Capítulo XIII
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Actividades matutinas en Chipping Cleghorn (Continuación)

Miss Marple salió por la verja de la vicaría y bajó por el camino que conducía a la calle principal.

Andaba bastante deprisa con ayuda del sólido bastón de fresno del reverendo Julian Harmon.

Pasó por delante de la taberna, la «Red Cow», y de la carnicería, y se detuvo un momento a echar una mirada al escaparate de la tienda de antigüedades de Mr. Elliot. Estaba situada precisamente junto al café y salón de té «El Pájaro Azul», para que los acaudalados automovilistas, después de detenerse a tomar una taza de té y los pasteles de un brillante color azafrán, llamados, por puro eufemismo, de «fabricación casera», sucumbieran a la tentación del elegante escaparate de Mr. Elliot.

En aquel antiguo escaparate curvo, Mr. Elliot exponía cosas para todos los gustos. Dos piezas de cristal de Waterford reposaban sobre un impecable refrigerador de vino. Un buró de nogal se proclamaba como «Una verdadera ganga». Y sobre una mesa, dentro del propio escaparate, había un sugestivo surtido de aldabones baratos, unas cuantas piezas de porcelana de Dresde desportilladas, un par de collares de abalorios de triste aspecto, un tazón con la leyenda «Recuerdo de Tunbridge Wells» y algunas chucherías de plata victoriana.

Miss Marple dedicaba al escaparate su concentrada atención y Mr. Elliot, obesa araña entrada en años, atisbó desde su tela para calcular las posibilidades de aquella nueva mosca.

Pero en el preciso momento en que llegaba a la conclusión de que los encantos del tazón de Tunbridge Wells iban a resultar una tentación demasiado fuerte para la señora alojada en la vicaría —porque, claro, Mr. Elliot sabía, como todo el mundo, quién era miss Marple— ésta vio por el rabillo del ojo a miss Dora Bunner, que entraba en «El Pájaro Azul», e inmediatamente decidió que lo que ella necesitaba para contrarrestar los efectos del viento frío era una taza de café.

Cuatro o cinco señoras estaban ya ocupadas en endulzar su mañana de compras gracias a una pausa para tomar un tentempié. Miss Marple, que tardó unos segundos en acostumbrarse a la penumbra del local mientras simulaba artísticamente cierta indecisión, oyó la voz de Dora Bunner a su lado.

—Oh, buenos días, miss Marple. Siéntese aquí, por favor. Estoy sola.

—Gracias.

Miss Marple se sentó agradecida en una butaca de líneas rectas pintada de azul que hacía juego con la decoración del establecimiento.

—¡Un aire helado! —se quejó—. Y no puedo andar muy deprisa por el reuma que tengo en la pierna.

—Oh, la comprendo perfectamente. Yo tuve ciática un año, y la mayor parte del tiempo sentía un dolor tremendo.

Las dos señoras charlaron con entusiasmo del reuma, la ciática y la neuritis. Una muchacha hosca, con bata color rosa por cuya pechera desfilaba una bandada de pájaros azules bordados, tomó nota de su pedido de café y pastas, bostezando con expresión de hastío.

—Las pastas —le susurró miss Bunner en un susurro— son bastante buenas aquí.

—No sabe usted cuánto me llamó la atención esa muchacha tan bonita que conocí cuando salíamos de casa de miss Blacklock el otro día —comentó miss Marple—. Creo que dijo que hacía trabajos de jardinería. O trabajaba la tierra. Hynes… ¿no se llamaba así?

—Ah, sí. Phillipa Haymes. Nuestra «huésped», como la llamamos —Miss Bunner se rió de su propio humor—. ¡Una muchacha tan agradable y comedida! Una señora, ¿sabe?

—Me hace usted pensar. Yo conocía a un coronel Haymes… de la caballería india. ¿Su padre, quizá?

—Es la viuda de Mr. Haymes. A su marido le mataron en Sicilia o Italia. Ese coronel era su suegro.

