El combate finalizaba cuando, abandonado el escudo, se levantaba un dedo.
MARCIAL,
Liber de spectaculis, XXIX
Roma, agosto de 80 d. J.C.
Es el último acto, el final del camino.
Todo terminará exactamente en el centro de la arena, donde estaba escrito que esa maldita historia acabara.
Hermano contra hermano, hasta la muerte. Solo uno saldrá con vida de allí, Vero y Prisco saben que no se puede escapar de esa ley.
Se han entrenado duramente para ese momento. Antes o después tenía que llegar. En el fondo de su corazón esperaban que no les tocara precisamente a ellos dos, pero las cosas nunca son como te las esperas.
«Nunca».
Un instante después de reparar la fractura imposible, resulta que el galo y el britano se han convertido en enemigos, con el futuro dilapidado como un patrimonio gastado demasiado deprisa. Todo en una noche.
A Vero le late el corazón, puede sentir cómo su respiración se acelera bajo el hierro del yelmo.
En el otro lado del Anfiteatro, en un vestuario idéntico al que se encuentra él ahora, Prisco tiene las mismas sensaciones.
Pero no queda tiempo para remordimientos y lágrimas.
A una señal de los respectivos amos, los dos gladiadores salen al exterior.
Bajo el sol poniente, el espectáculo de los héroes vestidos para matar es místico.
El público, que antes clamaba hasta el límite del paroxismo, enmudece ante el esplendor de sus corazas.
Hircio y Daimon se han superado. Cada uno ha preparado algo especial para su campeón.
Aun sin saber que iban a enfrentarse, han dispuesto para el representante de su casa una centelleante obra maestra de arte y técnica gladiatoria.
Metal de primera calidad, acabados cincelados. Justo el tipo de armadura con el que te gustaría que te enterraran.
Los señores de los ludos se frotan las manos, saben que el mito de esos guerreros, también gracias a las corazas que llevan, pervivirá para siempre.
La de Vero es de color carmín; el britano, fuego auténtico, nunca se ha sentido arder como hoy, bajo la mirada encantada de cincuenta mil romanos sedientos de gloria. El escudo de bronce con la característica forma de teja está decorado con llamas pintadas y repujado con ilustraciones: en el centro aparece el león plateado de Hircio, con las fauces abiertas en un grito feroz. Las grebas y el yelmo van a juego, con las llamaradas trepando y perfilando la forma de la pantorrilla y del cráneo. Las cimeras son una obra maestra de artesanía: plumas de petirrojo entretejidas con maestría se agitan al viento ardiente de agosto. La visera de la barbuta es una antología de metal brillante, con las rendijas muy juntas.
Hasta la manica y las protecciones de cuero y cuerda son de color rojo gracias a los maestros tintores que han transformado al hijo de Britania en una auténtica divinidad de la luz. Pero el gladio es la punta de diamante de todo el equipo: la hoja, batida un millar de veces y templada en el agua gélida de las fuentes del norte de la Urbe; la empuñadura de bronce laminado de plata, para recordar que la casa de Decio Hircio no teme a sus rivales.
Prisco, en cambio, es un numen de las nieves eternas, frío como una alba de diciembre, azul hielo de la cabeza a los pies.
Todo el metal ha sido ahumado durante el templado para obtener un millón de matices de azul: un trabajo infinito, mediante el cual el herrero se ha convertido en creador y ha transformado el mineral inanimado en una obra de arte. Las grebas altas, hasta medio muslo, llevan en la rodilla el símbolo del tridente de Daimon esculpido en relieve, destacando sobre un mar azul cobalto constelado de lapislázuli. La forma de las espinilleras está estudiada para que el guerrero galo se parezca al dios del mar: pantorrillas vistosas y muslos poderosos, torneados con paciencia a golpe de cincel y buril. La manica laminada, en el brazo derecho, recuerda la cola de un tritón, flexionándose sinuosa desde el hombro hasta la muñeca en una sucesión de escamas brillantes, ondas azuladas de espléndida factura. Cada lámina parece más cortante que una cuchilla. La manica está ajustada al fuerte cuerpo del tracio con correas de cuero azules como la noche. Hasta el subligaculum está teñido, y el bálteo de acero que lo sujeta en la cintura también muestra el tridente del señor de Capua. La sica, de hierro oscuro, tiene la hoja desflecada, se parece a la cabellera curvada de un hipocampo. Con la empuñadura retorcida imitando los ojos y la boca del caballito de mar, esa hoja es digna de colgar del flanco de un conquistador de mundos. El escudo es pequeño y rectangular, anclado firmemente en el brazo izquierdo; en él se aprecia toda la gama cromática del Mare Nostrum, conseguida mediante varias oxidaciones y abrillantados a fondo. Bajo los rayos de Apolo resplandece el verde agua impregnado de sal gema y los tonos del cielo; el color de los abismos mezclado con el de las pupilas de los pueblos del Norte.
