QUE DÉ COMIENZO EL ESPECTÁCULO

El pueblo solo ansía dos cosas: pan y juegos circenses.

JUVENAL,

Satyrae, X, 81

Roma, agosto de 80 d. J.C.

Y llega el día.

El primero de cien, el inicio del sueño.

Hasta las paredes lo gritan: «VEINTE PAREJAS DE GLADIADORES, PROPIEDAD DE DECIO LUCRECIO HIRCIO FLORENTE, FLAMEN PERPETUO DE TITO CÉSAR AUGUSTO, Y DIEZ PAREJAS DE GLADIADORES, PROPIEDAD DE DAIMON DE CAPUA, INAUGURARÁN LOS CIEN DÍAS DE JUEGOS EN EL ANFITEATRO FLAVIO DE ROMA. TAMBIÉN HABRÁ LA HABITUAL CAZA DE LAS FIERAS Y EL VELARIO».

Vero está estupefacto mientras se dirige, junto al resto de los hombres del Ludo Argénteo, bien ordenados detrás de Decio Hircio, en dirección al Anfiteatro. Las palabras escritas a mano lo dicen claro, están grabadas en la madera y pintadas con negro de humo, colgadas como el cartel de un cirujano en la bodega más famosa de toda la Urbe.

A un paso de los Foros, se habla de «ellos», los dioses de la arena, los soldados de Hircio.

Vero ha tardado un poco en aprender a leer, pero ahora se las apaña bien con las letras. Mérito de Prisco, que se pasó noches en vela trazándolas sobre la arena con un palito, pretendiendo que Vero hiciera lo mismo a la luz de la luna.

—¿Para qué me sirve el alfabeto? Soy un esclavo, un gladiador. Mi trabajo es matar a la gente, no escribir cartas de amor… —protestaba el britano.

Pero el galo no quería atender a sus excusas.

—Nunca se sabe… Y, ahora, desde el principio: ¿cómo se hace la inicial de tu nombre?

Echa de menos a Prisco como el aire, Vero ya no puede disimular. Ni siquiera hoy que el gran día ha llegado. Hoy que Roma está de fiesta y se prepara desde las últimas horas de la noche para la madre de todos los acontecimientos: la apertura del Anfiteatro, el primero de los cien días de juegos. La gloria imperecedera de Tito bajo los ojos cansados y felices de su pueblo.

«Del mundo entero».

Vero no cabe en su piel, rayos de excitación recorren todo el ludo desde hace días. Y el recuerdo de Prisco vuelve con prepotencia. Lo que ha leído lo ha sobresaltado: ¡diez parejas de gladiadores de Capua! Si el destino fuera honesto, le haría ese condenado favor después de una vida de renuncias. Pero ¿qué sabe un esclavo del poder del destino? Vero se resigna a no volver a ver el rostro de su amigo. Está aprendiendo a vivir sin él, aunque ha hecho una promesa. Cuando tenga delante millas y millas de camino despejado, cuando, después de haber derramado la sangre de cien enemigos, pueda por fin obtener la libertad, Vero irá a buscar a Prisco. Lo mirará directamente a los ojos y se lo dirá todo. Todo lo que debe decirle.

Es un sueño alocado que da vueltas por la cabeza del britano, pero ¿de qué otra cosa está hecha la vida de un condenado a muerte sino de sueños? La esperanza calienta el alma, la meta está muy lejos e ilumina la mirada.

Hircio se pone a su lado y no necesita leerle el pensamiento para saber lo que tiene en el corazón.

—¡Capua! Lo has leído, ¿verdad?

Vero sonríe, el lanista sabe lo que se cuece.

—Probablemente volveréis a veros —afirma sin emoción el amo del ludo. Después da un salto hacia delante para hablar con Atón, le susurra al oído las últimas disposiciones.

Vero continúa caminando, pero nadie le quita esa maldita sonrisa de la cara.

«Cuidado con lo que deseas, muchacho, porque podrías conseguirlo…».

Vero pensaba que ya lo conocía, que había tenido el privilegio de ver en primicia el monstruo desde dentro. Después de todo, contribuyó a construirlo. El Anfiteatro fue su casa durante largos meses…

Pero nadie puede estar realmente preparado para el espectáculo que Tito ha proyectado para su Roma.

Vero y el grupo de campeones de Hircio se acercan al teatro ovalado por oriente, atraviesan los cuarteles de los ludos y llegan a los alojamientos destinados a los luchadores que se enfrentarán por la tarde. Son las primeras luces del alba, Roma debería estar aún durmiendo, pero no es así. Hoy no.

El gentío es sobrehumano, un suntuoso espectáculo de carne y espera. Cincuenta mil personas —todas las que puede albergar el Anfiteatro, quizá alguna más— en filas desordenadas empujan las cancelas que guardianes con armadura brillante controlan con la mirada. En el interior, todavía silencio, solo se oye el rugido profundo de las fieras encadenadas en las mazmorras y el sonido ordenado de cien rastrillos sobre la arena del coso. La familia imperial merodea por la fortaleza de piedra desde las primeras luces, Tito no ha podido resistirse, hoy es su día. Ha obligado a Julia, Domiciano y todo su séquito a acompañarlo. Nadie ha puesto objeciones, pero el sueño embadurna las caras pálidas de hija y hermano como un ungüento perfumado, como polvos de ultramar.

Tito contempla la belleza de la tribuna de honor ahora vacía. Julia es invitada por las siervas a tomar asiento junto a su padre, mientras Domiciano, de tiros largos y con el pelo recién acicalado, coloca el trasero al lado de su sobrinita.

Las cosas no van muy bien entre ellos. Después del incendio y lo sucedido con Vero, Julia parece confusa, distante. Rechaza las atenciones de su tío, lo aparta educadamente, se niega. Ni siquiera tolera que el rubio hijo de la Loba la coja de la mano. Y pensar que hasta hace unas semanas eran una cosa sola, especialmente bajo las sábanas.