—Me preguntaba si cabía la posibilidad de que se hubiera iniciado un pequeño romance entre ella y ese joven tan alto —dijo miss Marple con un tono pícaro.

—¿Patrick, quiere decir? Oh, no creo…

—No, me refería a un joven con gafas. Le he visto por el pueblo.

—¡Ah, claro! ¡Edmund Swettenham! La señora del rincón es su madre, Mrs. Swettenham. La verdad, no lo sé. ¿Usted cree que le gusta? Es un joven tan raro, a veces dice las cosas más turbadoras del mundo. Se le supone ingenioso, ¿sabe?

—El ingenio no lo es todo —dijo miss Marple, meneando la cabeza—. Ah, aquí está nuestro café.

La muchacha hosca lo dejó sobre la mesa ruidosamente. Miss Marple y miss Bunner se ofrecieron pastas mutuamente.

—¡Me pareció tan extraordinario cuando me enteré de que usted y miss Blacklock fueron juntas al colegio! Es una amistad muy antigua.

—Sí, en efecto —suspiró miss Bunner—. Muy poca gente es tan fiel a sus antiguas amistades como miss Blacklock. ¡Qué lejanos parecen aquellos días! ¡Tan bonita como era y tanto que disfrutaba de la vida! ¡Qué triste me pareció!

Miss Marple, que no tenía la menor idea del porqué de su tristeza, exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.

—La vida es muy dura —murmuró.

—Y una triste aflicción, valerosamente soportada —añadió miss Bunner, húmedos los ojos de emoción—. Siempre me acuerdo de este verso. «Verdadera paciencia, verdadera resignación». Tanta paciencia y tanto coraje deberían ser recompensados, eso es lo que yo digo. A mí me parece que no hay nada demasiado bueno para la querida miss Blacklock, y creo que todo lo bueno que le pase lo merece.

—El dinero —dijo miss Marple— puede contribuir mucho a aliviar el penoso sendero de la vida.

Hizo tal observación con cierta seguridad, pues juzgaba que a lo que Dora se refería era a las perspectivas de riqueza que aguardaban a miss Blacklock. El comentario, sin embargo, desvió por otros senderos el pensamiento de miss Bunner.

—¡El dinero! —exclamó con amargura—. Yo creo que hasta que no lo experimentas en propia carne, no puedes saber lo que es realmente el dinero, o la falta de dinero, más bien.

Miss Marple asintió moviendo la nevada cabeza comprensiva. Miss Bunner prosiguió, hablando muy aprisa y con creciente exaltación:

—Con cuánta frecuencia he oído decir a algunas personas: «¡Prefiero tener flores en la mesa que comer sin tenerlas!». Pero ¿cuántas veces ha tenido esa gente que pasarse sin comer? No saben lo que es; nadie que no lo haya pasado sabe lo que es tener hambre de verdad. Pan, conserva de carne y un poco de margarina. Día tras día. ¡Y cómo llega una a anhelar un buen plato de carne y otro de verdura! Y la miseria. Zurcirse una la ropa y confiar en que no se note. Presentarse a pedir trabajo y tener que oír decir siempre que una es demasiado mayor. Y luego conseguir quizás una colocación y darse una cuenta de que, después de todo, careces de fuerzas para desempeñarla. Desfalleces. Y vuelta otra vez. Y el alquiler… siempre el alquiler que hay que pagar. De lo contrario, te quedas en la calle. Y en estos tiempos, queda tan poco después de eso. La pensión no da mucho de sí, la verdad es que no.

—Lo sé —dijo miss Marple con dulzura.

Contempló con compasión el rostro tembloroso de miss Bunner.

—Le escribí a Letty. Vi su nombre en el periódico por casualidad. Fue con motivo de una comida dada a beneficio del hospital de Milchester. Lo vi en letras de molde. Miss Letitia Blacklock. Me hizo recordar el pasado. No había tenido noticias suyas desde hacía años. Había sido la secretaria de ese hombre tan rico que se llamaba Goedler. Siempre fue una muchacha muy lista, de las que están destinadas a triunfar. No por ser bien parecidas, sino por tener carácter. Pensé… bueno, pensé… «quizá me recuerde»; y ella era una persona a quien sabía que podía acudir. Quiero decir, alguien a quien conocía de niña, con quien fui al colegio. Y ella me conocía a mí, por supuesto… quiero decir que en seguida sabría que no era una… una simple pedigüeña.

