Capítulo X
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Pip y Emma

1

Miss Blacklock le escuchó esta vez con más atención. Era una mujer inteligente, como él ya sabía, y comprendió en seguida todo el alcance de cuanto le dijo.

—Sí —comentó serena—, eso cambia las cosas. Nadie tenía derecho a tocar esa puerta. Y yo no tengo conocimiento de que nadie lo haya hecho.

—¿Se da usted cuenta de lo que significa? —le preguntó el inspector—. Cuando se apagaron las luces la otra noche, cualquiera de los que se hallaban en esta habitación pudo salir por esa puerta, acercarse por detrás a Rudi Scherz y disparar contra usted.

—¿Sin ser visto ni oído?

—Sin ser visto ni oído. No olvide que, cuando se apagaron las luces, la gente se movió, gritó, tropezó con sus vecinos y, después de esto, lo único que se vio fue la deslumbradora luz de la linterna.

Miss Blacklock dijo con voz pausada:

—Y, ¿usted cree que una de esas personas, uno de mis agradables y normales vecinos, salió de la sala e intentó asesinarme? ¿A mí? Pero ¿por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Tengo el presentimiento de que usted debe conocer la respuesta a esa pregunta, miss Blacklock.

—No la sé, inspector. Puedo asegurarle que no la sé.

—A ver qué podemos hacer. Dígame, ¿quién heredaría su dinero?

Miss Blacklock respondió de mala gana:

—Patrick y Julia. Lego los muebles de esta casa, junto con una pequeña pensión, a Bunny. En realidad, no tengo mucho que dejar. Poseía valores alemanes e italianos que ya no valen nada. Y entre los impuestos y la baja de los intereses por el capital invertido, le aseguro que no vale la pena asesinarme. Hace cosa de un año, convertí parte de mi dinero en una renta vitalicia.

—No obstante, usted tiene algunas rentas, y sus sobrinos las heredarían.

—¿Y Patrick y Julia querrían matarme para conseguirlas? Perdone si no lo creo. No andan tan escasos de dinero como para eso.

—¿Lo sabe usted a ciencia cierta?

—No. Supongo que sólo sé lo que ellos me han dicho, pero me niego rotundamente a sospechar de ellos. Algún día valdrá la pena asesinarme, pero ahora no.

—¿Qué quiere usted decir con eso de que algún día valdrá la pena asesinarla, miss Blacklock?

—Simplemente que, algún día, posiblemente muy pronto, puedo ser muy rica.

—Eso parece interesante. ¿Tendría la bondad de explicarse?

—Por supuesto. Quizá no lo sepa usted, pero durante más de veinte años fui secretaria personal y amiga de Randall Goedler.

El interés de Craddock se despertó. Randall Goedler había sido un importante personaje en el mundo de las finanzas. Sus atrevidas jugadas y la habilidad con que había sabido hacerse publicidad lo habían convertido en una personalidad que tardaría mucho en olvidarse. Había muerto, si a Craddock no le fallaba la memoria, en 1937 o 1938.

—Es anterior a su época, supongo —dijo miss Blacklock—, pero seguramente alguna vez habrá oído hablar de él.

—Ya lo creo. Era un millonario, ¿verdad?

—Multimillonario, aunque su situación económica se veía sujeta a vaivenes. Generalmente arriesgaba casi cuanto tenía en cada nueva jugada.

Hablaba con mucha animación, con los ojos iluminados por el recuerdo.

—Sea como fuese, murió rico. No tenía hijos. Le dejó a su mujer su fortuna en usufructo y a su muerte debo heredarla yo, sin condiciones.

Se despertó un vago recuerdo en la mente del inspector: «SECRETARIA FIEL HEREDARÁ INMENSA FORTUNA» o algo por el estilo.

—Durante los últimos doce años aproximadamente —dijo miss Blacklock, con un brillo de picardía en los ojos—, he tenido excelentes motivos para asesinar a Mrs. Goedler, pero eso no le ayuda, ¿verdad?

—¿Se mostró Mrs. Goedler, y perdóneme que le haga la pregunta, resentida por las disposiciones del testamento?

