EL TAXISTA me dijo que sólo podría llevarme hasta el principio del puente, porque si entraba en él no podría regresar. Así que me dejó arrimado al extremo de aquel armatoste de hierro cuyo final apenas si se columbraba desde tierra firme. Mi maleta no pesaba demasiado, aunque sí lo suficiente como para cansarme después de caminado medio centenar de metros. No pude calcular cuántos medía el puente, porque apenas había entrado en él cuando empezó a retirarse, caminando en la misma dirección que yo: así que llegué a la frontera antes de lo que había calculado, y en vez de continuar a bordo del puente, descendí de él dando un pequeño salto y me encontré en la primera de las Islas, sin haber sin embargo visto las otras, sin saber exactamente su número, pero informado de que eran tres por la Enciclopedia que había consultado. El puente continuó retirándose, y yo me hallaba quieto cerca de la orilla del mar, al comienzo de un camino asfaltado que no sabía adonde podía llevarme. No había nada que hiciese presentir un país nuevo, ni que me hiciese esperar unos trámites de entrada, exhibición de documentos, registro de equipaje ni otras pejigueras acostumbradas. Lo único que vi fue el tenderete de una mujer que vendía pipas de girasol y palomitas de maíz. Iba a pasar de largo, pero ella me chistó. No era la habitual vendedora de esas viandas ligeras, sino una mujer fuerte, vestida con algo como un uniforme, que me dijo: «¿Quiere usted pipas o palomitas?» Le respondí que pipas. Me llenó un cucurucho, me cobró unos céntimos, y, con la mercancía, me entregó un papel, que no me tomé el trabajo de leer, que no sé por qué descuido mío me arrebató una ráfaga de viento. La mujer me dijo: «No lo deje escapar. Cójalo.» Yo dejé la maleta en el suelo y corrí tras él, pero se me adelantó alguien que venía en una motocicleta: recogió el papel y me lo entregó. Tuve tiempo de examinarla: era una figura grácil, embutida en un mono y cubierta con un casco, que bien podían ocultar un cuerpo de mujer. Cuando quise darle las gracias, ya se había alejado, con un ruido discreto. Pero en mi mano había dejado no uno, sino dos papeles. En el primero, el más grande, el entregado por la vendedora de pipas, figuraba la dirección del hotel Metropol; en el segundo, una sola palabra: «Cuidado.» Los guardé en bolsillos distintos. Pero la palabra «Cuidado» había sido como ese golpecito que se da al caleidoscopio y lo altera todo en el interior. Era lo que no debiera ver, y acaso lo que debiera no lo veía, o se me aparecía de manera distinta. Como si las cosas empezasen a mostrar un comportamiento propio y autónomo. A partir de aquel momento se me antojaron los dedos huéspedes.
Regresé hasta el punto en que había dejado mi maleta, y me eché a andar por la acera de aquel camino o calle flanqueado de árboles y pronto limitado a un lado y a otro de grandes edificios que presagiaban una gran ciudad: levantados más allá de las aceras y de los grandes árboles que las cubrían como una especie de túnel vegetal que, sin embargo, dejaba pasar una luz difusa que permitía caminar sin tropiezos. Pronto empezaron los rótulos luminosos, y uno me advirtió de que había llegado al hotel Metropol: estaba encima de una colina de no mucha altura; la verja y la gran puerta de entrada rozaban el borde de la acera, y, desde allí, una vereda iluminada de luces bajas conducía hasta el hotel. No era demasiado grande ni especialmente hermoso o elegante, aunque sí sólido, y un tanto hosco en su apariencia. Las paredes estaban en penumbra: se distinguían los vanos de las ventanas y el resalte de los balcones, y la luz de la portada no era demasiado fuerte ni llamativa, sino discreta y suficiente. Se llegaba hasta allá por tres escalones de piedra. La puerta era de las giratorias: me metí en ella con dificultad a causa de la maleta, pero logré llegar al vestíbulo. Di las buenas noches, y me respondieron por mi nombre. Una especie de bienvenida no precisamente calurosa, pero tampoco hostil. Yo diría que indiferente. Dejé la maleta en el suelo, a mi lado; entonces percibí, en el lugar más visible de la pared del fondo, el retrato de un hombre de gran mandíbula y cabeza rapada, sin insinuación de cuerpo, como las cabezas de los reyes en las monedas.
