Capítulo III
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Seis y media de la tarde

1

—Bueno, ya está todo dispuesto —dijo miss Blacklock. Recorrió con la mirada la amplia sala de estar. Las cretonas con un estampado de rosas, los dos jarrones de crisantemos, el pequeño florero de violetas, la cigarrera de plata sobre la mesa junto a la pared, la bandeja de bebidas en la mesa de centro…

Little Paddocks era una casa de tamaño mediano construida al estilo Victoriano. Tenía una galería larga y poco profunda, y ventanas de postigos verdes. El largo y angosto salón al que la techumbre de la galería quitaba mucha luz, había tenido en otros tiempos una puerta doble en un extremo, que daba a una habitación pequeña con mirador. Una generación anterior se había encargado de quitar la puerta doble y colocar en su lugar cortinas y, finalmente, la propia miss Blacklock había prescindido de éstas, convirtiendo las dos habitaciones en una sola. Había una chimenea en cada extremo, y la temperatura era cálida aunque no estaban encendidas ninguna de las dos.

—¿Has hecho encender la calefacción central? —preguntó Patrick.

Miss Blacklock asintió.

—¡Ha caído tanta lluvia estos últimos días que toda la casa rezumaba humedad! Le pedí a Evans que la encendiera antes de marcharse.

—¿Ese precioso coque? —dijo Patrick burlonamente.

—Sí, ese precioso coque; y si no fuese el precioso coque, hubiese sido el todavía más precioso carbón. Ya sabes que la secretaría de combustibles ni siquiera quiere darnos la minúscula cantidad que nos corresponde semanalmente, a menos que podamos demostrar definitivamente que carecemos de otros medios para cocinar.

—¿Es verdad que en otros tiempos había coque y carbón en abundancia para todo el mundo? —preguntó Julia con el interés de quien oye hablar de un país desconocido.

—Sí. Y además muy baratos.

—¿Y que cualquiera podía comprar todo el que quisiese sin tener que llenar formularios ni nada y que no había escasez? ¿Que había grandes cantidades?

—De todas clases y calidades. Y no era todo piedra y pizarra, como ocurre hoy en día.

—Debía de ser un mundo maravilloso —murmuró Julia con un dejo de admiración.

Miss Blacklock sonrió.

—Yo diría que sí, pero después de todo, soy una vieja. Es natural que prefiera mi propia época. Sin embargo, vosotros, los jóvenes, no deberíais pensar eso.

—No hubiera tenido que buscarme un empleo —comentó Julia—. Hubiese podido quedarme en casa a cuidar las flores y a escribir notas. ¿Por qué se escribían notas y a quién?

—A toda la gente a la que ahora se llama por teléfono —dijo miss Blacklock con picardía—. ¿A que va a resultar que no sabes escribir, Julia?

—No con el estilo de ese delicioso manual de cartas que encontré el otro día. ¡Un verdadero encanto! Dice cuál es la manera correcta de rechazar la oferta de matrimonio de un viudo.

—Dudo que hubieses disfrutado tanto como piensas quedándote en casa. Había ciertos deberes que cumplir, ¿sabes? —la voz de miss Blacklock se tornó seca—. Sin embargo, yo no sé gran cosa de eso en realidad. Bunny y yo —sonrió afectuosamente a Dora Bunner— nos pusimos a trabajar muy pronto.

—Ah, sí, sí; ya lo creo que sí —asintió miss Bunner—. ¡Qué criaturas más atrevidas! No las olvidaré nunca. Claro que Letty era muy lista. Se convirtió en una mujer de empresa: la secretaria de un gran banquero.

Se abrió la puerta y entró Phillipa Haymes. Era alta, rubia y de plácido aspecto. Miró a su alrededor con sorpresa.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Hay una fiesta? Nadie me lo había dicho.

—Es verdad —exclamó Patrick—. Nuestra Phillipa no está enterada. Apuesto a que es la única mujer en todo Chipping Cleghorn que no lo sabía.

