Capítulo VII
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Entre los presentes

1

Dayas Hall había sufrido las consecuencias de los años de guerra. La hierba crecía con esplendidez donde en otros tiempos había habido un cultivo de espárragos, como evidenciaban algunas hojas sueltas de espárrago. La hierba cana, la correhuela y muchas otras malas hierbas crecían vigorosamente.

Una parte de la huerta presentaba señales de haber sido llevada nuevamente al orden, y allí encontró Craddock a un anciano de expresión avinagrada apoyado en una pala.

—¿Es a Mrs. Haymes a quien busca? No sé dónde la encontrará. Tiene ideas propias sobre lo que ha de hacer o dejar de hacer. No es de las que admiten consejos. Yo podría enseñarle, le enseñaría de buena gana, pero ¿de qué serviría? ¡Estas jovencitas no quieren escuchar! Se creen que lo saben todo porque llevan pantalones y se montan en un tractor. ¡Pero lo que aquí hace falta es jardinería! Y eso no se aprende en un día.

—Sí, eso veo —asintió Craddock.

El viejo decidió tomar estas palabras como una crítica.

—Escuche, amigo, ¿qué cree usted que puedo hacer yo solo en un sitio de tan grande? Tres hombres y un muchacho, ése es el personal que trabajaba aquí. Y eso es lo que necesita ahora. Son pocos los hombres que trabajan tanto como yo. Me estoy aquí a veces hasta las ocho de la noche. ¡Hasta las ocho!

—¿Y con qué luz trabaja? ¿A la luz de un candil?

—No me refiero a esta época del año, naturalmente. Hablo del verano.

—¡Ah! —dijo Craddock—. Más vale que me vaya en busca de Mrs. Haymes.

El hombre dio muestras de interés.

—¿Para qué la quiere ver? Es usted policía, ¿no? ¿Se ha metido en líos? ¿O se trata de lo que ha ocurrido en Little Paddocks? Enmascarados que forzaron la entrada y atracaron a la gente a punta de pistola. Una cosa así no hubiese ocurrido antes de la guerra. Desertores, eso es lo que son. Gente desesperada que vagabundea por el campo. ¿Por qué los militares no hacen una redada?

—No tengo la menor idea —dijo Craddock—. Supongo que el atraco ha dado mucho que hablar.

—¡Ni que lo diga! ¿Adónde vamos a parar? Eso es lo que dijo Ned Barker. Es por las películas, dijo. Pero Tom Riley dice que es por culpa de todos esos extranjeros que dejan andar sueltos por aquí. Y creedme, dice, apostaría a que esa chica que le guisa a miss Blacklock y que tiene tan mal genio… ella está metida en el ajo. Es comunista o algo peor, y a nosotros no nos gusta esa clase de gente aquí. Y Marlene, que sirve en la barra, ¿sabe?, se empeña en que tiene que haber algo de mucho valor en la casa de miss Blacklock. Y no es que lo parezca, porque miss Blacklock va siempre vestida con mucha sencillez, exceptuando el collar de perlas falsas que lleva. Y luego dice: ¿Y si esas perlas fueran de verdad? Y Florrie, que es hija del viejo Bellamy, dice: «Tonterías. Nouveaux art, eso es lo que son, perlas de bisutería. ¡Bonito nombre para darle a un collar de perlas falsas! Perlas romanas, eso es lo que la gente bien las llamaba en otros tiempos… y diamantes parisienses. Mi mujer fue doncella de una señora y lo sé. Pero, en definitiva, ¿qué son? ¡Culos de vaso! Supongo que es pura bisutería todo lo que usa la joven miss Simmons: hojas de hiedra de oro y perros, y cosas así. Rara vez ve uno oro de verdad en estos tiempos, hasta los anillos de boda los hacen de esa cosa gris que llaman platino. Es algo muy vulgar aunque cueste un ojo de la cara.