Las lágrimas asomaron súbitamente a los ojos de Dora Bunner.

—Y entonces vino Lotty y me trajo aquí, dijo que necesitaba alguien que la ayudara. Claro que me quedé muy sorprendida… muy sorprendida, pero es frecuente que los periódicos se equivoquen. Qué bondadosa fue y qué comprensiva. Y recordaba los tiempos del colegio también. Haría cualquier cosa por ella. De veras que sí. Y lo intento con todas mis fuerzas, pero me temo que a veces me armo un taco. Mi cabeza no es lo que era. Me equivoco. Y me olvido y digo cosas tontas. Ella tiene mucha paciencia. Y es tan buena que siempre finge que le soy útil. Ésa es la verdadera bondad, ¿no?

—Sí, ésa es la verdadera bondad —afirmó miss Marple.

—¿Sabe usted?, antes me preocupaba, incluso después de venir a Little Paddocks… pensando en lo que sería de mí si… si le ocurriera algo a miss Blacklock. Después de todo, ¡ocurren tantos accidentes! Esos automóviles que corren de esa manera. Nunca se sabe, ¿verdad? Naturalmente, nunca dije una palabra, pero ella debió adivinarlo. De pronto, un día me dijo que me había dejado una pequeña pensión en su testamento y lo que aprecio más, todos sus hermosos muebles. Quedé tan abrumada; pero ella dijo que nadie sabría apreciarlos tanto como yo, y eso es cierto. No puedo soportar que se rompa una pieza de porcelana, o que se dejen sobre la mesa vasos mojados que dejan una señal. Y me complace en extremo cuidar de sus cosas. Algunas personas, concretamente algunas personas, son tan descuidadas… ¡Y a veces peor que descuidadas!

»No soy tan estúpida como parezco —continuó miss Bunner con sencillez—. Me doy cuenta, ¿sabe?, de cuando alguien se está aprovechando de Letty. Algunas personas, no diré nombres, abusan. La querida miss Blacklock es quizás un poco demasiado confiada.

Miss Marple sacudió la cabeza.

—Eso es un error —dijo.

—Sí que lo es. Usted y yo, miss Marple, conocemos el mundo. La querida miss Blacklock… —meneó la cabeza.

Miss Marple pensó que, como secretaria de un gran financiero, podía suponerse que miss Blacklock conocía el mundo también. Pero probablemente lo que Dora Bunner quería decir era que Letty Blacklock siempre se había encontrado en buena posición y que la gente que se encuentra en buena posición no conoce los abismos más profundos de la naturaleza humana.

—¡Patrick! —exclamó miss Bunner tan bruscamente y con tanta aspereza que miss Marple dio un salto—. Dos veces por lo menos, que yo sepa, le ha sacado dinero fingiendo que andaba apurado, que se había metido en deudas. Es demasiado generosa. Lo único que me dijo cuando lo comenté con ella fue: «El muchacho es joven, Dora, y en la juventud es cuando uno ha de divertirse».

—Eso no deja de ser cierto —dijo miss Marple—; y un joven tan guapo, además.

—La belleza no lo es todo —replicó Dora Bunner—. Es demasiado aficionado a reírse de la gente. Y supongo que tendrá muchas amistades femeninas. Yo no soy para él más que alguien de quien reírse. No parece darse cuenta de que la gente tiene sentimientos.

—Los jóvenes son bastante descuidados en ese sentido —señaló miss Marple.

Miss Bunner se inclinó hacia delante de pronto, con aire de misterio.

