Capítulo XXII
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La verdad

Cuando el inspector se encaró a Edmund Swettenham, Mitzi salió silenciosamente de la habitación y regresó a la cocina. Estaba llenando la pica cuando entró miss Blacklock.

Mitzi la miró avergonzada de soslayo.

—¡Qué embustera más grande eres, Mitzi! —manifestó miss Blacklock en tono festivo—. Mira, ésa no es manera de fregar. La plata primero. Y llena la fregadera por completo. No se puede fregar con dos pulgadas de agua nada más.

Mitzi abrió los grifos, sumisa.

—¿No está usted enfadada por lo que dije, miss Blacklock? —preguntó.

—Si me enfadara cada vez que dijeras una mentira, estaría siempre de mal humor.

—Iré a decirle al inspector que me lo inventé todo, ¿quiere?

—Eso lo sabe ya —le respondió amablemente miss Blacklock.

Mitzi cerró los grifos y, mientras lo hacía, dos manos le asieron la cabeza por detrás y, con un rápido movimiento, se la metieron en el fregadero lleno hasta el borde.

—Sólo que yo sé que por una vez en tu vida estás diciendo la verdad —anunció miss Blacklock con rabia.

Mitzi forcejeó, pero miss Blacklock era fuerte y le mantuvo la cabeza dentro del agua.

De pronto, desde algún punto de detrás de ella, se alzó lastimera la voz de Dora Bunner:

—¡Oh, Lotty… Lotty… no lo hagas, Lotty!

Miss Blacklock soltó un chillido. Levantó bruscamente las manos y Mitzi, viéndose libre, sacó la cabeza del agua, tosiendo medio ahogada.

Miss Blacklock chilló una y otra vez. Porque no había nadie en la cocina con ella.

—Dora, Dora, perdóname. Tuve que hacerlo… tuve que hacerlo.

Corrió casi sin darse cuenta de lo que hacía hacia la puerta del lavadero. El sargento Fletcher le cerró el paso. Y en aquel instante miss Marple salió, con el rostro encendido y triunfante, del armario de las escobas.

—Tengo una gran habilidad para imitar las voces de otras personas —afirmó miss Marple.

—Tendrá usted que acompañarme, señora —dijo el sargento Fletcher—. Yo fui testigo de cómo intentaba ahogar a la muchacha. Y habrá otras acusaciones. He de advertirle, Letitia Blacklock…

—Charlotte Blacklock —exclamó miss Marple—. Ése es su nombre. Debajo del collar de perlas que lleva siempre encontrará la cicatriz de la operación.

—¿Operación?

—La operación para extirparle el tumor del bocio.

Miss Blacklock, completamente serena ahora, miró a miss Marple.

—¿Así que está usted enterada de todo?

—Sí, hace algún tiempo que lo sé.

Charlotte Blacklock se sentó a la mesa y se echó a llorar.

—No debió usted hacer eso. No debió imitar la voz de Dora. Yo quería a Dora. La quería de verdad.

El inspector Craddock y los demás se habían apiñado junto a la puerta.

El agente Edwards, que a sus otros conocimientos sumaba el de saber hacer primeras curas y hacer la respiración artificial, estaba ocupado con Mitzi. En cuanto Mitzi pudo hablar, se mostró lírica, prodigándose a sí misma alabanzas.

—Eso lo hago bien, ¿eh? ¡Soy lista! ¡Y soy valerosa! ¡Oh, qué valiente soy! Por poco, por muy poco, yo muero asesinada también. Pero soy tan valiente que lo arriesgo todo.

Con bruscos movimientos, miss Hinchcliffe apartó a los demás a su paso y se abalanzó sobre la sollozante figura de miss Blacklock.

El sargento Fletcher tuvo que hacer uso de toda su fuerza para mantenerla a raya.

—Vamos —ordenó—. Vamos, por favor, miss Hinchcliffe.

Miss Hinchcliffe estaba murmurando entre los apretados dientes:

—Déjeme cogerla. Déjeme sólo que la coja. Fue ella quien mató a Amy Murgatroyd.

—Yo no quería matarla, yo no quería matar a nadie. No tuve más remedio; pero era Dora la que más me importaba. Después de morir Dora, me quedé sola; desde que murió, he estado sola. ¡Oh! Dora, Dora.

Y de nuevo sepultó la cabeza entre las manos y lloró.