SE LLAMABA GEORGINA, pero me rogó que la llamase Gina, porque su nombre era muy largo. Cuando se quitó la chaqueta, en el comedor, y la colgó en el respaldo de la silla, pude advertir que no era tan delgada y angulosa como parecía, metida en su uniforme de alta funcionada. Tenía modales muy distinguidos y, mientras hablaba, corrigió algún error de la mesa, sin comentarlo. Lo primero de que habló fue de la suerte que había tenido, al ser la elegida para acompañarme: lo atribuía a que, por su cargo, estaba mejor informada que sus colegas y que quizá hubiera sido ésa la razón. Di por sentado que respondería a mis curiosidades. Le pregunté a qué se debía su preeminencia burocrática, siendo tan joven, y me respondió que había viajado por el extranjero, y que hablaba idiomas. Tenía también algunas habilidades que no me explicó. No pude menos que referirme al episodio del camarero envenenado. Se echó a reír. «Es muy teatral, Su Excelencia, y ese truco lo usa con muchos visitantes.» «¿Truco? ¿A qué truco se refiere?» «Al camarero envenenado. Es una farsa.» «Pues en mi caso no lo fue: el camarero estaba muerto y bien muerto.» «¿Habrá sido capaz?», se preguntó o me preguntó con un punto de asombro, sin llegar al horror. «Por esta vez, al menos…» Puso la cara de quien, sabiéndolo todo, llega a un punto que no comprende. «No dudo de que tenga usted razón.»
Yo no deseaba cambiar de conversación, de modo que la cuestioné sobre el particular. «Siendo como es una dictadura, hay gente que muere, pero no precisamente por orden de Su Excelencia, ni a sus manos. Ni siquiera se encarga él de juzgar y ejecutar a los responsables de las conspiraciones que él mismo organiza. Los aspectos desagradables de la justicia corren a cargo de su hijo, que presume de haber mandado al otro mundo a tanta y tanta gente. Su hijo es el jefe militar, y manda en la Segunda Isla, que ya iremos a ver. Allí están los militares y los marinos, el aeropuerto y los muelles, los astilleros y los hangares. La Segunda Isla se rige por la ley marcial. Conviene conocerla, pero también salir de ella cuanto antes: allí casi todo es delito contra el código castrense.» «¿Y dice usted que iremos allí?», dije, con cierto temor. «Sí. Pero nosotros seremos visitantes de excepción. No nos pasará nada… a condición de que nos atengamos a las reglas. Por ejemplo, allí no se puede fumar.» «Eso me dijeron como advertencia, pero Su Excelencia me ofreció un puro.» «¿Y lo ha aceptado?» «No.» «No le gusta que fumen.» Ella lo estaba haciendo. Habíamos pedido la comida, y, como aperitivo, nos habían servido vino. Blanco el de ella, rojo el mío. Fumaba a pequeñas chupadas y bebía a pequeños sorbos. «A usted le conviene conocer bien el país. También iremos a la Isla Tercera, en la que manda la esposa de Su Excelencia. Es la Isla del Amor y del Vicio. Ahí no matan a nadie, pero muere más gente que en la otra. Se conoce que el amor es mortal…» «¿Usted no lo sabe?» «Yo tengo el amor prohibido. Una semana de éstas me tocará subir de noche a la Residencia Privada. Su Excelencia me hará un hijo. A partir de ese momento, y hasta que se hagan cargo de él, pertenezco al Estado. Después seré libre, y hasta podré casarme. ¡No ponga esa cara, hombre! Tener un hijo de Su Excelencia es un honor que no alcanzan todas las mujeres. Me sobrarán maridos, si los quiero…» «¿Y por qué la han elegido?» «No lo sé. Existe un comité secreto, y un día se recibe una notificación… “Esté usted preparada…” Y yo lo estoy.» «¿No puede rechazar el honor?» «No es posible, y sería inútil.» «¿Lo acepta, pues, de buen grado?» «Lo acepto como tantas otras cosas que vienen sin contar con nuestra voluntad. La misma vida.» No supe responderle, y ella dijo algo acerca de la comida que nos estaban sirviendo. «Algo me han dicho referente a esos hijos… Serán, al parecer, la futura clase gobernante, pero hay algunos idiotas. Ésos, en su día, serán dulcemente suprimidos.» «¿Y lo dice usted con esa tranquilidad?» «¿Cómo quiere que lo diga? En primer lugar, ninguno es el mío. En segundo lugar, las madres de esos niños no los aman. Son mentalizadas, durante el embarazo, y se las convence de que están llevando a cabo un servicio al Estado. Nada más ni nada menos, un servicio ajeno a todo sentimiento personal que no sea la obediencia y la disciplina.» «Y usted, ¿no lo encuentra monstruoso?» «¡Nunca lo había pensado…!»
