Capítulo VIII
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Miss Marple entra en escena

1

Craddock dejó las transcripciones de las diversas entrevistas en la mesa del jefe de policía, que acababa de leer un telegrama enviado por la policía suiza.

—Así que tenía antecedentes —murmuró Rydesdale—. ¡Hum! Tal como suponíamos.

—Sí, señor.

—Joyas. ¡Hum! Sí. Falsificación de libros. Sí… cheques. Un hombre muy poco honrado, en realidad.

—Sí, señor, pero en pequeña escala.

—Exacto, pero de lo pequeño se pasa a lo grande.

—Tal vez, señor.

El jefe levantó la cabeza.

—¿Preocupado, Craddock?

—Sí, señor.

—¿Por qué? La cosa no puede estar más clara. ¿O no? A ver qué dice toda esa gente con la que se ha entrevistado usted.

Cogió el montón de hojas y les echó una rápida ojeada.

—Lo normal. Incongruencias y contradicciones en abundancia. Las versiones de las distintas personas en momentos de tensión nunca coinciden, pero lo principal parece bastante claro.

—Sí, lo sé. Pero resulta un cuadro muy poco satisfactorio, señor. No sé si me entiende, pero me parece falso.

—Veamos los hechos. Rudi Scherz tomó el autobús de las cinco y veinte desde Medenham hasta Chipping Cleghorn y llegó allí a las seis. Lo afirman el conductor y dos pasajeros. Desde la parada del autobús fue caminando hasta Little Paddocks. Entró en la casa sin dificultad, probablemente por la puerta principal. Amenazó a los presentes con un revólver. Hizo dos disparos, uno de los cuales hirió levemente a miss Blacklock. A continuación, se mató a sí mismo con un tercer disparo. No hay suficientes pruebas para demostrar si lo hizo intencionadamente o si fue un simple accidente. Estoy de acuerdo en que resultan muy poco satisfactorios los motivos que le indujeron a hacer todo eso. Pero el porqué no es, en realidad, la pregunta que nos piden contestar. En la encuesta judicial, el coroner preguntará al jurado si fue un suicidio o un accidente. En cualquiera de los dos casos, el resultado es el mismo en lo que a nosotros se refiere. Podemos dar por terminado el asunto.

—Quiere usted decir que siempre podemos acogernos a los argumentos psicológicos del coronel Easterbrook —dijo Craddock sombrío.

Rydesdale sonrió.

—Después de todo —comentó—, el coronel tiene probablemente mucha experiencia. Me asquea toda esa jerigonza psicológica que se aplica a todo hoy en día, pero tampoco podemos excluirla.

—El cuadro sigue pareciéndome falso, señor.

—¿Tiene usted algún motivo para creer que alguna de las personas de Chipping Cleghorn no le ha dicho la verdad?

Craddock vaciló.

—Creo que esa muchacha extranjera sabe más de lo que dice; pero pudiera ser un simple prejuicio por mi parte.

—¿Cree que ella pudiera ser su cómplice? ¿Que ella le abrió la puerta de la casa? ¿Que le indujera, incluso, a dar el golpe?

—Algo así. No descartaría esa posibilidad, señor. Pero eso implica necesariamente que en la casa hubiera algo de mucho valor, dinero o joyas, y no parece que ése sea el caso. Miss Blacklock lo negó rotundamente. Lo mismo hicieron los otros. Eso nos dejaría con la suposición de que había en la casa algo valioso y que nadie conocía.

—Buen argumento para una novela.

—Estoy de acuerdo en que resulta absurdo, señor. El otro punto que destaca es el convencimiento de miss Bunner de que se trataba de un intento completamente deliberado por parte de Scherz para asesinar a miss Blacklock.

—Por lo que usted dice, y por su declaración, esa miss Bunner…

—Estoy de acuerdo, señor —se apresuró a decir Craddock—. Como testigo, miss Bunner no merece ningún crédito. Es muy impresionable. Cualquiera podría meterle una cosa en la cabeza. Pero lo interesante en este caso es que la idea es suya, es una teoría totalmente suya. Todos los demás lo niegan. Por una vez, no se deja arrastrar por la corriente. Se trata decididamente de una impresión suya.

—¿Y por qué había de querer Scherz matar a miss Blacklock?