Phillipa le miró con expresión inquisitiva.

—¡He aquí —anunció Patrick con un gesto melodramático— la escena de un crimen!

Phillipa pareció un tanto confusa.

—Aquí —Patrick señaló los dos jarrones de crisantemos— están las coronas y estas fuentes de tacos de queso y aceitunas representan el banquete fúnebre.

Esta vez la expresión inquisitiva de Phillipa fue para miss Blacklock.

—¿Es una broma? —preguntó—. Siempre he sido un poco torpe para estas cosas.

—Es una broma de muy mal gusto —dijo Dora Bunner con energía—. No me gusta nada.

—Enséñale el anuncio —dijo miss Blacklock—. Tengo que ir a encerrar los patos. Es de noche. Habrán entrado ya.

—Deje que lo haga yo —sugirió Phillipa.

—De ninguna manera, querida. Ya ha terminado usted su jornada de trabajo.

—Lo haré yo, tía Letty —se ofreció Patrick.

—¡Ni hablar! —replicó miss Blacklock con energía—. La última vez no cerraste bien la puerta.

—Ya lo haré yo, querida Letty —exclamó miss Bunner—. De veras que me encanta. Me pondré los chanclos. Ay, ¿dónde habré dejado mi cárdigan?

Pero miss Blacklock, sonriendo, había salido ya de la habitación.

—Es inútil, Bunny —dijo Patrick—. Tía Letty es tan eficiente que no puede soportar que nadie le haga nada. Prefiere hacerlo todo ella misma.

—Le encanta —señaló Julia.

—No recuerdo haberte oído ofrecer tu ayuda —manifestó su hermano.

Julia sonrió con indolencia.

—Acabas de decir que a tía Letty le gusta hacer ella misma las cosas —observó—. Además —alzó una de sus bien torneadas piernas—, llevo puesto el mejor par de medias que tengo.

—¡La muerte con medias de seda! —declaró Patrick.

—Seda no, estúpido, nailon.

—No queda tan bien para el título.

—¿Tendría alguien la amabilidad de decirme —exclamó Phillipa quejumbrosa— a qué se debe este continuo insistir sobre la muerte?

Todos intentaron explicárselo al mismo tiempo. Nadie logró encontrar «The Gazette» para enseñársela, porque Mitzi se la había llevado a la cocina.

Miss Blacklock regresó unos minutos más tarde.

—Bueno, ya está —dirigió una mirada al reloj—. Las seis y veinte. No tardará en llegar alguien, a menos que me haya formado una idea completamente equivocada de mis vecinos.

—No veo por qué ha de venir nadie —dijo Phillipa con cara de aturdimiento.

—¿No, querida? Seguramente usted no se presentaría; pero la mayoría de la gente es muchísimo más curiosa que usted.

—La actitud de Phillipa ante la vida es de total desinterés —dijo Julia con bastante mala intención.

Phillipa no contestó.

Miss Blacklock estaba echando una última ojeada a la habitación. Mitzi había colocado el jerez y tres fuentes con aceitunas, tacos de queso y unas pastas en la mesa de centro.

—Patrick, si no te importa, llévate las bandejas o toda la mesa, si quieres, al mirador de la otra habitación. Al fin y al cabo, no estoy dando una fiesta. Yo no he invitado a nadie. Y no tengo la menor intención de demostrar que espero que se presenten mis vecinos.

—¿Quieres, tía Letty, disimular tu inteligente previsión?

—Muy bien expresado, Patrick. Gracias, querido.

—Ahora podemos representar todos magníficamente el papel de estar pasando una velada tranquila en casa —dijo Julia— y mostrarnos la mar de sorprendidos cuando se deje caer alguien por aquí.

Miss Blacklock había cogido la botella de jerez, y la observaba con cierta vacilación.

Patrick la tranquilizó.

—Está medio llena. Debería bastar.