La miraba y me atraía, pero al mismo tiempo me sentía repelido por su manera de pensar, sobre todo, por aquella aceptación sin rebeldía de un sistema que yo juzgaba ya intolerable aunque me hallaba allí para defenderlo, comprometido por un contrato y unos dineros recibidos. Una sola frase de Gina no encajaba en la idea que de ella me iba haciendo, aquel «¿Habrá sido capaz?» con que respondió a mi seguridad de que el camarero había muerto, y que parecía haberle salido del alma. Sin embargo, lo decía todo con tanta naturalidad y era tan joven, que no resultaba verosímil que representase un papel. ¡Parecía tan convencida de lo que me iba diciendo!, y lo que me decía era sin duda el resultado de una educación y de una convicción. Pensé por un momento que mi misión allí no era tanto la de descubrir una conspiración contra Su Excelencia cuanto la de sacar a Gina de sus aberraciones, y, sobre todo, sembrarle en la voluntad la rebeldía mínima que le permitiese negarse a ser fecundada por aquel hombrecillo de las charreteras de oro y la galería de retratos, engendrador de idiotas y responsable máximo de una situación que mi conciencia rechazaba, pero de la que yo, esto me lo decía la conciencia misma, era defensor y colaborador. Necesitaba, para limpiar la mente, emplearme a fondo en un trabajo contrario a lo que me había llevado allí. Pero, por otra parte, cualquier decisión de este jaez me parecía prematura: apenas llevaba un día en las Islas, y lo que sabía no sólo era insuficiente, sino que podía interpretarse de varias maneras. Por ejemplo, ¿quién me aseguraba que el envenenador del camarero había sido Su Excelencia? ¿No podía ser un episodio de la misma conspiración? Así, al menos, me lo había hecho entender el dictador.
Gina, después de haber comido un poco en silencio, y no sé con qué pretexto, empezó a explicarme, con toda frialdad y suficiencia, la organización política del país. Su división en tres Islas y la especialización de cada una, no era más que algo muy general, por otra parte natural, dado que, efectivamente, el país consistía sólo en las tres Islas, que eran, además, distintas en su configuración y orografía. A una voluntad clasificadora, como parecía ser la que había organizado todo aquello, le resultaba fácil confinar en cada una de ellas a tres grupos de población muy definidos, que en los países normales andan mezclados, y esta heterogeneidad engendra dificultades. En las Islas no había huelgas ni la policía tenía conflictos con los drogadictos. Los obreros trabajaban en su Isla, donde vivían disciplinados y felices; los viciosos campaban por sus respetos en la suya, y en la Primera vivían las gentes de orden, irreprochables por su moralidad, buenos pagadores de los impuestos, sin merma en sus derechos cívicos. Elegían cada cuatro años la Dieta de cien diputados, todos ellos gente interesada en la prosperidad y buen orden del país. Estos cien, a su vez, elegían los veinticinco del Colegio de Notables, entre los que se escogían los miembros del gobierno y la cúpula de la organización, el Triunvirato formado por el presidente del gobierno y dos vicepresidentes. «Su Excelencia no gobierna; se limita a mandar.» Me agarré a esta frase, dicha sin darle mayor interés, como una de las claves de aquella estructura política que permitía, por ejemplo, la existencia de restaurantes como aquel en que nos hallábamos, discretamente lujoso, con un buen chef y una clientela de aspecto distinguido que no hablaba en voz alta: presidido, claro, por un retrato del Jefe.
—¿Y todo esto se paga sólo con los impuestos de los afortunados habitantes de la Isla Primera?