El viejo Ashe se interrumpió para recobrar el aliento y luego continuó:

—«Miss Blacklock no guarda mucho dinero en casa; eso sí que lo sé», dice Jim Huggins. Y él tiene que saberlo, porque es su mujer la que va a limpiar a Little Paddocks y es de ésas que se entera de todo lo que ocurre. Es una fisgona, usted ya me entiende.

—¿Dijo cuál era la opinión de Mrs. Huggins?

—Que Mitzi está metida en el ajo, eso es lo que ella cree. ¡El mal genio y los humos que tiene! La otra mañana trató a Mrs. Huggins de obrera en su propia cara.

Craddock permaneció callado durante unos instantes, repasando metódicamente lo fundamental en las palabras del anciano. Eran una buena muestra de la visión provinciana de un lugar como Chipping Cleghorn, pero no creía que hubiese en ellas nada que pudiera ayudarle en su tarea. Empezó a alejarse y el viejo le gritó de mala gana:

—Quizá la encuentre usted en el manzanal. Es más joven que yo y le resulta más fácil arrancar las manzanas.

Y en efecto, Craddock encontró a Phillipa Haymes en el manzanal. Lo primero que vio fue un par de bonitas piernas enfundadas en unos pantalones de montar que resbalaban por el tronco de un árbol. Luego, Phillipa, encendido el rostro, despeinada la rubia cabellera por las ramas, le miró sobresaltada.

«Sería una buena Rosalinda», pensó Craddock maquinalmente, porque el detective inspector Craddock era un entusiasta de Shakespeare y había hecho el papel del melancólico Jacques con gran éxito en una representación de «Como gustéis» a beneficio del orfanato de la Policía.

No tardó en darse cuenta de su error. Phillipa Haymes era demasiado inexpresiva para hacer de Rosalinda. La blancura del cutis y la impasibilidad eran intensamente inglesas, pero inglesas del siglo XIX más que del siglo XVI; de inglesa bien educada, nada emotiva y sin el menor destello de picardía.

—Buenos días, Mrs. Haymes. Siento haberla sobresaltado. Soy el inspector Craddock, de la policía de Middeshire. Deseaba hablar con usted.

—¿Acerca de lo de anoche?

—Sí.

—¿Va a ser largo? ¿No…?

Miró a su alrededor, dubitativa.

Craddock señaló el tronco de un árbol caído.

—Un tanto informal —dijo con voz agradable—, pero no quiero interrumpir su trabajo más de lo absolutamente necesario.

—Gracias.

—Se trata, simplemente, de obtener datos para nuestro informe. ¿A qué hora volvió usted de trabajar ayer?

—A eso de las cinco y media. Me había quedado unos veinte minutos más que de costumbre para terminar de regar unas plantas en el invernadero.

—¿Por qué puerta entró?

—Por la lateral. Se ataja por el estanque de los patos y el gallinero. Así no hay necesidad de dar un rodeo, ni de ensuciar el porche de la puerta principal. A veces llego bastante cubierta de barro.

—¿Siempre entra usted por esa puerta?

—Sí.

—¿La puerta no estaba cerrada con llave?

—No. Durante el verano suele estar abierta de par en par. En esta época del año está cerrada, pero no con llave. Todos entramos y salimos mucho por ella. La cerré con llave cuando entré.

—¿Lo hace siempre?

—Lo he estado haciendo durante la última semana. Oscurece a las seis. Miss Blacklock sale a encerrar a los patos y a las gallinas, pero normalmente sale por la puerta de la cocina.

—¿Y usted está completamente segura de que cerró la puerta con llave esta vez?

—Estoy completamente segura.

—Bien, Mrs. Haymes. ¿Y qué hizo cuando entró?

—Me quité las botas, llenas de barro, subí al piso, me bañé y me cambié. Luego bajé y descubrí que se estaba celebrando una especie de fiesta. No me enteré hasta entonces de lo del extraño anuncio.

—Ahora tenga la bondad de describirme exactamente lo ocurrido cuando se cometió el atraco.

—Las luces se apagaron de pronto.