—Ahí está, señor. No lo sé. Miss Blacklock no lo sabe, a menos que sepa mentir de una manera muy convincente, cosa que no creo. Nadie lo sabe. Así que seguramente no es verdad.

Exhaló un suspiro.

—Anímese, Craddock —dijo el jefe de policía—. Le voy a llevar a comer con sir Henry y conmigo. La mejor comida que pueda servir el hotel «Royal Spa» de Medenham Wells.

—Gracias, señor —dijo el inspector Craddock levemente sorprendido.

—Es que hemos recibido una carta… —Se interrumpió al entrar sir Henry Clithering en la habitación—. Ah, ya está aquí, Henry.

Sir Henry, sin andarse con ceremonias, murmuró:

—Buenos días, Dermot.

—Tengo algo para usted, Henry.

—¿Qué?

—Nada menos que la carta de una vieja gata. Se aloja en el hotel «Royal Spa». Hay algo que cree que debemos saber y que está relacionado con el asunto de Chipping Cleghorn.

—Las viejas gatas —exclamó sir Henry triunfal—. ¿No se lo dije? Lo oyen todo. Lo ven todo. Y a pesar del viejo refrán[6], lo cuentan todo. ¿Qué es lo que ha descubierto esta gata vieja en particular?

Rydesdale consultó la carta.

—Escribe como mi abuela —se quejó—. Con la letra angulosa. Parece como si una araña se hubiera caído en el tintero. Y todo está subrayado. Habla mucho de que confía en que no nos estará haciendo perder nuestro valioso tiempo y todo eso, pero que podría ayudarnos un poquito. ¿Cómo se llama? Jane... Jane algo... Murple. No, Marple, Jane Marple.

—¡Santo cielo, qué casualidad! —exclamó sir Henry—. ¿Es posible que sea ella? George, se trata de mi insigne e inigualable vieja gata particular. La supergata de todas las viejas gatas. Y se las ha arreglado, Dios sabe cómo, para estar en Medenham Wells en lugar de encontrarse pacíficamente en su casa de St. Mary Mead, en el momento justo para intervenir en un caso de asesinato. Una vez más, otro asesinato que aparece para beneficio y regocijo de miss Marple.

—Celebraré conocer a su ilustre vieja gata, Henry —anunció Rydesdale con cierta ironía—. Vamos, comeremos en el «Royal Spa» y nos entrevistaremos con la dama. Craddock, parece un poco escéptico.

—No lo crea, señor —contestó cortésmente Craddock.

Pensó para sí que a veces su padrino llevaba un poco lejos las cosas.

2

Miss Jane Marple se ajustaba bastante, aunque no del todo, a lo que Craddock había imaginado. Era más benigna y muchísimo más vieja. Parecía, en realidad, muy anciana. Tenía el cabello blanco como la nieve, la cara sonrosada y llena de arrugas, ojos dulces, azules, muy inocentones, y estaba toda envuelta en lana. Lana por los hombros en forma de capa y lana con la que estaba haciendo lo que resultó ser una toquilla para un bebé.

Se mostró contentísima al ver a sir Henry, y enrojeció cuando le presentaron al jefe de policía y al inspector Craddock.

—¡Qué placer, sir Henry, qué placer tan grande! Hace tanto tiempo que no le veo. Sí, mi reuma. Me ha hecho sufrir mucho últimamente. Claro que yo no hubiera podido permitirme el lujo de venir a este hotel, es increíble lo que cobran hoy en día, pero Raymond… mi sobrino Raymond West, ¿le recuerda?

—Todo el mundo conoce su nombre.

—Sí, ¡ha tenido muchísimo éxito con esos libros tan inteligentes que escribe! Se jacta de no escribir nunca sobre un tema agradable. El muchacho se empeñó en pagarme todos los gastos. Y su querida mujer también se está haciendo un nombre como artista. Pinta jarros de flores mustias y peines rotos sobre el borde de una ventana. No me atrevo nunca a decírselo, pero sigo admirando a Blair Leighton y Alma Tadema. Oh, pero no hago más que parlotear. ¡Y el jefe de policía en persona! La verdad es que nunca esperé que sintiera tanto hacerle perder el tiempo.

«Completamente chalada», pensó el detective inspector Craddock disgustado.

