Julia entró en la habitación y ocupó la silla que dejara libre Letitia Blacklock con un aire de serenidad y un aplomo que a Craddock, sin saber por qué, le molestó. Clavó en él una mirada límpida y aguardó sus preguntas.
Miss Blacklock con mucho tacto, había abandonado la habitación.
—Por favor, hábleme de lo ocurrido anoche, miss Simmons.
—¿Anoche? —murmuró Julia con una mirada vacía—. Oh, dormimos como troncos. La impresión, supongo.
—Me refiero a ayer, desde las seis de la tarde en adelante.
—¡Ah, ya… bueno! Pues vino un montón de gente aburridísima.
—¿Quiénes eran?
Otra vez la mirada límpida.
—¿No lo sabe ya?
—Soy yo quien hace las preguntas, miss Simmons —le recordó Craddock amablemente.
—Usted perdone. ¡Las repeticiones me resultan tan pesadas! Al parecer, a usted no le ocurre lo mismo. Bueno, vinieron el coronel y Mrs. Easterbrook, miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd, Mrs. Swettenham y Edmund Swettenham, y Mrs. Harmon, la esposa del vicario. Llegaron en ese orden. Y si quiere saber lo que dijeron, todos dijeron lo mismo por turno: «Veo que tiene usted la calefacción encendida». Y «¡Qué crisantemos más hermosos!».
Craddock se mordió el labio. La imitación era buena.
—Mrs. Harmon fue la excepción. Es un encanto. Entró con el sombrero caído y los cordones de los zapatos desatados, y preguntó sin rodeos: «¿Cuándo se cometerá el asesinato?». Hizo que todo el mundo se sintiera muy incómodo, se suponía que se habían dejado caer por aquí por simple casualidad. Tía Letty dijo con ese modo seco que tiene, que no tardaría en producirse. Y entonces el reloj dio la hora, y no había hecho más que terminar cuando se apagaron las luces, se abrió la puerta con violencia y una figura enmascarada ordenó: «¡Arriba las manos!» o algo parecido. Fue exactamente como en una mala película. Ridículo a más no poder. Y entonces le hizo dos disparos a tía Letty, y la cosa dejó de parecer ridícula.
—¿Dónde estaban todos cuando sucedió?
—¿Cuándo se apagaron las luces? Pues por ahí, de pie. Mrs. Harmon estaba sentada en el sofá; Hinch, Mrs. Hinchcliffe, se había plantado, con su aspecto hombruno, delante de la chimenea.
—¿Estaban todos ustedes en esta habitación o en la sala contigua?
—Creo que la mayoría en esta habitación, Patrick había ido a la otra a buscar el jerez. Creo que el coronel Easterbrook le siguió, pero no estoy segura. Estábamos… bueno, como dije, de pie por aquí.
—Y usted, ¿dónde estaba?
—Junto a la ventana, si mal no recuerdo. Tía Letty fue a buscar los cigarrillos.
—¿A esa mesa junto a la arcada?
—Sí. Las luces se apagaron y la mala película empezó.
—El hombre tenía una linterna de mucha potencia. ¿Qué hizo con ella?
—La dirigió hacia nosotros. Era deslumbrante. No podías ver nada.
—Quiero que responda a esta pregunta con mucho cuidado, miss Simmons. ¿Mantuvo la linterna quieta o la movió de un lado a otro?
Julia reflexionó. Ya no parecía aburrida.
—La movió —dijo despacio— como el foco en una sala de baile. Me dio de lleno en los ojos y luego siguió dando la vuelta a la habitación. Entonces sonaron los disparos. Dos.
—¿Y luego?
—Dio media vuelta, Mitzi se puso a chillar como una descosida desde no sé dónde, se apagó la linterna y sonó otro disparo. Después, se cerró la puerta. Se cierra sola, ¿sabe?, despacio, con un ruido que parece un quejido y que pone la carne de gallina. Y ahí estábamos todos, en la oscuridad, sin saber qué hacer. La pobre Bunny gemía como un perrito faldero y Mitzi aullaba a todo pulmón al otro lado del pasillo.
—¿Opina usted que ese hombre se pegó deliberadamente un tiro? ¿O cree que dio un traspié y el revólver se disparó accidentalmente?
—No tengo la menor idea. ¡Todo era tan teatral! En realidad, creí que se trataba de una broma estúpida hasta que vi cómo le sangraba la oreja a tía Letty. Pero incluso si fueras a disparar un revólver para dar mayor sensación de realidad, lo menos que puedes hacer es apuntar bien por encima de la cabeza de la gente, ¿verdad?
—En efecto. ¿Cree usted que podía ver claramente contra quién estaba disparando? Quiero decir: ¿se veía claramente a miss Blacklock a la luz de la linterna?
—No tengo la menor idea. No la estaba mirando, tenía la mirada fija en el hombre.
—Lo que quiero decir es que si usted cree que ese hombre la apuntó a ella deliberadamente.
A Julia pareció estremecerla la idea.
