[…] de repente el teatro se llenó de agua y entraron caballos, toros y otros animales amaestrados, que habían sido entrenados para estar tanto en el elemento líquido como en la tierra. Y entraron barcos […].
DION CASIO,
Historia romana, 66, 25
Roma, agosto de 80 d. J.C.
Ha llegado el momento.
Después de la sangre infinita, la muerte de los débiles, de los feroces y de los inocentes, es la hora de la magia.
El emperador Tito hace un momento que ha acabado de hablar con Daimon e Hircio. Los ojos de los dos lanistas centellean; los de Hircio, tal vez, están un poco demasiado brillantes, pero ¿quién lo nota en la tripa del monstruo?
En los subterráneos del Anfiteatro, cada roca refleja sombras sinuosas a la luz de las antorchas. Algún rayo de sol se filtra por los conductos de ventilación, pero es demasiado escaso, se necesitarían faros artificiales para iluminar la noche del alma.
Tito sonríe, bonachón.
—¿Entonces estamos de acuerdo?
—Claro, César. A tus órdenes —contestan Hircio y Daimon al unísono.
Tito se pone serio de golpe y mira al cielo por una de las rejas, fingiendo adivinar qué hora es.
—Pues quitaos de en medio. Los subterráneos tienen que estar despejados.
Una inclinación vale más que mil palabras, Daimon e Hircio se van por el pasillo de servicio que conduce al exterior, donde el vocerío de la plebe es prodigioso como siempre.
La gente no sabe lo que le espera, es la sorpresa que Tito tiene desde siempre en la recámara, su sueño prohibido, su «obra maestra». El monarca es el primero en salir; sube hasta la tribuna de honor por una escalera escondida, lo reciben Julia y Domiciano, sumergidos hasta el cuello en un silencio embarazoso. Tito coge la mano de su hija y se sienta.
—Ya verás —le susurra—. Ya verás…
La chiquilla sonríe. Domiciano pone buena cara al mal tiempo.
La planta enterrada del teatro se vacía con lentitud y pericia. Primero salen los gladiadores; también Vero y Prisco, incrédulos por la recuperada «libertad» después de un descanso tan breve, se colocan en sus respectivos sectores, lejos del recinto de juego, más vacío que el estómago de un hambriento. Los guerreros de Daimon se sitúan al lado de su amo, arriba, junto al gallinero, en un nicho escondido de las miradas fogosas de las matronas calientes, pero con una excelente vista de la arena.
Vero y sus compañeros se reúnen con Hircio en un palco igualmente escondido, en el lado opuesto de la elipse. Se halla muy cerca de la zona donde están los classarii de la Misenense. Marcio, viejo y sabio amigo, ve al joven y corre a abrazarlo. El britano lo felicita por el espléndido trabajo que han hecho con el velario. El marinero se encoge de hombros con su habitual aire sabio y al mismo tiempo burlón.
—Solo faltaría que hubiéramos quedado como una mierda el día de la inauguración. Después de todos estos meses rompiéndonos el espinazo…
Vero se ríe, Hircio también bendice su alegría con una mirada benévola.
—¿Qué ocurre ahora? ¿Por qué nos han hecho venir hasta aquí arriba?
Marcio no lo sabe. Nadie sabe lo que está a punto de ocurrir. Es el maldito regalo de Tito. Pero es difícil jugársela al viejo lobo de mar, que ya debe de haber intuido que está al borde de un precipicio que se asoma sobre lo absoluto y regala un poco de magia a ese britano impaciente y cabezota.
—Recréate la vista, muchacho. Un espectáculo así no lo verás en muchos, muchos años… —anuncia Marcio.
Vero regresa a su sitio, en medio de sus compañeros. Hircio lo llama al orden, está a punto de empezar.
La multitud enmudece mientras el pregonero, situado en el centro exacto de la arena, pronuncia una sola palabra:
—¡NAUMAQUIA!
El griterío es tan fuerte que hasta el mismísimo Júpiter lo oye. Es un milagro que el padre celeste no asome la cabeza por las nubes para echar una mirada curiosa.
El público no respira, con las orejas tendidas para captar cualquier vibración.
En cuanto el mensajero sale del círculo de arena, se bloquean las puertas. En las cuatro esquinas de la Urbe resuena el ruido mecánico de los engranajes, una sucesión de pesados ladrillos sobre raíles de hierro retorcido, gruesas puertas de madera y plomo que saltan como muelles comprimidos.
«Compartimientos estancos».
El vientre del monstruo se transforma, nadie puede verlo pero todos oyen el borboteo que sube con fuerza desde el centro de la tierra. Cuerdas y poleas se deslizan a través de las manos de los experimentados ordenanzas, situados en puntos estratégicos de la estructura. Los pasillos se funden, unidos por paredes móviles, las rejas de ventilación se cierran como poros descuidados.
Las salas donde Vero y Prisco han esperado impacientes su salida al coso se tiñen de una oscuridad densa, privada del más insignificante soplo de aire. También se sellan las celdas de los condenados, ya vacías de carne, solo con el perenne hedor en suspensión de los que ya no están.