—¿Dónde estaba usted?

—Junto a la chimenea. Buscaba mi mechero sobre la repisa. Se apagaron las luces y todo el mundo se rió. Luego se abrió la puerta y ese hombre nos enfocó con una linterna, esgrimió un revólver y nos dijo que levantáramos las manos.

—¿Lo hizo usted?

—La verdad es que no. Creí que era sólo una broma; estaba cansada, y no creí que fuese absolutamente necesario levantarlas.

—En otras palabras, que la cosa le resultaba aburrida a más no poder.

—Algo así. Y entonces se disparó el revólver. Los tiros sonaron ensordecedores y me asusté de verdad. La linterna giró y luego se cayó y se apagó, y Mitzi rompió a chillar. Sonaba como si estuviesen matando a un cerdo.

—¿Encontró usted muy deslumbradora la luz de la linterna?

—No más de lo corriente. Aunque era muy potente, desde luego. Iluminó a miss Bunner un momento y vi que estaba pálida, boquiabierta, con los ojos desorbitados.

—¿El hombre movió la linterna?

—Sí. Dirigió la luz por toda la habitación.

—¿Cómo si buscara a alguien?

—A mí no me dio esa impresión.

—¿Y después de eso, Mrs. Haymes?

Phillipa Haymes frunció el entrecejo.

—Oh, fue un caos. Edmund Swettenham y Patrick Simmons encendieron sus mecheros, salieron al vestíbulo, y nosotros les seguimos, y alguien abrió la puerta del comedor, y allí no se habían apagado las luces. Edmund Swettenham le dio a Mitzi un tremendo bofetón que cortó en seco el ataque de histeria. Después de eso la cosa ya fue más llevadera.

—¿Vio usted el cuerpo del muerto?

—Sí.

—¿Le resultó conocido? ¿Le había visto usted con anterioridad?

—Jamás.

—¿Tiene alguna opinión acerca de si su muerte fue accidental o se pegó un tiro deliberadamente?

—No tengo la menor idea.

—¿No le vio usted cuando estuvo en la casa con anterioridad?

—No. Creo que fue a media mañana y yo no estoy allí a esa hora. Estoy fuera todo el día.

—Gracias, Mrs. Haymes. Una cosa más, ¿tiene usted joyas de valor? ¿Anillos, pulseras, algo así?

Phillipa meneó la cabeza.

—Mi anillo de casada, un par de broches…

—Y que usted sepa, ¿no había nada de especial valor en la casa?

—No. Es decir, hay cubiertos de plata y todo eso, pero nada fuera de lo corriente.

—Gracias, Mrs. Haymes.

2

Mientras Craddock desandaba el camino a través del huerto, se encontró cara a cara con una dama corpulenta, muy encorsetada y el rostro arrebolado.

—¡Buenos días! —dijo ella con agresividad—. ¿Qué hace usted aquí?

—¿Mrs. Lucas? Soy el detective inspector Craddock.

—Oh, es usted. Discúlpeme. No me gusta que se metan extraños en mi jardín y hagan perder el tiempo a mis jardineros; pero comprendo perfectamente que usted tiene que cumplir con su deber.

—En efecto.

—¿Puedo preguntar si hemos de esperar que se repita el ultrajante suceso de anoche? ¿Se trata de una banda?

—Estamos convencidos, Mrs. Lucas, de que no es obra de una banda.

—Hay demasiados robos hoy en día. La policía está aflojando la mano —Craddock no abrió la boca—. ¿Supongo que ha estado hablando usted con Phillipa Haymes?

—Quería conocer su versión como testigo ocular.

—¿Y no podía usted haber esperado hasta la una? Después de todo, hubiera sido más justo interrogarla en horas que fueran suyas y no mías.

—Tengo que regresar a jefatura de inmediato.

