EPÍLOGO

LA SENSACIÓN de ensueño desapareció a poco, porque las imágenes soñadas no duran tanto ni permanecen tan precisas en la memoria, y, sobre todo, no son tan coherentes. Me levanté convencido de que todo había sido cierto, de que había matado a un hombre para evitar que matasen a una mujer, de que este hombre era el dictador de las Islas. Repentinamente sobrenadó en mi conciencia una palabra, enigma, a cuyo análisis me apliqué. La historia y sus personajes aparecían como enigmáticos, pero lo enigmático no es más que la apariencia de una realidad cuando se desconoce el sistema de causas que la produjo, o bien algunos detalles, y yo había transcurrido por las Islas Extraordinarias moviéndome entre una serie de efectos, que si las causas conociera, todo estaría más claro. La enigmática motociclista, ¿era por ventura Gina? Si lo supiera, dejaría de ser enigmática. Recordé, también como enigmática, la vendedora de pipas, primera persona a la que había hablado en las Islas, y el hotel, y los dos recepcionistas, y las líneas irregulares que no había vuelto a convertirse en coma. ¿Eran también enigmáticos? Conseguí eliminar el vocablo de mi conciencia, y acepté las cosas como se me representaban en su orden, a sabiendas, eso sí, de que faltaban datos para su cabal entendimiento.

Los diarios de la tarde traían noticia escueta del asesinato del dictador; los de la mañana siguiente eran más explícitos: se atribuía su muerte a un agente de los emigrados; en la valija que el misterioso asesino había abandonado en el hotel donde estuviera instalado, se hallaron cartas comprometedoras, instrucciones precisas, pruebas escritas de haber recibido una buena cantidad. Del asesino se tenían pocas noticias, y, éstas, imprecisas. ¿Era un agente secreto a sueldo de quien lo pagase, o un voluntario fanático movido por potencias extrañas y, por supuesto, secretas? ¿Estaba detrás del asesino un grupo oscuro de emigrados, como se había creído al principio, o una sociedad secreta de difusión universal? El dinero recibido por el asesino, ¿era el pago de un servicio o sólo el anticipo para los gastos? ¿Había, como se empezaba a creer por algunos indicios, una mujer por medio?

Se celebraron unos funerales solemnes, presididos por el jefe del gobierno, ya jefe del Estado, vestido de uniforme de gran gala y acompañado de la viuda del dictador, inconsolable en su traje de luto, y el general, su hijo, también de gran gala, aunque con menos brillos: serio, abrumado, no había movido un solo músculo durante el espectáculo, ni siquiera al felicitar al profesor Martín por su oración fúnebre, en la que las palabras conmovidas no pretendían disimular el rigor intelectual y la precisión histórica: aquella figura dibujada por la palabra caliente del decano de la Facultad de Ciencias Políticas ofrecía los perfiles ya inconmovibles con que la persona del dictador sería recordada y venerada por las generaciones venideras, que verían en él un personaje político de primer orden, digno de un puesto de honor entre los grandes de la Historia, como el autor de aquellas palabras había asegurado siempre. La ceremonia fúnebre mezcló, aunque completas, las parafernalias militar y civil. Banderas a media asta, las vergas del buque escuela de la Armada embicadas; las cajas, destempladas y con crespones; la guardia cívica acompañó el cadáver y le rindió honores con fusiles de luto, mientras los cañones disparaban las veintiuna salvas de ordenanza. El mausoleo se levantó en el centro del parque y lo habían labrado en granito rosa: un sepulcro de la más pura vanguardia arquitectónica: escueto de líneas, pegado a tierra, como le hubiera gustado al dictador: afirmación póstuma de poder, su atrevida bóveda plana cerraba el gran espacio en cuyo centro el dictador reposaba en un sepulcro sencillo, sin más ornato que su nombre. Pero en las paredes, con letras de bronce, se narraban sus hazañas y los fastos inolvidables de la Gran Revolución, a que su nombre iba unido. Alguien me dijo, y no había razones para creerlo, aunque tampoco para dudarlo, que aquella misma mañana del funeral se fusilaron dos docenas de sospechosos, pero de esto la prensa no decía nada. Dijo, eso sí, que poco a poco se iba aclarando la participación de una mujer desconocida: que había sido ella probablemente la que le asestó el golpe mortal, mientras el dictador y su visitante iniciaban una partida de ajedrez, ya que el cuerpo muerto había aparecido debruzado sobre la mesa de juego, y también porque la empuñadura del arma carecía de huellas, como si la persona que la hubiese usado llevase guantes. Se probó que la noche de su muerte el dictador había recibido la visita de un hombre, pero también la de una mujer, cómplice si no protagonista, y que ambos habían huido en una motocicleta de gran cilindrada. Se sospechaba de dos agentes conocidos, servidores ora de un bando, ora del otro. En fin, el jefe del gobierno, también jefe del Estado, solicitó la extradición de cuatro o cinco sospechosos, pero con tan livianas razones, que las respuestas se demoraban, lo que daba lugar a protestas de prensa y a otras manifestaciones de disgusto. El país, sin embargo, marchaba bien, y nada había cambiado tras la muerte del dictador, lo cual redundaba en alabanza de su obra, firme e inconmovible, etcétera.

Un día me encontré con que alguien había traído mi equipaje, abandonado en el hotel la mañana de mi huida. En un sobre venía un papel en el que una mano anónima, con letra impersonal, había escrito: «Le conviene cambiar de ciudad.» Lo hice sin pensarlo más, pues el consejo mostraba por sí solo sus razones. Supuse que el envío y el consejo procedían de Gina, viva y libre. Me metí en otros trabajos, de modo que la historia de las Islas fue quedando en el olvido, como trasfondo que no se borra del todo: renacía, en todos sus detalles, en mis períodos de descanso. En uno de ellos decidí escribirla. Lo que puedo añadir es que no volví a tener noticias de Gina, y que en las Islas Extraordinarias, la fecha de la muerte del dictador es la más importante de las fiestas nacionales. No se sabe si es una fiesta alegre o triste.