El intestino del gigante queda libre, recorrido ahora por canales tan altos como un hombre de estatura media, que confluyen en un atrio circular desde el que se ramifican otros conductos de piedra, plomo y travertino. Estos últimos llevan «arriba», al reino del silencio y la sorpresa perpetua.
En la quietud del publico atónito, tembloroso y curioso por el traqueteo de los cerramientos, la ola que llega de lejos es un eco hacia el que aguzan los oídos.
Empieza muy despacio. Está en otro lugar.
El agua que nace de los manantiales con nombres de fábula —Curcia y Cerúlea—, diamante líquido que cabalga por la piedra del Acueducto Claudio masticando distancias imposibles como si fueran piñones, se precipita hacia Roma por el valle del Aniene. El viaje es infinito, inimaginable: cuarenta y seis millas a lomos de un arco altísimo. La transparencia mojada atraviesa impetuosa el vado artificial. El agua entra en la ciudad por la zona que todos llaman ad spem veterem, incluso aquellos que no chapurrean ni una palabra de latín. Es la esquina en la que se erigía el antiguo templo de la Esperanza para sostener su aqua bendita. Arcos enormes que rozan el cielo azul, para rociar la Urbe con el «jugo» del Aniene. Al final del recorrido el agua cae en la piscina limaria, donde se limpia la mayor parte de las impurezas recogidas durante el trayecto. Después, una última zambullida en el castellum, para unirse al néctar cristalino del Anio novus y quedar lista para saciar la sed de toda Roma.
Esto sucede a la luz del sol, pero bajo tierra Tito ha dispuesto que el mar dulce de Claudio fuera suyo, el hurto perpetrado excavando galerías pacientes, cerradas por muros de contención móviles, listos para abrirse y absorber la vida al flujo precioso. La obra titánica ha sido estudiada a conciencia y construida a golpe de pico.
Y, mientras la barriga del Anfiteatro Flavio cambia de forma al son de cerramientos atrancados y accesos estancos, tiene lugar el prodigio de los prodigios, el toque maestro del ilusionista: el canal de mármol y travertino que conecta los subterráneos del monstruo con el acueducto se abre, y una masa espumeante de agua pura lo llena.
El gorgoteo se parece a la voz de la tierra cuando se parte. Recuerda a un seísmo, al fuego que bulle bajo la montaña.
El público de las gradas oye llegar la ola. La percibe debajo de su piel, con las plantas de los pies. El chapoteo de la marejada multiplica allí dentro su canto, ruge como cien fieras hambrientas, el pueblo está sin aliento. Siente cómo el fragor aumenta, codo a codo, la amenaza se acerca cada vez más, mientras la arena de la explanada es sacudida por las vibraciones; estremecimiento, temblor y escalofrío lo invaden todo. Las mujeres gritan en la última fila de asientos, la frente de los hombres se perla de sudor.
Sólo un corazón permanece frío y complacido durante la infinita espera, el del dueño del mundo. Con el sentido del teatro que hace de él lo que es, Tito se levanta en el instante exacto en que cincuenta portones cuadrados, grandes como un par de escudos puestos uno junto a otro, se abren al unísono. El público no sabe hacia adónde mirar, algunos optan por no perder de vista el rostro sonriente del emperador, su brazo tendido, el índice apuntado hacia el centro de la elipse de juego. Otros, embelesados por el estrépito amplificado de la apertura de las trampillas —situadas en todo el perímetro de la arena—, observan las bocas oscuras que no dejan de gritar. La ira de las olas es despiadada, el grito aumenta a la vez que el escalofrío, hasta que la maravilla se hace inevitable y el agua se extiende por la arena. El juego de manantiales es clamoroso, el coso se convierte en una fuente, las cincuenta bocas vomitan líquido al mismo tiempo, la arena se moja.
El grito del populacho aturdido se esparce por el aire, el aplauso espontáneo y liberador arrolla el espíritu radiante del primus, con los brazos abiertos en la tribuna de honor.
—Es solo el principio… —susurra Tito entre dientes, pero mientras tanto disfruta de la gloria.
Y tiene motivos de sobra, el nivel del agua asciende a simple vista, la elipse donde bestias feroces, cristianos y condenados se han dejado la vida durante toda la mañana se transforma en un momento en una gigantesca piscina. La arena, ávida, se bebe cada gota hasta que se sacia, acepta su destino y se deposita plácidamente en el fondo.
El agua sube, incesantemente, con fuerza, hasta lamer el primer nivel de asientos. En ese momento los portalones se cierran, dejando al vulgo el tiempo justo para contemplar el espectáculo.
Desde la cima del Anfiteatro, con los ojos brillantes por la emoción sincera, Marcio exclama sin querer:
—¡El mar!
Vero lo oye y le gustaría abrazarlo, pero no se mueve ni un palmo por miedo a estropear la magia.
Vestales y senadores se asoman a la balaustrada. El agua está cerca, muy cerca, podrían zambullirse dando un salto. La profundidad de la bañera colosal es como un hombre y medio, uno sobre los hombros del otro.
