Había terminado la cena en Little Paddocks, una cena silenciosa e incómoda. Patrick, profundamente inquieto por haber perdido el favor de Letitia Blacklock, sólo hizo intentos esporádicos por iniciar una conversación, y esos intentos no fueron bien recibidos. Phillipa Haymes estaba abstraída. La propia miss Blacklock había desistido de todo esfuerzo por dar muestras de su habitual buen humor. Se había cambiado de ropa para bajar al comedor, presentándose con su collar de camafeos. Pero por primera vez se leía el miedo en los ojos hundidos, miedo que delataba también la agitada crispación de sus manos.
Sólo Julia había conservado su aire de cínico desinterés durante toda la velada.
—Lamento —comentó— no poder hacer la maleta y marcharme, Letty. Pero supongo que la policía no me lo consentiría. De todas formas, no creo que vaya a seguir ofendiendo tu casa con mi presencia durante mucho tiempo más. Me imagino que el inspector Craddock aparecerá por aquí de un momento a otro con una orden de detención y las esposas. Es más, no logro comprender por qué no ha sucedido ya.
—Está buscando a la anciana, a miss Marple —replicó miss Blacklock.
—¿Crees que la habrán asesinado a ella también? —preguntó Patrick con curiosidad científica—. ¿Por qué? ¿Qué podía ella saber?
—No lo sé —respondió miss Blacklock con cierto desaliento—. Quizá miss Murgatroyd le dijo algo.
—Si a ella la han asesinado también —señaló Patrick—, no parece haber, lógicamente, más que una persona que pueda haber perpetrado el crimen.
—¿Quién?
—Hinchcliffe, naturalmente —afirmó Patrick con acento triunfal—. Es allí donde la vieron con vida la última vez: en Boulders. Yo diría que nunca salió de allí.
—Me duele la cabeza —dijo miss Blacklock con voz opaca. Se llevó los dedos a la frente—. ¿Por qué iba Hinch a asesinar a miss Marple? No tiene sentido.
—Lo tendría si Hinch hubiese asesinado a Murgatroyd —contestó Patrick.
Phillipa salió de su apatía para decir:
—Hinch no asesinaría a Murgatroyd.
Patrick estaba peleón.
—Pudiera ser, si Murgatroyd hubiese descubierto algo que demostraba que ella, Hinch, era una criminal.
—Sea como fuere, Hinch estaba en la estación cuando asesinaron a Murgatroyd.
—Pudo haberla matado antes de marcharse.
Letitia Blacklock chilló de pronto, sobresaltándolos a todos.
—¡Asesinato, asesinato, asesinato! ¿No sabéis hablar de otra cosa? Estoy asustada, ¿no lo comprendéis? Estoy asustada. No lo estaba antes. Creía saber cuidar de mí misma. Pero ¿qué puede hacer una contra un asesino que espera, vigila y aguarda entre nosotros?
Dejó caer la cabeza entre las manos. Un instante después recobró la compostura y se excusó con cierta rigidez.
—Lo siento, perdí por completo el control.
—No te preocupes, tía Letty —afirmó Patrick con afecto—. Yo te protegeré.
—¿Tú? —fue todo lo que dijo miss Blacklock.
Pero el desengaño que se ocultaba detrás de sus palabras casi era una acusación.
Todo esto había ocurrido poco antes de la cena, y Mitzi les había distraído al presentarse y declarar que ella no iba a preparar la cena.
—No haré nada más en esta casa. Me voy a mi habitación. Me encierro con llave. Me quedo allí hasta que amanezca. Tengo miedo, están matando a gente, esa miss Murgatroyd, con su estúpida cara inglesa, ¿quién iba a querer matarla? ¡Sólo un loco! Entonces, ¡es un loco el que anda suelto por ahí! Y a un loco no le importa a quien mata. Pero yo… ¡yo no quiero que me maten! Hay sombras en esa cocina, oigo ruidos, creo que hay alguien en el patio, veo una sombra junto a la puerta de la despensa y después oigo pisadas. Así que me voy ahora a mi habitación y cierro con llave, y hasta quizá ponga la cómoda contra la puerta. Y por la mañana le digo a ese policía duro y cruel que me marcho de aquí. Y si no me deja, diré: «¡Chillaré y chillaré y chillaré hasta que me deje marchar!».