—No tiene usted por qué ser tan exageradamente discreto. Lo que usted en realidad quiere preguntar es si yo era la amante de Mr. Goedler. No, no lo era. No creo que Randall pensara ni una sola vez en mí con sentimentalismo. Ni yo pensé nunca en él de esa manera, desde luego. Estaba muy enamorado de Belle, su esposa, y siguió enamorado de ella hasta morir. Creo que fue el agradecimiento lo que le impulsó en la redacción del testamento. Verá, inspector, muy al principio, cuando Randall bailaba en la cuerda floja, estuvo muy cerca del desastre. Todo dependía de unos cuantos miles de libras en dinero efectivo. Se trataba de una gran jugada y muy emocionante, atrevida como todas las suyas, pero le faltaba esa pequeña cantidad para aguantar. Yo acudí en su auxilio. Contaba con algún dinero mío. Tenía fe en Randall. Vendí todos mis valores y le di el dinero. Fue cuanto necesitaba. Una semana más tarde se había convertido en un hombre inmensamente rico.

»Después de eso, me trató como un socio menor. ¡Ah! ¡Qué días aquéllos! —exhaló un suspiro—. Yo disfrutaba tanto. Entonces murió mi padre y mi única hermana era una inválida. Renuncié a todo por acudir a ayudarla. Randall murió un par de años más tarde. Yo había ganado mucho dinero durante el tiempo que estuvimos asociados y no esperaba que me dejara nada en realidad. Pero me emocionó mucho, sí, y me hizo sentir orgullosa el descubrir que, si Belle moría antes que yo, y era una de esas mujeres delicadas que nunca se espera que vivan demasiado, toda la fortuna sería para mí. En realidad, creo que el pobre hombre no sabía a quien dejárselo. Belle es un alma de Dios y le encantó que así fuera. Es la dulzura personificada. Vive en Escocia. Hace años que no la veo. Nos limitamos a escribirnos por Navidad. Yo me marché con mi hermana a un sanatorio en Suiza antes de la guerra. Allí murió de tuberculosis.

Guardó silencio unos instantes. Luego dijo:

—Regresé a Inglaterra hace poco más de un año.

—Dijo usted que podría ser muy rica dentro de poco. ¿Más o menos cuándo?

—Recibí noticias de la enfermera que asiste a Belle Goedler diciendo que empeoraba a ojos vista. El desenlace puede ser cosa de semanas. Poco representará el dinero para mí ahora —añadió tristemente—. Tengo para cubrir mis necesidades, que son muy pocas. En otros tiempos me hubiera encantado especular de nuevo, pero ahora… Una se hace vieja, inspector. No obstante, se dará usted cuenta de que si Julia y Patrick quisieran matarme por razones económicas estarían locos si no esperaran unas semanas más.

—Sí, miss Blacklock. Pero ¿qué sucede si muere usted antes que Mrs. Goedler? ¿Quién hereda la fortuna entonces?

—Nunca se me ha ocurrido pensar en eso, ¿sabe? Supongo que Pip y Emma…

Craddock la miró con sorpresa y miss Blacklock sonrió.

—¿Me mira usted como si estuviese trastornada? Creo que, si muero antes que Belle, el dinero irá a parar a manos de la progenie legal, o como se llame, de la hermana única de Randall, Sonia. Randall había reñido con su hermana. Se casó con un hombre a quién él consideraba un malhechor o algo peor.

—¿Lo era?

—Por supuesto, pero tengo entendido que a las mujeres les resultaba muy atractivo. Era griego, rumano o algo así. ¿Cómo se llamaba…? Stamfordis, Dimitri Stamfordis.

—¿Randall Goedler desheredó a su hermana cuando se casó con ese hombre?

—Oh, Sonia ya era muy rica. Randall le había regalado grandes sumas de dinero, pero de un modo que ella no pudiera tocarlo. Yo creo que, cuando los abogados le instaron a que agregara el nombre de alguna otra persona por si me moría yo antes que Belle, puso, de mala gana, el de la prole de Sonia, sencillamente porque no se le ocurrió nadie más y no es de los que dejan su dinero a beneficencia.

—¿Y qué descendencia tuvo el matrimonio?

—Pip y Emma[7] —contestó ella riendo—. Ya sé que suena ridículo. Lo único que sé es que Sonia le escribió una vez a Belle después de su matrimonio pidiéndole que le dijera a Randall que era extremadamente feliz y que acababa de dar a luz mellizos y que los iba a llamar Pip y Emma. Que yo sepa, no volvió a escribir nunca más; pero Belle, claro está, quizá pueda decirle algo más.

Miss Blacklock se había divertido con su relato. Sin embargo, el inspector no parecía divertido.