—Eso no daría ni para pagar los servidores municipales, que mantienen la ciudad limpia y presentable, recortados los setos de los jardines, podados los árboles, y un servicio irreprochable de aguas y alcantarillas. En nuestra ciudad el tráfico está ordenado, y, en el otoño, no vuelan las hojas por las avenidas. Pero los gastos del Estado son infinitamente superiores. Tenemos un ejército muy lucido, que desfila correctamente el día de la Fiesta Patria, y una Armada de pocos barcos, aunque los más avanzados del mundo. A los niños de las escuelas se les enseña a enorgullecerse de nuestra Armada, que todos los años viaja a un país extranjero, donde los técnicos examinan las novedades y nos compran después los prototipos, que ellos presentan como suyos. Nada de esto sería posible sin el Taller Naval, donde los mejores ingenieros del mundo, pagados a peso de oro, inventan para nosotros, se superan cada año, van a la vanguardia de la técnica naval de guerra. Pero no son sólo ellos los que nos proporcionan ingresos: está también la Aduana. En nuestros muelles, en nuestro aeropuerto, barcos y aviones, cargados de mercancías cuya naturaleza no nos interesa, compran, venden, intercambian sin otro requisito que pagar, gracias a lo cual nuestro puerto es el más navegado del mundo, y nuestro aeropuerto el más visitado. Finalmente, puedo decirle a usted que la droga que se consume en la Isla del Vicio es monopolio del Estado, lo cual le permite controlarla. Cuando uno de nuestros hermanos o de nuestros hijos marcha a la Isla del Vicio, sabe que allí hallará lo que apetece, y que la única condición que se le pone es que pague y que no vuelva más a su casa. Se preguntará usted de dónde sacan el dinero… En la Isla del Vicio hay también casinos, adonde va el que quiere, de cualquiera de las tres Islas. Nadie los vigila, ni toma nota de quién entra o de quién sale. Dejan allí su dinero, y basta.
Gina había descrito su país con voz monótona, pero agradable, como quien recita una lección aprendida en la que, además, cree. Y conforme hablaba, yo iba imaginando, comparando, juzgando. Como organización racional de la imperfección humana me parecía sencilla y eficaz, algo así como la realización de tantas utopías políticas, a la que sólo faltaba la propiedad común de las mujeres, si bien a este respecto el acceso de Su Excelencia a todas las futuras madres me pareciese un buen recuerdo. Dicho con mis palabras, una clase dominante se había asegurado la tranquilidad civil por el procedimiento de sostener un sistema que, al clasificarlo todo, lo separaba, creaba guetos bien delimitados y, a su manera, aseguraba la felicidad de todos los ciudadanos. El confinamiento del Vicio y de la Fuerza permitía librarse de ellos, aprovecharlos y probablemente dominarlos. Había sin embargo algo horroroso en todo aquello, y se me ocurrió que quienes habían puesto en marcha una conspiración experimentaban el mismo sentimiento que yo: a no ser que se tratase simplemente de derribar un jefe para poner a otro en su lugar, otro que garantizase la estabilidad del sistema y pusiese el poder en manos que ahora lo miraban de lejos. Eran dos posibilidades, ambas verosímiles, y yo no sabía contra cuál de ellas me habían contratado. Los datos eran contradictorios. La señorita de la moto, que me había protegido, ¿a quién ayudaba? La bella recepcionista jorobada que me había enviado a una habitación que en cualquier momento podía ser un patíbulo, estaba seguramente implicada en una conspiración. Pero no podía interrogarla, menos aún espiarla. En cuanto a Gina, no cabía duda de parte de quién estaba. A no ser que… Pero no.
Había terminado de comer, había tomado café, y ahora fumaba un cigarrillo largo y oloroso. Yo preferí del mío, más basto y más satisfactorio. Cuando fui a pagar, me dijeron que la cuenta ya estaba abonada, y Gina sonrió levemente. Pero ella no la había pagado, lo cual me arrojó a la maraña de ciertas cábalas de nada difícil resultado. «Ahora, vamos a recorrer la Isla Primera.» «¿Se da usted cuenta, señorita, de que yo estoy aquí para llevar a cabo una investigación, y que recorrer las Islas no me llevará, no ya a una conclusión, sino que ni siquiera a un camino?» «Tiene usted tiempo. Yo, por otra parte, cumplo órdenes.» Me encogí de hombros y la seguí. Tenía un coche bonito, pequeño y elegante, de importación, como todos los que había visto hasta entonces, como todos los que vi después. Colegí que aquella especialización industrial en armas de guerra, que aquella limitación y al parecer secreta comercial a toda clase de mercancías prohibidas, dejaban el dinero suficiente para que el país se abasteciese de lo que, producido por los demás, necesitaba. Así, en mi recorrido por la Isla Primera, vi no sólo