—Venga al despacho del gerente —dijo Rydesdale—. Podremos hablar mejor allí.

Esperaron a que miss Marple se deshiciera de sus ovillos y recogiera las agujas de hacer punto de repuesto, y después la anciana les acompañó, excitada y protestando, al cómodo despacho de Mr. Rowlandson.

—Y ahora, miss Marple —dijo el jefe de policía—, oigamos lo que tiene usted que decirnos.

Miss Marple fue al grano con inesperada brevedad.

—Fue el cheque. Él lo retocó.

—¿Él?

—El joven de la conserjería, el que dicen que preparó el atraco y luego se pegó un tiro.

—¿Retocó un cheque?

Miss Marple asintió.

—Sí, lo tengo aquí —lo sacó del bolso y lo depositó sobre la mesa—. Llegó esta mañana con otros cheques míos cancelados que me mandó el banco. Observarán ustedes que era de siete libras, y lo cambió para que pareciera de diecisiete. Trazó un palito delante del siete y escribió «dieci» antes del siete con una pequeña mancha muy artística. Muy bien hecho, en conjunto. Se ve que tenía práctica. Es la misma tinta porque extendí el cheque en el mostrador. Yo diría que lo hacía con frecuencia, ¿no creen ustedes?

—Esta vez escogió mal a la persona —observó sir Henry.

Miss Marple asintió.

—Sí, me temo que nunca hubiera llegado muy lejos como criminal. Se equivocó por completo de persona. Alguna joven casada con muchas ocupaciones o alguna muchacha enamorada. Ésas son las que extienden cheques por distintas cantidades y son poco cuidadosas a la hora de examinar las cuentas. Pero una vieja que tiene que vigilar hasta el último penique y que sigue siempre las mismas costumbres, no es la persona más apropiada, ciertamente. Yo nunca extendería un cheque de diecisiete libras. Veinte libras, una cifra redonda, para los gastos mensuales y los libros. Y en cuanto al dinero de bolsillo, suelo sacar siete libras. Antes sacaba cinco, pero las cosas han subido tanto de precio…

—¿Y le recordaría a usted a alguien, quizá? —murmuró sir Henry con una mirada pícara.

Miss Marple sonrió y meneó la cabeza.

—Es usted muy malo, sir Henry, pero sí que lo hizo. A Fred Tyler, el pescadero. Siempre ponía un uno de más en la columna de los chelines. Como comemos tanto pescado en estos tiempos, las cuentas suelen ser largas y es mucha la gente que nunca las repasa. Se embolsaba diez chelines cada vez. No era gran cosa, pero lo bastante para comprarse alguna corbata y llevar al cine a Jessie Spragge, la dependienta de la mercería. Aparentar, eso es lo que quieren hacer esos jóvenes. Bueno, pues la primera semana que estuve aquí, hubo un error en mi cuenta. Se lo señalé al joven y él me pidió mil perdones, y pareció enormemente disgustado, pero entonces pensé: «Tienes mirada de persona poco honrada, jovencito».

»Yo digo que una persona tiene mirada poco honrada —prosiguió miss Marple— cuando te mira a los ojos y nunca aparta la mirada ni parpadea.

Craddock hizo un brusco movimiento de apreciación. Pensó para sí: «¡Jim Kelly, como hay Dios!», acordándose de un notorio estafador a quien había ayudado a meter entre rejas no hacía mucho.

—Rudi Scherz era un tipo poco recomendable —dijo Rydesdale—. Hemos descubierto que tiene antecedentes penales en Suiza.

—Se le hizo la vida difícil allí, supongo, y vendría aquí con documentación falsa, ¿no es eso? —señaló miss Marple.

—Así es.

—Salía con esa camarera pelirroja del comedor —añadió miss Marple—. Por fortuna, no creo que ella llegara a enamorarse. Lo que quería era salir con alguien que fuera «distinto». Él le regalaba flores y bombones, cosa que no suelen hacer los muchachos ingleses. ¿Le ha contado todo lo que sabe? —preguntó volviéndose hacia Craddock—. ¿O aún no se ha decidido?

—No estoy seguro —respondió Craddock con cautela.