—No dirá usted una palabra, ¿verdad, querida? —exigió—. Pero tengo el presentimiento de que él ha tenido algo que ver en este asunto tan terrible. Yo creo que conocía a ese joven, o Julia, tal vez. No me atrevo ni a insinuarle semejante cosa a la querida miss Blacklock. Por lo menos, lo intenté y casi me pegó un mordisco. Y claro, es incómodo, Patrick es su sobrino, o su primo, y si ese joven suizo se pegó un tiro, podría considerarse que él es moralmente responsable, ¿verdad? Si le hubiese inducido, quiero decir. Me desconcierta enormemente todo esto, que todo el mundo le dé tanta importancia a la otra puerta que da a la sala. Ésa es otra de las cosas que me preocupan, que el detective dijera que la habían engrasado. Porque yo vi…

Se detuvo abruptamente.

Miss Marple hizo una pausa para seleccionar una frase.

—Es una situación muy difícil para usted —manifestó en tono comprensivo—. Naturalmente, usted no quiere que llegue a oídos de la policía.

—Ahí está, precisamente —exclamó Dora Bunner—. Me desvelo por la noche, pensando y me preocupo, porque el otro día me encontré a Patrick entre los arbustos. Yo andaba buscando huevos, hay una gallina que siempre los pone fuera del nidal, y le vi con una pluma de ave en la mano y una taza con aceite en la otra. Y se sobresaltó de una forma muy sospechosa al verme y dijo: «Me estaba preguntando qué haría esto aquí». Bueno, claro, sabe pensar con rapidez. Seguramente fue lo primero que se le ocurrió cuando le sorprendí. ¿Y cómo iba a encontrar una cosa así entre los arbustos a menos que la anduviera buscando y supiese exactamente dónde estaba? Ni que decir tiene que no dije nada.

—No, no, claro que no.

—Pero le eché una mirada, ¿comprende?

Dora Bunner alargó la mano y mordió distraída una pasta de color salmón.

—Y el otro día oí una curiosa conversación entre él y Julia. Parecían estar regañando o algo así. Él decía: «¡Si yo creyera que tú tenías algo que ver con una cosa así…!». Y Julia, que siempre está tranquila, ¿sabe?, le contestó: «¿Qué harías en ese caso, hermanito?». Y entonces tuve la desgracia de pisar esa tabla que siempre cruje y me vieron. Con que dije alegremente: «¿Están regañando los dos?». Y Patrick contestó: «Estoy advirtiéndole a Julia que no debe meterse en negocios de mercado negro». Oh, muy ingenioso, pero yo no creo que estuviesen hablando de nada que se le pareciera. Y si quiere que le dé mi opinión, yo creo que Patrick manipuló la lámpara de la sala para que las luces se apagaran, porque recuerdo perfectamente que era la pastora, no el pastor. Y al día siguiente…

Calló y se puso colorada. Miss Marple volvió la cabeza y vio a miss Blacklock detrás de ella. Probablemente acababa de entrar.

—¿Café y cotilleo, Bunny? —dijo miss Blacklock con un tono de reproche bastante marcado—. Buenos días, miss Marple. Hace frío, ¿verdad?

Las puertas se abrieron ruidosamente y Bunch Harmon irrumpió en «El Pájaro Azul».

—¡Hola! —dijo—. ¿Llego demasiado tarde para el café?

—No, querida —le contestó miss Marple—. Siéntate y toma una taza.

—Hemos de volver a casa —dijo miss Blacklock—. ¿Has hecho ya tus compras, Bunny?

Su tono era indulgente de nuevo, pero en los ojos aún se leía un leve reproche.

—Sí, sí. Gracias, Letty. Sólo he de asomarme a la farmacia cuando pasemos para comprar aspirinas y un callicida.

En cuanto se cerraron tras ellas las puertas de «El Pájaro Azul», Bunch preguntó:

—¿De qué estabais hablando?

