Little Paddocks era muy parecido a como el inspector Craddock se lo había imaginado. Vio patos y gallinas, y lo que había sido hasta hacía poco un bonito arriate de flores en el que unas cuantas margaritas de San Miguel mostraban sus últimos destellos de purpúrea belleza. El césped y los senderos presentaban señales de descuido.
«Probablemente —pensó—, no tienen mucho dinero para gastar en jardineros. Les gustan las flores y tienen gusto para sembrarlas y disponerlas. La casa necesita una capa de pintura. Lo mismo les ocurre a la mayoría de las casas de hoy en día. Una casa muy agradable».
Al detenerse el coche de Craddock ante la puerta principal, el sargento Fletcher apareció por una esquina. El sargento parecía un soldado de la guardia de erguido porte marcial, y sabía decir de diferentes maneras la palabra «señor».
—Hola, Fletcher.
—Señor —dijo el sargento.
—¿Tiene algo que comunicar?
—Hemos terminado de registrar la casa, señor. Scherz no parece haber dejado huellas dactilares en ninguna parte. Llevaba guantes, claro. No hay señal alguna de que forzara ninguna puerta o ventana para entrar. Al parecer, vino de Medenham en el autobús que llega a Chipping Cleghorn a las seis. Según he podido averiguar, la puerta lateral de la casa se cerró a las cinco y media, de modo que debió entrar por la puerta principal. Miss Blacklock declara que esa puerta no se cierra con llave hasta que se retiran todos a dormir. La doncella, sin embargo, asegura que la puerta estuvo cerrada con llave toda la tarde, pero es de ésas capaces de decir cualquier cosa. Es una mujer muy temperamental. Una refugiada centroeuropea.
—Una mujer difícil, ¿eh?
—¡Señor! —dijo el sargento con intenso sentimiento.
Craddock sonrió.
Fletcher continuó su informe.
—La instalación eléctrica se encuentra en perfecto estado; aún no hemos descubierto cómo manipuló las luces. Sólo saltó uno de los circuitos. El de la sala y el vestíbulo. Claro está que, hoy en día, las lámparas y las luces de pared no están conectadas al mismo fusible; pero esta instalación es antigua. No veo cómo pudo haber manipulado la caja de fusibles, porque está junto al fregadero y hubiese tenido que atravesar la cocina. Y la doncella le hubiese visto.
—¿A menos que estuviese compinchada con él?
—Es muy posible. Extranjeros los dos. Yo no me fiaría de ella, ni un tanto así.
Craddock reparó entonces en los dos enormes ojos negros que atisbaban asustados por la ventana vecina a la puerta principal. El rostro, aplastado contra el vidrio, apenas era visible.
—¿Es ella?
—Sí, señor.
La cara desapareció.
Craddock hizo sonar el timbre.
Al cabo de un buen rato le abrió una joven bien parecida, de cabello castaño y expresión aburrida.
—Soy el inspector Craddock.
La joven le miró, serena, con sus atractivos ojos de color avellana.
—Pase. Miss Blacklock le está esperando.
El vestíbulo era largo y estrecho, y parecía contar con un interminable número de puertas.
La joven abrió una de la izquierda y anunció:
—El inspector Craddock, tía Letty. Mitzi no quiso abrir. Se ha encerrado en la cocina y no deja de proferir los gemidos más estentóreos que se pueda uno imaginar. No creo que hoy nos dé de comer —y agregó como explicación para Craddock—: No le gusta la policía —se retiró y cerró la puerta.
Craddock avanzó hacia la dueña de Little Paddocks.
Vio a una mujer alta, de aspecto dinámico, de unos setenta años. Su cabello gris tenía una leve ondulación natural y constituía un marco distinguido para un rostro inteligente y decidido. Tenía los ojos grises y una mirada penetrante, y la barbilla cuadrada expresaba determinación. Llevaba un vendaje en la oreja izquierda. No iba maquillada. Vestía con sencillez una chaqueta de tweed, de corte elegante, falda y suéter. Llamaba la atención que alrededor del cuello llevara un juego de camafeos antiguos, una pincelada victoriana que parecía insinuar cierto sentimentalismo nada aparente.