—Creo que aún le queda alguna pequeña cosa por contar —anunció miss Marple—. Parece preocupada. Me trajo arenques en lugar de sardinas esta mañana. Y se olvidó la jarrita de leche. Por lo general es una camarera excelente. Sí, está preocupada. Teme tener que presentarse a declarar o algo así. Pero supongo —los cándidos ojos azules contemplaron el varonil aspecto del inspector Craddock y el bien parecido rostro con una coquetería femenina verdaderamente victoriana— que usted conseguirá persuadirla para que le diga todo lo que sabe.

El detective inspector Craddock se puso colorado y sir Henry se echó a reír.

—Podría ser importante —dijo miss Marple—. Es posible que le dijera a la joven quién era.

Rydesdale la miró sorprendido.

—¿Quién era quién?

—¡Me expreso tan mal! Quién fue el que le indujo a hacerlo, por supuesto.

—¿Así que usted cree que alguien le indujo a hacerlo?

Los ojos de miss Marple se abrieron desmesuradamente con evidente sorpresa.

—Oh, pero si es lógico. Quiero decir que… Tenemos a un joven atractivo que sisa un poco de aquí y otro poquito de allá, retoca un cheque de poco valor, quizá se apodera de alguna joya pequeña si se la dejan por ahí o saca un poco de dinero de la caja, pequeñas fechorías. Procura tener un dinerillo para vestir bien y salir con una muchacha, todo eso. Y de pronto, se va con un revólver, atraca una habitación llena de gente y dispara contra alguien. Él nunca hubiese hecho una cosa así. ¡En absoluto! No era esa clase de persona. No tiene sentido.

Craddock respiró profundamente. Aquello era lo que había dicho Letitia Blacklock. Lo que había dicho la esposa del vicario. Lo que él mismo sentía con creciente fuerza: No tenía sentido. Y ahora, la vieja gata de sir Henry lo estaba diciendo también, muy convencida, con su aflautada vocecita.

—Entonces, miss Marple —dijo, y su voz se hizo bruscamente agresiva—, quizá pueda usted decirnos exactamente lo que ocurrió.

Ella se volvió sorprendida.

—¿Cómo podría yo saberlo? Publicaron la noticia en el periódico, pero decía muy poco. Una puede hacer conjeturas, claro está, pero no dispongo de la información necesaria.

—George —dijo sir Henry—, ¿le parecería poco ortodoxo que se le permitiera a miss Marple leer las notas de las entrevistas que celebró Craddock con esa gente de Chipping Cleghorn?

—Tal vez no sea ortodoxo —replicó Rydesdale—, pero no he llegado a este cargo precisamente por ser ortodoxo. Puede leerlas. Tengo curiosidad por oír qué tiene que decir.

Miss Marple parecía avergonzadísima.

—Me temo que ha estado usted escuchando a sir Henry. Es siempre tan amable. Da demasiada importancia a las pequeñas observaciones que haya podido yo hacer en otras ocasiones. La verdad es que no tengo dones, ninguno, salvo, quizá, cierto conocimiento de la naturaleza humana. La gente, en mi opinión, tiende siempre a ser excesivamente confiada. Me temo que mi tendencia, en cambio, es pensar siempre lo peor. No es un rasgo muy agradable, pero a menudo justificado por los acontecimientos.

—Lea esto, por favor —Rydesdale le ofreció las hojas mecanografiadas—. No necesitará mucho rato. Después de todo, son personas de su clase, debe usted conocer a muchas como éstas. Quizá logre usted ver algo que a nosotros se nos ha escapado. El caso está a punto de cerrarse. Oigamos la opinión de un aficionado antes de dar el carpetazo. No tengo inconveniente en decirle que Craddock no está satisfecho. Opina, como usted, que el asunto no tiene sentido.

Hubo silencio mientras miss Marple leía. Finalmente dejó las hojas sobre la mesa.

—Es muy interesante —dijo con un suspiro—. ¡Las cosas tan diferentes que piensa y dice la gente! Las cosas que ve o que cree ver. Y todo tan complejo, casi todo tan trivial, y si una cosa no es trivial, es tan difícil darse cuenta de cuál es. Como buscar una aguja en un pajar.