Miss Marple no contestó inmediatamente. Aguardó mientras Bunch pedía y luego dijo:

—La solidaridad de familia es una cosa muy fuerte, mucho. Hubo un caso famoso, no recuerdo exactamente cuál. Decían que el marido había envenenado a su esposa. Con un vaso de vino. Luego, al celebrarse el juicio, la hija declaró que había bebido la mitad del vaso de su madre, de modo que se desmoronaron todas las pruebas contra el padre. Dijeron, pero quizá sólo fue un rumor, que la chica no volvió a dirigirle la palabra a su padre ni a vivir con él. Claro que un padre es una cosa, y un sobrino o un primo lejano es otra. Sea como fuere, ahí está. A nadie le gusta que ahorquen a alguien de su familia, ¿verdad?

—No —dijo Bunch pensándolo—, no creo que le guste a nadie.

Miss Marple se echó hacia atrás en su asiento. Murmuró entre dientes:

—La gente es realmente muy parecida en todas partes.

—¿A quién me parezco yo?

—Tú, querida, te pareces muchísimo a ti misma. No creo que me recuerdes a nadie en particular. Salvo, quizás…

—Ahora sale —dijo Bunch.

—Sólo estaba pensando en una doncella mía, querida.

—¿Una doncella? Yo no serviría para doncella.

—Sí, querida. Y ella tampoco. Era una calamidad para servir la mesa. Ponía todas las cosas torcidas, mezclaba los cuchillos de la cocina con los del comedor y nunca llevaba la toca derecha. De esto hace mucho tiempo, querida.

Bunch se enderezó automáticamente el sombrero.

—¿Alguna otra cosa? —preguntó con ansiedad.

—La conservé porque era tan agradable tenerla en casa, y porque solía hacerme reír. Me gustaba su manera de decir las cosas claras. Un día me dijo: «Claro que yo no lo sé, señora, pero Florrie se sienta como una mujer casada». Y, en efecto, la pobre Florrie estaba en estado… del ayudante de la peluquería. Afortunadamente, llegué a tiempo, mantuve una agradable charla con él y celebraron una boda muy bonita y fueron muy felices. Era una buena chica Florrie, pero se dejaba engañar fácilmente por un aspecto caballeresco.

—No cometió un asesinato, ¿verdad? —preguntó Bunch—. La doncella, quiero decir.

—No, claro que no. Se casó con un ministro bautista y tuvieron cinco hijos.

—Como yo —dijo Bunch—, aunque no he pasado de Edward y de Susan hasta la fecha.

Agregó al cabo de un par de minutos:

—¿En qué está pensando ahora, tía Jane?

—En mucha gente, querida, en mucha gente.

—¿De St. Mary Mead?

—Más que nada estaba pensando en la enfermera Ellerton, una mujer excelente y bondadosa. Cuidaba a una anciana y parecía quererla mucho. Luego la anciana falleció. Se ocupó de otra y murió también. Morfina. Salió todo a relucir. Todo hecho de la manera más bondadosa posible. Y lo horrible del caso fue que la propia enfermera estaba convencida de que no había hecho nada malo. No les quedaba mucho tiempo de vida, después de todo, y una de ellas tenía un cáncer y sufría terriblemente.

—¿Quiere decir que mató por compasión?

—No, no, le legaron su dinero. A ella le gustaba el dinero, ¿sabes? Y luego estaba aquel joven del trasatlántico. Mrs. Pusey de la tienda de periódicos, su sobrino. Llevaba a casa cosas que había robado para que ella las vendiera. Le decía que eran cosas que había traído del extranjero. La engañaba por completo. Y de pronto, cuando se presentó la policía y empezó a hacer preguntas, el joven intentó romperle la cabeza para que no le delatara. Ese joven no tenía nada de agradable, pero era muy bien parecido. Había dos chicas enamoradas de él. Se gastaba mucho dinero con una de ellas.

—Con la peor, seguramente.

—Sí, querida. Y luego Mrs. Cray, de la tienda de lanas, que adoraba a su hijo y lo echó a perder, claro está. El chico acabó formando parte de una pandilla muy rara. ¿Recuerdas a Joan Croft, Bunch?

—No, me parece que no.

—Creí que a lo mejor la habías visto en alguna de las visitas que me hiciste. Solía andar por ahí fumando un puro o en pipa. Hubo un atraco al banco una vez y Joan Croft se encontraba allí en aquel momento. Tumbó al ladrón de un puñetazo y le quitó el revólver. El tribunal la felicitó por su valor.