Sentí, de pronto, cierto malestar íntimo. Sin causa visible ni conjeturable, no algo que sucede a una experiencia, sino más bien previo a ella. Quizás haya acontecido que alguno de mis sentidos percibió de repente lo que yo tardé algún tiempo, aunque escaso, en descubrir. Por lo pronto, los recepcionistas. Eran un hombre y una mujer, ambos con cara de jorobados. El hombre lo era, visiblemente, aunque sin exceso: si no fuera por la configuración característica de su cara, pudiera decirse que no pasaba de algo cargado de hombros, más bien bastante. Vestía como todos los recepcionistas de hotel, pantalones grises, chaqueta negra y corbata gris, y llevaba puesta encima de la cara la careta amable de la profesión. «Sea usted bien venido, señor. Cubra este impreso y permítame reseñar su pasaporte… Aquí tiene su llave… No se preocupe de la maleta: el mozo la subirá a su habitación: espero que le guste, tiene un balcón al jardín y está en el primer piso… Bien venido.» Tenía una voz agradable, el jorobeta, y no había dejado de sonreír, pero acaso su sonrisa le hubiera quedado fijada en el rostro como un tic o como el resultado de ciertas arrugas involuntarias. Cuando terminó de hablar, la mujer le advirtió: «Cuídate de que le lleven toallas limpias. ¿El señor va a querer alguna bebida? ¿Agua mineral acaso? La cena empieza a servirse dentro de media hora. Mucha gente acostumbra a tomar algo de alcohol como aperitivo.» Encargué un whisky.
Desde que la había visto, a aquella mujer, me bailaba por la memoria un recuerdo que en un principio fue y vino, y que acabé por situar en el recuerdo de alguna lectura. Se trataba de un novelón leído de niño en que una mujer hermosa, poderosa y mala ocultaba la joroba en un hueco practicado en su sillón. Transcurría la acción en Nápoles, o en tiempos de Massaniello o en el de Fra Diavolo. Pero no sólo la contemplación de aquella mujer me remitía a la literatura: el aspecto general del vestíbulo no me era desconocido, pero no como visto, sino leído, quiero decir descrito. A primera vista no difería gran cosa de otros vestíbulos similares, salvo que, desde el primer momento, causaba inquietud, más bien desasosiego. Un examen posterior permitía descubrir que sus líneas no eran rectas ni sus ángulos sino mínimamente agudos o escalenos, como las líneas verticales u horizontales un poco cóncavas o algo convexas: todo en perfecta correlación. Y eso hacía esperar que esta complementariedad fuese el principio constructor de aquella arquitectura que, al comienzo, sólo llamaba la atención por pertenecer a un estilo anticuado y de excelente reputación en materia de hoteles. Imaginé también inclinados, aunque no sabía entonces si paralelos o divergentes, los suelos y los techos de mi futura habitación, y la misma insinuada irregularidad en la colocación de vanos. La página descriptiva que había recordado incluía la palabra siniestro, pero aquel vestíbulo no llegó a parecérmelo, sino sencillamente raro. De todos modos, es posible que la construcción fuera normal, y que sus irregularidades no pasaran de ilusión mía.
Había que entrar prevenido en mi habitación para darse cuenta de que, efectivamente, los planos de los suelos y la techumbre convergían en un lugar remoto, mientras que, hacia el otro lado, divergían lo suficiente como para poder imaginar que, a cierta distancia no muy próxima, pudieran contener el cosmos entero entre sus líneas. Pero para llegar a estas conclusiones, había que entrar allí prevenido, como yo lo iba: imaginé que una bola abandonada a sí misma resbalaría lentamente hacia la izquierda de la entrada, hasta detenerse en el ángulo formado por el suelo y la pared del cuarto de baño. Por lo demás, las puertas eran de maderas ricas y suntuosamente labradas, y la herrajería, de bronce muy trabajado: como los de los antiguos coches-cama de W.-L.