—No es que una espere consideración en estos tiempos. Ni que le den sus empleados un día completo de trabajo. Llegan tarde, se pasan media hora haciendo preparativos, se paran a almorzar a las diez. No dan golpe en cuanto empieza a llover. Cuando una quiere que le corten la hierba, siempre le pasa algo a la cortadora de césped. Y se marchan cinco o diez minutos antes de que sea la hora de dejar de trabajar.

—Según tengo entendido, Mrs. Haymes, se marchó de aquí a las cinco y veinte ayer en lugar de irse a las cinco.

—Oh, no lo dudo. En justicia, hay que reconocer que Mrs. Haymes da muestras de interés en su trabajo, aunque más de un día he salido aquí, a buscarla, y no he conseguido encontrarla por ninguna parte. Es señora de nacimiento, y una siente el deber de hacer algo por estas pobres y jóvenes viudas de guerra. Y no es que no resulte muy inconveniente. Con lo largas que son las vacaciones escolares, lo convenido es que disfrute de más tiempo libre durante esa época. Le dije que hay campamentos excelentes hoy en día, a los que se puede enviar a los niños y en los que pasan unos ratos deliciosos y gozan mucho más que estando con sus padres. No necesitan venir a casa ni siquiera durante las vacaciones de verano.

—Pero ¿a Mrs. Haymes no le hizo mucha gracia la idea?

—Esa muchacha es más testaruda que una mula. Precisamente en la época del año en que quiero que corten el césped del campo de tenis y lo marquen casi todos los días. El viejo Ashe hace las rayas torcidas. Pero ¡nadie tiene en cuenta mi conveniencia!

—Supongo que Mrs. Haymes cobra un sueldo más bajo de lo normal.

—Naturalmente. ¿Qué otra cosa podía esperar?

—En realidad, ninguna —dijo Craddock—. Buenos días, Mrs. Lucas.

3

—Fue terrible —dijo Mrs. Swettenham con expresión de felicidad—. Espantoso. Y lo que yo digo es que en «The Gazette» debieran tener más cuidado con los anuncios que aceptan. En el momento mismo que lo leí, me pareció raro. Y lo dije. ¿Verdad, Edmund?

—¿Recuerda usted lo que estaba haciendo cuando se apagaron las luces, Mrs. Swettenham? —preguntó el inspector.

—¡Cómo me recuerda eso a mi vieja niñera! «¿Dónde estaba Moisés cuando se apagó la luz?» La respuesta era, claro está: «En la oscuridad». Lo mismo que ayer. Todos por allí y preguntándonos qué iba a suceder. Y luego, no se imagina lo emocionante que fue cuando de pronto se apagaron las luces. Y la puerta que se abría, una figura borrosa, con un revólver en la mano, aquella luz deslumbrante y la voz amenazadora que gritaba: «¡La bolsa o la vida!». Oh, ¡jamás he disfrutado tanto! Y luego, un minuto más tarde, fue terrible, claro. ¡Balas de verdad, que silbaban a nuestro alrededor! Debió de ser igual que con los comandos durante la guerra.

—¿Dónde estaba usted? ¿De pie o sentada, Mrs. Swettenham?

—Déjeme que piense… ¿Dónde estaba yo? ¿Con quién estaba hablando, Edmund?

—No tengo la menor idea, mamá.

—¿Era a miss Hinchcliffe a quien le estaba preguntando si era bueno darles aceite de hígado de bacalao a las gallinas en la época del frío? ¿O era a Mrs. Harmon? No, Mrs. Harmon acababa de llegar. Yo creo que le estaba diciendo al coronel Easterbrook que me parecía verdaderamente peligroso tener en Inglaterra un laboratorio de investigaciones atómicas. Deberían instalarlo en alguna isla desierta por si se escapa la radiactividad.

—¿No recuerda usted si estaba de pie o sentada?

—¿Importa eso en realidad, inspector? Estaba junto a la ventana o cerca de la chimenea, porque sé que estaba muy cerca del reloj cuando dio la hora. ¡Qué momento más emocionante! Esperando a ver si sucedía algo.

—Describe usted la luz de la linterna como deslumbrante. ¿Le dio a usted de lleno?

