GINA VINO, efectivamente, temprano. Traía el mismo coche y vestía un traje sastre, ligero, modelo seguramente italiano por lo bien que le iba a su estatura alta y delgada. «Vamos a la Isla Segunda: hoy nos toca ver los arsenales y visitar al jefe militar. Le supongo enterado de que es el hijo de Su Excelencia, el único hijo habido con su mujer, que es la que manda en la Isla Tercera; de esto también le supongo enterado, porque yo misma se lo expliqué. A la Isla Tercera iremos esta noche: póngase su traje de etiqueta si lo tiene, y, si no, un traje oscuro, severo. Son muy formalistas allá abajo. Yo también tendré que ponerme de tiros largos; ya verá usted qué guapa estoy. Y no olvide que almorzamos con el profesor Martín. Su mesa tiene fama de exquisita.» Atravesamos un puente y nos hallamos a la entrada de un establecimiento militar donde la guardia nos detuvo el tiempo necesario para que una llamada telefónica autorizase nuestra entrada. La Isla era llana y estaba bien cuidada: anclas antiguas, cañoncitos de bronce con sus cureñas relucientes decoraban el césped como en una base naval cualquiera de cualquier parte, si bien aquella explanada terminaba en unas fortificaciones ya inútiles, aunque decorativas. Lo que veía daba la impresión de no ser más que un rincón de algo más vasto y el rumor continuo de grúas y talleres, así como el ruido de aviones que llegaban o despegaban. Un pelotón de marineros hacía la instrucción en un camino lateral enarenado, y aquí y allí, en las pistas brillantes, gente joven hacía deporte. Gina me iba informando: «Éste es el Casino Obrero. Ése el Casino Militar para soldados y clases; aquel de allá es para oficiales y jefes.» Había mujeres bien vestidas y de aspecto saludable, con frecuencia hermosas, que jugaban al tenis o se sentaban en corro, junto a niños bulliciosos. Pasamos junto a una puerta imponente, cerrada. «Es la del arsenal. Sólo con un permiso especial se puede entrar ahí.» Estuve por preguntar si teníamos ese permiso, pero, al pasar de largo, me callé. Habíamos entrado en una zona arbolada: detrás de algunos troncos se adivinaban detectores: imaginé que nuestro viaje se iba reflectando en una pantalla grande, ante la cual un observador pondría en funcionamiento las alarmas si nos apartábamos del camino previsto. Así llegamos frente a un edificio bajo y muy extendido, de apariencia sólida y líneas nobles, pero muy vistas. Había centinelas a la puerta, centinelas decorativos, que no se movieron a nuestro paso. Nos recibió una mujer vestida con uniforme de la marina, graduación de capitán de corbeta. Nos sonrió y nos saludó por nuestros nombres. «El general los recibirá en seguida. Está despachando una visita inesperada, pero urgente: una avería en un taller de electrónica.» Nos mandó sentar en unos sillones confortables, y esperamos un poco. La pared de aquella sala la cubrían interminables vitrinas en que se exhibían incontables batallones de soldados de todos los tiempos, y reproducciones a escala de las batallas navales más importantes, desde Salamina. Tuve tiempo de examinarlos.
El visitante debía de ser un ingeniero o un técnico de categoría; el general lo acompañó hasta la salida, se despidió de él muy afectuosamente y luego se acercó adonde nosotros esperábamos. Nos habíamos levantado. Gina me presentó; él nos echó los brazos por los hombros y nos empujó hacia su despacho —presidido, naturalmente, por los retratos de Su Excelencia—. Era un sujeto alto, vestido de una especie de mono sin insignias ni distintivos; únicamente las palas de sus hombros revelaban su categoría militar. Se movía con sobriedad y corrección, aunque también con algo de automatismo, o al menos de rigidez. Su rostro era inexpresivo, me sorprendió la indiferencia con que había mirado a Gina: no ya como a una mujer atractiva, sino que ni siquiera como a una subordinada, más bien como a un palo. Y cuando llamó a la mujer del uniforme de marino, que era bonita y de buena facha, tampoco la miró ni le habló como a una mujer. Pero no había en él nada de afeminado. ¿Quizá de neutro?