Pero el corazón es voluble, y el de una muchacha de dieciséis años es un pétalo de rosa azotado por un vendaval.

A Tito le encanta, sin duda; no la apatía de su hija, sino más bien que se haya alejado de su odiado hermano. Pero hoy no es el día apropiado para los dramas familiares. Por mucho que su dulce corazón paterno se esfuerce en preocuparse de su niñita, la mente del dueño del mundo está en otra parte.

Tito disfruta de los últimos instantes de tranquilidad mientras le retumba en la cabeza el grito de la multitud apretada en la entrada. Nota en los tímpanos la respiración de sus agradecidos súbditos, vulgo sudado que ya se ha olvidado de su mala suerte.

Hoy Roma quiere disfrutar. Y no quiere dejar de hacerlo durante cien días enteros, uno detrás del otro.

El emperador manda que abandone la arena hasta el último rastrillo. Después da la orden.

—¡Abrid las puertas!

«Ya empieza».

El sol del día perfecto acaba de salir.

El asalto es tan desmesurado que hasta lo advierte Vero, que ya ha bajado junto a sus compañeros, el doctor y el lanista a la tripa del monstruo. Cien mil pies pisan mármol, piedra y travertino.

«Al unísono».

Hoy no paga nadie, todos son invitados del emperador.

Eso no significa que los asientos no estén asignados: senadores y vestales en las primeras filas, los caballeros justo detrás de ellos. En las gradas infinitas, ciudadanos varones de cualquier clase social. Arriba, en el gallinero, extranjeros, esclavos y mujeres.

Precisamente son ellas las que hacen más estruendo, las mujeres, el perfume de Roma. Son miles las que sienten pasión por los juegos, se vuelven locas con la muerte y el espectáculo de la arena. Pero lo que de verdad las hace humedecer son los gladiadores. Vero lo sabe, porque en el último año su vida ha dado mil vueltas por culpa de las rabietas de una mujer de alcurnia. Lo sabe porque ha visto los ojos de las matronas en las cenas que Hircio ha organizado en su honor. Conoce la fragancia y el deseo, sabe que hasta la señora más moderada está dispuesta a convertirse en una fiera, a ponerse a cuatro patas en el suelo con tal de que la posea el hombre de sus sueños. El imaginario erótico de la Urbe está atiborrado de gladios y sicae de los dioses de la arena. Ni Apolo ni Marte ponen los dientes tan largos a las mujeres de Roma. Porque ninguna de ellas los ha visto nunca en acción, destripando a un desgraciado o follándose a su mejor amiga hasta hacerle gritar el nombre de su madre.

Si se multiplica el deseo, la espera, la excitación, si se añade el calor y la aglomeración, la prisa por hacerse con un sitio con una buena vista, si se rocía todo con un puñado de impaciencia, el resultado da una idea aproximada del murmullo agudo que se impone por encima de cualquier otro ruido, que satura el aire de la planta inferior donde Vero y sus compañeros se dan con el codo como amantes haciendo cola en el burdel.

—¿Y bien?, ¿estáis preparados para volverlas locas? —pregunta Hircio a sus hombres.

Vero sonríe.

—¡Nacimos preparados, mi señor!

El grito llena el vientre del Anfiteatro. Es la hora de la procesión solemne, la pompa triumphalis.

El emperador en persona, envuelto en la púrpura de las grandes ocasiones, con sandalias griegas de extraordinaria factura en los pies y el laurel del vencedor imperecedero en la cabeza, guía el cortejo en la arena, atravesando el umbral de la entrada principal.

El mundo entero se refleja en los ojos de Tito, el abrazo de la muchedumbre es exuberante, el pueblo lo adora. No cabe ninguna duda. En las gradas, a la espera del inicio, los holgazanes ya han empezado a jugar a la morra, a los dados y a capita aut navia: se lanza una moneda, se escoge recto o verso —es decir, la cabeza o el barco— y se confía en la diosa de los ojos vendados.

Hay una gran agitación entre los profesionales del azar pero, tal y como ven aparecer la silueta áurea del emperador, detienen su actividad, llamados al orden por el azote invisible del poder. Mientras tanto, las matronas se arreglan el cojín debajo de su culo flácido para disfrutar del espectáculo, al tiempo que Tito Flavio Vespasiano avanza un paso tras otro.

Delante de él se sitúan los lictores, alarde de autoridad primordial, con las fasces de bronce apoyadas sobre los hombros y las insignias del poder brutal y justo del Águila como advertencia a quienes osen desobedecer. En el cinturón llevan correas de cuero para atar a los disconformes. Personifican el bastón dispuesto a golpear.

El rey del mundo está orgulloso de ellos.

Orgulloso perdido.

Detrás de la púrpura se articula la plétora de artistas: músicos con címbalos y flautas perforadas, danzarinas, sopladores de cañas. Pieles de ébano y marfil, embadurnadas de colorete y hojas de oro, punteadas de seda preciosa de Oriente y vestidas de música. Los ordenanzas con túnica clara leen el programa del día al público: para empezar, las bestias; después, los condenados y, para terminar, los gladiadores. En medio, una sorpresa que no se puede decir, el truco mágico que el emperador tiene guardado desde hace ya años.

Cuando el monarca llega al centro de la arena y se dispone a recorrer el imaginario diámetro que lo separa de las gradas del lado opuesto del que procede, entran los ayudantes, vestidos con túnicas drapeadas hasta la rodilla del color azul del municipio. Entre sus fuertes brazos portan las armas.

«La sal del banquete mortífero».

Es la calma antes del huracán. Con gestos grandilocuentes, los encargados comprueban el hierro forjado del Ludo Argénteo y el bronce cortante del Tridente de Capua. Se eliminan las armas inofensivas, pocas a decir verdad, y se eligen las más letales.

A continuación, por fin, llega su momento.

Recibidos por un clamoroso vocerío, entran los gladiadores.