La brisa ligera que sopla de occidente parece un regalo de Eolo, encrespa la superficie brillante sobre la que se refleja el bellísimo sol de Apolo.
Pero el emperador tiene razón, eso solo es el principio.
Se abre una puerta que permite la entrada a una pequeña embarcación repleta de flores, con una pareja de esclavos rollizos a los remos. El pregonero, sumergido hasta las rodillas en petunias olorosas, lleva la proclama en la mano y anuncia:
—¡Tito César Augusto, señor de Roma y del globo terráqueo, se complace en ofrecer al pueblo el espectáculo de la guerra naval! ¡Hoy, en el Anfiteatro que trae consigo la gloria imperecedera de su nombre, se enfrentarán hasta la muerte la orgullosa flota de Corinto y la invencible armada de Córcira!
El suspiro de las cincuenta mil almas es de auténtica estupefacción.
«Naumaquia».
Maravillosa palabra que vuela de boca en boca.
—¡Pero antes, oh, súbditos del Imperio, disfrutad del tripudio de los dioses del mar!
Aplausos entregados y otro rato de espera, mientras los dos esclavos maniobran y el pregonero y su bote repleto de pétalos regresan por donde han venido.
La entrada a la tina infinita queda abierta, y toda Roma la mira con ojos repletos de esperanza. Lo que se asoma por la puerta es magnificencia sin precedentes. Un auténtico milagro flotante.
Los primeros hocicos que aparecen son hijos de África. Narices grises en la superficie del agua, órbitas afables pero a la vez asesinas, culminadas por cejas huesudas que parecen salidas del cincel de Fidias: hipopótamos. La vista desde arriba es impresionante, los paquidermos nadan en orden uno detrás de otro, formando dos filas de trece, giran al mismo tiempo en direcciones opuestas, dibujan círculos en el agua.
No pierden la calma ni cuando la multitud entusiasmada los embiste con su grito salvaje y, a una orden de los adiestradores desde las gradas, se giran sobre la barriga.
«Todos a la vez».
El aplauso cubre el chapoteo producido por la repetición de la actuación.
«Otra vez».
La atención del público vibra como la piel de un tambor tañido hasta el infinito. Ahora, todos los ojos están abiertos de par en par.
Un grupo de cocodrilos cruza el umbral de la charca ilimitada y los gritos de estupor y miedo serpentean entre las filas femeninas.
Correrá más sangre. Todos lo piensan. Pero se equivocan. Se equivocan por completo.
Los verdes hijos del río, de hecho, apenas son una docena; la lucha, incluso con ese nivel de agua, sería desigual. No existe en el mundo un animal más peligroso que un hipopótamo. El caballo del río es rabia y locura, normalmente ataca con la fuerza de un centenar de toros, no razona. Por eso el corazón de los romanos se sobresalta al verlo tan tranquilo.
Los adiestradores han hecho un trabajo inimaginable para lograr que los cocodrilos se deslicen mansamente alrededor de los paquidermos. Sus escamas milenarias lamen la piel dura y cenicienta en una sinuosa danza gris verdosa, promesa de muerte no mantenida.
La coreografía tiene el sabor de una espada curvada que se desliza suavemente sobre la piel ámbar de una esclava indefensa. Ese roce prehistórico de cuerpos de piedra en el caldo ancestral conmueve hasta las lágrimas a un senador. La vestal que está a su lado intenta consolarlo, pero la belleza es tanta que el cálido tributo de sal continúa surcándole el rostro.
Al sonido seco de un címbalo, algunos hipopótamos vuelven a darse la vuelta sobre la espalda. En ese momento, los cocodrilos trepan a sus barrigas y se quedan allí pacientes durante instantes infinitos, antes de volver a sumergirse hasta los orificios nasales.
«Éxtasis. Puro éxtasis».
El agua se llena de paz y maravilla. Y entonces entran los caballos.
Espléndidos sementales de Iberia, de un blanco deslumbrante como las nieves del Olimpo, chapotean y piafan, surcan el agua con la gracia de las bestias de Neptuno. En vez de la silla, llevan un armazón de ligera madera de palisandro. Veletas encendidas esparcen humo y llamas en el agua, girando impetuosas por el movimiento del aire.
El equilibrio es perfecto, los equinos se mueven cuidando de ejecutar a la perfección el espectáculo que han aprendido durante meses de duro trabajo, sin topar con los otros animales en remojo. Se colocan a lo largo del eje más corto de la piscina en grupos ordenados y avanzan nadando de frente. Cuando alcanzan el centro de la elipse se aproximan, morro con morro, sumergen la crin en el agua y reaparecen empapados de gotas.
Sacuden las cabelleras en sincronía y apagan las llamas que llevan en la espalda. El humo se transforma en niebla quieta, que cosquillea la superficie del agua.
Desde arriba, Vero y Prisco observan el espectáculo con el corazón por fin ligero de tanto dolor y las pupilas llenas de gracia universal.