Todo el mundo se estremeció ante la amenaza, recordando vivamente los gritos que era capaz de pegar Mitzi.
—Así que me voy a mi habitación —repitió Mitzi para dejar bien claras sus intenciones.
Con gesto simbólico, se quitó el delantal de cretona que llevaba.
—Buenas noches, miss Blacklock. Tal vez por la mañana no esté usted viva, así que, por si acaso, le digo adiós.
Se marchó bruscamente y la puerta se cerró tras ella con el habitual quejido suave.
Julia se puso en pie.
—Ya me encargaré yo de la cena —anunció en tono práctico—. Es un buen arreglo, mucho menos engorroso para todos vosotros que tenerme sentada a la mesa. Más vale que Patrick, ya que se ha erigido en protector tuyo, tía Letty, pruebe cada uno de los platos primero. No quiero que además se me acuse de envenenarte.
Así fue como Julia preparó y sirvió una cena verdaderamente excelente.
Phillipa había acudido a la cocina a ofrecer su ayuda, pero Julia le había dicho bien a las claras que no necesitaba ayuda de ninguna clase.
—Julia, hay una cosa que quiero decirte.
—No es éste el momento para las confidencias entre mujeres —le interrumpió la otra con firmeza—. Regresa al comedor, Phillipa.
Ahora, acabada la cena, se encontraban todos en la sala, con el café servido en la mesita junto al fuego. Y nadie parecía tener nada que decir. Esperaban, eso es todo.
El inspector Craddock llamó por teléfono a las ocho y media.
—Estaré con ustedes dentro de un cuarto de hora aproximadamente —anunció—. Me acompañarán el coronel Easterbrook y su esposa, Mrs. Swettenham y su hijo.
—La verdad, inspector, no estoy para hacer los honores a nadie esta noche.
La voz de miss Blacklock sonaba como si ya no pudiera soportar mucho más.
—Comprendo sus sentimientos, miss Blacklock. Lo siento, pero esto es urgente.
—¿Ha encontrado usted a… a miss Marple?
—No —dijo el inspector.
Y cortó la comunicación.
Julia llevó la bandeja del café a la cocina, donde, con gran sorpresa suya, vio a Mitzi contemplando las pilas de platos y fuentes en la fregadera.
Mitzi estalló en un torrente de palabras.
—¡Fíjese en lo que ha hecho en mi preciosa cocina! ¡Esa sartén! ¡Sólo… sólo la uso para las tortillas! Y usted, ¿para qué la ha usado usted?
—Para freír cebollas.
—Echada a perder, completamente echada a perder. Ahora habrá que fregarla, y yo nunca friego mi sartén de hacer tortillas. Sólo la froto cuidadosamente con papel de diario engrasado. Y esta cacerola que usted ha usado… ésta, yo sólo la uso para la leche.
—Mire, yo no sé qué cacharro usa usted para cada cosa —le contestó Julia—. Se empeñó en irse a la cama y ahora no sé por qué demonios se le ha ocurrido levantarse otra vez. Márchese y déjeme que friegue los cacharros.
—No, no permitiré que use mi cocina.
—¡Oh, Mitzi! ¡Es usted imposible!
Julia salió furiosa de la cocina y, en aquel momento, sonó el timbre de la puerta.
—Yo no voy a abrir puerta —gritó Mitzi desde la cocina.
Julia masculló una expresión continental muy poco cortés y se dirigió a la puerta principal.
Era miss Hinchcliffe.
—Buenas noches —dijo con voz arisca—. Siento estorbar. El inspector habrá telefoneado, supongo.