Formados en dos filas ordenadas, untados de aceite y vigor, con el subligaculum atado a la cintura y nada más.

Casi desnudos, dispuestos a todo.

Decio Hircio y Daimon capitanean la fila, ambos van limpios y vestidos para la ocasión. El primero lleva paño de Tuscia, violeta intenso, teñido en las tinas de los violarii del Campo de Marte; hace tiempo que se reservaba ese milagro de la sastrería, tejido con hilo ligero y pintado con jugo de múrice y urchilla. En los pies lleva un calzado llamativo, recubierto de plata y decorado con minúsculos lirios hechos a mano. Una sombra de barba entrecana en el hermoso rostro sosegado y el pelo corto completan el cuadro.

Daimon, en cambio, tiene una «particular» idea de lo que es la elegancia: lleva una camisa del Norte de cuadros rojos, verdes y negros, tejida según la costumbre de la isla de la que procede Vero, acompañada de unos calzones bombachos, de saco marrón. La barba recogida con lazos y cordeles en trenzas ordenadas, trifurcada como el arma de Poseidón, apuntando inexorablemente a los infiernos. El pelo recogido en una cola de caballo, gruesas anillas de oro en los lóbulos. Los ojos delineados con ungüento de tiniebla. A pesar del calor infernal —agosto, la jodida meretriz del año—, en los pies de Daimon resaltan un par de botas de cabra.

Pero el furioso aplauso no es para los capitanes.

No son para ellos ni tampoco para el emperador la onda sonora que hiere los tímpanos, la lluvia de besos, silbidos, humores y chillidos que inundan los labios hambrientos del Anfiteatro.

Roma grita su impaciencia a la cara del ejército de los gladiadores. Y los dos grupos de guerreros beben cada sílaba, cada alboroto, cada uno de los comentarios que les dedican a voces con las orejas abiertas de par en par.

Las mujeres, literalmente, se arrancan el pelo. Muchachas cachondas y mujeres de mediana edad jalean los nombres de sus favoritos:

—¡Vero! ¡Prisco! ¡Tigre!

Justo en ese momento Vero se da cuenta. Su mente se abre como un capullo de rosa, acuciado por un par de intuiciones eternas.

La primera: ahora ya sabe lo que es la «devoción».

Las mujeres, Vero. Las mujeres… ¿Qué sabrás tú de la fascinación y del amor, de la pasión y del efecto que causas? Creías que lo sabías todo, por culpa de tu corazón perdido entre los muslos de la hija del Imperio. Y, sin embargo, mira lo que ocurre: Roma te quiere, grita tu nombre. Abre las puertas de par en par para dejarte entrar.

Quién sabe si serás lo bastante hombre para aprovecharlo. Quién sabe si sobrevivirás lo suficiente.

¿Dónde está ahora Julia, que hasta ayer lo era todo? ¿La ves, extraviada en la sombra del palco de honor? Tan menuda que apenas la distingues, mientras ella te mira, y cómo te mira. Pero esta vez, muchacho, el tormento lo es todo para ella.

La segunda, fulgurante: ¡Prisco, maldita sea!

El galo está a un paso de él. Va el último de la fila, detrás de un par de tiparracos.

Míralo, Vero. Mira a tu único amigo, tu hermano, tu enemigo.

Llénate los ojos de esa sonrisa tan añorada.

Prisco le devuelve la mirada: galaxias vacías, dolor infinito dentro de las pupilas azules.

«Cuidado con lo que deseas, muchacho, porque podrías conseguirlo…».

Ya empieza. Por la mañana están programadas las luchas entre bestias salvajes. Desde su observatorio privilegiado, Daimon se frota las manos rogando a los dioses oscuros que todo vaya de maravilla. Ese día no es el único proveedor de fieras que está allí, el emperador quiere lo mejor para la jornada inaugural.

En todo el perímetro del estadio está colgada la lista de los animales mágicos y exóticos. Pero en ningún sitio está escrito quién luchará contra quién. Las combinaciones son la esencia misma de la sorpresa.

Entran en la pista un oso y un toro, unidos entre sí por una cadena y una cuerda. El amasijo de ocho patas se mueve lentamente, sin agresividad. Un hombre desnudo y delgado —un siervo sunita— se acerca con un gancho y libera la maraña del vínculo de hierro, pero deja el cáñamo atado por si acaso y para que la bestia de los montes y la de la llanura no se separen demasiado. Después de todo, están allí para devorarse el uno al otro.

Mientras tanto el público silba y demanda sangre, los animales están desorientados, pero solo tardan un instante en hurgar en sus bolsillos peludos y sacar su rabia ancestral, aquella con la que han venido al mundo. Mérito de los ayudantes y de sus hierros candentes, de las lanzas afiladas clavadas en la carne inocente.

El oso es el primero en moverse, con un rugido que daría envidia a Cíclope, hijo de Poseidón. El primer zarpazo marca de rojo al bovino negro y desencadena el furor de la fiera. El toro resopla por el hocico, la anilla que atraviesa el cartílago se balancea lentamente como un estandarte de guerra. La pezuña tosca raspa la arena y se lanza a la carga.

El impacto es atroz, los cuernos penetran en el pelo, la piel y la carne del plantígrado, que traiciona al instante su naturaleza cuadrúpeda y se yergue sobre las patas posteriores. Babea como un loco, con un mandoble bien propinado arranca el ojo del toro, que cae al suelo y se embadurna de arena amarilla.

La muchedumbre se sobresalta.

El oso no ha acabado, está embriagado de dolor, un cuerno le ha agujereado un pulmón, silba, zumba y sangra, se debate como una serpiente venenosa; las uñas no paran quietas ni un momento, con un golpe tras otro excavan la cara obtusa del toro hasta que ya no hay nada que excavar. La bestia negra se desploma al suelo, el hijo de la montaña es el vencedor.