Pero el cuadro en movimiento que palpita donde antes había arena está a punto de enriquecerse con la enésima pincelada. La más alocada y densa, agraciada e inesperada: una manada de toros negros cruza el umbral acuático. Oscilan y flotan como si hubieran nacido y vivido entre las olas, relucen cubiertos de aceite, con cintas rojas atadas en los cuernos brillantes y afilados. Nadan muy deprisa, ejecutan movimientos circulares alrededor de los caballos, los hipopótamos, los cocodrilos.
Nadie se come a nadie, la concentración ha borrado el menor instinto depredador. Los animales han vaciado sus corazones de ira, los adiestradores han doblegado sus voluntades como se hace con la madera: calor y paciencia permiten que las fibras se adapten al cambio.
La coreografía del baile casi ha llegado a la cumbre, un pellizco de cítara acompaña el carrusel de las evoluciones hasta que, en la cima de la rotación prodigiosa, una flauta suelta en el cielo de Roma la nota más aguda, seguida de cerca por el redoble de decenas de tambores.
«Es el apogeo».
Un vuelo de pavos reales invade el vivero y arranca el aplauso más sincero que la Loba haya conocido nunca. El aleteo de plumas y el revoloteo penígero en el cielo cristalino no es nada comparado con el aterrizaje. Cada pájaro se posa en la espalda de un toro, adelanta la pata derecha y se inclina, como un actor reverente al término de la comedia perfecta. Los círculos tornasolados se abren todos a la vez.
Su reflejo en el mar artificial multiplica el esplendor, añadiendo tonalidades a los matices, aumentando el hechizo.
El griterío del público engulle cada palmo de aire.
El Anfiteatro vibra, resuena por todas partes el nombre de Tito.
«Ahí está la maldita grandeza».
El emperador se levanta y abraza al mundo entero.
Su hija, e incluso Domiciano, no pueden quedarse indiferentes ante lo que acaban de ver. Se levantan a la vez y se pegan a su lado.
Roma nunca ha sido tan bella.
En una orgía de arte puro, todas las desgracias quedan olvidadas. La peste y el fuego parecen recuerdos descoloridos ante el asombroso espectáculo encantado.
El aplauso infinito dura tanto que parece existir desde siempre. Solo cuando hasta el último par de manos ha terminado de aplaudir y las pestañas del público vuelven a secarse se puede proseguir.
Tito todavía sonríe, ahora sentado, y pronuncia la mágica palabra en voz alta:
—¡Naumaquia!
Y entonces comienza la madre de todas las batallas.
La atmósfera ha cambiado gracias a la música y al viento. Hoy incluso la naturaleza está de parte del Imperio.
«Cada cosa en su sitio».
En las gradas, los siervos se preparan con altas antorchas bien aferradas en la diestra. Visten túnicas oscuras, presagio de la tempestad que se avecina. La alternancia es mística, por cada tea hay un tambor y mazas nervudas que lo golpean incesantemente acallando las últimas voces.
El silencio rasgado por el rítmico latido es el útero preferido de la guerra que está a punto de llegar, la más grande y espectacular que nunca se haya combatido dentro de una arena.
Las olas se encrespan y ráfagas de aire caliente embisten al público perlado de sudor.
«Los barcos hacen su entrada».
Sin prisa, como es su obligación.
El primer trirreme aparece por la puerta meridional; es sencillamente inmenso.
Un navío prodigioso, esculpido en las atarazanas del río, abrillantado con esmero y pintado con los colores de Corinto. El mascarón de proa representa los ojos de un monstruo acuático, una sonrisa griega tatuada a golpes de brocha y cincel justo sobre la línea de flotación. Han bajado el árbol con un mecanismo extraordinario para facilitar la entrada por la baja puerta: un codo de hierro con un gozne permite la flexión. En la guerra, en la de verdad, se consideraría una debilidad, pero hoy el teatro está por encima de todo, y al final lo que cuenta no es quien gane, sino solo que la sangre corra en abundancia en el agua.
El buque se yergue curvado, un rizo presuntuoso contra el mar infinito, protegiendo a la gente que ocupa la cubierta. Cuando el mástil se levanta, inclinándose noventa grados, y la vela se despliega mostrando su cuadrada enormidad, por fin el público repara en el hormigueo de cabezas y cuerpos listos para luchar.
Tres órdenes de remadores, trescientos sesenta brazos para recorrer un trayecto irrisorio hasta el centro de la piscina.
Los barcos han yacido escondidos en las plantas inferiores del Anfiteatro, listos para entrar en acción, levantados por la corriente artificial que ha ido subiendo poco a poco para facilitar su flotabilidad. Los trirremes de estilo griego tienen un calado muy pequeño; a pesar de su volumen pueden navegar por todas partes, hasta en la colosal tina de su majestad Tito Augusto.
El adversario de corinto no tarda en dejarse ver: el navío de Córcira no se parece en nada al que los valientes defensores de Epidauro utilizaron para resistir los ataques enemigos, pero nadie protesta. Después de todo, es la voluntad del emperador. Tito ha hecho bien las cosas, la claridad ante todo. Ha decidido que el segundo barco fuera blanco, con la idea de maximizar el efecto escénico. Mirándolo en su ebúrneo esplendor, no se le puede negar. Maestros calafates lo han embadurnado bien con pez antes de que expertos tintoreros tuvieran el trabajo de embellecerlo como una matrona en una fiesta de la corte. Pero, también en este caso, al desplegar la vela es cuando el público se queda sin respiración, porque el cuadrado izado en el árbol es negro como la noche, el contraste es espectacular.