—Sí… sí… —la anciana dudaba. Luego, sonrojándose levemente, añadió—: Patrick, ¿te importaría…? Hay una botella sin abrir en la alacena de la despensa. Tráela junto con un sacacorchos. Yo… más vale que empecemos una botella nueva. Ésta… ésta lleva ya descorchada bastante tiempo.

Patrick salió para cumplir el encargo sin decir una palabra. Volvió con la otra botella y la descorchó. Miró con curiosidad a miss Blacklock al depositar la botella sobre la bandeja.

—Te estás tomando las cosas muy en serio, ¿verdad? —preguntó con dulzura.

—¡Oh! —exclamó Dora Bunner con un sobresalto—. Pero ¿es posible, Letty, que te imagines…?

—Calla —la interrumpió apresuradamente la otra—. Ha sonado el timbre. Como ves, mi inteligente previsión está completamente justificada.

2

Mitzi abrió la puerta de la sala e hizo pasar al coronel y a su esposa. Tenía sus propios métodos para anunciar a la gente.

—Aquí están el coronel y Mrs. Easterbrook para verla —dijo con un tono informal.

El coronel se mostró muy animoso y jovial para ocultar cierto leve embarazo.

—Espero que no les molestará que hayamos venido —dijo. Julia ahogó una risita—. Pasábamos por aquí, ¿saben? Una noche tan apacible. Veo que han encendido ustedes la calefacción. Nosotros aún no hemos puesto en marcha la nuestra.

—¡Qué crisantemos más hermosos! —exclamó Mrs. Easterbrook efusivamente—. ¡Qué bonitos son!

—En realidad, son bastante desastrosos —dijo Julia.

Mrs. Easterbrook saludó a Phillipa Haymes con un poco más de cordialidad que a los demás para demostrar que comprendía perfectamente que Phillipa no era, en realidad, una trabajadora del campo.

—¿Cómo marcha el jardín de Mrs. Lucas? —preguntó—. ¿Cree usted que volverá a estar en condiciones algún día? Lo abandonaron por completo durante la guerra y luego no han tenido más que a ese terrible viejo, Ashe, que no hace nada más que barrer unas cuantas hojas secas y plantar un puñado de coles.

—Mejora con el tratamiento —contestó Phillipa—, pero tardará tiempo en reponerse.

Mitzi abrió la puerta otra vez y dijo:

—Aquí están las señoritas de Boulders.

—Buenas tardes —dijo miss Hinchcliffe que se acercó a miss Blacklock y le dio un formidable apretón de manos—. Le dije a Murgatroyd: «¡Vamos a dejarnos caer por Little Paddocks!». Quería preguntarle qué tal le ponen los patos.

—Ahora oscurece muy temprano, ¿verdad? —le comentó miss Murgatroyd a Patrick un tanto agitada— ¡Qué bonitos crisantemos!

—¡Zarrapastrosos! —aseguró Julia.

—¿Por qué no te muestras un poco más agradable? —le murmuró Patrick a su hermana.

—Han encendido la calefacción —observó miss Hinchcliffe con tono acusador— muy pronto.

—¡La casa es tan húmeda en esta época del año! —contestó miss Blacklock.

Patrick hizo una señal con las cejas como inquiriendo: «¿Sirvo el jerez ya?». Y ella le respondió con otra señal: «Aún no».

Le preguntó al coronel Easterbrook:

—¿Este año le enviarán bulbos de Holanda?

La puerta volvió a abrirse y entró Mrs. Swettenham con aire culpable, seguida por un ceñudo y desasosegado Edmund.

—¡Aquí estamos! —anunció alegremente Mrs. Swettenham mirando a su alrededor con franca curiosidad. Luego, repentinamente cohibida, añadió—: Se me ocurrió acercarme a preguntarle si por casualidad quería usted un gatito, miss Blacklock. Nuestra gata está a punto…

—… de dar a luz la progenie de un gato canela —dijo Edmund—. Creo que el resultado será espantoso. ¡No diga luego que no la he advertido!