La maleta de mi equipaje ya estaba allí, aunque cerrada: nadie se había cuidado de deshacerla y colocar las ropas en los armarios. Me puse a esa tarea, de espaldas al balcón abierto y sin haberme asomado a él. La puerta estaba franca, y por ella ascendía el olor del jardín, fresco de aromas. Tenía las puertas del armario abiertas, y a veces vacilaba, sin saber cuál sería el estante idóneo para mis calcetines o para mis camisetas. En una de estas vacilaciones, alguien me chistó desde el balcón. Vi a horcajadas sobre el hierro de la barandilla a la muchacha (si era una muchacha) de la motocicleta que me indicaba silencio. Me aproximé. Me dijo en voz baja, casi un susurro: «Examine con cuidado el dosel del lecho, y precávase», y se dejó deslizar por una enredadera fuera de mi vista, hacia abajo. Me asomé al balcón, pero no vi nada en aquella oscuridad forestal del jardín. Dejé la colocación de mis pertenencias íntimas en el armario y presté atención al lecho del dosel: aparentemente, era un lecho como tantos otros, con sus columnas de madera sosteniendo allá arriba un armatoste decorativo próximo al techo, que no difería gran cosa de otros similares, vistos en otros hoteles como aquél. Pero como la advertencia se refería al lecho y no a otra cosa, me quedé perplejo, agarrada la mano a una de las columnas: era de las salomónicas, aunque no gruesa, y las estrías de la espiral bajaban regulares, como paso de tornillo. También esta vez las lecturas infantiles vinieron en mi ayuda: fue el recuerdo de las aventuras de Dick Turpin, en aquel pasaje en que un posadero asesino se deshace de sus clientes mediante un artificio que hace descender el dosel del lecho hasta asfixiarlos. Agarrado a las columnas inferiores, las hice girar lentamente en el mismo sentido, y un crujido de madera, allá arriba, vino en ayuda de mi sospecha: en efecto, el dosel se había inclinado unos centímetros, y logré equilibrarlo haciendo la misma operación con las columnas de la cabecera. No me cabía ya duda de que, girando simultáneamente las cuatro columnas, el dosel descendería lentamente y podría asfixiar, y quizá también aplastar, a cualquier durmiente desprevenido. Pero lo que no lograba explicarme eran las razones por las cuales yo, traído a aquella ciudad para un servicio, iba a ser eliminado antes de cumplirlo. Quizá se tratase solamente de una precaución, o bien el momento en que se me haría víctima del artefacto se dilataría hasta una fecha incierta. De todas maneras, tomé en aquel momento la determinación no sólo de no dormir en aquel lecho, sino de ponerlo a prueba. Bebí calmosamente el whisky que me había traído una camarera, mujer de edad indefinida sin nada de particular en su aspecto o en su conducta. Bajé a cenar al comedor, una cena frugal como era mi costumbre, sin que nada extraño o digno de tener en cuenta aconteciese, aunque yo estuviese ya sobre mí, atento a cualquier detalle y a su posible significación. Por si alguien me observaba, llevé a término los trámites normales de quien va a acostarse, lo hice, y apagué la luz. En la oscuridad, presté atención a los ruidos, y no se repitió el del dosel. De todos modos, a oscuras, salté de la cama, arrastrando las ropas conmigo, y me instalé a tientas en un diván en el que ya había pensado dormir. Dejé encima de la cama mi maleta vacía, puesta de pie. No sucedió nada que distrajera mi sueño. A la mañana siguiente, la maleta estaba como yo la había dejado, y nada del dosel parecía haberse movido.