Craddock se sintió levemente decepcionado. Durante unos momentos dudó de las alabanzas de sir Henry en lo que se refería a aquella anciana tan rara. Tal vez hubiese reparado en algo. Los viejos eran a veces muy perspicaces. Él, por ejemplo, jamás había logrado ocultarle nada a su tía abuela Emma. Con el tiempo, ella acabó confesándole que cada vez que se disponía a decir una mentira fruncía la nariz.

Pero la famosa miss Marple de sir Henry sólo había sido capaz de decir unas cuantas generalidades. Se sintió enfadado con ella y dijo con un tono seco:

—La verdad es que los hechos son indiscutibles. Por muy contradictorios que fueran los detalles mencionados por toda esa gente, todos ellos vieron una cosa: a un hombre enmascarado con un revólver y una linterna que abría la puerta e intentaba atracarles. Y creen que dijo: «¡Manos arriba!» o «¡La bolsa o la vida!», o la frase que, en su mente, esté asociada con un atraco, ellos le vieron.

—Pero la cuestión es —señaló miss Marple con dulzura— que es posible que no vieran nada.

Craddock contuvo el aliento. ¡Había dado en el clavo! Era perspicaz, después de todo. La había estado poniendo a prueba, pero no se había dejado pillar. En realidad, no alteraba los hechos para nada, ni afectaba a lo ocurrido. Sin embargo, ella se había percatado, como él, de que las personas que habían visto a un hombre atracarles revólver en mano, en realidad no podían haberle visto.

—Si no he entendido mal —dijo miss Marple, encendidas las mejillas, y brillantes y alegres los ojos como los de una niña—, no había luz en el comedor, ni en el descansillo de la escalera en el piso superior, ¿verdad?

—Así es.

—Así que si un hombre aparecía en la puerta e iluminaba la habitación con una linterna potente, nadie podía ver otra cosa que la linterna, ¿no es cierto?

—Efectivamente. Lo probé yo mismo para asegurarme.

—Así que cuando algunos aseguran que vieron a un hombre enmascarado, etcétera, están haciendo una recapitulación en realidad de lo que vieron después, cuando se encendieron las luces. De modo que todo encaja a la perfección, siempre suponiendo que Rudi Scherz fuera el cabeza de turco, que es la palabra que buscaba, ¿verdad?

Y como Rydesdale la mirara con sorpresa, se puso más colorada aún.

—Es posible que haya escogido mal la expresión —murmuró—. No soy demasiado entendida en el tema, pero si no me equivoco, se llama cabeza de turco al que carga con la culpa de algo que, en realidad, ha hecho otro. Este joven, Rudi Scherz, me parece exactamente el tipo de persona que se escogería para una cosa así. Un hombre bastante estúpido en realidad, pero lleno de codicia, y muy crédulo.

Rydesdale, sonriendo con tolerancia, dijo:

—¿Sugiere usted quizá que alguien le convenció para que fuera a hacer unos cuantos disparos en una habitación llena de gente? Eso es un poco fuerte.

—Yo creo que le dijeron que se trataba de una broma —replicó miss Marple—. Le pagaron por hacerlo, claro está. Es decir, le pagaron para que publicara el anuncio en el periódico, para que fuera a espiar y explorar la casa y luego, en la noche de autos, para presentarse allí con antifaz y capa negra, abrir bruscamente la puerta, agitar una linterna y gritar: «¡Manos arriba!».

—¿Y disparar un revólver?

—No, no llevaba revólver.

—Pero si todo el mundo dice… —empezó Rydesdale.

Y se interrumpió.

—¡Exacto! —asintió miss Marple—. Es imposible que nadie hubiese visto el revólver aunque lo hubiese llevado. Y no creo que lo llevara. Yo creo que, después de gritar él «¡Manos arriba!», alguien se acercó sigilosamente por detrás en la oscuridad y disparó por encima de su hombro. El joven se llevaría un terrible sobresalto, giró sobre sus talones y, al hacerlo, la otra persona le mató y dejó caer el revólver a su lado.

Los tres hombres la miraron. Sir Henry dijo:

—Es una teoría plausible.

—Pero ¿quién es ese señor que se aproximó en la oscuridad? —murmuró el jefe de la policía.

—Tendrán ustedes que preguntarle a miss Blacklock quién quería matarla.