Los remos van en consonancia con la vela, y el chapoteo del agua tranquila de la piscina se transforma en remolino bajo los golpes decididos de los forzados.
Las naves giran la una alrededor de la otra para imitar las maniobras del histórico enfrentamiento.
Casi nadie, en las gradas, recuerda gran cosa de la mítica guerra que entablaron Córcira y Atenas contra Corinto, de la sanguinaria defensa de la colonia de Epidauro. Es historia griega de hace demasiados siglos, pero Tito la ha elegido por motivos prácticos más que didácticos. Lo que ha quedado de aquella titánica lucha, sobre todo, es que ambos contendientes se declararon vencedores. Una vez entablada la batalla, veinte barcos de Córcira persiguieron el ala derecha de la flota de Corinto hasta la costa y allí hicieron una masacre, acabando incluso con los hoplitas desplegados en tierra. Mientras tanto, el ala izquierda se desquitó con los corcireos que quedaban y los atenienses tuvieron que intervenir para echar una mano a sus aliados en apuros. También ahí se produjo un exterminio sin cuartel.
Cuando los dos gajos de flotas se prepararon para el choque final, la batalla quedó en nada porque los corintios creyeron que las naves de Atenas eran la vanguardia de la Liga de Delos, y la verdad es que no querían enfrentarse a un enemigo de ese calibre.
Una media victoria por bando, pues, y ninguna comunicación entre las formaciones. Cada uno regresó a su casa creyendo que había derrotado al adversario.
En resumen, un escenario perfecto para lo que Tito tiene en mente: una reconstrucción del pasado, simplificada por motivos de espacio y, por tanto, escenificada con dos únicos barcos. Enormes trirremes en un estanque ajustado, repletos de hombres dispuestos a hacerse pedazos, pero con todo, «solo dos barcos».
¿Quién acabará ganando? A esta pregunta la Historia ha dado una respuesta ambigua.
«Pero la sorpresa es la esencia misma del prodigio».
Que el espectáculo dé comienzo.
El público aguanta la respiración mientras los navíos se colocan a los lados del embalse.
Echan el ancla para estabilizarse, apartan los remos.
El gran número de hombres en ambos bandos es impresionante. Ciento ochenta desgraciados por barco, ochenta de ellos equipados como hoplitas y arqueros. Los demás, semidesnudos, sucios y tumefactos.
Ninguno de los participantes en la naumaquia es guerrero profesional. Se trata de miserables, forzados y esclavos, la escoria del Imperio lista para la masacre, la carne podrida de Roma entregada como comida a la municipalidad hambrienta.
Los tambores se interrumpen.
Las antorchas tiemblan.
«Empieza».
En la nave de Córcira se tienden las flechas. Sesenta saetas apuntando a la altura de un hombre, las cuerdas del arco tensadas a más no poder, tiradores arrodillados y soldados simples con los nervios de punta detrás de ellos.
En el bote de Corinto esperan centenares de dientes chirriantes, los últimos saben que hoy es el día perfecto para morir. Pero venderán cara su piel, se puede apostar por ello.
Córcira dispara, Corinto se defiende.
La sangre está a las puertas, no tarda en salpicar.
La primera fila amortigua el impacto, pero de la segunda hacia atrás, los que han sido alcanzados se cuentan por decenas. Muchos mueren enseguida, un tiro a esa distancia sería mortal hasta para un cíclope, otros quedan heridos. La ira crece. El tropel de músculos lastimados hace palpitar el odio en las venas, el comandante de los desfavorecidos grita con furia para responder al ataque.
Corinto también tiene su ofensiva de largo alcance y dispara sin pensar.
La distancia entre las dos naves se va reduciendo, es difícil flotar manteniendo la separación en un estanque si eres tan grande como un continente. Y la atracción del mal por el mal es demasiado fuerte: los desgraciados combatientes están aquí para morir. Si no es hoy, será dentro de una semana, quemados por los hierros candentes o con el cuello roto a manos de los carceleros de Roma.
Lo mismo da divertirse y marcharse con gloria. Es por eso por lo que todos los forzados luchan con despiadado ardor, es la última posibilidad que se les concede para ser hombres.
Las lanzas de Corinto desgarran la carne de Córcira. El puente blanco se tiñe de rojo, los hoplitas están impacientes por usar las manos, mientras los arqueros tienen que retroceder y los bogadores ya han soltado los remos para romper algún hueso con sus propias manos.
La aglomeración es mortal, el comandante toma una decisión rápidamente:
—¡Arrojad los cuerpos por la borda!
Y por la amurada de la izquierda caen al agua los cadáveres, flotan inmóviles como ninfas apagadas, con la madera de los dardos en el corazón, mirando al cielo.
El público, puesto en pie en las gradas, está exultante.
Sangre en el agua, ensuciando la maravilla de horror. Como es justo.