Hubiera podido desayunar en la habitación, iluminada desde muy pronto por una luz verdosa que ascendía del jardín y llegaba hasta el lecho a través de árboles y enredaderas: una verdadera batería de advertencias impresas me informaba de qué número de teléfono debería marcar para conseguir esto o lo otro. Pero preferí descender al comedor, donde a lo mejor me hallaría tan solo como a la hora de la cena. No fue así. En aquel espacio enorme, decorado según el gusto de los principios del siglo, cuando las Islas eran todo lo más un lugar de veraneo para clases adineradas que venían de lejos, había hasta cuatro parejas que ocupaban otras tantas mesas distanciadas entre sí, de tal manera que la impresión, al entrar, era la de vacío, y sólo después de haber entrado llegaba uno a darse cuenta de que no estaba solo en aquel ámbito: eran como manchas en tal inmensidad blanca y dorada, concebida para hombres y mujeres vestidos de otra manera, no de la nuestra, tan vulgar. Después de examinadas las parejas, en la medida en que la distancia me lo permitía, llegué a la conclusión de que nada tenían que ver conmigo y de que, los que no eran turistas, eran agentes comerciales, representantes de casas o empresas del continente, de mi país, o de cualquier otro semejante. Ninguna de ellas llamaba la atención por sus rasgos visibles, entre los que predominaba la vulgaridad en el vestir y en el comportamiento. Me desentendí de ellos.
El desayuno no difería en absoluto de lo acostumbrado en los hoteles de cuatro estrellas, pero debajo de la taza del café, entre ella y la servilleta, venía un papel doblado que leí en seguida, antes de empezar el desayuno: me advertían en él de que a las diez y media vendría un coche a buscarme. Yo había remoloneado después de despertarme, y había gastado más del tiempo habitual en mis abluciones, de manera que tomé el café y el bollo sin pausas, y apenas había acabado cuando entró el jorobeta de la noche anterior, muy sonriente, y me dijo que el coche me esperaba. «Voy inmediatamente.» Toda vez que no llevaba armas, salvo mi cuchillo de manga, ni había olvidado los cigarrillos, no tuve necesidad de volver a la habitación. Encendí uno, y con él en los labios salí al jardín. El coche que me esperaba era de los anticuados y suntuosos, de los que llevan la cabina del conductor separada, con techo y laterales de una materia oscura, como hule o algo así. El conductor venía uniformado: quizá el jorobeta hubiera podido identificarlo por el uniforme; yo, no. Me esperaba fuera del coche y con la gorra en la mano. «Procure el señor acabar el cigarrillo durante el trayecto. Su Excelencia tiene prohibido fumar delante de él.» Ya era, al menos, una pista, más bien doble: iba a ver a Su Excelencia, y este desconocido no permitía fumar en su presencia. Pero ¿quién era? ¿El que yo iba a proteger, o sólo un intermediario? El coche salió del jardín, caminó unos minutos por la avenida y, a poco, torció a la derecha por una calle angosta y pina, muy bien cuidada, con árboles y flores a los lados. El primer control nos detuvo a escaso trecho: un soldado miró hacia el interior, me vio, me sonrió y dijo: «Adelante.» El segundo control, un escaso trecho después, me preguntó quién era y adonde iba: le respondí con mi nombre y que no sabía adonde me llevaban. Él consultó un papel, me saludó militarmente y el coche arrancó. En el tercer control hube de descender: un hombre uniformado, aunque no soldado raso, a juzgar por los galones, me cacheó después de pedirme perdón, movió la cabeza negativamente hacia otro hombre de más galones que presenciaba el cacheo y me extrajo de la manga el cuchillo: «Se le devolverá cuando salga del país.» El de más graduación me rogó que me sentara, me hizo unas cuantas preguntas inútiles y me permitió marchar. Desde allí hasta el palacio de Su Excelencia no nos detuvo nadie, ni vimos a nadie. El palacio era un edificio inmenso y achatado, acumulación de pabellones o cuerpos de una sola planta, pero a distintas alturas, como si los hubieran construido adaptándose al terreno y aprovechando sus desigualdades. De los distintos pabellones, uno sobresalía especialmente, no por ser más alto, sino por estar edificado en una eminencia. Era también el de mayor complejidad arquitectónica, o acaso sólo el menos sencillo. La puerta de entrada, sencilla y poderosa, pertenecía a ese estilo con que