A su lado, con una expresión ansiosa en su rostro redondeado y los revueltos cabellos que escapaban indómitos de una redecilla, había otra mujer aproximadamente de la misma edad en la que Craddock no le costó trabajo reconocer a la «Dora Bunner, señorita de compañía» de las notas del agente Legg, a las que este último había agregado extraoficialmente el comentario de «¡Cabeza de chorlito!».
Miss Blacklock habló con voz muy agradable y educada.
—Buenos días, inspector Craddock. Ésta es mi amiga miss Bunner, que me ayuda a llevar la casa. ¿No quiere sentarse? ¿Fuma?
—No cuando estoy de servicio, señora.
—¡Cuánto lo siento!
Craddock recorrió la habitación con una rápida mirada profesional. Era la típica sala doble victoriana, dos ventanas altas en esta habitación, un mirador en la otra; sillas, sofá, una mesa de centro con un florero grande lleno de crisantemos, otro florero en la ventana, todo fresco y agradable, aunque no muy original. La única nota incongruente la daba un pequeño florero de plata con violetas marchitas. Estaba sobre la mesa próxima a la arcada que daba a la segunda habitación. Puesto que no podía imaginar que miss Blacklock tolerara la presencia de flores marchitas, lo tomó como la única indicación de que algo poco habitual había alterado la rutina de un hogar bien dirigido.
—¿Deduzco, miss Blacklock, que ésta es la habitación en que tuvo lugar el incidente?
—Sí.
—¡Tendría que haberla visto anoche! —exclamó miss Bunner—. ¡Estaba en un estado…! ¡Dos mesitas tumbadas y la pata de una silla rota, la gente dando tropezones en la oscuridad! ¡Y alguien dejó caer un cigarrillo y quemó uno de los mejores muebles! La gente, sobre todo la gente joven, es tan descuidada para estas cosas. Por fortuna, no se rompió ninguna pieza de porcelana.
Miss Blacklock la interrumpió con tono dulce pero firme.
—Dora, todas estas cosas, por muy molestas que resulten, sólo son trivialidades. Creo que será mejor que nos limitemos a responder a las preguntas del inspector Craddock.
—Gracias, miss Blacklock. Hablaremos de lo sucedido anoche dentro de unos instantes. Primero querría que me dijese cuándo vio por primera vez al difunto Rudi Scherz.
—¿Rudi Scherz? —Miss Blacklock dio muestras de sorprenderse ligeramente—. ¿Se llamaba así? No sé por qué creí… Ah, bueno, eso no importa. Mi primer encuentro con él fue cuando estuve en Medenham Spa de compras. Deje que piense… hace unas tres semanas. Nosotras, miss Bunner y yo, comimos en el hotel «Royal Spa». Cuando salimos del comedor, oí pronunciar mi nombre. Era ese joven. Dijo: «Es usted miss Blacklock, ¿verdad?». Y dijo a continuación que quizá no le recordase, pero que él era el hijo del propietario del «Hotel des Alpes», de Montreux, donde mi hermana y yo estuvimos alojadas cerca de un año durante la guerra.
—El «Hôtel des Alpes», de Montreux —anotó Craddock—. Y, ¿le recordó usted, miss Blacklock?
—No, señor. En realidad, no recuerdo haberle visto en mi vida. Los conserjes de hotel parecen todos iguales cuando están detrás del mostrador. Lo habíamos pasado muy bien en Montreux. El dueño había sido muy amable, así que intenté ser lo más cortés posible y le dije que esperaba que disfrutaría en Inglaterra y él dijo que sí, que su padre le había mandado a pasar seis meses para aprender el negocio hotelero. Todo me pareció muy natural.
—¿Y su segundo encuentro?
—Hará cosa de… sí, debió de ser hace unos diez días. Se presentó inesperadamente. Me sorprendió mucho verle. Me pidió mil perdones por venir a molestarme, pero afirmó que yo era la única persona que conocía en Inglaterra. Me dijo que necesitaba con urgencia dinero para regresar a Suiza porque su madre se encontraba gravemente enferma.
—Pero Letty no se lo dio —intervino miss Bunner agitada.