—¿Que si escogió deliberadamente a tía Letty, quiere decir? Oh, no lo creo. Después de todo, si deseaba pegarle un tiro a tía Letty no le hubieran faltado oportunidades mejores. No hubiese necesitado reunir a todos los amigos y vecinos para hacer más difícil la cosa. Hubiera podido disparar contra ella desde detrás de un seto al viejo estilo irlandés cualquier día de la semana y seguramente sin que le pillaran.
Y eso, pensó Craddock, era la respuesta definitiva a la insinuación de Dora Bunner de que Letitia Blacklock había sido objeto de un ataque deliberado.
—Gracias, miss Simmons —dijo con un suspiro—. Más vale que vaya a ver a Mitzi ahora.
—¡Ojo con sus uñas! —le advirtió Julia—. ¡Es de armas tomar!
Craddock, acompañado de Fletcher, encontró a Mitzi en la cocina. Estaba amasando un pastel y alzó la cabeza con desconfianza cuando entraron.
El pelo negro le caía sobre los ojos; parecía estar de muy malhumor. Y el jersey rojo y la falda verde no le iban bien a su pastosa tez.
—¿Por qué entra usted en mi cocina, señor policía? Usted es policía, ¿no? Siempre, siempre hay persecuciones. ¡Ah! ¡Debería estar acostumbrada ya! Dicen que es distinto aquí, en Inglaterra. Pero no, es lo mismo. Viene usted a torturarme, sí, a obligarme a decir cosas, pero yo no diré nada. Me arrancará las uñas y me pondrá cerillas encendidas encima de la piel… ¡Ah, sí! ¡Y cosas peores! Pero yo no hablaré, ¿me ha oído? No diré nada, nada en absoluto. Y me mandará usted a un campo de concentración y a mí no me importará.
Craddock la miró pensativo, seleccionando cuál podía ser el método de ataque más efectivo. Por último exhaló un suspiro y dijo:
—De acuerdo. Coja el sombrero y el abrigo.
—¿Qué dice? —exclamó Mitzi con un sobresalto.
—Coja el sombrero y el abrigo y vámonos. No llevo encima el aparato de arrancar uñas ni el resto de mi equipo. Todo esto lo guardamos en la comisaría. ¿Tienes las esposas a mano, Fletcher?
—¡Señor! —dijo el sargento Fletcher con expresión exultante.
—Pero ¡yo no quiero ir! —aulló Mitzi retrocediendo.
—En ese caso, contestará usted cortésmente a unas preguntas corteses. Si lo desea, puede solicitar la presencia de un abogado.
—¿De un abogado? No me gustan los abogados. No quiero un abogado.
Soltó el rodillo, se limpió la harina de las manos con un trapo y se sentó.
—¿Qué quiere usted saber? —preguntó con hosquedad.
—Quiero conocer su versión de lo sucedido aquí anoche.
—De sobra sabe usted qué sucedió.
—Quiero conocer su versión.
—Intenté marcharme. ¿Le dijo ella eso? Cuando vi en el periódico lo del asesinato, quise marcharme. Ella no me dejó. Es muy dura, nada comprensiva. Me obligó a quedarme. Pero yo sabía… yo sabía lo que iba a suceder. Yo sabía que me iban a asesinar.
—Pero no la asesinaron, ¿verdad que no?
—No —asintió Mitzi de mala gana.
—Vamos, dígame lo que ocurrió.
—Estaba nerviosa. ¡Oh, qué nerviosa estaba! Toda la tarde. Oía cosas. Gente que se movía de un lado para otro. Una vez creí que había alguien en el vestíbulo moviéndose con sigilo; pero sólo era Mrs. Haymes, que entraba por la puerta lateral, para no ensuciar los escalones de la puerta principal, según ella. ¡Como si a ella le importase eso! Esa nazi, pues, con el cabello rubio y los ojos azules, con su aire de superioridad, y mirándome a mí y pensando que yo… que yo no soy más que una porquería.
—No se preocupe ahora por Mrs. Haymes.
—¿Quién se ha creído que es? ¿Ha recibido una costosa educación universitaria como yo? ¿Está ella licenciada en Economía? No, no es más que una obrera asalariada. Cava, corta hierba y le pagan una cantidad cada sábado. ¿Quién es ella para llamarse señora?
—Olvídese de Mrs. Haymes. Continúe.
—Llevo el jerez, las copas y las pastas tan buenas que he hecho a la sala. Entonces suena el timbre y abro la puerta. Una vez tras otra abro la puerta. Es desagradable, pero lo hago. Y luego vuelvo a la despensa y me pongo a pulir los cubiertos de plata, y se me ocurre que me vendrá muy bien aquello, porque si alguien viene a matarme tengo allí, bien a mano, el cuchillo de trinchar, grande y bien afilado.
—Es usted muy previsora.