—Es muy buena cazadora de ratones —se apresuró a decir Mrs. Swettenham. Y agregó—: ¡Qué bonitos crisantemos!

—Ha encendido usted ya la calefacción, ¿verdad? —preguntó Edmund queriendo ser original.

—¿No suenan como discos rayados? —murmuró Julia.

—No me gustan las noticias —le comentó el coronel Easterbrook a Patrick con un tono feroz—. No me gustan en absoluto. Si quiere que le dé mi opinión, la guerra es inevitable, absolutamente inevitable.

—Yo nunca hago caso de las noticias —señaló Patrick.

La puerta se abrió de nuevo y entró Mrs. Harmon.

Llevaba el maltrecho sombrero de fieltro en la coronilla, en un vago intento por parecer a la moda, y se había puesto una blusa llena de adornos en lugar del jersey de costumbre.

—Hola, miss Blacklock —exclamó, el redondo rostro radiante—. No llego demasiado tarde, ¿verdad? ¿Cuándo empieza el asesinato?

3

Hubo una serie de ahogadas exclamaciones. Julia rió divertida. Patrick frunció el ceño y miss Blacklock sonrió a la recién llegada.

—Julian está rabioso porque no puede venir —dijo Mrs. Harmon—. Adora los asesinatos. Éste es en realidad el motivo de que diera un sermón tan bueno el domingo pasado. Supongo que no debería decir que fue un sermón bueno, porque es mi marido, pero la verdad es que fue bueno, ¿no le parece? Mucho mejor que los que suele dar. Pero como estaba diciendo, todo ello se debió a La muerte llama tres veces. ¿La ha leído? La dependienta de Boot’s me la reservó. Es tan desconcertante. Una no hace más que pensar que sabe quién es el culpable y, cuando más segura está, ¡zas!, todo el asunto da un brusco giro. Y hay un montón de asesinatos magníficos: cuatro o cinco. El caso es que me dejé la novela en el despacho cuando Julian se encerró para preparar el sermón. ¡Y él la cogió y ya no pudo soltarla! Como consecuencia de ello, tuvo que escribir el sermón con unas prisas enormes, y anotó lo que quería decir de una forma muy sencilla, sin adornos y sin referencias eruditas; y claro, resultó mucho mejor. ¡Ay, Señor! Estoy hablando demasiado. Pero, dígame, ¿cuándo va a empezar el asesinato?

Miss Blacklock consultó el reloj que había sobre la repisa de la chimenea.

—Si ha de empezar —anunció alegremente—, debería hacerlo muy pronto. Falta un minuto para la media. Entretanto, tomen una copa de jerez.

Patrick cruzó apresuradamente la arcada. Miss Blacklock se acercó a la mesa situada junto a la arcada donde estaba la cigarrera.

—Me encantaría tomar una copa de jerez —dijo Mrs. Harmon—. Pero ¿qué quiere decir con que «si ha de empezar»?

—La verdad es —contestó miss Blacklock— que sé tanto como ustedes. No sé qué…

Se interrumpió y volvió la cabeza al empezar a sonar el reloj. Tenía un tono dulce, cristalino como el de una campana. Todo el mundo guardó silencio y permaneció inmóvil. Todos miraron el reloj.

Dio el cuarto… dio la media. Y al sonar la última nota, todas las luces se apagaron.

4

En medio de la oscuridad se oyeron exclamaciones y muy femeninos chillidos de placer. «Ya empieza», exclamó Mrs. Harmon extasiada. La voz de Dora Bunner murmuró quejumbrosa: «¡Oh! ¡No me gusta nada!». Otras voces dijeron: «¡Qué miedo!», «¡Se me está poniendo la carne de gallina!», «Archie, ¿dónde estás?», «¿Y yo qué tengo que hacer?», «¡Ay, Señor! ¿Le he pisado? ¡Perdone!».