Los ordenanzas lo arrastran hacia afuera anclando unas cadenas al grueso collar. En cuanto está en la jaula, lo rematan con una espada candente en la garganta.

Es la ley de la arena. Ninguna bestia sobrevive. Solo la Loba respira para siempre.

El cadáver del toro, en cambio, se queda donde está.

La muchedumbre está caliente, hay que continuar. No hay tiempo que perder.

Ahora le toca el turno a la selva, rey contra reina, león contra leopardo hembra, dos que no saben en absoluto lo que es la piedad. Han cruzado el mundo para hacerse pedazos y eso es exactamente lo que van a hacer.

Se estudian girando en círculo, no hace falta picarlos. Los ordenanzas se mantienen a distancia mientras Daimon, el amo, se moja los labios sentado en un banco mugriento detrás de una reja maciza con una cerveza templada en la mano y una muchachita de las Islas sobre las rodillas. Hoy es el día, todo está permitido.

El leopardo se encarga de abrir el baile, la gatita tiene hambre de carne fresca. Apunta enseguida a la garganta, pero el león sabe cómo actuar, la esquiva moviéndose a la derecha y le abre el costado con las uñas.

«Primera sangre».

Se oye un maullido alocado, un grito que rasga y sube de las tripas de la moteada. Adrenalina en círculo que acelera los sentidos, las mejillas se levantan para mostrar los dientes. Se acerca.

Una serie de tres acometidas y después la pelea: el leopardo se enrosca al león e hinca las garras hasta el fondo, no suelta la presa.

El rey de la selva intenta sacarse de encima a la hembra, pero la muy puta sabe luchar, se abre paso con las garras en la piel jugosa mientras los dientes buscan la yugular.

La enorme bola de pelo se revuelca inconexa e indivisible por toda la arena con un zumbido atroz, un gimoteo de infierno que agujerea los tímpanos y pone la carne de gallina. El público tiene el corazón en la boca.

Hasta que la hembra encuentra lo que buscaba, el tronco venoso que corre paralelo al músculo del cuello es su instrumento de viento. Lo ensarta humedeciéndose los labios finos con la lengua pastosa, los dientes son la lengüeta que se clava con decisión, fluye un sonido rojo; primero impetuoso y arrollador, después más débil, dulce, como solo la muerte rápida sabe ser. Sinfonía para órganos calientes.

El león se desploma al suelo al cabo de pocos instantes.

La batalla ha terminado.

El alborozo de la multitud no hace ninguna mella en la bestia ganadora, el grito hermafrodita del público le es completamente indiferente. El hocico ensangrentado por el atropello es una pintura de guerra, el felino sacude la pata y se dirige hacia la salida. Gruñe y resopla a cualquiera de los ayudantes que se atreve a acercársele. La reina no necesita acompañantes. Daimon decide que vivirá, al menos hasta el próximo combate; después de todo, se lo merece.

El león muerto no es retirado, al igual que el bovino.

El espectáculo continúa.

Ahora, cuatro animales a la vez.

La Pelea Real: un elefante, un rinoceronte, un búfalo y una vaca.

«¿Una vaca?».

Exacto. Una vaca.

El emperador quiere ir subiendo los juegos de tono, el pueblo tiene que dislocarse la mandíbula a fuerza de gritar al prodigio.

Porque hoy es el día.

Posicionar a los contendientes resulta más fácil de lo previsto: el elefante parece fiarse del muchacho que lo conduce al centro de la arena susurrándole algo al oído. Es indio, como él, sonríe siempre.

La vaca se contonea tranquila, ni siquiera se da cuenta de lo que está ocurriendo.

El búfalo es feroz y bravucón, obtuso como todos los de su especie, los largos cuernos retorcidos se parecen al peinado de algunas prostitutas de Oriente, con la raya en medio separando los pelos marrones en porciones idénticas.

El rinoceronte, el último en llegar y auténtica divinidad de cuatro patas, es arrastrado con esfuerzo por ocho libertos al interior del espacio de los juegos. El animal antiguo y poderoso es una escultura de rabia asesina, la piel es tan dura que parece de piedra: reminiscencias de caparazón jaspeado por el tiempo adornan y protegen las articulaciones más expuestas. A cada paso que da, la tierra tiembla. El público está sin aliento, todos los ojos están catalizados por el cuerno, el arma mortal que se yergue sobre el amasijo de anillos ferrosos y brilla oscura bajo un sol cada vez más ardiente.

El emperador Tito no tardará mucho en dar la orden a los marineros de la Misenense para que extiendan el velario, permitiendo así que la tela refresque los ánimos sudados de la Roma asistente. Pero esa batalla tiene que consumarse en el fuego, y así, con un silbido del maestro de la arena, las cadenas se desenganchan al mismo tiempo y todos los bípedos corren a buscar refugio.

Ahora el asunto se debate entre animales.

La primera en caer es la vaca, obviamente. El rinoceronte la toma con ella siguiendo el instinto que obliga a los fuertes a masacrar a los inermes.

La vaca ni siquiera tiene tiempo de saber lo que la arrolla, el cuerno titánico se le clava en el costado y ella gañe con una sorprendente voz de niño. La herida es terrible pero no muere en el acto. La furia impetuosa del señor de África la arrastra hasta las gradas del lado occidental, que tiemblan por la sacudida. La masa de senadores y vestales, asomados para no perderse ni un solo detalle del épico enfrentamiento, se sobresalta y grita asustada. Pero el rinoceronte no se percata, retrocede y vuelve a cargar, haciendo pedazos huesos inocentes, mientras el rumiante, indefenso y moribundo, se postra sin poder oponer más que terror ante el más violento de los asesinos. El amasijo es puro horror, el crujir de los huesos sacude las tripas.

El rinoceronte recula y golpea hasta que se harta, hasta que no queda más que un emplasto que embadurna la arena. Concluido el rito de sangre, se exhibe en un grito poderoso, para que todos sepan quién manda allí.