Tenía encima de la mesa, desplegados, unos planos de difícil comprensión, al menos sin explicación previa, y una miniatura de un barco realizada en metal ligero y mate. A primera vista, no me pareció muy distinto de otros barcos conocidos, y estoy seguro de que un examen atento no me hubiera permitido descubrir grandes novedades. Sin embargo, comprendí inmediatamente que tanto los planos como la maqueta correspondían al nuevo arquetipo en que trabajaban los ingenieros y los arsenales. El general no nos mandó sentar: quedamos junto a la mesa de los planos, y allí ordenó a un marinero vestido con chupa blanca que nos sirviera bebidas. Cuando el marinero hubo salido, señaló los planos con una mano.
—Hoy es un día especialmente feliz: acabo de saber que, por fin, he logrado descubrir y fabricar el paraguas electrónico que protege los barcos de las bombas de aviación, que los hace enteramente invulnerables. Esto elimina de la guerra naval el arma de aviación y devuelve a los barcos el protagonismo en la batalla. Como es fácil de comprender, una novedad que altera enteramente la estrategia y que, de rechazo, nos convierte a nosotros en una potencia invencible.
—Luego —me atreví a decirle—, ¿no piensan ustedes vender este nuevo modelo?
—Por el contrario, mi querido amigo, lo venderemos apenas construido y probado. A decir verdad, casi están cerrados los tratos.
—En ese caso, un enemigo potencial dispondrá de las mismas armas que ustedes. Quiero decir, en el supuesto de que no construyan ustedes un barco más sofisticado todavía.
—Eso va siendo ya prácticamente difícil. El barco convencional está a punto de no dar más de sí, y toda vez que nosotros hemos devuelto la eficacia a un arma casi mandada retirar, como es la marina de guerra, no sería rentable ponerse ahora a inventar un barco construido sobre principios distintos y quizá con distintas finalidades. No. Si eso lo hacemos alguna vez, quedará como secreto de Estado del que sólo echaremos mano en caso de necesidad. Tenga usted en cuenta, sin embargo, y con esto respondo a su pregunta, que estos barcos cuyos secretos están en estos planos conservan su talón de Aquiles, voluntariamente buscado y mantenido: son invulnerables a las bombas de la aviación, pero no a las de nuestra aviación, fabricadas precisamente para herir a esta clase de barcos. Claro está que en caso de guerra, nosotros no seremos jamás beligerantes, pero conviene tenerlo todo previsto. No es imposible que este paraguas electrónico del que hoy me siento tan orgulloso pueda adaptarse a la protección de la ciudad y del país entero. ¿Se da cuenta? Si yo comunicara el descubrimiento y lo vendiera, la guerra, en sus actuales términos, no sería posible. Pero si usted cuenta lo que acabo de descubrirle, no le creerá nadie, porque es increíble.
Fue entonces cuando reapareció el marinero con las bebidas y cuando el general, con un gesto, nos apartó de los planos y nos señaló un tresillo ancho y cómodo, pero todavía convencional. El marinero dejó las bebidas en la mesilla baja, delante de nosotros, y a un ademán del general, se retiró.
—Los ingleses —dijo el general— han inventado esta bebida fuerte para hacer frente a los temporales. Se llaman cocktails, rabos de gallo, que es como los marineros denominan a cierta forma de nubes que anuncian la tormenta. No sé si se han dado cuenta de que, hoy, el cielo está cubierto de rabos de gallo, lo cual quiere decir que pronto tronará.
Nos ofreció, a Gina y a mí, un vaso a cada uno, llenos de un líquido de color verdoso, con hielo dentro y una pajita para sorber. Él fue el primero en probarlo, y nos miró sonriente (si es que a aquella leve mueca podía llamársele sonrisa).