Y, para terminar, el yelmo: de ala ancha y cimera adornada, la doble máscara perforada cubriendo los ojos. Decorado con plumas de pavo real y hecho de bronce enarenado de grano grueso, parece que proceda directamente de la armería de Neptuno.
Prisco es viento helado que sopla del Ártico.
Vero es lava incandescente.
Cuando están el uno frente al otro, solo separados por la túnica blanca del árbitro, las gradas abarrotadas de pasión desmedida los aclaman.
«Solo quedará uno».
En el palco de honor, Tito parece satisfecho de su elección. Felicita a Domiciano por su consejo.
—Los lanistas se han superado…, ¡magníficos trajes! Esperemos que Vero y Prisco estén a la altura de su fama.
Domiciano sonríe con lascivia, no se digna mirar a Julia ni una sola vez. El sabor herrumbroso de la venganza le llena el paladar, es deliciosamente frío.
Ella, cuando oye nombrar a los paladines que ocupan su corazón, se sobresalta. Un escalofrío la sacude, está confusa, inquieta. Ahora se da cuenta.
Vero y Prisco, los hombres por los que ha perdido la cabeza, tienen que luchar hasta el final, jugarse la vida en la arena para complacer al Imperio, nunca ahíto de muerte.
«Y la culpa es suya».
Si no hubiera metido a Vero en medio, si hubiera olvidado a Prisco, si se hubiera largado de la ciudad después del incendio, si hubiera sido más amable con aquella serpiente de Domiciano…
Y, sin embargo, la muerte ha elegido por todos.
Se ha acercado sin pedir permiso, empujada por el fuego de la venganza, masticada por el frío provecho. Hace horas que baila en la arena de sangre y ahora exige un pago especial.
El último sacrificio, el tributo despiadado a los dioses de los infiernos.
«O vences o mueres».
Vero y Prisco lo saben, claro que lo saben.
El árbitro levanta el rudis, símbolo de la máxima autoridad en el cerco de arena.
Espera una señal del dueño del mundo.
Tito parpadea, el árbitro sonríe. Da la salida.
Es la última milla, el hierro decidirá quién vive. Bajo un sol decrecido y cruel, ya no hay tiempo para más charlas.
El desafío ha comenzado.
«Y no acabará muy deprisa».
Empieza con el fuego, está en la naturaleza de las cosas.
En la cabeza de Vero no hay paz, sabe que deberá luchar como nunca. Tendrá que sudar para volver con la piel a casa. Poner todo de su parte, respirar violencia y devolver terror. Tendrá que matar a su propio hermano, solo para tener que arrepentirse durante el resto de sus días.
«Es la vida que has elegido, muchacho».
Le parece oír la voz de Cormac en su cabeza, junto con la de Marcio, Rubio, Atón e Hircio. Los maestros hablan a la vez y su cabeza retumba.
«La vida que has elegido».
El primer ataque lo lanza con el corazón, por la derecha, un poco más fuerte de lo que Prisco se espera.
El gladio de Vero araña el clípeo del galo. Mella metal y pintura, la hoja penetra en profundidad y hace saltar chispas.
Una explosión de chispas.
El público aguanta la respiración. El vocerío es respetuoso, el pueblo está cargado de tensión.