A su barrito le responde otro barrito, el elefante ha comprendido que se trata de vida o muerte. Avanza despacio, pero todavía no está preparado para enfrentarse a la otra bestia gris, de modo que apunta al búfalo, que tiene el mismo aspecto chulesco que un gallo recién llegado al gallinero. De todos los animales de la tierra, los bovinos son los más desgraciados. Ningún dios ha tenido el buen corazón de infundir en ellos el amor propio necesario para sobrevivir. Después de todo, se alimentan de hierba.

El elefante, por su lado, no es depredador por naturaleza, pero conoce el poder de su desmesurado peso. Sabe que puede hacer daño con tan solo levantar una pata, y eso es justo lo que hace. Espera a que el búfalo esté a tiro y luego, con toda la agilidad que su volumen le permite, levanta y baja la extremidad anterior derecha, intentando romperle el cráneo. No obstante, el otro es rápido, a pesar de ser estúpido, y esquiva por los pelos el martillo mortal. Pero la pezuña ungulada, no lo suficientemente veloz, se atasca bajo la poderosa fuerza del grisáceo, y al momento acaba hecha pedazos.

Otro grito salvaje sacude los miembros de los presentes. Un estremecimiento rojo salpica la arena y el búfalo tropieza, privado del único don que puede mantenerlo con vida: la rapidez.

El rinoceronte se da cuenta de la ventaja y no duda en aprovecharla. Machaca la tierra amarilla y empieza a correr.

El cuerno espantoso del ceniciento de África acierta al búfalo en plena cara, le parte la mandíbula de lleno, le perfora el paladar, hace una carnicería en el cerebro y tira por los suelos la defensa del herbívoro.

Una muerte instantánea.

Pero el cuerno se le queda encallado. El rinoceronte está agotado, se desploma en el suelo, engarzado para siempre en la trampa de pelo y huesos rotos.

El elefante no espera. Se levanta asombrosamente sobre las patas posteriores y barrita al cielo de Roma toda su ira milenaria. La muchedumbre enmudece frente al dios indio, contempla sus patas y la trompa enhiesta hacia el cielo, portadora de fortuna y viento negro. Luego, terminado el grito de guerra, se abate como el hacha del verdugo sobre la espalda del paquidermo enemigo.

Los mazos del elefante destrozan al rinoceronte. Lo golpean haciendo emplastos de huesos y órganos internos, excavando la piel dura como mordiscos encendidos sobre el cuero seco, listo para el curtido.

El rinoceronte estalla, muere quebrado y prisionero sin gemir siquiera, con el cuello roto como respuesta.

El elefante no cambia nunca de expresión.

Señores y señoras, tenemos un vencedor.

«Aplausos infinitos y cadáveres decoran la arena».

Así es como funciona en el coso, la suma de los cuerpos aumenta cada minuto que pasa. Por todas partes se respira frenesí y olor a carne y moscas.

Mientras tanto ya resuena la orden entre los arcos superpuestos: Marcio y sus valientes de la Clase Misenense se disponen a engrasar los cabrestantes y a tirar de las sogas para convertir el esfuerzo en sombra, desplegando la vela más grande del mundo sobre las cabezas cocidas de los romanos. Es la hora del velario.

El segundo acto está a punto de comenzar.

Se llama «Triunfo del Emperador sobre la Naturaleza», aunque no tiene nada que ver con su majestad Tito el Grande, ya que el primogénito de Vespasiano está cómodamente sentado en la tribuna y no triunfa sobre nada más que no sea Roma. Prefiere dejar la naturaleza para los venatores y los bestiarii.

Pero tiempo al tiempo, cada ritual tiene su ritmo, el procedimiento lo es todo: primero la sombra, después los bailes y al final —solo al final— el triunfo.

El despliegue del velario, por sí mismo, es todo un acontecimiento; el concierto de las poleas y de las gúmenas acapara la atención de la plaza silenciosa de muerte seca. La vela es una ola blanca, se despliega lenta e inexorablemente en manos de los classarii de Miseno, un sector después de otro, desde la parte alta del Anfiteatro hacia el centro. Secciones triangulares se mueven con armonía, llegando a formar un perímetro interior, elíptico y precioso, portador de frescor sincero, inmediato. Marcio observa orgulloso y satisfecho el excelente trabajo de sus hombres.

Centenares de días de práctica obsesiva por fin recompensados por el suspiro de alivio de la multitud y por la mirada agradecida del emperador. Otro éxito.

Pero el cuarto de hora de protagonismo de la vela no es nada comparado con lo que está a punto de entrar en la arena.

Los cadáveres todavía no han sido retirados, hay un procedimiento incluso para eso: la grandeza de Roma también se mide por la cantidad de cuerpos amontonados en el suelo. El poder es una cuestión de sangre.

Las puertas se abren de par en par y entran las bestias amaestradas. Muchachos griegos desnudos y tonificados bailan sobre el dorso de toros blancos como la leche, por todas partes se oye el florilegio de los címbalos batidos a un ritmo constante. Una música festiva llena el aire, la multitud acompaña la melodía con las palmas.

Los siguen elefantes amaestrados, que pasean en círculos y barritan cuando se les pide, empapando a la muchedumbre acalorada con el agua que absorben de unas tinas de latón. Dos jóvenes chiquillos imberbes tienden una cuerda fina y resistente entre dos palos clavados en el suelo y empiezan a caminar por encima. Bajo ellos, leopardos, tigres y osos, enjaezados como tracios y mirmillones, hoplomacos y reciarios experimentados, representan torpes espectáculos imitando a los gladiadores y suscitando la admiración del público.