«Un tanto a favor de Dora Bunner», pensó Craddock. En una pugna entre el instinto y la inteligencia, salía ganando siempre el primero.

—¿Así que usted cree que se trató de un atentado contra la vida de miss Blacklock? —preguntó Rydesdale.

—Eso parece, desde luego. Aunque existen un par de dificultades. Pero lo que yo me estaba preguntando, en realidad, era si no podríamos encontrar una manera más fácil de descubrir quién es realmente ese individuo. No me cabe la menor duda de que quien contrató a Rudi Scherz tendría el buen cuidado de advertirle que debía mantener la boca cerrada. Pero si por casualidad se le escapó algún detalle, estoy segura de que tuvo que ser con esa muchacha, Myrna Harris. Y cabe la posibilidad, sólo la posibilidad, de que insinuara qué clase de persona le había sugerido el asunto.

—Iré a verla ahora —Craddock se levantó.

Miss Marple asintió.

—Sí, hágalo, inspector Craddock. Me sentiré mucho más tranquila cuando lo haya hecho. Porque en cuanto le haya dicho a usted lo que sepa, correrá menos peligro.

—¿Correrá menos peligro? ¡Ah, sí, comprendo!

Salió de la habitación. El jefe de policía dijo dubitativo, pero con tacto:

—No cabe duda, miss Marple, de que nos ha dado usted algo en qué pensar.

3

—Lo siento mucho, de verdad que lo siento —dijo Myrna Harris—. Es usted muy amable al no enfadarse; pero es que mamá es una de esas personas que se inquietan por cualquier cosa. Y así parecería como si yo hubiese sido… ¿cómo se llama eso…?, encubridora. Quiero decir que temí que no quisiera usted creerme cuando le dijera que yo lo había tomado todo como una broma.

El inspector Craddock repitió la frase tranquilizadora con la que había conseguido vencer la resistencia de Myrna.

—Sí que lo haré, se lo contaré todo. Pero ¿procurará usted que yo no figure en el asunto para no darle un disgusto a mamá? La cosa empezó porque Rudi rompió la cita que tenía conmigo. Íbamos a ir al cine aquella noche y luego me dijo que no podía llevarme, y yo me enfadé porque después de todo fue él quien lo propuso, y a mí me hace muy poca gracia que me dé plantón un extranjero. Y me dijo que la culpa no era suya y yo le dije: «¡Valiente historia!», y luego dijo que se iba de fiesta aquella noche, y que no saldría perdiendo con ello y que si me gustaría un reloj de pulsera. Así que yo le pregunté: «¿Qué quieres decir con eso de ir de fiesta?». Y me dijo que no se lo dijera a nadie, pero que se iba a celebrar una fiesta en cierto sitio, y que él haría de falso atracador. Luego me enseñó el anuncio que había publicado y tuve que reírme. Le parecía absurda toda esa comedia. Dijo que, en realidad, aquello era una chiquillada; pero que resultaba muy inglés. Los ingleses eran como niños que nunca se hacían mayores. Y claro, yo le dije que con qué derecho hablaba así de nosotros y discutimos un poco, pero acabamos haciendo las paces. Sólo que, usted lo comprende, ¿verdad?, cuando leí la noticia y que no había sido una broma, y que Rudi había disparado contra alguien y luego se había matado, no sabía qué hacer. Pensé que si yo decía que lo sabía de antemano, creerían que había tomado parte en el asunto. Pero la verdad es que me pareció una broma cuando me lo contó. Yo hubiera jurado que él creía lo mismo. Ni siquiera sabía que tuviese revólver. No dijo una palabra de que llevaría un revólver.

Craddock la tranquilizó y luego le hizo la pregunta más importante.

—¿Quién dijo que era la persona que había preparado la fiesta?

Pero allí pinchó en hueso.

—No llegó a decirlo. Supongo que, en realidad, nadie se lo habría encargado. Sería todo cosa suya.

—¿No mencionó un nombre? ¿Dijo él… o ella?

—No dijo nada, salvo que iba a tener muchísima gracia. «¡Cómo me reiré al ver la cara que ponen!», eso es lo que dijo.

«No tuvo mucho tiempo de reírse», pensó Craddock.

4

—No es más que una teoría —dijo Rydesdale mientras conducía de regreso a Medenham—. No hay nada que la apoye, nada en absoluto. Digamos que se trata de una simple fantasía senil y dejémoslo.