El tiempo de estudiarse se ha acabado, en los puentes aparecen garfios por todas partes. Los remeros los hacen girar con pericia hasta que impactan, devastadores, entre los flancos de las naves.
Los hoplitas de los dos bandos, en los tambaleantes puentes de tablas, se apresuran a ir al grano. Los miserables visten ropa de combatientes antiguos, cascos abollados, picas y escudos de latón, pero no tienen la gracia ni la determinación de los héroes a los que están llamados a emular. Allí, hoy, en el centro de esa palangana imperial, suspendidos entre dos juguetes de sesenta mil libras, se lucha por sobrevivir y no existen las reglas.
El griterío se alza salvaje, el metal choca contra el metal; lanzas y escudos, espadas desdentadas atraviesan la carne flácida.
Muchos acaban en el agua, muy pronto la arena se convierte en un estanque repleto de renacuajos enloquecidos. Los más valientes ganan la proa con un par de brazadas y trepan para volver a la caza de sangre. Muchos no saben nadar y es conmovedor ver cómo se ahogan en una pértiga de agua. Los cuerpos de los parias del Imperio, de uno en uno, puntean una constelación de muerte en la que reflejarse y leer el destino.
Sobre el puente de los trirremes, mientras tanto, la batalla arrecia con furia.
—¡Que no se mueva! —grita un tiparraco rubio de pelo liso a su compañero que acaba de atrapar a un remero de Córcira a punto de ahuecar el ala. A continuación le rebana la cabeza con un doble golpe de sable.
Los hombres del rubio cogen la delantera. Son cinco, músculos intactos y cicatrices, ladrones o mercaderes de esclavos, deben de haberlo pasado bien hasta hace pocos días porque no se les notan las asperezas del hambre. Hay uno gordo al que todos llaman Sucio, asesta mandobles y rompe cráneos con una hacha de doble hoja. Debe de habérsela traído de casa, porque está claro que no forma parte del equipamiento municipal. A una señal del cabecilla, empieza a golpear el palo mayor. Un par de compañeros acuden a echarle una mano y el pilón que sostiene la vela negra comienza a vacilar.
Desde el punto de vista táctico, la maniobra es irrelevante: no sirve para nada dejar sin vela a un barco de cien remos, y más si está fondeado en un lago artificial. Pero ese es el reino del caos, hay que destruir y hacer daño, no vencer.
Sucio y los suyos asestan un último porrazo y gritan como si acabaran de derrotar al mismísimo Júpiter.
El asta se derrumba inexorablemente y parte la espalda de los desdichados que están debajo. Es la vela, sin embargo, la que cambia la suerte de la partida. El manto negro lo cubre todo, inmenso y ecuánime como solo lo es la muerte. Los guerreros de Córcira se encuentran aprisionados en el sudario colosal, intentan escapar, pero la colcha recrudece la lucha, potencia el pánico, instiga a los adversarios.
Quienes observan desde las gradas solo ven la masa indistinta que cubre la mitad de la nave: es el mismísimo vientre de Plutón, agitado por las almas de los fallecidos, alforja repleta de escarabajos insolentes.
El efecto es terrible y magnífico. De tanto en tanto, una hoja rasga el tejido, una cabeza asoma por un instante y enseguida es atacada por quienes han quedado fuera de la vela.
La jugada de Sucio ha aportado una indiscutible ventaja a Corinto.
Ahora que la mitad del barco adversario está cubierto, los marineros libres abandonan el asedio y regresan a su trirreme para acribillar la madera herida desde la distancia adecuada.
Remeros y hoplitas son todo uno, ahora, compactos en la ofensiva despiadada: llueven dardos, picas, espadas, ganchos, garfios retorcidos y esquirlas de madera enemiga. Después de la lluvia infernal, parece que nada o casi nada sobrevive bajo la vela cubierta de puntas.
Pero la saeta que conduce la batalla hacia su epílogo no procede del bote de Corinto. Es el Imperio, una vez más, el que decide la suerte de los últimos.
Tito ha observado la lucha con atención. En el fondo de su corazón apostaba por la nave de los blancos, por el simple hecho de que pintarla le ha costado una fortuna. Pero las cosas han ido así y ahora hace falta un final bonito.
Para dar la orden ni siquiera necesita ponerse en pie, le basta con alzar la mano derecha. Cuando, desde el otro lado del Anfiteatro, un sabio maestro de armas sentado entre los senadores y las vestales ve el gesto, asiente y corre a prepararse. Coge un cuerno retorcido de latón brillante de la saca que lleva en el regazo. Lo hace sonar tres veces, después espera de brazos cruzados. Las notas largas y bajas casi se pierden en el estruendo de la pelea acuática, pero quien tiene que oírlas las oye de sobras.
Desde la segunda fila, escondidos entre los caballeros y los nobles de negros tabardos, se alzan una docena de mastines del pretorio: los soldados se despojan rápidamente de los mantos oscuros mostrando lorigas resplandecientes y miradas asesinas. Todos llevan un arco largo y un carcaj lleno de dardos especiales. Se colocan mirando a la nave de Córcira, que, con el paso del tiempo y la lucha, se parece cada vez más a una oruga en su propio capullo, híbrido condenado a no cambiar jamás. Las puntas de las flechas imperiales están forradas de trapos y pez; un esclavo pasa frente a cada uno de los arqueros y enciende el dardo para gran maravilla del público presente. El maestro de armas, que ha asistido a la operación con ojo avizor, baja el brazo derecho, tendido desde que los soldados han colocado las flechas.