Es una especie de portento coreográfico, los maestros bestiarii han trabajado duro durante meses y meses. El primer paso fue convencer a las fieras para que soportaran los aparejos, algo completamente innatural para unos animales obligados a sobrevivir detrás de los barrotes en vez de estar creciendo en la jungla. Después llegó el momento de vencer el miedo, el miedo a la gente y a su maldito alboroto, el mismo del que Daimon le habló a Prisco mientras llevaba a cabo su aterradora labor. Al final, a cada uno de los animales domesticados se les enseñó la violencia. Una brutalidad de circo, se sobreentiende, ya que en esa parte del espectáculo no se trata de una lucha verdadera. Solo un poco de sangre para mantener alta la atención del público, pero nada muy subido de tono.

«La ficción es la auténtica alma del comercio».

Y ese maldito espectáculo de animales guerreros se vende solo. Claro, no es exactamente como presenciar un combate entre Vero y Prisco, pero el felino que se mueve sigilosamente en la arena imitando acometidas a golpe de garra cumple con todos los requisitos para llevar esa coraza que brilla como un espejo. Y ese yelmo bruñido. También el oso cubierto de hierro que sigue retrocediendo hasta el lado opuesto de la arena, fingiendo que se encuentra en apuros, acaba de ganarse el honor de las armas.

El emperador mueve la cabeza mientras aplaude un par de veces. Busca instintivamente la mirada de Daimon. El capuano, atento para captar cualquier señal procedente de la tribuna de honor, se cruza con las pupilas del monarca y lee satisfacción en ellas. Su sangre dura y seca se calienta en un instante.

«Hasta ahí, todo bien».

Y no era en absoluto pan comido.

Los falsos combates entre fieras prosiguen un rato más mientras acróbatas y bailarines poseídos por las Musas hacen su sucio trabajo. Entonces un cuerno resuena muy alto y por fin da comienzo el Triunfo del Emperador sobre la Naturaleza.

Tito se arregla un poco la túnica en cuanto oye la primera nota. En cierto modo es su momento, a pesar de que ni siquiera tendrá que mover un músculo.

El anunciador despeja cualquier duda gritando a voz en cuello, los animales dejan de fingir la pugna, los saltimbanquis recobran la compostura. Los cuerpos muertos, como siempre, se quedan donde están. Pero no basta la horrible visión desolada para estropearlo todo. En breve, la ternura gana terreno a la sangre, decenas de pajes sueltan un millar de conejos y liebres en el coso. La arena se reviste de blancas nubes de pelo, ojitos astutos y un poco temerosos, bigotes, hocicos y colas. Por todas partes se desborda el suspiro sorprendido de la multitud.

A media mañana, ya ebria de sangre desde las primeras luces, es necesario recuperar un poco el aliento. La gente aprecia la distracción, disfruta del desfile de copos suaves, una muda fricción de caricias prometidas. Pero no tarda en dar un brinco cuando las jaulas se abren y un centenar de lebreles hacen su entrada con paso decidido. Al principio parece una carnicería estudiada con arte. La enésima oleada de rojo para pintar de colores vivos la gloria del Águila. Y, en cambio, se trata del auténtico Triunfo: no hace falta pellizcarse para saber quién lleva el cuchillo cogido por el mango. Los perros, obedeciendo órdenes concretas, ensayadas una y otra vez en detrimento de tantas vidas inocentes durante los largos meses de entrenamiento, avanzan compactos y «fingen» cazar. Persiguen a la presa, la aferran delicadamente por el cogote, después la depositan a los pies del paje y regresan a coger otra moviendo la cola. La completa ausencia de hostilidad que caracteriza la escena arranca del público un aplauso visceral.

El emperador acoge la gloria con las manos abiertas, en pie bendice a la multitud con el índice y el anular de la diestra, juntos y tendidos como estiletes afilados. Espera que el jugo de la carnicería se exprima hasta la última gota, que todo lo «bueno» le fluya por el pecho como una emulsión. Entonces decide que es el momento de cambiar de tercio y mostrar al pueblo el auténtico rostro de la Loba.

Es suficiente un gesto imperceptible de la ceja de Tito para que dé inicio la segunda parte del Triunfo. Los tambores golpeados con firmeza ahuyentan a los conejitos, que regresan a las jaulas de las que los han soltado, más asustados que nunca.

Todos los percusionistas son hijos del reino de Aksum, africanos esculturales con el culo al aire, ungidos de aceite de la cabeza a los pies. Están dispuestos en formación elíptica, a lo largo del perímetro de la arena, y se emplean a fondo a golpes de maza sobre las pieles de los instrumentos, tirantes a más no poder.

El ritmo marca la entrada de las presas, una treintena de jaulas se sitúan en el centro de la arena: avestruces, antílopes, gacelas, ciervos, asnos. Bestias inocuas o casi, porque los avestruces, si tienen espacio para correr, son más peligrosos que un cocodrilo…

Entran los venatores, atletas de la caza, guerreros dotados de una jabalina, un buen par de huevos y fuertes pantorrillas.

Las jaulas se abren y empieza la matanza.

Porque de eso se trata, de una «matanza pura y simple».

Un germano sanguinario, Carpóforo, es el encargado de guiar al grupo de venatores. Capturado después del enésimo suplicio de sangre teutona, ahora ya diluida desde hace décadas con la romana, ese bárbaro hijo de puta ha tenido el detalle de no dejarse degollar. Condenado a la arena por haberse quitado de en medio, ni siquiera le han concedido la dignidad de gladiador. Pero los animales se le dan estupendamente, parece que haya nacido para ese trabajo. Los venatores están solo un escalón por encima de los ayudantes más pusilánimes, son guerreros de segunda categoría, a pesar de que arriesgan su vida exactamente igual que sus colegas de los ludos. Los intelectuales los escarnecen, los llaman «medio hombres», el público les silba y les escupe. Pero al mismo tiempo disfruta del espectáculo.

Eso vale para la mayoría de ellos, pero no para Carpóforo. Él es famoso, lo adoran como a un dios oscuro por su brutalidad y su coraje. Cuando hace su entrada en la arena, el pelotón que lo precede hace todo lo posible por despejar el Anfiteatro de cuerpos. Pocos instantes después de abrir las jaulas, los antílopes son los primeros en caer; son demasiado rápidos, no sería muy buena idea dejarlos escapar. Es mejor acabar con ellos enseguida clavándoles la lanza en la garganta para no correr el riesgo de perseguirlos todo el día e irritar al público.