Luego, la puerta se abrió violentamente. El haz luminoso de una potente linterna recorrió toda la habitación. Una voz masculina, ronca y nasal, que recordó a todos las tardes agradables pasadas en el cine, ordenó a los reunidos:

—¡Manos arriba! ¡Manos arriba he dicho!

Las manos de todos se alzaron gustosas. Estaban disfrutando enormemente.

—Qué maravilloso, ¿verdad? —susurró una voz femenina—. ¡Estoy tan emocionada!

Y entonces, inesperadamente, se disparó un revólver. Dos veces. El silbido de dos proyectiles acabó con el ambiente de satisfacción. El juego había dejado de ser un juego. Alguien gritó.

La figura enmarcada en la puerta se volvió bruscamente. Pareció titubear. Sonó un tercer disparo. La figura se encogió y cayó pesadamente al suelo. La linterna cayó también y se apagó.

Reinaron de nuevo las tinieblas. Y dulcemente, con un suave chirrido de protesta, la puerta de la sala, como era habitual cuando algo no la sujetaba, se cerró lentamente y se oyó el chasquido del picaporte.

5

En el interior de la sala reinaba el caos. Hablaban varias voces a la vez: «¡Luces!», «¿No encontráis el interruptor?», «¿Quién tiene un mechero?», «Oh… no me gusta, ¡no me gusta nada!», «¡Esos disparos eran reales!», «¡Llevaba un revólver de verdad!», «¿Era un ladrón?», «Oh, Archie, ¡quiero salir de aquí!», «Por favor, ¿no tiene alguien un mechero?».

Y entonces, casi en el mismo instante, brillaron las pequeñas llamas de dos mecheros.

Todos parpadearon y se miraron los unos a los otros. Rostros llenos de sobresalto. De pie y pegada a la pared, junto a la arcada, estaba miss Blacklock con una mano en la cara. La luz era demasiado débil para que pudiera distinguirse mucho, sólo se vio que algo oscuro resbalaba entre los dedos.

El coronel Easterbrook carraspeó y se puso a la altura de las circunstancias.

—Pruebe el interruptor, Swettenham —ordenó.

Edmund, que estaba cerca de la puerta, obedeció.

—O han cortado la corriente en el contador o han quitado un fusible —dijo el coronel—. ¿Quién está armando todo ese jaleo?

Una voz femenina chillaba en algún lugar al otro lado de la puerta. Los gritos se hicieron más fuertes, esta vez acompañados por el estrépito de alguien que aporreaba una puerta.

Dora Bunner, que había estado sollozando silenciosamente, dijo:

—Es Mitzi. Alguien está asesinando a Mitzi.

—No tendremos esa suerte —murmuró Patrick.

—Hay que buscar velas. Patrick, ¿quieres…? —señaló miss Blacklock.

El coronel estaba abriendo ya la puerta. Edmund y él, con la vacilante llama de los mecheros, salieron al vestíbulo y casi tropezaron con la figura que yacía en el suelo.

—Parece haber perdido el conocimiento —dijo el coronel—. ¿Dónde está esa mujer que hace ese ruido infernal?

—En el comedor.

El comedor estaba al otro lado del vestíbulo. Alguien golpeaba la puerta, aullando y gritando.

—Está encerrada con llave —dijo Edmund.

Hizo girar la llave y Mitzi salió dando un salto como un tigre.

La luz del comedor estaba encendida. Mitzi ofrecía la imagen de la locura y el terror, y continuó chillando. Había estado limpiando la plata, y el hecho de que aún conservaba en la mano una gamuza y una pala de pescado ponía una nota humorística a la escena.

—Cállese, Mitzi —dijo miss Blacklock.

—¡Basta! —le ordenó Edmund. Y como Mitzi no diera señales de parar, se inclinó hacia ella y le dio una bofetada. Mitzi boqueó, hipó y acabó guardando silencio.

—Vaya a buscar velas —ordenó miss Blacklock—. En la alacena de la cocina. Patrick, ¿sabes dónde está la caja de fusibles?