—En los mismísimos ojos. No podía ver nada.

—¿La sostuvo quieta o fue enfocando a una persona tras otra?

—Oh, la verdad es que no lo sé. ¿Qué hizo, Edmund?

—Pasó muy despacio de uno a otro, como para ver qué estábamos haciendo. Supongo que por si intentábamos abalanzarnos sobre él.

—¿Y dónde estaba usted exactamente, Mr. Swettenham?

—Había estado hablando con Julia Simmons. Estábamos los dos de pie en medio de la habitación… de la habitación grande.

—¿Estaban todos en esa habitación o había alguien en la otra?

—Creo que Phillipa Haymes estaba allí. Se encontraba junto a la chimenea de la otra sala. Creo que buscaba algo.

—¿Tiene usted idea de si el tercer disparo fue un accidente o un suicidio?

—No lo sé. El hombre pareció volverse bruscamente, tambalearse y caer, pero resultó todo muy confuso. Como comprenderá, en realidad, no se veía nada. Y luego la refugiada se puso a chillar como una loca.

—Tengo entendido que fue usted quien abrió la puerta del comedor para que pudiera salir.

—Sí.

—¿Está usted seguro de que la puerta estaba cerrada con llave por fuera?

Edmund le miró con curiosidad.

—Claro que sí. ¡No irá usted a creer que…!

—Me gusta dejar bien sentadas las cosas. Gracias, Mr. Swettenham.

4

El inspector Craddock se vio obligado a pasarse bastante rato con el coronel Easterbrook y su esposa. Tuvo que escuchar una larga disquisición sobre los aspectos psicológicos del caso.

—Hay que abordar las cosas desde un punto de vista psicológico, es lo mejor que se puede hacer en estos tiempos —le dijo el coronel—. Hay que comprender al criminal. La cosa está bien clara para un hombre con tanta experiencia como yo. ¿Por qué publica el anuncio? Psicología. Quiere hacerse notar, llamar la atención. Se le deja de lado, quizá los demás empleados del hotel «Royal Spa» le menosprecian por ser extranjero. Tal vez le haya dado calabazas alguna muchacha y quiere llamar su atención. ¿Quién es el ídolo del cine hoy en día? ¿El gángster? ¿El tipo duro? Bueno, él será así. Robo con violencia. ¿Antifaz? ¿Revólver? Pero quiere auditorio, es preciso que tenga espectadores. Así que da los pasos necesarios para conseguirlos. Y luego, en el momento culminante, se deja arrastrar por su papel. Es más que un ladrón: es un asesino. Dispara… a ciegas.

El inspector Craddock le cogió la palabra.

—Dice usted «a ciegas», coronel Easterbrook. ¿Usted no cree que estuviera disparando deliberadamente contra nada ni nadie en particular? ¿Contra miss Blacklock, por ejemplo?

—No, no. Disparó como ya he dicho, a ciegas. Y eso fue lo que le hizo volver en sí. Una bala hirió a alguien. En realidad, no fue más que un rasguño; pero él no lo sabía. Vuelve en sí violentamente. Toda esta comedia que ha estado representando es real. Le ha disparado a alguien, quizás ha matado a alguien. Ya no tiene salvación. Así que en un momento de pánico se suicida.

El coronel Easterbrook hizo una pausa, carraspeó y dijo:

—Más claro que el agua, se lo aseguro. Más claro que el agua.

—Es verdaderamente maravilloso —dijo Mrs. Easterbrook— cómo sabes lo ocurrido, Archie.

Su voz rebosaba de admiración.

Al inspector Craddock le pareció también maravilloso, pero no se sentía tan lleno de admiración.

—¿En qué sitio de la habitación se encontraba usted, coronel Easterbrook, cuando se efectuaron los disparos?

—Estaba de pie con mi esposa cerca de una mesita sobre la que había flores.

—Te cogí del brazo cuando sucedió, ¿verdad, Archie? Estaba muerta de miedo. No tuve más remedio que agarrarte.