Los venatores cazan como hombres primitivos, en manadas ancestrales, con las picas levantadas por encima de la cabeza hirsuta y flechas de madera sobre la miseria de las víctimas inconscientes. Pero lo que asusta son los ojos de los animales, la sensación de vacío que se ve en ellos. Una vez que la vida ha abandonado los cuerpos temblorosos, permanecen abiertos, colmados de horror, cristalizados en el instante del final inexplicable. Diamantes de soledad en un cielo de sangre ardiente.

Carpóforo no se ensucia las manos con las presas fáciles. Hace el calentamiento con un asno, solo para oír gritar su nombre a la muchedumbre mientras le rebana la cabeza con una hoja desdentada, sacada de no se sabe dónde. Pero, nada más terminar, agarra la lanza y espera en posición de guardia la entrada del plato fuerte.

Mientras tanto, sus colegas tampoco se andan por las ramas y exterminan ciervos y gacelas. Hasta una cerda, que ha acabado en el lote por casualidad, es víctima del fuego cruzado y una asta le desgarra la tripa. Está preñada, casi al final del embarazo. La vida sale por el corte lacerado, en una carrera de patas y hocicos. Un vertido rosa pálido brota mientras la madre se apaga. El grito de los inestables pequeños es ensordecedor, un tipo de mirada malvada parte el cráneo del primero de los ocho hermanitos y se carcajea, pero se gana un tortazo del germano en persona.

El bárbaro acude a salvar a los siete supervivientes, los coge en brazos a todos, se acerca al límite de la arena y los entrega a una chica de grandes pechos.

—¡Vivirán! —dice gritando para que la multitud lo oiga.

El clamor que sigue corrobora el prodigio, la vida y la muerte son compañeras de viaje ahora y siempre.

Entre el público, en tercera fila, también se halla Marcial. El poeta está tan impresionado por el episodio de la cerda lacerada y sus retoños que acabará escribiendo un epigrama. Dentro de mil años y mil más, seguirá leyéndose sobre ese día. La memoria de la mártir inocente está a salvo, al igual que casi todos sus hijos.

Cuando el paréntesis para estómagos débiles por fin concluye, llegan las fieras. Ahora la cosa va en serio: toros, leones, osos, tigres. Contra un equipo de muchachos desnudos, con una jabalina en la mano y un buen par de cojones bajo el taparrabos.

Avanzan al viejo estilo, sin florituras.

Desde su posición, Daimon observa la escena con atención. Aprieta los dientes, deseando que sus mininos se porten como es debido. Lo espera por sí mismo, ruega a los dioses del Norte y a los de Roma por su espléndido futuro.

El pueblo de la Urbe, en las gradas, bulle como una marmita de alubias. Está realmente caliente, se parece a una mujer mojada que sabe lo que quiere. Ha tenido su dosis de ternura y ahora ansía algo más fuerte, un plato como es debido sobre el que abalanzarse.

El primero en anotarse un tanto en el suelo de la arena es Carpóforo; tiene ojos de loco, inyectados en sangre. De un salto se monta a la grupa de un toro, le planta la lanza en el cuello, rompe el mango y con la otra mitad lo atraviesa por la izquierda. Después se engancha a los cuernos con todas sus fuerzas, aprieta los muslos y se echa de espaldas al suelo, intentando retorcerlos todo lo posible. El toro pierde el rumbo, la carga se amortigua y acaba contra las barreras de protección.

El toro muere con el cuello roto por el impacto en la madera.

El rubio bastardo está de nuevo en guardia, agarra una jabalina y corre hacia el amasijo. Clava el garrote directamente en el hocico de un oso y se lanza a apuñalar a muerte a un tigre hecho polvo por los golpes de los compañeros.

El oso ha caído sobre las patas anteriores, parece una enorme masa inerme, en el centro de la carnicería.

Por todas partes resuenan los maullidos feroces de las fieras. Se sienten ebrias de violencia, aunque estén sucumbiendo; resoplan y arañan, se defienden como pueden, pero —básicamente— solo consiguen un montón de golpes.

Carpóforo recibe un garfio de las gradas, lo empuña con la derecha y destripa a un animal precioso, un tigre blanco procedente de la montaña encantada. La multitud es puro delirio.

El último que queda es un león maltrecho, retrocede con cautela, pero sabe que el final está detrás de la esquina, mientras echa un vistazo alrededor y solo ve muerte. Ahí está, el maldito Triunfo del Emperador.

«Abre los ojos, Roma, observa la verdadera naturaleza del reino».

Carne hecha pedazos y ardor creciente, violencia a mares y ningún futuro.

«La mesa está puesta.

»Ya puedes empezar a atragantarte».

Carpóforo está cubierto de sangre de la cabeza a los pies, sangre vieja y nueva, blanda y seca como la vida de cualquiera. El león ruge porque su instinto le dice que lo haga. El germano lo conmina a callar; después le arroja la jabalina, que se clava allí donde cae. Sus compañeros hacen lo mismo.

El león jadea, la baba de la boca parece de plata, Carpóforo empuña el garfio y lo hunde en el pecho del felino, en busca del centro de gravedad de ese mundo desatinado. Levanta el músculo cardíaco clavado en el gancho de carnicero.

Lo muestra a la muchedumbre.

El público estalla.

«Literalmente».

El fragor que agita la tierra lo arrolla todo.

El grito es el trueno y el horizonte se carga de nubes.

Roma tiembla, sacudida por la oleada de carne apuñalada, atravesada, masacrada.

La arena está cubierta de la opulencia despiadada del Primero, de Tito, que sonríe con la púrpura resplandeciente bajo los rayos ardientes. Acaricia los rizos de su hija; Julia hace rato que ha dejado de sonreír.