Bunch escuchó atentamente. Parecía estar aprendiéndolo todo de memoria.

—Y… —la instó.

—Esa muchacha de St. Jean des Collines aquel verano. Una muchacha tan reposada, más que reposada, silenciosa. A todo el mundo le gustaba, pero nadie consiguió nunca conocerla del todo. Nos enteramos más adelante de que su marido era un falsificador. Eso hacía que se aislara de la gente, cosa que la hacía un poco rara. Eso ocurre siempre cuando uno se encierra en sus pensamientos.

—¿Hay algún coronel angloindio en tus reminiscencias, querida tía?

—Naturalmente que sí. El comandante Vaughn, en The Larches, y el coronel Wright, de Simia Lodge; los dos personas muy honradas. Pero sí que recuerdo que Mr. Hodgson, gerente del banco, hizo un crucero y se casó con una mujer lo bastante joven para haber sido su hija. No tenía idea de dónde había salido, salvo lo que ella quiso decirle, claro.

—¿Y lo que le dijo no era verdad?

—No, querida, decididamente, no.

—No está mal —opinó Bunch mientras contaba con los dedos los nombres—. Tenemos a la devota Dora, al bien parecido Patrick, a Mrs. Swettenham y Edmund, y Phillipa Haymes, el coronel Easterbrook y Mrs. Easterbrook… y, si quieres que te dé mi opinión, te diré que creo que tiene muchísima razón en cuanto a ella se refiere. Pero no habría razón alguna para que matase a Letty Blacklock.

—Cabe la posibilidad de que miss Blacklock sepa algo de ella que no le interesa en absoluto que se sepa.

—¡Oh, tía! Esas cosas pasaban en otros tiempos; hoy no, ¿verdad?

—Quizá sí. Tú, claro, no eres de las que se preocupan por lo que la gente piensa de ti.

—Comprendo lo que quieres decir —señaló Bunch de pronto—. Si yo lo hubiese estado pasando muy mal y luego de pronto, igual que un gato sin casa y helado, encontrara hogar y leche y una cálida mano que me acariciara, y me llamaran gatito lindo, y alguien me pusiera en un pedestal, haría lo que fuera para no perder eso. Bueno, he de reconocer que me ha presentado una galería completa de gente.

—No acertaste con todas —comentó miss Marple con dulzura.

—¿No? ¿Dónde di el resbalón? ¿Julia? Julia, la bonita Julia es tan peculiar.

—Tres chelines y medio —dijo la hosca camarera, surgiendo de la penumbra y añadiendo, con el pecho agitándose bajo los bordados pájaros azules—. Lo que yo quisiera saber, Mrs. Harmon, es por qué me llama a mí peculiar. Tengo una tía que ingresó en la secta de la Gente Peculiar, pero yo siempre he sido buena anglicana, como puede decirle nuestro antiguo pastor, el reverendo Hopkinson.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Bunch—. Estaba recitando una canción. No me refería a usted ni mucho menos. No sabía que se llamara usted Julia.

—Una simple coincidencia —dijo la hosca camarera animándose—. Ya veo que no tenía mala intención, pero al oír mi nombre… bueno, como es natural, si una cree que están hablando de ella, es muy humano pararse a escuchar. Gracias, de todos modos.

Se fue con su propina.

—Tía Jane —dijo Bunch—, no pongas esa cara de disgusto. ¿Qué sucede?

—Pero no es posible que sea eso —murmuró miss Marple—. No hay razón.

—¡Tía Jane!

Miss Marple exhaló un suspiro y luego sonrió animadamente.

—No es nada, querida.

—¿Crees saber quién cometió el asesinato? —preguntó Bunch—. ¿Quién fue?

—No lo sé, en realidad. Tuve una idea por un instante, pero se fue. Ojalá lo supiese. Apremia tanto el tiempo, ¡tanto!

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que la anciana de Escocia puede morir de un momento a otro.