—¡Pobre gatita mía! —dijo el coronel juguetón.

5

El inspector encontró a miss Hinchcliffe junto a la pocilga.

—Bonitas criaturas los cerdos —dijo miss Hinchcliffe mientras rascaba un rugoso lomo rosado—. Crece bien, ¿verdad? Será un buen tocino para la Nochebuena. Bueno, ¿para qué quiere verme? Le dije a su gente anoche que no tenía la menor idea de quién era el hombre. Jamás le he visto por los alrededores husmeando ni nada parecido. Nuestra Mrs. Mopps dice que vino de uno de los grandes hoteles de Medenham Wells. ¿Por qué no atracó a alguien allí si eso es lo que pretendía? Hubiese conseguido un mayor botín.

Eso era innegable. Craddock continuó con sus preguntas.

—¿Dónde se encontraba usted cuando se produjo el incidente?

—¡Incidente! Eso me recuerda mis tiempos de voluntaria civil. Le aseguro que vi bastantes incidentes entonces. ¿Dónde me encontraba cuando sonaron los disparos? ¿Es eso lo que quiere usted saber?

—Sí.

—Apoyada en la repisa de la chimenea pidiéndole a Dios que alguien me diera pronto algo de beber —replicó miss Hinchcliffe sin vacilar.

—¿Usted cree que los disparos fueron hechos a ciegas o dirigidos a una persona determinada?

—Quiere usted decir que si apuntaron deliberadamente contra miss Blacklock, ¿verdad? ¿Cómo diablos quiere que lo sepa? Es endemoniadamente difícil analizar las sensaciones propias y darse cuenta de lo que ocurrió realmente cuando ha terminado todo. Lo único que sé es que se apagaron las luces y que la linterna se movió, deslumbrándonos a todos; y luego sonaron los disparos y yo pensé: «Si este maldito imbécil de Patrick Simmons está gastando bromas con un revólver cargado, alguien acabará herido».

—¿Usted creyó que era Patrick Simmons?

—Parecía probable. Edmund Swettenham es un intelectual, escribe libros y no es nada amigo de las bromas pesadas, y al coronel Easterbrook no le hubiera parecido graciosa una cosa así. Pero Patrick es un alocado. Sin embargo, me disculpo por haber tenido semejante idea.

—¿Creyó su amiga que podía ser Patrick Simmons?

—¿Murgatroyd? Más vale que se lo pregunte usted mismo. Aunque no creo que pueda sacar nada en claro de lo que ella le diga. Está en el huerto. La llamaré si usted quiere.

Miss Hinchcliffe alzó su estentórea voz en un tremendo grito.

—¡Eh, Murgatroyd!

—¡Voy! —se oyó una vocecilla.

—¡Date prisa! ¡Policííííía! —bramó Hinchcliffe.

Miss Murgatroyd llegó al trote y sin aliento. Se le estaba cayendo la falda y se le escapaba el cabello de la redecilla. Su rostro redondo y amable se veía radiante.

—¿Es Scotland Yard? —preguntó jadeante—. No tenía idea. De saberlo, no hubiese abandonado la casa.

—Aún no hemos pedido a Scotland Yard que intervenga, miss Murgatroyd. Soy el inspector Craddock, de Milchester.

—¡Qué bien! —murmuró miss Murgatroyd vagamente—. ¿Han encontrado ustedes pistas?

—¿Dónde estabas en el momento de cometerse el crimen? Eso es lo que quiere saber, Murgatroyd —dijo miss Hinchcliffe.

Le guiñó un ojo a Craddock.

—¡Ay, señor! —exclamó miss Murgatroyd—. Claro. Debí haberme preparado. Coartadas, naturalmente. Déjeme que piense… Estaba con todos los demás.

—No estabas conmigo —dijo miss Hinchcliffe.