—Me pareció una historia muy sospechosa —aseguró miss Blacklock con vigor—. Se me metió en la cabeza que no podía ser una persona honrada. Ese cuento de necesitar dinero para regresar a Suiza era una estupidez. El padre hubiese podido telegrafiar sin dificultad para que se atendiera a su hijo en este país. Los hoteleros son todos amigos. Sospeché que habría cometido algún desfalco o algo parecido —hizo una pausa y agregó con sequedad—: Quizá crea que soy una persona insensible, pero fui secretaria de un gran financiero durante muchos años y aprendí a desconfiar de toda petición de dinero. Me sé de memoria todos los trucos. Lo único que me sorprendió —prosiguió pensativa— fue que se diera por vencido tan aprisa. Se marchó inmediatamente sin más discusión. Fue como si nunca hubiese esperado recibir el dinero.
—¿Cree usted ahora que su venida aquí no fue, en realidad, más que un pretexto para explorar el terreno?
Miss Blacklock asintió con un vigoroso movimiento de cabeza.
—Es eso precisamente lo que yo opino ahora. Hizo ciertos comentarios cuando le acompañé a la puerta acerca de las habitaciones. Dijo: «Tiene usted un comedor muy bonito». Mentira, porque, en realidad, no tiene nada de bonito; es una habitación fea y oscura. Estoy convencida de que no fue más que una excusa para asomarse a ella. Y luego se adelantó de un salto y abrió la puerta principal diciendo: «Permítame». Ahora creo que su propósito fue examinar la cerradura. Aunque la verdad es que, como la mayoría de la gente del pueblo, nunca cerramos la puerta principal hasta que anochece. Cualquiera podría entrar.
—¿Y la puerta lateral? Tengo entendido que hay una que da al jardín.
—Sí, por ella salí yo a encerrar a los patos poco antes de que llegasen las visitas.
—¿Estaba cerrada con llave cuando salió usted?
Miss Blacklock frunció el entrecejo.
—No recuerdo. Creo que sí. Desde luego la cerré al volver a entrar.
—¿Eso sería a las seis y cuarto aproximadamente?
—Algo así.
—¿Y la puerta principal?
—No la cerramos hasta más tarde.
—Entonces, Scherz pudo entrar sin dificultad por ese lado, o pudo colarse mientras usted encerraba a los patos. Ya había explorado el terreno con anterioridad y, probablemente, había escogido varios lugares que podían utilizarse como escondite: armarios, etcétera. Sí, eso parece claro.
—Usted perdone, pero no está claro ni mucho menos —le contradijo miss Blacklock—. ¿Por qué había de tomarse tanto trabajo para cometer un robo en esta casa y representar ese atraco de pacotilla?
—¿Guarda usted mucho dinero en casa, miss Blacklock?
—Unas cinco libras esterlinas en ese escritorio y quizás una libra o dos en el bolso.
—¿Joyas?
—Un par de anillos y broches, y los camafeos que llevo en estos instantes. Convendrá usted conmigo, inspector, que la cosa no puede ser más absurda.
—No se trataba de un robo —exclamó miss Bunner—. Te lo dije desde el primer momento, Letty. ¡Fue una venganza porque no quisiste darle ese dinero! Disparó deliberadamente contra ti… dos veces.
—¡Ah! —dijo Craddock—. Hablemos ahora de anoche. ¿Qué ocurrió exactamente, miss Blacklock? Dígamelo tal como usted lo recuerde.
Miss Blacklock reflexionó un instante.
—El reloj dio la hora —contestó—, el que hay sobre la repisa de la chimenea. Recuerdo haber dicho que, si iba a suceder algo, ocurriría muy pronto. Y entonces el reloj dio la hora. Lo escuchamos todos sin decir una palabra. Dio los dos cuartos y, de pronto, las luces se apagaron.
—¿Qué luces estaban encendidas?
—Las de la pared aquí y las de la otra habitación. La lámpara de pie y las dos pequeñas de lectura no estaban encendidas.
—¿Hubo algún destello primero o ruido cuando se apagaron las luces?
—Creo que no.
—Yo estoy segura de que hubo un destello —afirmó Dora Bunner—. Y un ruido como un chisporroteo. ¡Qué miedo!
—¿Y luego, miss Blacklock?
—Se abrió la puerta.
—¿Qué puerta? Hay dos en la habitación.
—Oh, ésta de aquí. La de la otra habitación no se abre. Es falsa. Se abrió la puerta y apareció el hombre enmascarado con el revólver. Parecía algo tan fantástico, pero, claro, entonces creí que se trataba de una broma estúpida. Dijo algo, no recuerdo qué.
