado.

En las Islas Extraordinarias no había cárcel, que yo supiese. Imaginé la clase de socorro que las instituciones podían prestar a aquella mujer cuando alguien se le desmandaba.

—Por lo demás, no puedo quejarme. Este Casino, en el que ahora mismo puede usted ver mucha gente procedente del mundo de los negocios, gente que vive en la Isla Primera y son buenos ciudadanos, si usted se pregunta por qué vienen aquí y dejan su dinero, ellos le responderán quizá que por experimentar una emoción distinta. Yo le aseguro que vienen a cumplir un acto de justicia, vienen a reintegrar al Estado el exceso de sus ganancias. Los hay, además, que necesitan otra clase de expansiones, mal vistas allá: los maridos cansados de sus esposas, los varones hartos de las hembras, pero también los que necesitan equilibrar su conciencia con una transgresión, o simplemente librarse de ese rinconcito podrido que los mantiene inquietos. ¿Cuántas mujeres decentes esperan la ocasión de un adulterio secreto para mantener en sosiego su casa? Aquí hallan todos lo que necesitan. En cuanto a los demás… si usted los interroga, le dirán que son felices, porque tienen un trabajo que los justifica y del que depende la continuidad de su vida tal y como se la han planteado al elegir esta Isla: los que aman, tiempo para amar, y los que buscan la felicidad en otra clase de paraísos, esos que ustedes llaman artificiales, porque tienen garantizado su rinconcito en ellos. No hay delincuentes ni vagos, no hay rebeldes ni descontentos. A pesar de eso, hay suciedad, ya lo creo que la hay, y, en cierto modo, esta Isla Tercera se debe considerar como una letrina o, más bien, como la letrina. Pero ¿conoce usted alguna ciudad que pueda prescindir del alcantarillado? Lo que yo hago es mantenerla en orden y en funcionamiento, sin que ningún miasma salga a la superficie en las otras Islas. Pero no hay nada tan pacífico como el estiércol. Le aseguro que la conspiración contra mi marido no nació aquí, ni aquí tiene seguidores. Y aunque los tuviera…

Hizo un gesto indefinido, movió la mano como en espiral ascendente.

—Bueno. Ya he dicho cuanto tenía que decirle. Puede usted, si quiere, preguntar.

—¿Y por qué he de hacerlo?

—¿No es su oficio? ¿No es, en este caso, su obligación?

Me sentí incómodo. Miré a Gina, quizá en busca de ayuda, pero Gina miraba a otra parte.

—Ninguna de las personas importantes con las que he hablado hasta ahora, mejor dicho, a las que he escuchado, me hicieron esa oferta, y le aseguro que ninguna de ellas fue tan sincera como usted…

—¿Se refiere a mi hijo y al profesor Martín? ¿O ha hablado también, o escuchado, como usted dice, al jefe del gobierno?

Moví la cabeza.

—No, a este último no lo escuché todavía.

Aquí intervino Gina.

—La entrevista con el señor jefe del gobierno está señalada para mañana a las doce.

—Hallará usted lo mismo: un funcionario satisfecho de su cargo y contento de su eficacia y de su lealtad. Espero que entonces comprenda que ninguna de las personas que ejercen algún poder en el país puede tener razones para conspirar contra mi marido. Su caída significaría la nuestra.

—Entonces, ¿dónde he de buscar? ¿Y por qué, sin yo pedirlo, he tenido que escuchar sus declaraciones? Tengo la sensación de haber sido gobernado y llevado adonde otros quisieron que fuese. Yo no pedí ni pensé jamás entrevistarme con ninguno de ustedes.

—Sin embargo, en su trabajo hasta ahora hay cierta lógica.

—La de quien lo ha planeado, sin duda, no la mía.

—¿Usted qué hubiera hecho?

—No lo sé aún. No lo supe en ningún momento desde que estoy aquí. Y carezco de datos que me permitan imaginar una hipótesis.

—Todos carecemos de datos. Sin embargo, sabemos que algo oculto se mueve. Acaso sea menester ser ciudadano de las Islas para percibirlo y que a usted se le escape porque viene de fuera. Es muy posible que cuando lleve usted aquí unos días más, respire el mismo aire de conspiración que nosotros respiramos. Si usted interroga a cualquiera de los clientes del Casino, incluso a sus servidores, todos le dirán lo mismo: algo raro sucede, o está a punto de suceder. Y todos ellos carecen de datos, igual que yo. Es algo que está en el aire…

Tenía la sensación de que todo aquel monólogo era inútil; de que ella lo había iniciado, o por no saber cómo despedirme, una vez que la había escuchado, o para deshacer la impresión de perorata aprendida que me causaron sus palabras y que a ella no podía haberle pasado inadvertida. Aproveché la ocasión, y divagué durante unos minutos sobre aquella atmósfera amenazadora a que ella se refería, y al terminar le dije a Gina que me gustaría dar otra vuelta por los salones de juego. La directora del Casino se levantó en el momento en que regresaba la jovencita que había reposado en su hombro. No nos la presentó: se dejó coger por la cintura y le dio un beso en la mejilla. Gina me había cogido de la mano y tiraba suavemente de mí. Cuando estuvimos fuera de aquella salita donde la directora quedaba dejándose abrazar por una muchachita ambigua, Gina me dijo:

—No sé si decirle que estuvo usted bien o que estuvo mal.

—Yo más bien pienso que he dicho lo que se esperaba que dijese.

—¿Y es cierto que no tiene usted ni una sola idea, que no sabe todavía qué terreno pisa y para qué?

De repente, sentí desconfianza hacia Gina. Me pareció que ella y no otra persona era la encargada de conducirme por donde alguien quería que fuese, y que las palabras que le dijese sería como soplárselo al oído al ser oculto que dirigía aquel cotarro, si es que ese ser existía como yo empezaba a temer, y no era ninguno de los hasta entonces escuchados. Sin embargo, lo que podía responder a Gina coincidía con la verdad.

—Sí, es cierto. Camino entre sombras, y conforme avanzo, me siento más a oscuras. Las palabras del general parecieron darme alguna pista, pero estaba equivocado. No sé dónde estoy ni adonde voy.

Gina se echó a reír y me cogió del brazo.

—De momento, está usted conmigo. ¿Le parece que juguemos, o prefiere que nos vayamos ya?

Tenía la misma ficha de juego que le habían dado a la entrada. La seguí, nos sentamos a una mesa de ruleta, volví a ganar, volví a perder. Gina, que jugaba con prudencia, ganó una pequeña cantidad. Cambió las ganancias en la caja, y en aquel momento sonaron unos timbres, insistentemente. La gente empezó a levantarse, y nosotros la seguimos hasta una sala donde había un escenario. Nos acomodamos. El espectáculo consistió en un can-can bailado por unas señoritas que se fueron desvistiendo hasta quedar desnudas. Bajó el telón, alguna gente salió. Gina me retuvo en el asiento. Se alzó de nuevo el telón, salieron unos boys vestidos de frac y bailaron. Comenzaron también a desvestirse, y, cuando ya nada más que les faltaba por quitarse una especie de bragas, Gina y yo nos fuimos y, sin apenas hablar, me llevó al hotel. Se despidió anunciándome la hora en que vendría a recogerme al día siguiente.