—No nos avisó de que iba a venir usted —respondió Julia conduciéndola a la sala.
—Me dijo que no era necesario que viniese si no quería —anunció miss Hinchcliffe—, pero sí que quiero.
Nadie le dio el pésame a miss Hinchcliffe ni mencionó la muerte de Murgatroyd. El afligido rostro de la alta y vigorosa mujer resultaba harto elocuente y hubiese parecido una impertinencia cualquier expresión de simpatía.
—Encended todas las luces —ordenó miss Blacklock— y echad más carbón al fuego. Tengo frío, un frío glacial. Venga y siéntese junto al fuego, miss Hinchcliffe. El inspector dijo que estaría aquí dentro de un cuarto de hora. Debe de estar al caer.
—Mitzi ha vuelto a bajar —le informó Julia.
—¿Sí? A veces pienso que esa muchacha está loca; claro que, después de todo, quizá todos lo estemos.
—No puedo tolerar que se diga que los que cometen crímenes están locos —bramó miss Hinchcliffe—. Horrible e inteligentemente cuerdo, eso es lo que yo creo que es un criminal.
Fuera se oyó un automóvil y, a los pocos instantes, entró Craddock, acompañado por el coronel Easterbrook y su esposa, Mrs. Swettenham y su hijo.
Todos parecían extrañamente cohibidos.
El coronel dijo, en una voz que era simple eco de la habitual:
—¡Vaya! ¡Un buen fuego!
Mrs. Easterbrook no quiso quitarse el abrigo de pieles y se sentó junto a su marido. Su rostro, generalmente bonito y algo vacuo, estaba ahora contraído y parecía el de una comadreja. Edmund estaba de mal humor y miraba ceñudo a todo el mundo. Mrs. Swettenham estaba haciendo lo que evidentemente era un gran esfuerzo y parecía una simple parodia de sí misma.
—Es terrible, ¿verdad? —murmuró—. Todo, quiero decir. Y en realidad, cuanto menos se diga, mejor. Porque una no sabe a quién le tocará después. Es como la peste. Querida miss Blacklock, ¿no le parece que debería tomar un poquito de coñac? ¿Media copa siquiera? Yo digo que no hay nada como el coñac, ¡es un estimulante tan maravilloso! Yo… debe de parecer tan terrible que nos hayamos presentado aquí de esta manera, pero el inspector Craddock nos obligó a venir. Y parece tan terrible… no ha sido encontrada, ¿sabe? A esa pobrecita vieja de la vicaría, quiero decir. Bunch Harmon está casi frenética. Nadie sabe adonde fue. A nuestra casa no, eso lo sé con toda seguridad. No la he visto hoy. Y si hubiera venido a casa, yo lo sabría, porque estaba en la sala, atrás, y Edmund estaba en su despacho, escribiendo, y eso está en la parte de delante. Así que si se hubiera acercado por un lado o por otro, la hubiésemos visto. ¡Oh! ¡Cómo confío y cómo le pido a Dios que no le haya sucedido nada a esa querida y dulcísima viejecita, que aún conserva todas sus facultades!
—Mamá —dijo Edmund con expresión de agudo sufrimiento—, ¿no podrías callarte?
—Te aseguro, querido —contestó Mrs. Swettenham—, que no tengo el menor deseo de decir una palabra.
Y se sentó en el sofá, junto a Julia.
El inspector Craddock estaba de pie cerca de la puerta. Frente a él, y casi en hilera, se sentaban las tres mujeres. Julia y Mrs. Swettenham en el sofá. Mrs. Easterbrook sentada en el brazo del sillón que ocupaba su esposo. Aquella disposición no era cosa suya, pero la encontraba muy adecuada.
Miss Blacklock y miss Hinchcliffe estaban acurrucadas junto al fuego. Edmund se encontraba cerca de ellas. Phillipa estaba muy atrás, en la sombra.
Craddock empezó a hablar sin preámbulos.