—¡Manos arriba o disparo! —intervino miss Bunner, melodramáticamente.
—Algo así —asintió miss Blacklock dubitativa.
—¿Y todos ustedes levantaron las manos?
—¡Oh, sí! —dijo miss Bunner—. Todos. Era parte del juego, ¿comprende?
—Yo no lo hice —negó miss Blacklock tajante—. Me pareció algo sumamente ridículo. Estaba enfadada por todo el asunto.
—¿Y luego?
—La luz de la linterna me daba de lleno en los ojos. Me deslumbraba. Y entonces, aunque parezca imposible, oí el silbido de una bala que daba contra la pared junto a mi cabeza. Alguien chilló y entonces sentí un dolor, como si me quemaran la oreja… y oí el segundo disparo.
—Fue aterrador —aseguró miss Bunner.
—Y, ¿qué ocurrió después, miss Blacklock?
—Es difícil de decir… ¡estaba tan aturdida por el dolor y la sorpresa! La… la figura dio media vuelta y pareció dar un traspiés. Luego sonó otro disparo y se apagó la linterna, y todos empezaron a empujar y gritar, tropezando unos con otros.
—¿Dónde estaba usted, miss Blacklock?
—Estaba de pie junto a la mesa —intervino miss Bunner casi sin aliento—. Tenía el florero con las violetas en la mano.
—Estaba aquí —miss Blacklock se acercó a la mesita, junto a la arcada—. En realidad, lo que tenía en la mano era la cigarrera.
El inspector Craddock examinó la pared tras ella. Se veían claramente los dos agujeros de bala. Los proyectiles habían sido extraídos y enviados junto con el revólver al laboratorio de balística.
—Salvó usted la vida de milagro, miss Blacklock.
—¡Disparó contra ella! —dijo Dora Bunner—. ¡Deliberadamente contra ella! Yo lo vi. Movió la linterna hasta enfocarla a ella y la mantuvo quieta, y entonces disparó contra ella. Tenía la intención de matarte a ti, Letty.
—¡Dora querida! Eso se te ha metido en la cabeza de tanto pensar en lo sucedido.
—Disparó contra ti —repitió Dora empecinada—. Tenía la intención de matarte y, al no conseguirlo, se pegó un tiro. ¡Estoy segura de que fue así!
—No creo que tuviese la menor intención de pegarse un tiro —dijo miss Blacklock—. No era de los que se suicidan.
—¿Dice usted, miss Blacklock, que hasta que se disparó el revólver creyó usted que se trataba de una broma?
—Naturalmente. ¿Qué otra cosa podía pensar que era?
—¿A quién creyó usted autor de la broma?
—Al principio creíste que lo había hecho Patrick —le recordó Dora Bunner.
—¿Patrick? —preguntó el inspector vivamente.
—Mi joven primo Patrick Simmons —contestó miss Blacklock con aspereza, molesta con su amiga—. Sí, al leer el anuncio, se me ocurrió que pudiera tratarse de una broma suya, pero él lo negó rotundamente.
—Y entonces te quedaste preocupada, Letty —dijo miss Bunner—. Sí que estabas preocupada, aunque fingías no estarlo. Y tenías motivo para preocuparte. Decía: «Se anuncia un asesinato…» Y era cierto. ¡Tu asesinato! Si ese hombre no hubiera errado el blanco, hubieses muerto asesinada. Y entonces, ¿qué hubiera sido de todos nosotros?
Dora Bunner temblaba al hablar. Tenía contraído el rostro y parecía a punto de llorar.
Miss Blacklock le dio unas palmadas cariñosas en el hombro.
—No pasa nada, Dora querida, no te excites. ¡No te conviene! Hemos pasado una experiencia desagradable, pero ya se acabó. Has de hacer un esfuerzo por dominarte, ya sabes cómo te necesito para poder llevar la casa. ¿No es hoy el día que traen la ropa de la lavandería?
—Oh, Letty, ¡qué suerte que me lo hayas recordado! ¡Me pregunto si nos devolverán la funda de almohada que falta! He de anotarlo en el cuaderno. Voy a hacerlo ahora mismo.
—Y llévate esas violetas. No hay cosa que odie más que las flores marchitas.