Vero continúa, no quiere perder la ventaja. Con el escudo se lanza al ataque y golpea la cara de su adversario, que recibe con dignidad. Prisco no tiene prisa, está en fase de estudio, lo ha visto crecer y convertirse en el gladiador que es hoy. Ha observado sus defectos hasta enamorarse perdidamente. Sin embargo, nota una nueva luz en el ardor con el que el britano se le echa encima, se ha hecho un hombre. Ahora pelea por algo. No solo «contra» alguien.
Los golpes son cada vez más vigorosos, la coraza los amortigua un poco, pero Prisco comprende que no puede posponer por más tiempo el momento de entrar en acción.
«Vaya como vaya, hoy morirá».
Tanto si gana como si pierde, Prisco sabe que dejará su corazón pudriéndose en la arena. Tal vez sea mejor acabar cuanto antes.
Flexiona las rodillas y esquiva el último mandoble. Empuña la sica con la derecha y hace palanca sobre la pierna derecha para proyectarse en una voltereta con flagelo incorporado, la espalda de Vero se desgarra.
El tiempo se cristaliza en un instante irrepetible, infinito, parece que transcurra a cámara lenta. Las gotas rojas en suspensión, los dientes afilados de la hoja mordiendo la carne compacta.
«Primera sangre».
Durante un largo y perfecto momento, solo hay silencio.
Después, el gentío enloquecido estalla, mientras allí arriba, en el nido del poder, el corazón de Julia se resquebraja.
El de Vero empieza a latir de manera atolondrada. La furia roja revienta las venas, la bestia feroz se debate en las vísceras. El britano no está en sus cabales, ojos de loco detrás de la caída incandescente.
Del derecho y del revés, el gladio se abate sobre el escudo, se clava y traspasa. Encuentra el pecho del galo, bebe vida caliente de las cicatrices, maltrata los abdominales desprotegidos.
Son heridas superficiales, arañazos de nada, pero mientras tanto Prisco retrocede, hasta que se encuentra con la espalda en el muro y Vero se le echa encima. Cabeza con cabeza, el ardor es una montaña que se desmorona, ímpetu de roca que sacude, rodando hacia abajo.
El mirmillón grita y asesta una estocada torpe, de dentro hacia afuera. El otro la para como puede, pero acaba costándole el escudo, que le salta a un lado, describiendo un arco presuntuoso antes de acabar en el suelo, demasiado lejos para que el galo pueda alcanzarlo sin arriesgar demasiado.
«Ventaja para Vero».
El hervidero de gente pide violencia, el grito desde las gradas es ensordecedor.
El britano jadea como un toro enloquecido, está listo para ensartar las carnes descubiertas de Prisco, que no tiene miedo de la colisión: aprieta las mandíbulas y aferra la sica con las dos manos. Pero, justo un segundo antes del chispazo, el emperador levanta el dedo índice. El árbitro, atento como un perro cazador, capta la señal sin necesidad de que se la repitan, a continuación alza el rudis y detiene el duelo. Se acerca a los dos contrincantes y golpea con la verga el clípeo de Vero.
—Igualdad de armas —exclama sin emoción.
El mirmillón se alegra de quitarse el escudo, odia tener ventaja, pero la gente de las gradas reclama teatro y él sabe cómo contentarla. A la señal del árbitro desata la correa que sujeta la defensa de hierro y madera del antebrazo y la arroja al suelo con crispación. A continuación levanta los puños al cielo y acoge el abrazo de los cincuenta mil espectadores.
Prisco comprueba el filo de su sable y sonríe, el britano ha «nacido» para esas gilipolleces.
Cuando finalmente se aplaca el griterío, el árbitro vestido con una túnica del color de la nieve conduce de nuevo a los dos asesinos al centro de la arena.
Hoja contra hoja.
Que la masacre continúe.
El tumulto de hierro no es nada comparado con el de sus corazones. Vero y Prisco no se han dirigido la palabra durante largos meses y, ahora que por fin se han vuelto a unir, ahora que querrían estar hablando durante días y «volver a encontrarse», se ven obligados a dejar que las espadas hablen por ellos, enlazados en una danza mortal que se parece al amor pero que apesta a carne muerta.
Vero rasga el hombro del galo de un golpe con la hoja recta, como hacía Rubio, de la vieja escuela.