—Yo no necesito la guerra para mostrar mi poder. Ni es tan pequeño que quepa en este salón. —Se dirigió especialmente a mí—: Levántese, se lo ruego, y asómese a ese ventanal. El edificio grande y achaparrado que desde él se contempla es el verdadero centro de mi poder. Ahí se reúnen, por secciones, los cincuenta cerebros más agudos del mundo. ¿Sabe usted que la NASA depende de nosotros? Claro está que también nosotros dependemos de ellos, pero la iniciativa es nuestra. Si necesitamos una nueva aleación, ellos nos la proporcionan, pero se quedan con la fórmula, que usan en la construcción de sus naves espaciales. ¿Sabe usted que todos los planos se elaboran ahí? Ellos las construyen y dicen que las perfeccionan, pero esto último no es cierto. Cada nave lleva un dispositivo secreto que la mantiene en relación con nuestro centro de seguimiento, al que obedece si nosotros lo deseamos. Las naves espaciales son nuestro instrumento de advertencia más persuasivo: si la NASA se retrasa en el envío de cualquier material solicitado, nosotros enviamos a su base el último cohete, o estorbamos indefinidamente un acoplamiento en el espacio. Ellos, entonces, saben lo que tienen que hacer. Usted se preguntará por qué no nos destruyen: pues porque sin nosotros tendrían que cerrar la tienda. Eso que usted ve ahí es el centro científico más importante del mundo. Vamos con diez años de adelanto sobre los demás.
—Pero todo eso resultará más caro de lo que pueda pagar un país pequeño como éste, por boyantes que sean sus finanzas.
—La pregunta no va mal encaminada, pero puedo responderle satisfactoriamente: los materiales, como acabo de decirle, los recibimos a cambio de planos que ellos reciben y usan como suyos. En cuanto al pago de los cerebros…
Aquí hizo una pausa, nos miró y esbozó aquello que sustituía a una sonrisa.
—… en cuanto a los cerebros, aquí tienen todo lo que desean, y más que quisieran podrían tener. —Volvió a muequear, esta vez con intención visiblemente sardónica—. Nada hay más fácil de contentar que un especialista en electrónica, o uno de esos que inventan cada día aleaciones nuevas. A unos se los satisface con automóviles lujosos, que lucen por Europa durante las vacaciones. Otros consumen cocaína, y yo se la proporciono. Hay un grupo que todas las noches se mete en el cine a ver películas porno, y todos ellos son sensibles a las mujeres: las traen, las llevan, las cambian, y yo los dejo hacer, porque cuando entre ellas se desliza una espía, mis servicios secretos la detectan y la anulan y acaba por marcharse. Hay dos o tres, digamos tres, los de la pipa, silenciosos y solitarios, siempre atentos a sus cálculos y a sus imaginaciones. Si lograran ponerse de acuerdo, podrían ser los dueños del mundo, pero, afortunadamente, se odian, y yo aprovecho su odio y me beneficio de él. Los sueldos que les pago no me arruinan. Por lo general, comen en el restaurante, salvo una minoría cuyas mujeres prefieren guisar en casa. Los hay ajedrecistas: pueden jugar lo que quieran, y ellos organizan unos campeonatos libremente; los hay deportistas, y en la Isla disponen de todo lo necesario para sus deportes: los hay aficionados a la vela, y yo poseo ejemplares de los mejores balandros del mundo. ¿Dónde podrían estar mejor? Sin embargo, alguno se fue, y todos los que se fueron quisieron volver. Como no los admití, andan por el mundo denunciando ante las cancillerías la existencia de este centro de estudios, que lo es también de poder, pero las cancillerías fingen no creerlos porque no les conviene. Todo país es nuestro cliente potencial. En alguno del Tercer Mundo nos han denunciado, pero la denuncia fue recibida como una fantasía: los que no creen en la existencia de este centro están en lo cierto, y por eso se equivocan: no creen lo increíble, y nosotros lo somos. Pero, por esta vez, lo increíble es lo real.
Se levantó, después de apurar lo que le quedaba del cocktail. Quedó derecho, pero en su rostro no había soberbia, sino una especie de sencillez.
—Mi querido amigo —me dijo—, si yo fuera vanidoso, tendría motivos para creerme el hombre más poderoso del mundo, pero me contento con serlo de este país.
En aquel momento, se oyó el primer trueno de la tormenta anunciada. Llamó a un timbre, y al marinero que acudió le mandó cerrar las ventanas.