los hombres de poder se manifiestan. Hacia ella me llevaron, por ella penetré en un ámbito igualmente grandioso, de líneas y ángulos regulares, en el que las diversas mesas, los diversos departamentos se perdían: en cada una de ellas, encima o detrás, se multiplicaba el mismo retrato, el de una cabeza varonil, casi sobrehumana, que desde entonces iba a ser reiterada en todos los lugares públicos o privados, incluidos los faroles de la iluminación callejera: era el mismo hombre rapado y de gran mandíbula visto en el hotel. Me sentí también perdido en aquella magnitud, pero una señorita que se me acercó, sonriente (con una sonrisa profesional), me redujo inmediatamente a las dimensiones habituales. Mi mirada dejó de perderse para concentrarse en ella. Me preguntó que qué deseaba. Le respondí que no lo sabía, que me habían traído allí, eso era todo. Siguió sonriendo, aunque pareció que en su sonrisa se operaba una metamorfosis. «Espere. Siéntese por ahí.» En aquel espacio inmenso, en cualquier lugar que me sentase, quedaría perdido. No escogí. Me dirigí al diván más próximo, y en él me dejé caer. Había gente que iba y venía, hombres y mujeres de todas las edades. La señorita que me había recibido y, finalmente, sonreído se había reintegrado a una mesa llena de papeles y de teléfonos. No tenía otra cosa que mirar, y la miré. De repente se me ocurrió que aquel cuerpo grácil podía pertenecer a la motociclista que me había ayudado en dos ocasiones, sin causa aparente, como llovida del cielo, por otra parte inútil. De la motocicleta recordaba, además de la figura, que denominé grácil, ciertos movimientos, pocos, razonablemente escasos para llevar a cabo una satisfactoria identificación. A pesar de estas razones en contra, la identidad se me imponía como una evidencia.
Se me acercó un señor muy encopetado, me preguntó si llevaba mucho tiempo esperando y, antes de que yo pudiera responderle, me encajó una nueva pregunta, cuya respuesta no esperó, pues siguió su camino: «Dígame, ¿por casualidad está usted enterado de las cifras exactas de la producción de nueces, de sus precios en el mercado y de las disponibilidades de depósitos?» Se alejó pesadamente, como si le costara un trabajo excesivo mover su enorme cuerpo.
La siguiente persona en acercarse fue una señora cincuentona, aunque todavía de buen ver y de mejor tocar, a juzgar por lo prieto de sus carnes según dejaba traslucir el traje sastre oscuro muy ceñido que llevaba. Traía en la mano un pitillo apagado, me pidió fuego, y me dijo que, si deseaba fumar, que lo hiciera mientras esperaba, en el caso de que fuese a ser recibido por Su Excelencia, como se deducía de mi presencia allí. «Ya sabe usted que él no tolera ninguna clase de tabaco.» Le pasé mi mechero, encendió, echó una gran bocanada de humo y se sentó cómodamente en el sillón frontero a mi asiento. «Yo, por fortuna, no tengo que despachar con él esta mañana.» Sentada como estaba, las rodillas le quedaban más altas que la cabeza, de manera que yo la veía cuando abría las piernas, y, cuando las juntaba, sólo veía, como corona del par de rodillas, su sedoso y hermoso cabello plateado. Tenía las piernas largas y bonitas, metidas en medias negras cuyos finales yo podía ver, mas no mucho más allá, de modo que no me sería lícito decir si aquellas oscuridades iban veladas o al descubierto. «¿Está usted informado acerca del quinto cromosoma?», me preguntó, de repente; y yo le respondí que no. «Es lo que me preocupa ahora, más que cualquier otra cosa. Sepa usted que, de cien niños, veinte son mongólicos. Todos de un mismo padre, de modo que no cabe dudar de qué lado viene la herencia. Un veinte por ciento es una proporción muy alta. Y lo malo es que llegada la edad, esos niños han de ejercer su sexualidad normalmente. Pero como son hermanos de padre, aunque los esterilicemos, no es aconsejable el incesto. Esto nos obliga a dividir en dos el colegio donde se educan: los niños a un lado, las niñas a otro, en contra de nuestras convicciones y de nuestra práctica tradicional. Llegamos a esperar que usted trajera alguna solución.» «Pues no, no la traigo», le respondí. Pareció muy decepcionada. Dio la última chupada al cigarrillo, que estaba aún por la mitad, y se levantó. «Bueno, espero que volvamos a vernos.» «Sí, señora, yo también lo espero.» Se marchó hacia el fondo y se perdió detrás de una de las puertas.