Prisco responde con un revés que hiere el muslo del mirmillón, cuatro pulgadas más a la derecha y habría alcanzado la arteria femoral.
Los dos campeones de Roma jadean como perros molosos. La fuerza bruta es un idioma universal, la sangre es mejor que el sexo y, después de las primeras heridas, el deseo aumenta: Vero está abrasado por la sed roja, nunca ha sentido nada parecido. Quiere cortar a Prisco, horadar sus carnes espléndidas palmo a palmo. Hacerlo pedazos.
Es la única manera de rendirle homenaje; entre guerreros el respeto se demuestra matando.
El tracio pone en acción otra pirueta y apunta al codo, pero Vero lo esquiva y lo hiere, el gladio traspasa la pantorrilla de su adversario, el dolor es punzante.
Prisco grita, cae de rodillas, pero se levanta enseguida. En el revuelo ha perdido la espada, el britano podría aprovecharlo, rebanarle la cabeza o al menos intentarlo, con un mandoble en la base del cuello, ahora que está en el suelo.
Pero no le apetece.
No le apetece para nada, maldita sea.
El galo vuelve a ponerse de pie, con los nudillos rojos y pegajosos. El yelmo de hielo es un horno, se lo quita y lo lanza sobre la arena. Jadea, con los ojos fuera de las órbitas, Vero nunca lo ha visto así: ese hombre, dispuesto a todo, hasta a enamorarse de su propio asesino, llegará hasta el final, podría jurarlo.
El mirmillón sonríe, se quita el casco llameante y lo hace rodar junto al de su adversario.
También tira el gladio, ya no lo necesita.
—Tú y yo, ahora nos las veremos como hombres —le dice a Prisco mirándolo a los ojos.
El público se sobresalta y salpica todo su entusiasmo. El grito es un temporal imprevisto, una tormenta que arrolla, un maremoto.
Prisco se pone en guardia, suda copiosamente. La pantorrilla le hace un daño infernal. Mira fijamente al otro a las órbitas de los ojos, está seguro, no lo ha amado nunca tanto como en ese momento.
Ahora empieza el combate de verdad.
«Con sus propias manos».
El combate final se disputa allí; es un juego desesperado, de maldito equilibrio.
Vero golpea a Prisco en los costados y este encaja, bailotea en círculos como un púgil herido, la pierna derecha duele, puede llegar a ser un problema. El britano opta por los golpes en la cara, descarga energía en los derechazos y en los ganchos.
Prisco responde ayudándose con los codos, cada vez que le da un puñetazo aprovecha la ventaja de la manica de lamas, de modo que la piel del tórax de Vero se desgarra bajo los navajazos de la loriga de hielo.
La arena recoge sudor y vida en gotas oscuras.
Hasta el populacho suda y sangra, el combate ha encendido los ánimos. En las gradas meridionales, una pelea entre apostantes está degenerando. La ha empezado un calvo de unos treinta y cinco años, rollizo y con los bigotes de los asiduos a los burdeles. Borracho de cerveza más allá de los límites, ha derramado la última taza en la cabeza de un gordinflón tiñoso. No lo pretendía, la verdad es que no lo ha hecho aposta, pero el tipo con sobrepeso estaba más borracho que él y no se lo ha tomado bien. Se ha girado y le ha dado un puñetazo de campeonato en los morros. El otro ha contestado con un puntapié bien dado de arriba abajo que ha partido la mandíbula del gordito y le ha hecho escupir un incisivo. Este, como consecuencia del golpe, ha caído rodando sobre un hombre poco recomendable, al que no le ha gustado la intrusión en el ya limitado espacio vital y ha sacado un cuchillo del bolsillo, uno de esos artesanales que se consiguen aprovechando los restos afilados que quedan después de trabajar el metal y uniéndole un mango de madera con una vuelta de cáñamo.
En resumen, sangre y carne atravesada. La violencia se propaga a una velocidad impresionante, se contonea de piel en piel, apresa nucas inocentes con sus garras, arranca pelos, saca ojos negros. En un par de vueltas de clepsidra hay treinta hombres en las gradas zurrándose como Marte manda. Los más atrevidos se exhiben con patadas al aire y corren el riesgo de acabar abajo. El incendio del mal arde por todas partes, el Anfiteatro está a punto de estallar.