—Todos ustedes saben que miss Murgatroyd ha sido asesinada. Tenemos motivos para creer que la persona que la mató era una mujer. Y por ciertas otras razones podemos limitar aún más el círculo. Estoy a punto de pedirles a ciertas señoras que me rindan cuentas de lo que estaban haciendo esta tarde entre las cuatro y las cuatro y veinte. Ya he escuchado de sus propios labios lo que ha estado haciendo la señorita que se ha hecho llamar hasta ahora Julia Simmons. Le pediré que repita su declaración. Asimismo, miss Simmons, he de advertirle que no tiene usted que contestar si cree que sus respuestas pueden comprometerla, que todo cuanto diga será anotado por el agente Edwards y podrá ser empleado como prueba ante los tribunales.
—Tienen ustedes la obligación de decir eso, ¿verdad? —comentó Julia. Estaba algo pálida, pero serena—. Repito que entre las cuatro y las cuatro y media caminaba por el campo que conduce al arroyo junto a la granja Compton. Regresé a la carretera por el otro campo en el que hay tres álamos. No me encontré con nadie que yo recuerde. No me acerqué para nada a Boulders.
—¿Mrs. Swettenham?
—¿Es para todos esa advertencia de que cuanto se diga podrá ser utilizado ante los tribunales? —preguntó Edmund.
El inspector se volvió hacia él.
—No. De momento, sólo es para miss Simmons. No tengo motivos para creer que ninguna otra declaración que se haga pueda ser comprometedora; pero cualquiera de ustedes, claro está, tiene derecho a solicitar que esté presente un abogado y a negarse a contestar a toda pregunta a menos que él se encuentre delante.
—Oh, eso sería muy tonto y no serviría más que para perder el tiempo —exclamó Mrs. Swettenham—. Estoy segura de que puedo decirle inmediatamente lo que estaba haciendo. Eso es lo que usted quiere, ¿verdad? ¿Empiezo ahora mismo?
—Sí, si me hace usted el favor, Mrs. Swettenham.
—Vamos a ver… —Mrs. Swettenham cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Claro que yo no tuve nada que ver con la muerte de miss Murgatroyd. Estoy segura de que todos los presentes lo saben, pero soy mujer de mundo. Sé perfectamente que la policía tiene que hacer las preguntas más innecesarias y anotar las respuestas con sumo cuidado para que consten en lo que ellos llaman los antecedentes del caso, ¿verdad que sí?
Mrs. Swettenham le dirigió la pregunta al agente Edwards y agregó complaciente:
—Espero que no estaré hablando demasiado aprisa para usted.
El agente Edwards, buen taquígrafo, pero poco conocedor de las convenciones sociales, del savoir faire, se puso colorado hasta las orejas y replicó:
—No se preocupe, señora. Aunque quizás un poquito más despacio iría mejor.
La señora reanudó su discurso con enfáticas pausas allí donde ella consideraba que resultarían apropiados un punto o una coma.
—Bueno, claro, resulta difícil decirlo con exactitud porque no tengo en realidad mucho sentido del tiempo. Y desde la guerra, la mitad de nuestros relojes ni siquiera funcionan, y los que funcionan van con frecuencia adelantados o atrasados, o se paran porque no les hemos dado cuerda.
Mrs. Swettenham hizo una pausa para dar tiempo a que este cuadro de confusión de tiempo penetrara en la mente de su auditorio y luego prosiguió:
—Lo que yo creo que estaba haciendo a las cuatro es empezar a dar la vuelta al talón de mi calcetín (y Dios sabe por qué razón lo volvía del revés, haciendo puntos invertidos con las agujas y no sencillos, ¿comprende?), pero si no estaba haciendo eso, entonces estaría fuera recortando los crisantemos, aunque no, eso fue más temprano, antes de que lloviera.
—La lluvia —señaló el inspector— empezó a las cuatro y diez en punto.