—La cosa se reduce a lo siguiente —dijo—. Si la hubieran matado a usted la otra noche, hay por lo menos dos personas en el mundo, o así lo presumimos, que hubiesen heredado una cuantiosa fortuna. Está usted equivocada, miss Blacklock, al decir que no hay nadie que tenga motivo alguno para desear su muerte. Hay dos personas por lo menos para quienes eso tiene un interés vital. ¿Qué edad tendrán ahora los mellizos?

Miss Blacklock frunció el entrecejo.

—Deje que piense... 1922... No, es difícil recordar. Supongo que unos veinticinco o veintiséis —se puso seria—, pero no es posible que usted crea...

—Creo que alguien disparó contra usted con la intención de matarla. Creo que es posible que esa misma persona o personas prueben suerte otra vez. Le recomiendo que tome todas las precauciones posibles. Se planeó un asesinato y fracasó. Creo muy posible que se prepare otro asesinato para muy pronto.

2

Phillipa Haymes irguió la cabeza y se apartó un mechón de cabellos de la sudorosa frente. Estaba limpiando un cantero de flores.

—¿Diga, inspector?

Le miró interrogante. Craddock, a su vez, la escudriñó con más atención de lo que lo había hecho hasta entonces. Sí, una muchacha bien parecida, un tipo muy inglés, con su cabello rubio ceniza y el rostro alargado. La barbilla y la boca obstinadas. Una mujer un tanto reprimida, tensa. Los ojos azules, de mirada firme, no delataban nada. La clase de muchacha, pensó, que sabría guardar muy bien un secreto.

—Lamento molestarla cuando trabaja, Mrs. Haymes —dijo—, pero no quería esperar a que regresara usted para la comida. Además, se me ocurrió que resultaría más fácil hablarle aquí, lejos de Little Paddocks.

—¿Dígame inspector?

Ni pizca de emoción y poco interés en la voz. Pero ¿había captado una nota de cautela o se lo imaginaba?

—Se me ha hecho cierta declaración esta mañana. Esta declaración está relacionada con usted.

Phillipa Haymes enarcó muy levemente las cejas.

—¿Me dijo, Mrs. Haymes, que Rudi Scherz le era completamente desconocido?

—Sí.

—Que cuando lo vio allí muerto era la primera vez que le ponía la vista encima, ¿es así?

—Claro que sí, nunca le había visto antes.

—¿No mantendría usted, por casualidad, una conversación con él en el invernadero de Little Paddocks?

—¿En el invernadero?

Estuvo casi seguro que había temor en la voz.

—Sí, Mrs. Haymes.

—¿Quién lo dice?

—Me han asegurado que habló usted con Rudi Scherz, que él le preguntó dónde podía esconderse, que usted le dijo que le enseñaría el lugar y que mencionó concretamente una hora: las seis y cuarto. Serían aproximadamente las seis y cuarto cuando llegó aquí Scherz desde la parada del autobús la noche del atraco.

Hubo un momento de silencio. Luego Phillipa se rió con desdén. Parecía hacerle gracia.

—No sé quién le dijo a usted eso —aseguró—, aunque me lo imagino. Es un cuento ridículo, muy torpe, mal intencionado, claro está. Por alguna razón, yo le resulto más antipática a Mitzi que todos los demás.

—¿Lo niega?

—Claro que lo niego. Nunca he conocido ni visto a Rudi Scherz y no estuve ni siquiera cerca de la casa aquella mañana. Estaba aquí trabajando.

El inspector Craddock preguntó suavemente:

—¿Qué mañana?

—Todas las mañanas. Estoy aquí todas las mañanas, no me marcho hasta la una. Es estúpido —agregó con desdén— hacer caso de lo que diga Mitzi. Miente por sistema.

—Y ahí tiene —dijo Craddock cuando se alejaba acompañado del sargento Fletcher—. Dos jóvenes cuyos relatos se contradicen por completo. ¿A cuál de las dos he de creer?

—Todo el mundo parece estar de acuerdo en que esa muchacha extranjera dice muchas mentiras —contestó Fletcher—. Sé por experiencia que a los extranjeros les cuesta menos trabajo mentir que decir la verdad. Parece claro que le tiene rencor a Mrs. Haymes.

—Así que si estuviera en mi lugar, ¿creería a Mrs. Haymes?