Intervienen los guardias municipales para poner un poco de buen juicio en las cabezas corrompidas del pueblo a golpes de bastón. La temperatura sube, un panadero lleno de arrogancia suelta un cabezazo a un hombre del Águila y este pierde el equilibrio. Caracolea hacia atrás y resbala, pierde el agarre de la verga de madera sólida, que rebota un escalón tras otro, nadie consigue atraparla, ni siquiera lo intentan. Todos están presos entre dos fuegos que no dejan de crepitar: la pelea de los pisos superiores y la guerra de los dioses, abajo en la arena.
El bastón rueda hacia abajo, a un soplo del abrazo de los cuerpos vestidos de hierro. Prisco lo atisba, está en apuros. Babea como un perro sediento.
Vero no le da tregua: empapado en sudor y surcado de rojo, sigue golpeando con la furia de un toro. Apunta al rostro, quiere hacer añicos la cara de cristal de su adversario.
El tracio se suelta, rueda hacia el lado derecho y siente que la pantorrilla agujereada cede bajo su peso. Está con la cara en la arena amarilla: granos hirviendo le embadurnan la frente, se meten a traición en la boca, rechinan entre diente y diente. Prisco tiene que darse prisa, traga tierra y sudor, rueda otra vez y tiende la mano para coger la madera que ha caído de las gradas.
Cuando el britano intenta desarmarlo, es tarde. Prisco, de nuevo en pie, le asesta una andanada con las dos manos; el palo impacta seco en la mejilla, cercena la piel y fractura la mandíbula. Vero está aturdido, se desploma al suelo y su adversario se le echa encima ladrando.
El hielo se ha transformado en tormenta, fustiga las llamas del hijo de la Isla sin reparo, quiere apagarlo, reducirlo al olvido.
En la tribuna de honor, Domiciano espolea la masacre a voces, mientras Tito, que se ha puesto de pie, observa con atención el desarrollo del combate.
Julia está rota por el dolor, vencida por la furia ciega que domina a los amados. Como todos, la muchacha sabe que no hay sitio para dos vidas en la arena.
Una se apagará a manos de la otra, inexorablemente.
El pensamiento la destruye, la estrangula. Lágrimas saladas le surcan el rostro de maquillaje escurrido. Julia es dolor antiguo, imposible de dominar.
Mientras tanto, allí abajo, en el templo del fin, los muchachos lo dan todo.
Vero recibe otro par de golpes, en el ardor brutal del asalto de Prisco las protecciones de cuero y tejido se rasgan, se queda casi desnudo. Solo lleva la inútil greba que protege la espinilla izquierda. Es todo lo que queda de la prestigiosa armadura del Ludo Argénteo.
Prisco, en cambio, todavía va bien acicalado, con el pelo enmarañado, la mirada roja y la sangre tiñendo las mil tonalidades de azul del metal. Es un demonio de los infiernos, venido desde el Orco helado para reclamar vida caliente.
Se acerca renqueante, con el palo bien recto sobre la cabeza. Vero está en el suelo, atónito, desesperado y lleno de rabia.
Hurga nervioso en la greba y al fin encuentra lo que busca.
Espera a que Prisco esté cerca, entonces extrae el puño.
Tiene el aspecto de una garra de oso, un tubo de hierro alrededor del cual apretar los dedos y un arco de metal que lo corona, en el que están incrustadas cuatro cuchillas puntiagudas de obsidiana. Más cortantes que una navaja, finas y letales.
Prisco está demasiado ocupado con el ímpetu del golpe que asesta con las dos manos para darse cuenta de la contraofensiva. Y así el mirmillón le desgarra la cara sin pensarlo.
Las uñas negras se clavan en la frente del galo, surcan la piel hasta el hueso, arrancan y destrozan.
Prisco pierde el palo, Vero no se encarniza.
Están el uno frente al otro, máscaras horribles de muerte soplándose a la cara la eternidad y prometiéndose dolor sin fin.
La multitud se arranca las vestiduras, hace el amor con ambos campeones. Esa es la verdadera lucha. Nada de barcos o barracas de feria, nada de bestias amaestradas ni fieras de cuatro ochavos. Solo la antigua ferocidad humana, bendecida por la Historia. Uno contra otro, como debe ser.