—¿De veras? Pues eso ayuda mucho. Claro, estaba en el pasillo del piso colocando una palangana en el pasillo, por donde siempre cala la lluvia. Y entraba tan aprisa entonces que comprendí que el canalón estaba obstruido otra vez. Así que bajé en busca de mi impermeable y de las botas de goma. Llamé a Edmund, pero no me contestó; pensé que a lo mejor habría llegado a un punto importante de su novela y que sería mejor no molestarle. Después de todo, muchas veces lo he hecho yo sola. Con el mango de la escoba, ¿sabe?, atada a esa cosa larga que sirve para levantar ventanas y puertas.
—¿Quiere usted decir con eso —preguntó Craddock, viendo la expresión de desconcierto en el rostro de su subordinado— que estaba limpiando el canalón de desagüe?
—Sí, un montón de hojas secas obstruían la tubería. Necesité mucho tiempo y me mojé bastante, pero finalmente lo desatasqué. Y luego entré, me lavé y me cambié. ¡Huelen tan mal las hojas secas! Y entré después en la cocina y puse la tetera al fuego. Eran las seis y cuarto en el reloj de la cocina.
El agente Edwards parpadeó.
—Lo que significa —terminó diciendo Mrs. Swettenham con aire triunfal— que eran exactamente las cinco menos veinte —agregó.
—¿La vio alguien mientras limpiaba el canalón?
—No, señor. Si alguien se hubiera presentado, le hubiera echado el guante en seguida para que me ayudase. Es una cosa muy difícil para hacerla una persona sola.
—Así que, según su declaración, cuando llovía estaba usted fuera con impermeable y botas de agua. Y según usted, durante ese tiempo estuvo limpiando un canalón de desagüe. Pero no tiene a nadie que pueda dar testimonio de ello.
—Puede usted examinar el canalón —sugirió Mrs. Swettenham—. Está completamente despejado.
—¿Oyó usted que le llamara su madre, Mr. Swettenham?
—No —contestó Edmund—, estaba dormido como un tronco.
—Edmund —dijo su madre con reproche—, yo creí que estabas escribiendo y por eso no insistí.
El inspector Craddock se volvió hacia Mrs. Easterbrook.
—¿Y usted, Mrs. Easterbrook?
—Estaba sentada con Archie en su despacho —respondió la aludida con los ojos muy abiertos y la mirada inocente—. Estábamos oyendo la radio juntos, ¿verdad, Archie?
Hubo una pausa. El coronel Easterbrook se había puesto muy colorado. Tomó la mano de su esposa entre las suyas.
—Tú no entiendes estas cosas, cariño. Yo… bueno, he de confesar, inspector, que esto nos ha pillado por sorpresa. A mi esposa, ¿sabe?, todo esto le ha dado un enorme disgusto. Es nerviosa y no se da cuenta de la importancia de… de pensarlo debidamente antes de hacer una declaración.
—Archie —exclamó Mrs. Easterbrook con tono de reproche—, ¿vas a decir que no estabas conmigo?
—Pero no lo estaba, ¿verdad, querida? Quiero decir que hay que atenerse a los hechos. Es muy importante en esta clase de investigaciones. Yo estaba hablando con Lampson, el granjero de Croft Ands, acerca de la tela de alambre para las gallinas. No regresé a casa hasta después de que parara la lluvia. Un poco antes del té. A las cinco menos cuarto. Laura estaba haciendo tostadas.
—¿Y había salido usted también, Mrs. Easterbrook?
Su bonito rostro recordó más que nunca al de una comadreja. Los ojos evidenciaban que se sentía acorralada.
—No… no, estuve escuchando la radio. No salí. No entonces. Había salido más temprano. A eso de… de las tres y media. A dar un paseo nada más. No muy lejos.
Pareció como si esperara que le fuesen a hacer más preguntas.
—Es todo, Mrs. Easterbrook —dijo, y añadió—: Estas declaraciones se transcribirán a máquina. Podrán ustedes leerlas y firmarlas si las encuentran correctas.
Mrs. Easterbrook le miró con repentina rabia.