—A menos que tenga usted motivos para hacer lo contrario.

Y Craddock no los tenía, sólo el recuerdo de unos ojos azules demasiado fijos y la facilidad con que habían escapado de sus labios las palabras «aquella mañana». Porque, que él recordase, no había dicho si la entrevista se había celebrado en el invernadero por la mañana o por la tarde.

Sin embargo, miss Blacklock —o si no miss Blacklock, miss Bunner— podía haber mencionado la visita del joven extranjero que vino a mendigar el importe de su viaje de regreso a Suiza. Y Phillipa Haymes podría, por lo tanto, haber deducido que la conversación se había celebrado aquella mañana precisamente.

Pero Craddock seguía creyendo que hubo cierto temor en su voz cuando preguntó: «¿En el invernadero?»

Decidió no decantarse por ninguna posibilidad de momento.

3

Se estaba muy bien en el jardín de la vicaría. Se había dejado sentir en Inglaterra una de esas súbitas olas de calor en pleno otoño. El inspector Craddock no lograba recordar nunca si era el veranillo de San Martín o el de San Lucas, pero sí sabía que resultaba muy agradable, y muy enervante también. Se sentó en la tumbona que le ofreció la enérgica Bunch, a punto de marcharse a una reunión de madres y, a su lado, bien protegida por toquillas y con una manta grande alrededor de las rodillas, estaba sentada, haciendo media, miss Marple. El sol, la paz, el acompasado ruido de las agujas de miss Marple, todo se combinó para hacer que el inspector sintiera sueño. Y, sin embargo, al mismo tiempo, en el fondo de su mente experimentaba cierta sensación de pesadilla. Era como un sueño conocido, con una nota amenazadora que acababa trocando la apacibilidad en terror.

—No debería usted estar aquí —afirmó sin más.

Las agujas de miss Marple se detuvieron un instante. Los plácidos ojos azul porcelana lo contemplaron pensativos.

—Ya sé lo que quiere decir. Es usted un muchacho muy juicioso, pero no hay por qué preocuparse. El padre de Bunch fue vicario de nuestra parroquia, un hombre muy erudito, y su madre, que es una mujer asombrosa, una verdadera potencia espiritual, ambos han sido amigos míos desde hace mucho tiempo. Por tanto, resulta lo más natural del mundo que si estoy en Medenham venga a pasar una temporada con Bunch.

—Oh, es posible —dijo Craddock—. Pero… pero no ande usted husmeando por ahí. Tengo el presentimiento de que es peligroso.

Miss Marple sonrió levemente.

—Pero me temo —replicó— que nosotras, las viejas, siempre chismorreamos. Resultaría mucho más extraño y mucho más llamativo que no lo hiciese. Preguntas acerca de amigos mutuos que se hallan en distintas partes del mundo. Si se recuerda a Fulano de Tal. Si se acuerda usted de con quién se casó la hija de lady Cuál. Todo eso ayuda, ¿no?

—¿Ayuda? —murmuró el inspector sin comprender.

—Ayuda a descubrir si la gente es, en efecto, todo lo que pretende ser —agregó miss Marple.

Y prosiguió:

—Porque eso es lo que le tiene a usted preocupado, ¿no? Cómo ha cambiado todo desde la guerra. Fíjese en este lugar, en Chipping Cleghorn. Se parece a St. Mary Mead, mi lugar de residencia. Hace quince años, una sabía quién era todo el mundo. Los Bantry de la casa grande, los Hartnell, los Price Ridley y los Weatherby. Eran personas cuyos padres y madres, abuelos y abuelas, tíos y tías habían vivido allí antes que ellos. Si alguna persona nueva se instalaba en el pueblo, llegaba con cartas de presentación o había servido en el mismo regimiento, o en el mismo barco que alguien establecido ya allí. Si alguien nuevo, verdaderamente nuevo, un auténtico forastero se presentaba, ¡bueno!, destacaba muchísimo. Todo el mundo se preguntaba quién podría ser y no descansaba hasta averiguarlo.

Asintió lentamente.