«Hasta el último aliento».
La refracción del grito colectivo es impresionante, devasta el estómago y destroza los tímpanos.
Julia llora, implora a su padre que detenga el circo de sangre.
—Te lo ruego. Te lo ruego…
Domiciano, hambriento de ferocidad y venganza, la mira arrodillada y paladea el momento.
Tito es un gigante de piedra.
«Que continúen».
Prisco retrocede, tambaleándose hacia las gradas donde senadores y vestales vocean más que una manada de jirafas en celo. La pierna es un problema serio, la frente lo hace chillar. Desata la greba y la cavidad entre el muslo y la pantorrilla está hinchada de rubíes pegajosos. Grumos de vida medio seca, sin atención médica no durará mucho.
Ahora se juega el todo por el todo. Prisco hurga en la manica y saca un estilete. Sujeto al cuero de las correas, es el ingrediente ideal para el plato fuerte. El gran final está a un paso.
Amor, rabia, sexo, sangre, odio y más amor danzan delante de sus ojos.
«Es el momento, por los dioses.
»Es el momento».
Vero avanza lentamente hacia su destino, el hombre que considera su hermano lo espera al final del camino, listo para acabar con él. Porque así está escrito. Desde el principio.
El britano tampoco lo está pasando muy bien, los desgarros del pecho y los costados son coladas de lava sobre las pendientes de un monte camino de la destrucción, la mandíbula todavía se sacude por el impacto del palo y la cabeza le palpita a más no poder.
Prisco no se ha andado con chiquitas, la figura del hijo de la Isla está encorvada, los golpes lo han doblado, lo han dejado imperfecto. Pero avanza, un pie tras otro, lentamente, con las uñas de obsidiana aferradas en la diestra y una voluntad de hierro.
Ahí está todo el destino de un dios de la arena, carne y corazón a merced del Águila y de su gente de cuatro ochavos.
Ideas confusas y desgarradoras, pálpito embravecido, sudor y piel al sol.
Amor reprimido, malgastado.
Hermandad de bronce, arena y sangre negra.
Muerte, señoras y señores.
Muerte, de una manera o de otra.
Prisco y Vero se miran a los ojos por última vez. Una sonrisa a flor de labios y una lágrima incapaz de derramarse.
«Te he amado —piensa el galo—. Te he amado de verdad».
El britano, en cambio, no piensa en nada. Tiene demasiado fuego en la cabeza, en la barriga, en el fondo de las venas.
El griterío vuelve a aumentar, la muchedumbre parece querer echar al suelo el Anfiteatro a golpes de garganta. Después ya no hay espacio para nada más. Solo el silencio del alma, los últimos instantes hacia el fin centelleante.
Vero ataca con la boca abierta, el grito inaudible, las cuchillas oscuras dan en el blanco, partiendo los músculos del antebrazo desnudo de Prisco. El galo apuñala el costado del britano, una, dos, tres veces.
El mismo ardor enfermo, imagen especular de rabia ciega y sorda.
Lluvia roja en la arena, más hojas se cruzan, chispas y piel hecha pedazos.
Heridas, puñetazos y bofetadas, patadas y sudor.
Sal que abrasa el cutis, fiebre que sube, escleróticas amarillas de ojos teñidos de odio. O de su opuesto.
«Cuerpo a cuerpo».
Hasta que la respiración de ambos se convierte en un silbido.
Hasta que los dos corazones rotos se funden, convirtiéndose en uno solo.
Las armas resbalan al suelo y se desploman los guerreros, de rodillas, abrazados, a un paso de la última tarea que realizar con las manos desnudas.
Los dedos se aprietan alrededor de las gargantas, las órbitas se hinchan y las yugulares se reducen bajo la presión inenarrable.
Vero y Prisco no dejan de mirarse.
«Solo quedará uno».
Y justo en ese instante, en esa exacta fracción de un tiempo perfecto, silente, boreal e incendiario a la vez, es cuando sucede el prodigio.
Una vez más, el Anfiteatro es el escenario de la magia inexplicable, el útero sagrado que genera maravilla infinita.