Se me acercó un individuo vestido de militar, muy rígido en sus maneras, muy estirado. «Su turno, señor.» Me levanté y, a una señal suya, le seguí. Me llevó hacia lo que parecía la puerta de un ascensor, y que lo era a la vista, pero que, en vez de deslizarse verticalmente, lo hacía en sentido horizontal: no ascendía, se trasladaba, y no exactamente en línea recta, sino alabeada, de modo que unas veces subía con suavidad y otras bajaba con la misma calma: me dejó la impresión de llevarme por un terreno ondulado; lógico, por otra parte, ya que en aquel palacio todo eran pisos bajos, aunque construidos, como creo haber dicho ya, a distintos niveles. Se detuvo al final del último ascenso, y el militar, que no había abierto la boca, me dijo: «Hemos llegado, señor.» Se abrieron las puertas y me hallé en un vestíbulo semejante al anterior, aunque más suntuoso, si bien la suntuosidad fuera en los materiales, no en las formas ni en los ornamentos. «Sírvase esperar hasta que lo llamen.» Me senté en el diván que se correspondía simétricamente al de la otra sala de espera. La señora del cabello sedoso y gris estaba allí, y se me acercó lo mismo, aunque esta vez no me dijera nada: se limitó a mostrarme el cigarrillo sin encender. Le di fuego y ella se sentó delante, como si la escena anterior fuese a repetirse. Había, sin embargo, una novedad que me desconcertó: no llevaba medias negras, sino claras, de esas que antaño se llamaron color carne y fueron revolucionarias en su tiempo. Por lo demás, la escena que siguió fue prácticamente simétrica a la anterior, sólo que en vez de interrogarme acerca del quinto cromosoma, lo hizo sobre la fisión del átomo: parece que tenían un problema de energía, una central nuclear les resultaría demasiado cara, y lo que los sacaría del apuro sería la desintegración del átomo en frío. Quedó tan decepcionada de mi ignorancia acerca de la fisión del átomo como antes había quedado de mi respuesta a la pregunta sobre el quinto cromosoma. Apagó el cigarrillo a la misma altura, más o menos a la mitad, y se marchó con el mismo saludo, aunque esta vez no desapareció por el fondo de la sala, sino por la izquierda. De la derecha vino un militar semejante al primero, aunque de más galones y más estirado todavía, que me dijo: «Sígame. Su Excelencia le espera.» Volvió hacia la derecha, fui detrás, y me dejó a la entrada de una puerta sin nada de particular, confiado a una secretaria que no era la de la primera antesala pero que, como ella, tenía el cuerpo grácil y podía ser lo mismo la chica de la motocicleta. No tuve tiempo de examinarla con detalle: el pasillo era corto, desembocaba en un gran despacho, y una segunda puerta se cerró tras de mí. En aquel despacho tan grande que resultó más bien antesala, había mucha gente, civiles y militares, en grupos de pie o sentados en los tresillos, todos hablando en voz baja, y un número crecido dé secretarias, todas igualmente gráciles y bonitas, todas vestidas como la que me acompañaba, que iban y venían, entraban y salían por las numerosas puertas, se dirigían a alguien o transitaban, impasibles, entre la gente, con papeles en la mano, sin papeles. El espacio era mayor de lo esperado, realmente grande, y, sobre todo, de techos altísimos, de modo que parecía construido para personas de doble altura que la normal. La secretaria que me acompañaba me dejó en manos de un hombre uniformado, a quien seguí. Me metió por una de las puertas. Inmediatamente entramos en la cabina de un ascensor metálico que, pulsado el botón, ascendió un poco y después se deslizó horizontalmente por unos carriles que debían de ser ondulados, a juzgar por lo que bajaba y subía. Hasta que se detuvo, y el hombre del uniforme, que no había dicho nada, abrió la puerta y me invitó a pasar. Me hallé en una vasta galería, de grandes ventanales y grandes vanos, cada uno cubierto por un retrato de grandes dimensiones en que el mismo personaje aparecía vestido con distintos atuendos, entre ellos varios uniformes. Al final de la galería, un pintor, subido a una escalera, daba los últimos toques a un retrato del mismo personaje vestido de marino, de gran gala. Era un rostro tan imponente como los otros, un rostro que, nada más mirado, emitía órdenes.