—Pero ya no es así. Aldeas y pueblos están llenos de personas que se han instalado allí sin ningún lazo que los una al lugar. Las mansiones se han vendido y las casas rurales han sido reconvertidas. La gente llega, y lo único que se sabe es lo que dicen de sí mismos. Porque han venido desde todas partes del mundo: gente de la India, de Hong Kong, de China, gente que vivía en Francia y en Italia, en sitios baratos y en islas extrañas. Y gente que ha hecho un poco de dinero y puede permitirse el lujo de retirarse. Pero ya nadie sabe quiénes son sus vecinos. Puede uno tener piezas de bronce de Benarés en su casa y hablar de tiffin y chotta hazri, y se pueden tener cuadros de Taormina y hablar de la iglesia anglicana y de la biblioteca, como miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd. Puede uno venir del sur de Francia o haberse pasado la vida en Oriente. La gente te acepta por lo que dices. No esperan a ir de visita hasta tener una carta de un amigo diciendo que los Fulano de Tal son gente deliciosa y que los conoce de toda la vida.

Y eso, pensó Craddock, era precisamente lo que se le hacía tan opresivo. No saber. No eran más que rostros y personajes provistos de libretas de racionamiento y tarjetas de identidad, unas tarjetas de identidad muy bonitas, con números, sin fotografías ni huellas dactilares. Cualquiera que quisiese tomarse la molestia podía obtener una tarjeta de identidad falsificada. Y, en parte debido a ello, los sutiles eslabones que habían mantenido unida la vida rural inglesa se habían deshecho. En una ciudad, nadie esperaba conocer a su vecino. Ahora, en el campo, tampoco nadie conocía a su vecino aunque posiblemente creyera conocerle.

Gracias a las bisagras engrasadas, Craddock sabía que hubo alguien en la sala de Letitia Blacklock que no era el agradable y amistoso vecino rural que él, o ella, fingía ser.

Y, precisamente por eso, temía por miss Marple, que era anciana y frágil, y se fijaba en las cosas.

—Podemos, hasta cierto punto, comprobar quiénes son esa gente —señaló.

Pero, en su fuero interno, sabía que eso no era tan fácil. India, China, Hong Kong, el sur de Francia. No era tan fácil como lo hubiera sido quince años antes. Demasiado sabía él que muchos vagaban por el país con una identidad falsa, la identidad de personas que murieron repentinamente en «incidentes» ocurridos en las ciudades. Existían organizaciones que se dedicaban a comprar identidades, falsificadores de libretas de racionamiento y tarjetas de identidad. Un centenar de industrias ilegales habían surgido al amparo de las circunstancias. Sí que se podían hacer comprobaciones, pero para ello se requería tiempo; y tiempo era lo que le faltaba, porque la viuda de Randall Goedler se encontraba a las puertas de la muerte.

Fue entonces cuando, preocupado y cansado, medio adormecido por el sol, le habló a miss Marple de Randall Goedler y de Pip y Emma.

—Sólo son un par de nombres. Mejor dicho, quizá sean alias o quizá no existan. Tal vez sean respetables ciudadanos que viven actualmente en algún lugar de Europa. Aunque también uno de ellos o los dos quizás, estén aquí, en Chipping Cleghorn. De veinticinco años de edad, aproximadamente. ¿A quién le cuadraba la descripción?

—Esos sobrinos suyos —dijo pensando voz alta—, primos o lo que sean… me pregunto cuándo los vería por última vez.

—Yo me encargaré de averiguarlo, ¿le parece bien?

—Por favor, miss Marple, no…

—Resultará muy sencillo, inspector. No tiene usted por qué preocuparse. No se notará si lo hago yo porque no será una cosa oficial. Y si algo no anda bien, no querrá usted ponerles en guardia.

Pip y Emma, pensó Craddock. ¿Pip y Emma? Empezaban a obsesionarle. Aquel joven osado y bien parecido, la bonita muchacha de mirada serena…

—Quizás averigüe algo más acerca de ellos durante las próximas cuarenta y ocho horas —dijo—. Me marcho a Escocia. Mrs. Goedler, si puede hablar, tal vez sepa mucho más de esos muchachos.

—Ese paso me parece muy apropiado —Miss Marple vaciló. Luego, tras una pausa, murmuró—: Espero que le habrá dicho usted a miss Blacklock que ande con cuidado.

—La he avisado, sí. Y dejaré aquí a un agente que vigile sin llamar mucho la atención.

Esquivó la mirada de la anciana, que decía bien a las claras que de poco serviría un agente si el peligro se encontraba dentro de la casa.

—Y recuerde —añadió Craddock mirándola de hito en hito— que ya la he avisado a usted.

—Le aseguro, inspector, que sé cuidarme muy bien.