Empieza con una lágrima y una súplica extenuada. Es Julia, de rodillas a los pies de Tito.
—Te lo ruego, padre mío. Mi luz, emperador, gloria de Roma. Detenlos, te lo imploro. Haz algo…
Domiciano la mira girando la cabeza a la derecha. La garganta todavía seca por el grito «¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!» que la ha lacerado. La venganza circula como un veneno letal, llega a su destino y está impaciente por hacer efecto.
Domiciano contempla a Julia y es como si la «viera» por primera vez. En los ojos amoratados por el llanto no está la chiquilla deseada y después conseguida, no está la malicia ni el fragor de la carne. Hay solo piedad, infinita piedad cristalina, amor salvaje y peligroso, justo el mismo que él siente por ella.
Julia también vuelve la mirada hacia él y lo «ve». Lo ha evitado durante todo el día. Al llegar al último acto de la farsa colosal, después de comprender que precisamente su amado tío es el autor de la sarcástica broma sanguinaria, lo ha repudiado con toda su alma. Pero ahora entiende que dentro de los ojos tristes del rubio oficial del Águila no hay más que amor. Desesperado, malévolo, último, irracional, pero no deja de ser amor, maldita sea. Amor por ella y odio hacia el resto del mundo. Domiciano quiere que el corazón de Julia le pertenezca solo a él, no quiere rivales, Vero y Prisco no la merecen. Los quiere muertos y enterrados, lejos, que desaparezcan. Para que ella sea solo suya.
La joven comprende, entonces, y no deja de aborrecerlo, pero lo perdona.
Sin embargo, a quien no consigue perdonar es a sí misma. Por no poder dejar de amarlo, a pesar de todo.
Tito, solo en el instante supremo, con los ojos del mundo entero apuntando hacia él, se levanta.
Y el tiempo vuelve a alterarse.
El árbitro de túnica blanca da un salto al mismo tiempo, corre a separar a Vero y a Prisco, aferrados en un abrazo mortal, a un paso del abismo.
Así es como funciona en la arena, no mueres a manos del adversario, sino solo a manos del primus. Es el emperador quien decide, la gloria se filtra por las babas del trono.
Nada «es» si él no decide que sea.
En el punto culminante de la pelea, el que resulta vencedor se detiene y pide al monarca el permiso para ejecutar la condena. Como alternativa, el derrotado levanta dos dedos para pedir benevolencia.
Pero hoy la piedad no tiene lugar allí, los dos hombres en el centro del coso han ido a la arena para ganar o morir.
«O todo o nada».
Vero y Prisco, maltrechos y jadeantes, se ponen de pie con la mirada sombría, fija en la tribuna de honor.
Ahora le toca a Tito. Solo a Tito.
Si levanta la mano derecha, Prisco será el superviviente. Y tendrá que degollar a la única persona que ha amado nunca.
Si levanta la izquierda, vencerá Vero. Y ningún bálsamo podrá paliar jamás el dolor de tener que encargarse de la muerte de su propio hermano.
Silencio. Nada más que silencio irreal, apenas salpicado por los sollozos de Julia, la hija desesperada del Imperio resplandeciente.
Infinito, perfecto silencio.
Ni un aliento antes de la tormenta.
Después, como el sol que sale inesperadamente de la horda de nubes oscuras, se produce el milagro. Lo inesperado, la variable disparatada que desmonta el sistema.
Tito Flavio Vespasiano, augusto de Roma y señor del mundo entero, alza las dos manos.
En las gradas, la muchedumbre tarda un instante en comprender.
«Dos vencedores.
»Ningún derrotado.
»Ninguna condenada muerte.
»No hoy».
A continuación, el entusiasmo hace eructar al estadio como un volcán. Toda Roma aclama a Tito el Magnífico, el Misericordioso, el Justo.
Vero y Prisco no pueden creérselo, parpadean frenéticamente, estupefactos. Pero la expresión del rostro del árbitro, que eleva sus brazos al unísono y deja que el público los jalee como dioses, no deja lugar a dudas.
Vero y Prisco se abrazan, aturdidos, con todo el peso del mal que han infligido, de la vida arrancada.