—Oh, Hinch, querida, ¿no estaba contigo? No, claro que no. Había estado admirando los crisantemos. Ejemplares bien pobres, por cierto. Y luego sucedió todo, sólo que, en realidad, yo no sabía qué había ocurrido, es decir, no sabía que hubiera ocurrido una cosa así. No pensé ni por un momento que pudiera tratarse de un revólver de verdad, y es tan difícil en la oscuridad… y esos chillidos tan terribles. Me equivoqué del todo, ¿sabe? Creí que la estaban asesinando a ella, a la refugiada, quiero decir. Creí que le estaban cortando el cuello al otro lado del vestíbulo. No sabía que era él, quiero decir que ni siquiera sabía que hubiese un hombre. En realidad, no era más que una voz, ¿sabe?, una voz que decía: «Manos arriba, por favor».

—«¡Manos arriba!» —la corrigió miss Hinchcliffe—. Y nada de por favor.

—¡Es tan terrible pensar que hasta que esa chica empezó a chillar, yo estaba disfrutando! Sólo que estar a oscuras era muy incómodo y me di un golpe en un callo. ¡Qué angustia! ¿Deseaba saber algo más, inspector?

—No —dijo el inspector Craddock, mirando a miss Murgatroyd pensativo—. Creo que no.

Su amiga soltó una carcajada que pareció un ladrido.

—Te ha calado, Murgatroyd.

—Te aseguro, Hinch —dijo miss Murgatroyd—, que estoy dispuesta a contarlo todo.

—No es eso lo que él quiere —le contestó miss Hinchcliffe.

Miró al inspector.

—Si está usted haciendo esto por orden geográfico, supongo que ahora irá usted a casa del vicario. Tal vez saque algo en limpio allí. Mrs. Harmon parece tonta, aunque a veces pienso que es inteligente. Sea como fuere, algo tiene.

Mientras miraban cómo se alejaban el inspector y el sargento Fletcher, Amy Murgatroyd preguntó, casi sin aliento:

—Oh, Hinch, ¿hice muy mal papel? ¡Me lío tanto!

—De ninguna manera —Miss Hinchcliffe sonrió—. En conjunto, yo diría que lo hiciste bastante bien.

6

El inspector Craddock contempló la gran habitación destartalada con cierta sensación de placer. Le recordaba un poco su casa de Cumberland. Cretonas descoloridas, las sillas viejas, flores y libros tirados por todas partes y un perro dentro de una cesta. Mrs. Harmon, con su aire aturdido, su desaliño general y su ansioso rostro, le resultó simpática.

Pero le dijo en seguida y con franqueza:

—No le seré de ninguna ayuda porque cerré los ojos. No me gusta que me deslumbren. Y luego oí disparos y los cerré todavía más fuerte. Y deseé, ¡oh, cómo lo deseé!, que hubiese sido un asesinato discreto. No me gustan los estampidos.

—Así que no vio usted nada —el inspector le sonrió—. Pero… ¿oyó algo?

—Ya lo creo. Había mucho que oír. Puertas que se abrían y cerraban, gente que decía tonterías y soltaba exclamaciones. Mitzi que chillaba como una máquina de vapor, y la pobre Bunny que daba gritos como un conejo acorralado. Y todos dando empujones y tropezando con los demás. Sin embargo, cuando de verdad me parecía que ya no iban a sonar más estampidos, abrí los ojos. Todo el mundo estaba fuera, en el vestíbulo, con velas. Y luego se encendieron las luces y de pronto todo estaba como siempre. No quiero decir en realidad como siempre, pero éramos nosotros mismos otra vez, no sólo gente en la oscuridad. La gente en la oscuridad es muy diferente, ¿verdad?

—Creo que sé lo que quiere usted decir, Mrs. Harmon.

Mrs. Harmon le sonrió.

—Y ahí estaba —dijo—. Un extranjero con cara de comadreja, sonrosado y con gesto de sorpresa… muerto… con un revólver al lado. No sé por qué, pero me pareció que no tenía sentido.

Tampoco lo tenía para el inspector.

El asunto le preocupaba.