—Prefiero no hacer eso, señor.

—Todo muy improbable. Un misterioso señor X que aparece de pronto en la oscuridad detrás de nuestro amigo suizo. ¿De dónde salió? ¿Quién era? ¿Dónde había estado?

—Pudo haber entrado por la puerta lateral —dijo Craddock—, igual que lo hizo Scherz. O —añadió muy despacio— pudo haber venido de la cocina.

—Quiere usted decir que ella pudo acudir desde la cocina, ¿no es eso?

—Sí, señor. Es una posibilidad. No me ha dejado muy convencido esa muchacha. Creo que hay que ir con cuidado con ella. Todos esos chillidos y la histeria pueden ser una comedia. Quizás indujo al joven, le abrió la puerta en el momento apropiado, preparó todo el asunto, lo mató, volvió a toda prisa al comedor, cogió la bandeja de plata y la gamuza y empezó a chillar.

—En contra de esa teoría tenemos el hecho de que… ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! De que Edmund Swettenham dice claramente que estaba echada la llave por fuera y que él la abrió. ¿Hay alguna otra puerta que dé a esa parte de la casa?

—Sí, hay una puerta que da a la escalera de atrás y a la cocina y que está justamente detrás de la escalera; pero parece ser que se cayó el pomo hace tres semanas y que aún no han ido a arreglarlo. Entretanto, no se puede abrir la puerta. He de reconocer que eso parece exacto. La espiga y los dos pomos estaban en un estante cerca de la puerta, en el comedor, cubiertos por una espesa capa de polvo. Pero, claro está, un profesional hubiera abierto la puerta sin problemas.

—Más vale que veamos los antecedentes de la muchacha. Compruebe si tiene en orden los papeles; pero a mí me parece demasiado improbable.

El jefe de policía dirigió otra mirada inquisitiva a su subordinado. Craddock dijo:

—Lo sé, señor. Y si usted cree que el asunto debe cerrarse, así ha de ser. Pero le agradecería que me dejase insistir un poco más.

Se llevó una sorpresa cuando el jefe manifestó en voz baja y con un tono de aprobación:

—¡Buen chico!

—Queda por examinar el revólver. Si esa teoría responde a la realidad, el revólver no era de Scherz. Y, desde luego, nadie ha podido decir hasta la fecha que Scherz tuviese revólver.

—Es de fabricación alemana.

—Lo sé, pero este país está lleno de armas de fabricación continental. Todos los norteamericanos se trajeron una como recuerdo y nuestros chicos también. No se puede juzgar por eso.

—Cierto. ¿Alguna otra línea de investigación?

—Tiene que haber un móvil. Si hay algo de cierto en la teoría, eso significa que el asunto del viernes no fue una simple broma, ni un atraco vulgar. Se trató de un intento de asesinato a sangre fría. Alguien intentó asesinar a miss Blacklock. Pero ¿por qué? A mí me parece que, sí alguien conoce la respuesta, ese alguien ha de ser precisamente la propia miss Blacklock.

—Tengo entendido que la idea le pareció ridícula.

—Le pareció ridículo que Rudi Scherz quisiera asesinarla. Y tenía razón. Y hay otra cosa, señor.

—¿Cuál?

—Alguien podría intentarlo otra vez.

—Lo que demostraría la validez de esa teoría —dijo el jefe secamente—. Y, a propósito, cuide de miss Marple, ¿quiere?

—¿De miss Marple? ¿Por qué?

—Tengo entendido que va a instalarse en la vicaría de Chipping Cleghorn y que visitará Medenham Wells dos veces a la semana para seguir el tratamiento. Parece ser que Mrs. Cómo-se-llame es hija de una antigua amiga de miss Marple. Tiene instinto deportivo esa vieja. Bueno, supongo que lo que pasa es que no ha conocido muchas emociones durante su vida y que husmear en busca de posibles asesinos la divierte.

—¡Ojalá no viniera! —exclamó Craddock muy serio.

—¿Teme que le estorbe?

—No es eso, señor. Es una viejecita muy agradable. No me gustaría que le sucediese nada, suponiendo, claro está, que haya algo de cierto en esta teoría.