—¿En el pasillo detrás del fregadero? Bien, veré qué puedo hacer.

Miss Blacklock avanzó hasta el sector iluminado y Dora Bunner sollozó. Mitzi dio otro terrorífico alarido.

—Sangre. ¡Sangre! —chilló—. Está herida. ¡Se desangrará usted, miss Blacklock!

—No sea usted estúpida —le dijo la anciana con brusquedad—. Apenas si estoy herida. Un simple rasguño en la oreja.

—Pero, tía Letty —murmuró Julia—, la sangre…

Y lo cierto era que la blanca blusa, las perlas y la mano ofrecían un espectáculo sangriento.

—Las orejas siempre sangran —dijo miss Blacklock—. Recuerdo que una vez me desmayé en la peluquería siendo niña. El peluquero sólo me hizo un pequeño corte en el lóbulo, pero en el acto aquello parecía una sangría. ¡Necesitamos luces!

—Voy a buscar las velas —se ofreció Mitzi.

Julia la acompañó y volvieron con varias velas enganchadas en platos pequeños.

—Y ahora —indicó el coronel— echémosle una mirada a nuestro malhechor. Acerque las velas, ¿quiere, Swettenham? Todo lo que pueda.

—Yo me pondré por el otro lado —anunció Phillipa.

Sujetó un par de platos con mano firme. El coronel Easterbrook se arrodilló.

La yaciente figura estaba envuelta en una burda capa negra con capucha. Cubría el rostro un antifaz negro y las manos con guantes de lana también negros. La capucha había caído, revelando una revuelta cabellera rubia.

El coronel Easterbrook le dio la vuelta, le tomó el pulso y le puso la mano en el pecho. Luego retiró los dedos con exclamación de repugnancia y se los contempló. Los tenía pegajosos y teñidos de rojo.

—Se ha pegado un tiro —dijo.

—¿Es grave? —preguntó miss Blacklock.

—¡Hum! Me temo que ha muerto. Puede tratarse de un suicidio, o puede haberse enredado en la capa y caído, disparándose el revólver. Si pudiera ver mejor…

En aquel momento, como por arte de magia, las luces volvieron a encenderse.

Con una extraña sensación de irrealidad, los habitantes de Chipping Cleghorn que estaban en el vestíbulo de Little Paddocks se dieron cuenta de que se encontraban en presencia de un caso de muerte repentina y violenta. El coronel Easterbrook tenía la mano teñida de rojo. La sangre aún resbalaba por el cuello de miss Blacklock, tiñéndole la blusa y la chaqueta. Y el cuerpo del intruso, grotescamente retorcido, yacía a sus pies.

Patrick llegó del comedor y dijo:

—Parece como si sólo hubiera saltado uno de los fusibles.

Se detuvo en seco.

El coronel Easterbrook tiró del pequeño antifaz negro.

—Es mejor que veamos de quién se trata, aunque no creo que sea nadie a quien conozcamos.

Le quitó el antifaz. Todos estiraron el cuello. Mitzi hipó y boqueó, pero los demás guardaron silencio.

—Es muy joven —observó Mrs. Harmon con un dejo de compasión.

Y de pronto, Dora Bunner exclamó excitada:

—¡Letty, Letty, es el joven del balneario de Medenham Wells! El que vino aquí a pedirte que le dieras dinero para regresar a Suiza y te negaste. Supongo que eso no fue más que un pretexto para espiar. ¡Ay, Señor! ¡Hubiera podido matarte!

Miss Blacklock, dueña de la situación, dijo incisiva:

—Phillipa, llévese a Bunny al comedor y déle media copa de coñac. Julia, querida, corre al cuarto de baño y tráeme las vendas que encontrarás en el botiquín. ¡Es tan pegajoso y desagradable eso de desangrarse como un cerdo! Patrick, ¿quieres hacer el favor de telefonear inmediatamente a la policía?