Una salva de doce saetas surca el cielo del Anfiteatro y se estrella impetuosamente sobre la vela negra que bulle de muerte. Las llamas tardan poco en prender. En las gradas, el gentío enmudece durante un puñado de instantes. Luego, cuando la llamarada mastica madera y carne hinchando el pecho igual que una fiera hirsuta, el estruendo lo acoge como lluvia en el desierto.
En el nicho, codo con codo con los compañeros, el corazón roto de Vero da un respingo. Desde que los navíos han cruzado el umbral de la arena no ha respirado, sumergido hasta el cuello en el éxtasis acuático. Maravillado.
Pero con el primer centelleo de las llamaradas, ya vuelve a estar con los pies en el suelo; el dios de las llamas reclama su atención.
La maldición del fuego es demasiado fuerte.
El agua está manchada de rojo, un humo negro tiñe el azul de la esfera celeste.
La intervención imperial ha decidido la suerte de la naumaquia, pero es necesario que Corinto se mueva deprisa si no quiere acabar como un ratón en una trampa. El rubio, el Sucio y el resto de la vanguardia victoriosa se apresuran a regresar a su barco. A pesar de la pira y del ejército reducido, Córcira se bate todavía con honor: sus hoplitas tienen la intención de cruzar las puertas del Orco empuñando las armas.
Corinto retrocede en masa y corta las cuerdas, separa las tablas y leva el ancla, con los remos y los brazos de cien desesperados se aparta lo suficiente para escapar de la furia de la hoguera.
Ya solo quedan suspiros y calma, mientras Vulcano se toma la revancha sobre Neptuno triturando madera y vida.
El espectáculo es atroz e increíble, los supervivientes, en la embarcación con las insignias de Corinto, observan arder a sus enemigos.
Parecen demonios que se hayan vuelto locos, retorcidos por las llamas como hojas secas. Un hoplita parece poseído, tiene ojos de loco y la piel quemando. Se lanza al agua cargado de hierro, se parece a una estrella en caída libre. Se apaga con las pupilas hambrientas de venganza, los párpados calcinados e incapaces de ocultar la mirada homicida.
El navío blanco es una bola de fuego, la madera debilitada por el incendio y alimentada por la pez del calafateado se desmorona bajo el peso de los cuerpos sin vida. Se abren brechas despiadadas mientras el sudario que antes era una vela se empapa de agua y sangre.
El trirreme de Córcira se va a pique, si es que se puede ir a pique en una pértiga de agua. Se abandona partido en el fondo y las llamas lo consumen saturando el aire de niebla oscura. El embalse está lleno de cadáveres y fragmentos, la mancha negra se ensancha.
Roma vuelca un aplauso liberador sobre los miserables vencedores.
Corinto, la superviviente, se dirige remando hacia la salida.
Tito, infinito en su grandeza, ha llenado las gargantas de sorpresa, ha roto corazones y conquistado los ánimos con esa sorpresa tan bien escondida.
Está satisfecho.
«Más que satisfecho».
La aclamación retumba larga y sólida mientras los encargados ya están trabajando para poner en marcha la última fase del prodigio. El ruido en las gradas es tan fuerte que nadie oye el traqueteo de las tuberías, pero la tripa del monstruo cambia otra vez de forma y el agua que ha maravillado a una ciudad entera sale lentamente.
El estanque se vacía, el fuego se apaga, los cadáveres se recogen y se echan en carros que recorren la arena empapada salpicando por todas partes, incluso a los espectadores de las primeras filas. El público estira los miembros mientras espera el último acto, el más preciado, ese por el cual esa jornada mágica pasará a la Historia: las luchas de gladiadores empezarán cuanto antes. Justo el tiempo de apagar un incendio y arrastrar los restos de un barco grandioso al olvido.
Hasta la febril actividad de los ayudantes y de los esclavos encargados de despejar la arena bajo un sol rabioso pone de buen humor al augusto. Tito observa tranquilamente cómo los lanistas se levantan de las gradas y conducen a sus hombres hacia el vientre del Anfiteatro. Es hora de prepararse.
Vero y Prisco van caminando juntos por un pasadizo infinito. Hircio y Daimon acaban de comunicarles que quieren hablar con ellos.
—Nos encontraremos en el vestuario que hay junto a las celdas. Pero no enseguida. Primero tenemos que discutir unos asuntos.
—Sí, amo —han contestado a la vez el galo y el britano, para luego aflojar el paso y dejar salir al grueso de sus compañeros, todavía enfrascados en comentar las fases más calientes de la naumaquia y dándose palmadas atroces en los hombros.