Se tambalean pero se sostienen el uno al otro, heraldos elegidos de un acontecimiento sin precedentes.
Están vivos, maldita sea.
«Están vivos».
Tito emperador parece leer en sus pensamientos y, con las mismas manos con las que ha transformado sus vidas en leyenda, hace una señal al árbitro para que proceda.
«Las sorpresas no se han acabado».
A un silbido del hombre vestido de blanco hacen su entrada cuatro ordenanzas. Dos de ellos llevan una rama sagrada en la mano, la palma de la victoria; los otros dos portan una madera retorcida que tiene el aroma del futuro.
—¡El bastón de la despedida! —chilla Marcial desde las gradas con lágrimas en los ojos, loco de alegría. El poeta ha seguido cada instante del combate, tiene intención de inmortalizarlo en un epigrama.
Vero y Prisco reciben los dones y en ese momento su destino cambia para siempre. No solo han ganado, sino que se han convertido en hombres libres.
El bastón de la despedida los exime de cualquier obligación hacia sus amos y los convierte en ciudadanos de Roma. Vencedores y ciudadanos, libres para vivir su propia vida sin rendir cuentas a nadie.
Vero está embargado por la emoción, estrecha al hombre de hielo con toda la fuerza que le queda en el cuerpo.
Y este se derrite, al instante.
Libres, por fin.
«Libres».
Hoy es un día único, que permanecerá impreso a fuego en la historia de la Urbe.
Nunca antes había ocurrido nada parecido.
Nunca un emperador había mostrado tanto honor y tanta misericordia.
Ese es el apogeo del reino del augusto, la coronación de una vida entera, la realización del loco sueño de su padre Vespasiano. Hoy, en el centro del Anfiteatro, al término del primero de los cien días de los juegos inaugurales, Tito es el eje del universo entero.
Hasta las tramas de Domiciano y la ingenuidad cruel de Julia, manchas de egoísmo y mezquindad en el blanco manto imperial, palidecen bajo los rayos gloriosos que emanan del corazón del primus.
El pueblo del Águila, conmovido y alegre, entona cánticos de júbilo por su magnífico señor. Consagra la vida de los dos guerreros de hierro por toda la eternidad.
Desde hoy, Roma ya no será la misma.
El poder ribeteado de laurel seguirá conservando un lado oscuro, y los últimos, al igual que los primeros, estarán sujetos a la caducidad del mundo desde la cuna hasta la tumba. Sin embargo, durante mil años y otros mil, se hablará de esa empresa increíble, crecida ladrillo a ladrillo para convertirse en un sueño de carne y sangre. Leyenda de victoria imperecedera.
Las lágrimas agradecidas de Julia, la sonrisa amarga de Domiciano, la luz que inunda el rostro de Tito.
La cara y la cruz del oro de la Loba, retratos indelebles de un día perfecto, embadurnado, igual que los demás, de la sangre de los justos.
Ahora, todos los ojos son para el galo y el britano. Son ellos los hombres más famosos de Roma.
Llegados de tierras lejanas, supervivientes de un destino despiadado y convertidos en dioses sudando vida verdadera en la arena amarilla. Roma grita sus nombres y los ovaciona como se hace con los númenes inmortales.
Pero mañana, cuando las heridas estén bien cosidas y la sangre se haya limpiado, los dos compañeros empezarán a hacer desaparecer su rastro. De común acuerdo, decidirán no beber del cáliz de la gloria infinita, sino probar el fruto exquisito que el augusto ha tenido la bondad de concederles: la libertad.
Ni Marcial conseguirá dar con ellos, una vez en la ciudad. Los buscará por todas partes, pero sin éxito. Acabará escribiendo sobre ellos versos únicos, que los eternizarán durante los siglos.
Nadie sabrá nunca qué ha sido de Vero y de Prisco después de su salida del Anfiteatro, de su salida de escena. Hay quien dice que juntos emprendieron viaje hacia el norte y quien afirma que sus caminos se dividieron después de un largo abrazo.
Lo que es cierto es que, estén donde estén los dioses de la arena, su nombre se ha quedado en Roma, impreso para siempre con letras de hielo y fuego en el corazón de la Ciudad Eterna.