toda clase de almacenes de automóviles, con grandes y lujosos escaparates, sino toda clase de máquinas y de productos de la sociedad moderna: marcas que yo conocía, cuyas factorías estaban aquí y allá, repartidas por el mundo, pero no precisamente en las Islas. La ciudad era agradable y, si se puede decir, hermosa. No se veían peatones: todo el mundo viajaba en algún vehículo, y se movían con orden y eficacia, sin que se advirtiesen guardias de tráfico, sino sólo semáforos a los que todo el mundo obedecía. La Isla no era muy grande: la recorrimos de cabo a rabo, o al menos así creí, grupos de casas, parques, grandes avenidas, debía de vivirse bien allí, no cabía duda. La gente parecía tranquila y satisfecha. Repentinamente pregunté a Gina: «¿Y poetas? ¿No tienen ustedes poetas? ¿Qué hacen con ellos?» Se me había ocurrido que aquella perfección urbana, y la calidad de vida que revelaba, tenía que haber suscitado en alguna ocasión una protesta en verso, una rebeldía lírica en nombre de la espontaneidad y del desorden. «No. Aquí no se sabe de nadie que escriba versos. Ni siquiera de esos que elogian al poder y al poderoso.» «¿Y si apareciera alguno?» «Supongo que lo mandarían a la Isla del Vicio.» Amenguó la velocidad y me miró. «¿No lo comprende? Cualquiera de esos poetas sería un elemento perturbador.» «Los hay que muestran talento.» «Aquí, la gente de talento tiene su lugar reservado y bien pagado. No compramos más cerebros que los indispensables.» Volví a imaginar: el drama de los adolescentes disconformes, constreñidos a utilizar su talento en la burocracia, o en el perfeccionamiento de barcos de guerra. «A veces, los poetas son incoercibles e inevitables. ¿No recuerda usted ninguno? ¿Ni siquiera un poeta nacional, de los que proclaman con entusiasmo la superioridad de su patria sobre las otras patrias?» «Eso es tan obvio que no hacen falta poetas.» «Sin embargo, no sabe usted lo que ayudan los versos de un poeta rebelde a descubrir, no sólo lo que se oculta a la simple vista, sino precisamente aquello que los gobernantes ignoran.» «Siento no poder ofrecérselo. Pero no olvide que, aquí, la rebeldía sería domesticada, porque se ejercería contra lo que hay en nombre de lo que no hay todavía. Me estoy refiriendo a un poeta acicate, con sueldo del Estado.» Habíamos llegado frente a una especie de promontorio encima de la mar. Habían edificado un pabellón entre árboles, delante del cual se alineaban como en una exposición bastantes automóviles de las mejores marcas y de los modelos más recientes. Gina me anunció que íbamos a tomar una copa. Descendimos del coche. El interior del pabellón era agradable y fresco, había mucha gente desparramada por las mesas y los rincones: gente de buen ver, hombres y mujeres que hablaban en voz baja; de vez en cuando sobresalía una risotada. Nos llevaron a una mesa situada en un altillo, al lado de un ventanal desde el que se veían los arsenales y la escuadra amarrada a los muelles: unos cuantos barcos que aparentemente no se distinguían de otros barcos de guerra, aunque una segunda inspección revelase novedades en el casco, en la obra muerta de los mástiles y puentes, o lo que había en su lugar. Gina pidió para mí algo fresco y fuerte, sin consultarme, y me trajeron un whisky con hielo. Bebí con cierta avidez, mientras ella paladeaba algo violeta que contenía el vaso, y que sorbía por una pajita. Supuse que era un refresco, aunque también podía ser un cocktail. Empezó a explicarme lo que yo estaba viendo, y su explicación me hizo fijarme más en unos detalles que no me importaban, pues no creía que en ninguno de ellos pudiera estar la clave de la conspiración, en la que mi subconsciente no había dejado de entretenerse. En el caso de que la hubiese. Se lo pregunté. «Eso tiene que ser una fantasía de Su Excelencia. Siempre hay quien desea el poder.» «Entonces, ¿usted cree que se trata de un intento de sustituir un hombre por otro?» «Yo no creo nada ni sé nada, pero todo es posible.» «Dígame francamente: ¿usted cree que me han traído aquí por puro capricho?» Movió la cabeza. «Su venida ha sido estudiada y deliberada. Se le eligió entre varios posibles como el más apto. Es todo lo que puedo decir.» «Eso me lo explico: nadie esta mañana dio muestras de sorprenderse de mi presencia. Ni usted misma.» «No. Yo estaba enterada de su llegada y de que había recaído en mí la misión de acompañarle.» «Y de informarme, ¿no?» «También. Y ya lo hice… en parte. Mañana tengo que acompañarle a ciertas visitas. Y aun hoy… no hemos terminado. Hemos de tomar el té con alguien que le resultará interesante.» «¿Se da cuenta de que todavía no he hecho nada en relación con mi trabajo? Estoy como metido en la niebla.» «Pero la niebla acaba siempre por aclararse.»