—Y de pronto oigo disparos. Pienso: «Ya está… ya está ocurriendo». Corro a través del comedor. La otra puerta no se abre. Me detengo un momento para escuchar y entonces suena otro tiro y un golpe muy fuerte allá fuera, en el vestíbulo, y yo hago girar el pomo de la puerta, pero está cerrada con llave por fuera. Estoy encerrada allí como una rata en una ratonera. Y me vuelvo loca de miedo. Chillo y chillo, y golpeo la puerta. Y por fin… por fin hacen girar la llave y me dejan salir. Y entonces traigo velas, muchas, muchas velas, y se encienden las luces y veo sangre… ¡sangre! Ach, Gott in Himmel! La sangre. No es la primera vez que veo sangre. Mi hermanito, veo cómo lo matan delante de mis propios ojos, veo sangre en la calle, gente acribillada, muriendo, yo…
—Sí —dijo el inspector Craddock—, muchísimas gracias.
—Y ahora —dijo Mitzi con gesto teatral—, puede usted detenerme y llevarme a la cárcel.
—Otro día —dijo el inspector Craddock.
Cuando Craddock y Fletcher atravesaban el vestíbulo en dirección a la puerta, ésta se abrió y un joven alto y bien parecido casi chocó con ellos.
—¡Polis! —exclamó el joven.
—¿Mr. Patrick Simmons?
—Así es, inspector. Es usted el inspector, ¿verdad?, y el otro es el sargento.
—Acertó, Mr. Simmons. ¿Puedo hablar con usted un momento?
—Soy inocente, inspector. Le juro que soy inocente.
—Escuche, Mr. Simmons, hágame el favor de no hacerse el gracioso. Tengo que entrevistarme todavía con mucha gente y no tengo tiempo que perder. ¿Qué es esta habitación? ¿Podemos entrar aquí?
—Lo llamamos estudio, pero nadie estudia.
—Me dijeron que usted estudiaba.
—Descubrí que me era imposible concentrarme en las matemáticas, así que regresé a casa.
El inspector Craddock le pidió el nombre completo, la edad y detalles de su servicio en filas durante la guerra.
—Y ahora, Mr. Simmons, ¿tiene usted la amabilidad de describirme lo que sucedió anoche?
—Tiramos la casa por la ventana, inspector. Es decir, Mitzi preparó unas pastas deliciosas. Tía Letty descorchó una botella nueva de jerez.
Craddock le interrumpió.
—¿Una botella nueva? ¿Había otra?
—Sí, medio llena; pero a tía Letty no pareció gustarle.
—¿Estaba nerviosa?
—Oh, no es eso. Es una persona muy sensata. Creo que fue Bunny la que le metió miedo al profetizar desastres durante todo el día.
—¿Miss Bunner estaba muy asustada?
—Ya lo creo, se divirtió de lo lindo. Disfruta pasando miedo.
—¿Se tomó en serio el anuncio?
—Le puso los pelos de punta.
—Miss Blacklock parece haber creído, al leer el anuncio, que usted tenía algo que ver con el asunto. ¿Por qué?
—Es natural. ¡A mí me echan siempre la culpa de todo lo que ocurre por aquí!
—¿Tuvo usted algo que ver, Mr. Simmons?
—¿Yo? ¡Ni un tanto así!
—¿Había visto usted alguna vez a ese Rudi Scherz o había hablado con él?
—En mi vida.
—Pero era la clase de broma que hubiese sido usted capaz de gastar, ¿verdad?
—¿Quién le ha dicho eso? Sólo porque una vez le hice la petaca en la cama a Bunny y otra vez le mandé una postal a Mitzi diciéndole que la Gestapo estaba sobre su pista.
—Limítese a explicarme lo que sucedió.
—Acababa de entrar en la sala pequeña en busca de la bebida cuando, de repente, se apagaron las luces. Me di la vuelta y vi a un tipo en el umbral diciendo: «¡Arriba las manos!». Y todo el mundo se puso a dar gritos. Y justo cuando me estaba preguntando si podría lanzarme sobre él, se pone a disparar un revólver y ¡zas!, se cae al suelo, y la linterna se apaga y nos encontramos en la oscuridad otra vez, y el coronel Easterbrook empieza a gritar con su voz de mando: «Luz». Intento encender mi mechero, pero no se enciende, como suele suceder siempre con estos malditos inventos.
—¿Le pareció a usted que el intruso apuntaba deliberadamente a miss Blacklock?
—¡Ah! ¿Y cómo quiere que lo sepa? Yo diría que disparó el revólver sólo por el gusto de hacerlo… y después descubrió, quizá, que había llevado las cosas demasiado lejos.
—¿Y se pegó un tiro?
—Pudiera ser. Cuando le vi la cara me pareció la clase de ladronzuelo que pierde con facilidad el valor.
—¿Y está seguro de que no le había visto nunca antes?
—Completamente seguro.
—Gracias, Mr. Simmons. Quisiera entrevistarme con las demás personas que estuvieron aquí anoche. ¿En qué orden sería mejor que las viese?
—No sé. Nuestra Phillipa, Mrs. Haymes, trabaja en Dayas Hall. La verja de esa finca está casi enfrente de la casa. Después, los Swettenham son los que viven más cerca. Cualquiera se lo indicará.