Recorrimos a paso normal el enorme espacio. Mi acompañante se detuvo a mirar el último de los cuadros, y aun se permitió hacer al pintor alguna advertencia, pero sobre un detalle sin importancia: el número de diamantes de una condecoración. El pintor le dio las gracias. Entraba un sol deslumbrante por los ventanales, y, mirando atrás, sólo se veía luz. Llegamos a la última puerta, negra, lustrosa y con grandes herrajes de bronce: una puerta por la que hubieran podido entrar titanes. Mi acompañante pulsó dos veces el timbre, la puerta se abrió, yo entré y él quedó fuera.
La puerta se cerró detrás de mí y yo quedé quieto, un poco confuso por lo que veía: otro gran salón, de paredes desnudas y relucientes, un gran salón embaldosado a la manera antigua, sin muebles y sin nada más que, en la esquina opuesta a aquella en que yo me hallaba, una mesa de trabajo y un hombre detrás de ella. Delante de la mesa había un sillón vacío, y, a un lado, un trípode con una tercerola. El hombre me hizo señal de que me acercase, y lo hice, con calma y procurando no perder el equilibrio. Al llegar ante la mesa, me detuvo. Él se levantó y nos miramos unos instantes.
—Sepa —me dijo— que desde ahora tiene mi respeto. No ha titubeado ni tropezado una sola vez.
—Gracias.
—¿Quiere sentarse?
Lo hice. Él también, después de mí. Aparentemente tranquilo, creí adivinar cierto nerviosismo, que resolvió abriendo un cajón y sacando una caja grande de cigarros. La abrió y me ofreció.
—Yo no fumo, pero no me opongo a que lo hagan mis visitantes.
¿Era el comienzo de un test aquella oferta? Por si acaso, fui prudente.
—Se lo agradezco, pero yo sólo fumo cigarrillos… de los míos. Son una marca especial.
—¿Cree que los encontrará en las tabaquerías?
—Todavía no lo sé; pero, en todo caso, tengo provisión para unos días.
—Cuando los necesite, no tenga embarazo en pedírselos a su secretaria. Porque desde hoy mismo tendrá usted una secretaria. En realidad, ya la tiene usted: es la señorita que le ha recibido.
¿Cuál de las dos? Igualmente gráciles, igualmente vestidas. No me había dado tiempo de fijarme en el color de sus ojos, o acaso me hubiera distraído.
—¿Tomará un café conmigo?
—Gracias.
—¿Solo?
—Sí. Solo.
Pulsó un botón y ordenó por un dictáfono:
—Traiga dos cafés solos y algo de coñac. —Se dirigió a mí—: Porque también tomará coñac, ¿verdad?
—Preferiría un poco de ron.
—Entonces, el coñac lo tomaré yo. El ron no hay que pedirlo. Lo tengo aquí.
Me guiñó un ojo.
—Mi mala fama dice que me emborracho de ron. No es cierto. Pero sí lo es que eche un trago de vez en cuando.
Por alguna puerta no visible desde mi asiento había entrado un camarero mulato. Venía cargado con la bandeja de lo pedido. Sin decir palabra, sirvió los cafés.
—¿Has traído tres tazas?
—Dos, Excelencia.
—¿Queda café?
—Sí, Excelencia.
—Pruébalo.
El criado, sin rechistar, probó un sorbo de la cafetera. Dio un respingo, cayó al suelo gimiendo, se retorció y quedó quieto.
—¿Ve usted? —me dijo Su Excelencia—; de nada valen las precauciones. Y esto sucede al menos una vez cada mes. De modo que no encuentro camareros más que pagándolos a peso de oro.
Pulsó otro timbre y volvió a hablar por el dictáfono:
—Que vengan dos de la guardia.
Y volviéndose a mí, añadió:
—No se preocupe. Para estos casos tengo prevista una cafetera, junto al ron que le ofrecí. Pero es triste no poder confiar en lo usual, ¿no cree?