—¿Por qué no les pregunta a los demás dónde estaban? ¿A Haymes? ¿A Edmund Swettenham? ¿Cómo sabe usted que estaba dormido en casa? Nadie le vio.
El inspector Craddock le contestó sin alterarse:
—Miss Murgatroyd hizo cierta declaración antes de morir. La noche del atraco, alguien se ausentó de esta habitación. Alguien que se supuso se encontraba en la habitación todo el tiempo. Miss Murgatroyd le dijo a su amiga los nombres de las personas a quienes ella vio. Mediante un proceso de eliminación, hizo el descubrimiento de que había alguien a quien no había visto.
—Nadie podía ver nada —advirtió Julia.
—Murgatroyd sí —le corrigió miss Hinchcliffe con su voz profunda—. Estaba detrás de la puerta, donde el inspector Craddock se encuentra ahora. Ella era la única persona que podía ver lo que estaba sucediendo.
—¡Ajá! ¿Así que eso es lo que creen, eh? —exclamó Mitzi.
Había hecho una de sus entradas teatrales, abriendo con violencia la puerta y casi apartando a Craddock a un lado. Estaba frenética de excitación.
—¡Ah! ¿Usted no le pide a Mitzi que entre aquí con los otros, eh, guardia tieso? ¡Yo no soy más que Mitzi! ¡Mitzi la de la cocina! Que se quede en la cocina, que es el sitio que le corresponde. Pero yo le digo que Mitzi ve tan bien como cualquier otro y quizá mejor, sí, puede ver las cosas incluso mejor. Vi algo la noche del atraco. Vi algo y no lo creí del todo, y callé la lengua hasta ahora. Pensé para mí: «no diré qué es lo que he visto, aún no. Esperaré».
—Y cuando las cosas se hubieran calmado, pensaba pedirle dinero a cierta persona, ¿verdad? —dijo Craddock.
Mitzi se revolvió contra él como un gato enfurecido.
—¿Y por qué no? ¿Por qué mirarme con desprecio? ¿Por qué no ha de pagárseme por ello si yo he sido tan generosa como para guardar silencio? Sobre todo cuando un día habrá dinero, mucho, mucho dinero. ¡Oh, y he oído cosas! ¡Yo sé lo que pasa! Conozco este «Pipemmer», esta sociedad secreta de la que ella —señaló teatralmente a Julia— es agente. Sí, hubiese esperado y pedido dinero, pero ahora tengo miedo. Prefiero estar segura. Porque pronto, quizás, alguien me matará a mí. Así que le diré lo que sé.
—Bien —dijo el inspector—. ¿Qué es lo que sabe?
—Se lo diré —anunció Mitzi con solemnidad—. Aquella noche yo no estaba en la despensa limpiando cubiertos de plata como dije; estaba ya en el comedor cuando sonó el disparo. Miré por el agujero de la cerradura. El pasillo estaba a oscuras, pero el revólver disparó otra vez y la linterna se cayó, y se giró al caer, y la vi a ella. La vi allí, cerca de él, con el revólver en la mano. Vi a miss Blacklock.
—¿A mí? —exclamó miss Blacklock, irguiéndose asombrada en su asiento—. ¿Está usted loca?
—Eso es imposible —exclamó Edmund—. Mitzi no puede haber visto a miss Blacklock.
Craddock le interrumpió, y su voz tenía la cualidad corrosiva de un ácido.
—¿Que no pudo, Mr. Swettenham? ¿Y por qué no? ¿Porque no era miss Blacklock la que estaba allí pistola en mano? Era usted, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Claro que no! ¡Qué diablos…!
—Usted se llevó el revólver del coronel Easterbrook. Usted organizó todo el asunto con ayuda de Rudi Scherz, como si se tratara de una broma. Usted siguió a Patrick Simmons al otro extremo de la sala y, cuando se apagaron las luces, se escapó por la puerta cuidadosamente engrasada. Disparó contra miss Blacklock y luego mató a Rudi Scherz. Unos segundos más tarde estaba usted en la otra sala intentando encender el mechero.