Vero y Prisco saben que no pueden escapar. En ese silencio de piedra inmersa en el aire saturado de humedad estancada hay una vida entera o, mejor dicho, dos. La pasión de Prisco por Vero, amor puro y callado. Afecto que lacera y deseo de caricias mezclado con rabia ciega, celos por lo que ha sido arrancado. Rencor, remordimiento. Y, aun así, deseo loco, ahora que el fuego está tan cerca. El hombre de hielo tiene el corazón en la boca, el aliento de Vero es una puñalada en el plexo solar.
Pero el britano tampoco aguanta la calma forzada del pasillo demasiado estrecho. Le gustaría pedirle perdón y hablar.
Explicarle que «sabe» lo que hay en el fondo del corazón de su compañero. Que ha pensado y meditado, ha removido su alma como un caldo de infierno del que sacar pensamientos abrasados. Ha «entendido» y ha dejado sus reservas a un lado. Ha luchado contra la idea de la fuga, contra la ira obtusa. Ha echado de menos a su amigo. Lo ha echado de menos como el aire. Y no importa que el hijo de la Isla no tenga en el corazón el mismo incendio que quema en el pecho del galo. No importa porque ahora él está ahí, a menos de un palmo.
Y, sin embargo, su respiración es entrecortada, maldición. Caminan emparejados sin decir una palabra, a veces se rozan, los corazones palpitan en el pecho y parece que se oigan.
La garganta seca es una tortura, el sudor perla la frente.
Vero se detiene. Decide que ya es hora de acabar con eso.
—Prisco…
Este se gira.
Ahora se miran fijamente a los ojos. El instante es infinito, el tiempo se dilata y mastica oxígeno y vida.
En ese cruce de miradas mueren y nacen mundos, el sol se pone, estallan galaxias. El amor exprimido, irrealizable, se inflama y a la vez lo aplaca.
«Callan».
Tanto rato que solo su respiración rompe el retumbo del vientre del monstruo.
Entonces Prisco da un paso adelante, posa la mano en el pecho de Vero. Parece una torpe caricia pero es un empujón, un asalto.
Vero retrocede, incrédulo y agradecido, no comprende. En un instante tiene la espalda contra la pared, el rostro de Prisco cerca.
«Muy cerca».
No es un ataque, las pupilas dulces del galo lo dicen todo.
Prisco besa a Vero. Un beso auténtico, denso como la miel.
Vero responde al beso, lo hace durar lo suficiente.
Las manos del galo rozan el rostro del britano.
Ojos cerrados hasta que la realidad, carroña, vuelve a llamar a la puerta.
Los dos guerreros siguen mirándose, el velo se ha rasgado.
Infinita ternura recorre las espinas dorsales.
Vero es quien habla primero. Lágrimas sinceras ruedan por sus mejillas.
—Hermano, yo no…
Prisco sonríe. Le cierra la boca con el índice.
—Lo sé. Siempre lo he sabido, tú no sientes lo mismo que yo, ni lo sentirás nunca. No me interesa. Siempre he creído que importaba, pero no importa. Ahora no.
Vero estrecha los hombros de su compañero. No deja de llorar.
—Lo siento, Prisco. Por todo…
El hombre de hielo también tiene los ojos brillantes. Acaricia la cara de su amigo, la barba hirsuta sobre los dedos callosos es un bálsamo para su alma desgarrada.
—Yo también lo siento.
Vero mira a Prisco directamente al alma.
—Tú eres mi hermano. Siempre lo serás.
El galo quiere contestar, pero Hircio y Daimon los llaman a gritos.
—Vamos, los amos nos esperan… —apostilla.
Se ponen en marcha, la barriga nunca ha estado tan ligera.
La cabeza se ha vaciado, el futuro no tiene respuestas, pero tampoco ya más preguntas.
Pensamientos de gratitud aletean en el aire.
Vero y Prisco, hijos gemelos de un azar confuso, acaban de reencontrarse del todo.
«Brilla, oh, sol de la Esperanza, brilla ahora que la noche se aproxima».
Cuando llegan a la puerta del vestuario, Decio Hircio y Daimon lucen unas bonitas sonrisas y se estrechan las diestras hasta el codo. Observan a los dos jóvenes en el umbral, sonrientes también ellos, y en un instante los rostros de los lanistas se oscurecen.
Hircio traga saliva, no quiere decir lo que está a punto de decir. Pero debe hacerlo, que los dioses sean piadosos.
—¡Hombres, hoy se os ha concedido un gran honor! Os batiréis el uno contra el otro en el último combate de la jornada inaugural de los juegos. El más prestigioso: mirmillón contra tracio…
Daimon le quita el protagonismo. No le da miedo asestar el golpe de gracia.
—… y solo uno sobrevivirá. Así lo ordena Tito Flavio Vespasiano, emperador de Roma.
El cielo se hace añicos en ese mismo instante.
«El corazón de Prisco sangra».
El de Vero pierde el compás.
«Cuidado con lo que deseas, muchacho, porque podrías conseguirlo…».
Hircio no es capaz de mirar a los gladiadores a los ojos. Se limita a mascullar con la cabeza gacha:
—Id a prepararos.
Los observa salir de escena afligidos, a paso lento hacia su condenado destino.