—¡Qué lástima! Las cogí ayer frescas del jardín. No han durado nada. ¡Ay de mí! Debo haberme olvidado de poner agua en el florero. ¡Hay que ver! Siempre me olvido de algo. Ahora es preciso que vaya a ocuparme de la colada. Puede llegar de un momento a otro.
Se marchó con cara de alegría otra vez.
—No es muy fuerte —dijo miss Blacklock—, y no le convienen nada las emociones. ¿Desea usted saber alguna otra cosa, inspector?
—Deseo saber con exactitud cuántas personas viven en esta casa, y que me cuente algo de ellas.
—Sí. Bueno, además de Dora Bunner y yo, tengo dos primos jóvenes que viven aquí actualmente: Patrick y Julia Simmons.
—¿Primos? ¿No son sobrino y sobrina?
—No. Me llaman tía Letty, pero en realidad son primos lejanos. Su madre era prima segunda mía.
—¿Han vivido siempre con usted?
—Oh, no, sólo llevan aquí dos meses. Vivían en el sur de Francia antes de la guerra. Patrick ingresó en la Armada y Julia creo que trabajó en uno de los Ministerios. Estuvo en Llandudno. Cuando se terminó la guerra, su madre me escribió preguntándome si sería posible que vinieran a vivir aquí conmigo en calidad de huéspedes. Julia hace prácticas en el Hospital General de Milchester y Patrick estudia ingeniería en la universidad de Milchester también, que, como usted sabe, sólo está a cincuenta minutos de autobús de aquí, y me alegré de poder tenerles a mi lado. En realidad, esta casa es demasiado grande para mí. Pagan una pequeña cantidad por su alojamiento y manutención, y todo va muy bien —y agregó con una sonrisa—: Me gusta tener gente joven a mí alrededor.
—También se aloja aquí una tal Mrs. Haymes, ¿me equivoco?
—Sí, trabaja de ayudante de jardinero en Dayas Hall, la casa de Mrs. Lucas. El viejo jardinero y su esposa ocupan la casita del jardín, y Mrs. Lucas me preguntó si podría darle alojamiento aquí. Es muy buena muchacha. A su marido le mataron en Italia y tiene un hijo de ocho años que está en un colegio. Ya he hecho los arreglos para que venga aquí durante las vacaciones.
—¿Y la servidumbre?
—Viene un jardinero los martes y los viernes. Mrs. Huggins viene del pueblo cinco mañanas a la semana para ayudar, y tengo a una refugiada extranjera, con un nombre completamente impronunciable, como ayudante de cocina. Me temo que encontrará usted algo difícil a Mitzi. Padece de manía persecutoria.
Craddock asintió. Estaba recordando otro de los valiosos comentarios del policía Legg. Después de agregar «cabeza de chorlito» junto al nombre de Dora Bunner y «serena» junto al de Letitia Blacklock, había embellecido los antecedentes de Mitzi con una sola palabra: «embustera».
Como si hubiese leído sus pensamientos, miss Blacklock dijo:
—No se cargue usted de prejuicios contra la pobre sólo porque sea una embustera. Creo que, como en el caso de tantos otros embusteros, hay un fondo de verdad en todas sus mentiras. Quiero decir, por poner un ejemplo, que sus relatos de atrocidades han ido aumentando hasta que todas las cosas desagradables que han aparecido publicadas le han sucedido a ella o a alguno de su familia. Sí que sufrió un terrible choque y que vio por lo menos matar a uno de sus familiares. Creo que muchas de estas personas desplazadas tienen el convencimiento, fundamentado quizá, de que cuanto mayores atrocidades hayan tenido que soportar, mayor caso les haremos y mayor será nuestra conmiseración. Así que exageran e inventan. Con franqueza —agregó—, Mitzi es una mujer insoportable. Nos exaspera y enfurece a todos; es desconfiada y hosca; no hace más que tener presentimientos y sentirse insultada. Pero, a pesar de todo, le tengo lástima de verdad —sonrió—. Y además, cuando quiere, sabe guisar muy bien.
—Procuraré irritarla lo menos posible —dijo Craddock—. ¿Era miss Simmons la que me abrió la puerta?
—Sí. ¿Quiere usted verla ahora? Patrick ha salido. A Phillipa Haymes la encontrará trabajando en Dayas Hall.
—Gracias, miss Blacklock. Si es posible, me gustaría hablar ahora con miss Simmons.