Durante un momento Edmund pareció no saber qué decir. Luego estalló:
—Esa idea es monstruosa. ¿Por qué yo? ¿Qué posible motivo iba a tener yo?
—Si miss Blacklock muere antes que Mrs. Goedler, no olvide que la heredan dos personas. Las dos que conocemos con el nombre de Pip y Emma. Julia Simmons ha resultado ser Emma.
—¿Y usted cree que yo soy Pip? —Edmund se echó a reír—. ¡Fantástico, absolutamente fantástico! Tengo aproximadamente la edad y eso es todo. Y le puedo demostrar a usted, solemnísimo imbécil, que yo soy Edmund Swettenham. Certificado de nacimiento, colegios, universidad, todo.
—No es Pip —la voz surgió de las sombras del rincón. Phillipa Haymes se adelantó, pálido el semblante—. Pip soy yo, inspector.
—¿Usted, Mrs. Haymes?
—Sí, todo el mundo parece haber dado por sentado que Pip era un chico. Julia sabía, naturalmente, que su gemela era chica. No sé por qué no lo dijo esta tarde.
—Solidaridad de familia —replicó Julia—. Me di cuenta de quién eras. No tenía la menor idea hasta entonces.
—Yo había tenido la misma idea que Julia —continuó Phillipa con un leve temblor en la voz—. Después de… de perder a mi marido y terminar la guerra, me pregunté qué iba a hacer. Mi madre murió hace muchos años. Descubrí lo de mis parientes Goedler. Mrs. Goedler se estaba muriendo y a su muerte el dinero iba a parar a miss Blacklock. Averigüé dónde vivía y… y vine aquí. Me puse a trabajar para Mrs. Lucas. Confiaba en que, puesto que miss Blacklock tenía edad y carecía de parientes, podría quizás estar dispuesta a ayudarme. No a mí, porque yo podía trabajar, pero sí ayudar a que Harry se educara. Después de todo, el dinero era de los Goedler y ella no tenía a nadie en quien gastarlo.
—Y entonces —Phillipa habló más deprisa, como si ahora que había decidido hablar no pudiera controlar sus palabras— se cometió el atraco y empecé a asustarme. Porque di por hecho que la única persona que tenía motivos para desear la muerte de miss Blacklock era yo. No tenía la menor idea de quién era Julia. No somos gemelas idénticas y nos parecemos muy poco. No, aparentemente yo era la única persona sospechosa.
Calló y, al apartarse la rubia cabellera de la cara, Craddock se dio cuenta de pronto de que la descolorida fotografía de la caja de cartas tenía que ser un retrato de la madre de Phillipa. El parecido resultaba innegable. Sabía también por qué la mención de aquel gesto de cerrar y abrir las manos le había resultado tan familiar: era precisamente lo que estaba haciendo Phillipa en aquellos instantes.
—Miss Blacklock ha sido buena conmigo. Muy, muy buena. Yo no he intentado matarla. Jamás pensé hacer algo así; pero sea como fuere, yo soy Pip.
Y añadió:
—Así que, como ve, ya no tiene por qué sospechar de Edmund.
—No, ¿eh? —contestó Craddock.
Y el tono corrosivo sonó de nuevo en su voz.
—Edmund Swettenham es un joven que ama el dinero. Un joven que quizá quería casarse con una mujer rica, pero no sería rica a menos que miss Blacklock muriera antes que Mrs. Goedler. Y puesto que parecía casi seguro que Mrs. Goedler sería la primera en morir, bueno, algo tenía que hacer él, ¿no es así, Mr. Swettenham?
—¡Eso es una solemnísima mentira! —gritó Edmund.
Y entonces, de pronto, se oyó algo. Procedía de la cocina. Un prolongado aullido de terror.
—¡Ésa no es Mitzi! —exclamó Julia.
—No —dijo el inspector Craddock—, es alguien que ha asesinado a tres personas.