Lo que yo no creía era que el mulato hubiera muerto y que el café estuviese envenenado. Sin razón alguna, lo reconozco. A lo mejor estaba equivocado. Con una patadita al cuerpo caído me bastó para comprobar que estaba muerto.
Su Excelencia se había acercado a la pared trasera a su mesa de trabajo, de la que un panel se deslizó silenciosamente: una alacena llena de comestibles y botellas, con una especie de cocinita en el espacio inferior. Pude, por primera vez, ver entera su figura, aunque de espaldas. Era más bien bajo, de torso corpulento y piernas pequeñas y recias, como de jinete o ciclista. Llevaba unas palas doradas y estrelladas en las hombreras de la camisa. Las condecoraciones, no demasiadas, pero rutilantes, quedaban en la guerrera, que colgaba de una silla cercana. Así, de espaldas, llamaba la atención la cabeza cuadrada, tan chata por detrás que pudiera servir de blanco a una pistola o a un cuchillo. Se le marcaba el lugar preciso del impacto, un poco más arriba del pescuezo, en la nuca.
Él mismo recogió la bandeja de los cafés, vació las tazas y la botella del coñac en un lavaderito de porcelana, con grifos dorados. Después preparó una cafetera eléctrica y la enchufó. Limpió las tazas con un paño, cuidadosamente, después de haberlas olisqueado. «Cianuro, sin duda», dijo, sin dirigirse a nadie. Preparó él mismo la bandeja, con una botella de ron y dos vasos. La cafetera empezó a rugir. Se volvió.
—No quiero que desconfíe. Usted señalará la taza y el vaso, y yo beberé el primero.
Tuve que hacerlo. Así tomé un café excelente y un ron de los que ya no se encuentran. Él se había sentado. Requirió un montón de papeles, bien ordenados, los colocó delante de sí.
—Me gustaría que almorzásemos juntos y pasar la tarde charlando con usted, pero hoy no puede ser. Otro día, ya se lo advertiré. Pero hay ciertas cosas que debe usted saber: todas van aquí descritas y detalladas. El resumen se lo puedo decir de palabra: aproximadamente cada mes hay una conspiración contra mí, cuyos jefes son debidamente castigados. Estas conspiraciones las organizan los agentes del Gobierno. Conozco su desarrollo hora a hora. No me preocupan, como usted puede comprender: son un instrumento de poder que manejo con cierta habilidad. Pero existe otra conspiración, que yo no he provocado, que yo no he organizado, y que es la que tiene usted que descubrir. Le conviene leer esos papeles con atención para estar al tanto de las otras y no confundirse. Todo lo que se sabe de la ignorada son conjeturas y algún hecho como el que usted acaba de presenciar.
Se levantó.
—Cuando esté debidamente informado, solicite una entrevista conmigo, que ya procuraré que sea larga. Hágalo por medio de su secretaria. También le harán entrega de una pistola para su defensa, pero debe entregarla a quien se la pida antes de entrar a verme. La recobrará después. —Sonrió—. No es desconfianza, sino precaución. Nadie armado debe entrar en mi presencia, como puede imaginar. La ciencia ha adelantado mucho a ese respecto.
Me tendió la mano. Yo también me había levantado, pero sin darme cuenta de que había una persona a mi lado. Lo comprendí cuando Su Excelencia se dirigió a alguien que no era yo. Entonces volví la cabeza. Una de las secretarias estaba a mi lado, también grácil y uniformada. A primera vista, la tomé por la primera que me había recibido. Después lo confirmé.
—A partir de ahora, Gina, queda usted relevada de todo servicio que no sea el de acompañar y orientar a nuestro amigo. La supongo ya informada de quién es y de lo que hará entre nosotros. Trátelo bien y que lleve un buen recuerdo de su estancia aquí. Y por supuesto, infórmele de cuanto necesite. Si algo no lo sabe, pregunte en mi departamento de información: están advertidos.
Y volviéndose a mí, añadió:
—Gina es una buena compañera. Lo pasará usted bien. Ahora, pueden marcharse.
Gina me precedió a la salida: pude comprobar la ligereza de su talle.