CAPÍTULO IV

EL LUGAR donde íbamos a merendar con alguien era un chalecito escondido entre árboles, lejos de la mar, un lugar silencioso. Nos abrió un mozo de aspecto afeminado, a quien Gina no dio explicaciones: sin decir palabra nos llevó a una biblioteca penumbrosa en que los anaqueles más se adivinaban que se veían. En un rincón junto a una ventana, algo más iluminado por la luz que venía del jardín, había una mesa con mantel y tres servicios de té. El criado nos rogó que nos sentásemos, que el doctor vendría en seguida. Y el doctor, que era un viejecito mariquita con cara muy inteligente, me fue presentado como el profesor Martín, sin más, aunque luego pude colegir que era el decano perpetuo de la Facultad de Ciencias Políticas, en la Universidad. Me había dado tiempo de fisgar un poco los libros: todos eran de política y de historia, a lo que alcancé a ver. En otra inspección a que dio lugar la velada, descubrí una sección pornográfica, de lujo y muy nutrida.

El profesor Martín llevaba una peluca cara, de grandes guedejas blancas; quedaba al descubierto una ancha frente de pensador. Su piel era rosada y fina, aunque arrugada, y las manos, en que la vejez dejaba sus manchas, muy cuidadas. Siempre sentí ternura por estos viejos pederastas que luchan contra la vejez con más tenacidad que cualquier mujer hermosa. Es una lucha sin esperanza, pero también sin ese consuelo que lleva a las mujeres a rendirse y a aceptar la vejez sin grandes catástrofes morales. Los viejos mariquitas tardan más en resignarse. El profesor Martín se movía y hacía las mismas carantoñas que si tuviera cuarenta años y le esperase en la oscuridad de un armario el traje de volantes con que iba a gallinear aquella noche. Tenía la voz aflautada de tiple ligera, ilustraba la conversación con breves gorgoritos; su dicción, sin embargo, era culta, con un fondo de ironía. Comenzó por preguntarme qué tal me hallaba, y no se tomó la molestia de esperar mi respuesta, sino que respondió por mí mismo en una larga perorata que duró hasta que el criado entró a decirle que le llamaban de palacio, y él acudió rápidamente, mientras se excusaba. Fue entonces, en aquel interregno, cuando inspeccioné los libros por segunda vez. Regresó compungido porque le llamaba el jefe del gobierno para una consulta inaplazable y había que interrumpir una velada tan grata. Estaba en las disculpas cuando entró el criado y dijo que el coche esperaba al profesor, y, en efecto, había entrado en el jardín un enorme coche negro con chófer y ayudante uniformados. Marchó el profesor, Gina y yo quedamos de pie, nos sonreímos y salimos en busca de nuestro carruaje, tan pequeño, casi escondido en un rincón.

Gina me dejó en el hotel hasta el día siguiente, a tal hora temprana en que había de recogerme para seguir el programa de visitas. Me encontré solo y fastidiado: me incomodaba sobre todo el hallarme allí con una finalidad que no se vislumbraba, sin el menor informe ni la menor pista: como si me hubieran arrojado en las Islas y me dijeran: arrégleselas como pueda. Lo único a que podía agarrarme, lo único real para mi propósito, era la muerte del camarero que nos había servido el café a Su Excelencia y a mí, y aun esto era ambiguo, pues lo mismo podía haber sido preparada por el dictador de las charreteras doradas que por alguien ajeno a su voluntad. Pasé el resto de la tarde dando vueltas en el magín a lo sucedido, y todo parecía natural, dentro de una programación aparentemente lógica. Me refugié en mi cuarto, me tendí en la cama y me puse a fumar, un cigarrillo tras otro. Por la ventana abierta entraban rumores lejanos, difícilmente identificables: las frondas del jardín filtraban los sonidos y hacían de ellos un rumor monótono, el que llegaba hasta mí. Escuchándolo pasé un buen rato. Decidí acostarme y dormir. Iba a cerrar las vidrieras, cuando por entre los barrotes del balcón apareció un casco de motociclista, y una voz que salía de su interior susurró: «Acérquese.» Lo hice. «De momento no corre usted peligro, pero sólo de momento. Le tendré prevenido.» Se deslizó hacia abajo y desapareció, sin atender un «¡Espere!» suplicante que apenas atiné a formular. Me quedé confuso en el balcón. Poco a poco me fui serenando. Finalmente, cerré las vidrieras y me acosté…