—Entonces crees de verdad en Pip y Emma —dijo Bunch mirándola fijamente—. ¿Crees que fueron ellos y que probarán suerte otra vez?

—Claro que probarán suerte otra vez —respondió miss Marple casi ausente—. Si lo intentaron una vez, lo intentarán otra. Si una persona decide asesinar a otra, no dejará de intentarlo porque haya fracasado la primera vez. Sobre todo si esa persona está casi segura de que nadie sospecha de ella.

—Pero si se trata de Pip y Emma —insistió Bunch—, no hay más que dos personas que puedan serlo. Tienen que ser Patrick y Julia. Son hermanos y son los únicos cuya edad encaja.

—No es tan sencillo, querida. Hay toda clase de ramificaciones y combinaciones posibles. Está la mujer de Pip, si es que se ha casado, o el marido de Emma. Luego, la madre. Ella es parte interesada, aunque no herede directamente. Si Letty Blacklock no la ha visto desde hace treinta años, no es probable que sea capaz de reconocerla ahora. A partir de cierta edad todas las mujeres se parecen. Recordarás que Mrs. Wotherspoon cobraba su pensión y la de Mrs. Barlett, aunque ésta llevaba muchos años muerta. Sea como fuere, miss Blacklock es corta de vista. ¿No te has fijado en cómo mira a la gente? Y luego hay que pensar en el padre. Al parecer es de cuidado.

—Sí, pero es extranjero.

—De nacimiento, pero eso no significa necesariamente que tenga que hablar inglés chapurreado y que gesticule con las manos. Me atrevo a asegurar que podría interpretar el papel de… de un coronel angloindio tan bien como el que más.

—¿Es eso lo que crees, tía Jane?

—No, querida, de ninguna manera. Sólo creo que hay mucho dinero en juego, muchísimo dinero. Y me temo que conozco demasiado bien, por desgracia, las cosas tan terribles que es capaz de hacer la gente para apoderarse de cantidades así.

—Supongo que sí —dijo Bunch—. Y ningún bien les hace ese dinero, ¿verdad?

—No, pero eso no pueden saberlo.

—Lo comprendo —Bunch sonrió de pronto, con su sonrisa dulce y un tanto torcida—. Una siempre cree que será distinto en su caso. Hasta yo siento eso. Te convences de que con ese dinero podrías hacer mucho bien. Proyectos, asilos para niños abandonados, hogares para madres cansadas… vacaciones en el extranjero para las mujeres de cierta edad que han trabajado demasiado durante su vida…

Su expresión se volvió sombría. Los ojos se le oscurecieron de pronto y la mirada se volvió trágica.

—Ya sé lo que estás pensando, tía Jane. Te estás diciendo que yo sería de las peores, porque me engaño. Si reconociera directamente que deseo ese dinero por razones egoístas, vería, por lo menos, cómo soy; me vería tal cual soy. Pero cuando una empieza a decirse que sólo desea el dinero para hacer el bien, es fácil persuadirse de que matar a una sola persona no es tan importante.

Luego se le despejó la mirada.

—Pero yo no —añadió—. Yo no mataría a nadie. Ni siquiera si fuese una persona vieja o enferma o que hiciese mucho daño en el mundo. Aunque se tratase de un chantajista o de… de bestias salvajes —sacó cuidadosamente una mosca del poso del café y la colocó en la mesa para que se secara—. Porque a la gente le gusta vivir, ¿verdad? Y a las moscas también. Aun cuando sea una vieja y esté sufriendo, y sólo a duras penas pueda arrastrarse al sol. Julian dice que esas personas tienen aún más ganas de vivir que la gente joven y sana. Morir es más duro para ellas, dice. La lucha es más grande. A mí también me gusta vivir, no sólo ser feliz, y divertirme, pasarlo bien. Quiero decir vivir, despertarme y sentir por todo el cuerpo que estoy allí, que vivo, que funciono como un reloj.

Sopló suavemente a la mosca, que agitó las patas y se fue volando como borracha.

—Ánimo, querida tía Jane —dijo Bunch—. Yo nunca mataría a nadie.