Vero y Prisco, detrás de los barrotes, en los lados opuestos del Anfiteatro, observan el espectáculo con unos ojos como platos. En su corazón tienen un peso inenarrable.

Dentro de menos de una hora será peor. Mucho peor.

Carpóforo, héroe último y vengador deshonrado, saborea su momento de celebridad hasta el final.

El aire hiede a intestinos rotos y piel arrancada, la mañana se ha disuelto al sol.

«Intermedio, ciudadanos de la Urbe».

Hasta después de que suene la campana.

Hora sexta, la hora más infame.

Vero y Prisco, separados por la piedra y decenas de pasillos, sienten náuseas.

El olor a muerte satura las plantas bajas del Anfiteatro, se mezcla con el sudor y el miedo procedente de un centenar de cuerpos enjaulados.

Hora sexta, el momento de ganarse el pan.

Vero y Prisco ya saben qué los espera. Lo saben desde anoche. Por eso ninguno de los dos ha dormido. ¿Cómo cojones se puede dormir sabiendo lo que ellos saben?

Los respectivos maestros de armas les pasan revista como se hace con los caballos antes de la batalla.

«Caballos, no guerreros».

Revisan el hierro, comprueban los ligamentos, propinan palmadas en las mejillas.

—Ánimo —susurra Atón. El hijo de puta nunca ha sido tan compasivo.

Vero aprieta los dientes, se calza la barbuta como todos los demás y, con el gladio afilado en la mano, se pone en marcha. El pasillo conduce a la arena. La primera vez se ha deslizado por él pero, en cambio, al recorrerlo ahora le parece caminar hacia el infinito. Pasos pesados y pensamientos de doscientas libras topan el uno contra el otro.

Por todas partes se oye el grito desesperado de los morituri. Las tripas del Anfiteatro están rellenas de condenados a muerte.

La sentencia se ejecutará dentro de unos instantes, a manos de los gladiadores.

La pasada noche corrió la voz de que el emperador ha hecho peinar calles y prisiones. Carros destartalados han surcado los callejones más oscuros de la Urbe, reuniendo a desesperados y malhechores de cualquier calaña. Asesinos, en gran parte, casi todos culpables de haber matado por hambre, sin quererlo siquiera. De hecho, con el estómago vacío, las peleas están a la orden del día, y antes o después se escapa un muerto. Irse al otro mundo, quizá de manera violenta, es algo con lo que ya cuentan quienes nacen en la calle.

Lo que en realidad ninguno se espera es que lo cojan mientras duerme y lo lleven al matadero como si fuera una bestia. Han almacenado a los condenados en las catacumbas de debajo del Anfiteatro, sin comida ni agua. A veces sin aire, ya que veinticinco personas no pueden respirar muy bien en un cuchitril sin ventanas. Alguno ni siquiera quiso llegar a destino; un esclavo metió la cabeza entre los radios de la rueda del carro que lo llevaba detrás de los barrotes. Murió en el acto. Lo descargaron en la calle, donde siempre había vivido.

«Pobre bastardo sin nombre».

Para el resto de los infelices la noche no ha sido ninguna broma: ¿quién cojones duerme con una condena de muerte pendiendo sobre la cabeza?

Pero ahora que el sol quema más que el fuego de los infiernos, la realidad tiene el sabor de la tierra, la que pronto los acogerá a todos ellos.

Dividen a los reos en dos grupos, desfilan ordenadamente con la cabeza gacha: los ciudadanos de Roma en cola, los demás haciendo de teloneros. Su entrada a la arena no es saludada con gritos y alboroto, las gradas se han vaciado. Muchos espectadores han aprovechado la pausa para buscar algo que comer. Algunos han levantado las posaderas para estirar las piernas, otros solo para ir a vomitar. Ya no queda rastro de cadáveres de animales en la elipse de arena, alguien la ha limpiado a fondo. Pero la muerte no ha dejado ni un solo instante de aletear por encima de las cabezas de todos.

«Hoy es el día».

También entran los gladiadores y la atmósfera se caldea un poco, pero sigue habiendo una sensación de acatamiento, de conclusión suspendida en la nada.

Tres filas se quedan firmes en el anillo del combate, marcando un imaginario triángulo de principio y fin a los ojos de quienes tienen suficiente hígado para mirar. Un pregonero se dirige al centro para explicar lo que va a ocurrir, mientras un ayudante con un gladio tremendo en las manos lo sigue.

Primero morirán los extranjeros y, como sería injusto malgastar una gota de sudor romano para eliminarlos, se apañarán entre ellos. Una pareja al azar es elegida del grupo: dos muchachitos asustados, suman treinta años entre los dos, si es que llega. El ayudante entrega el gladio al más avispado y le dice que se cargue al otro:

—¡Mata al reo! ¡Así lo ordena Tito emperador!

El desgraciado huye, pero tropieza. El avispado se le echa encima, le traspasa la garganta con un golpe torpe.

«Muy bien».

El ayudante sonríe lúbrico mientras corre hacia él para felicitarlo, luego le pide que le devuelva el gladio y el listillo se lo da sin rechistar.

—Devuelve el arma y espera la recompensa en silencio.

El pregonero escoge a otro del grupo y le entrega la espada.

—¡Mata al reo! ¡Así lo ordena Tito emperador! —le dice, señalando al superviviente de los ojos despiertos.

«Así es como funciona».

Se irán quitando de en medio el uno al otro.

Y se continuará así hasta que solo quede uno, al que se le ofrecerá la posibilidad de morir devorado por las fieras o, si lo prefiere, de quitarse la vida con sus propias manos. La carnicería concluye más rápidamente de lo previsto, la larga ristra de cuerpos se amontona ordenadamente, hasta que solo hay uno.

El último que queda no lo duda, se lanza sobre el gladio afilado.

APLAUSOS.

Pero matar a ciudadanos de Roma es un asunto muy distinto.

Para eso son necesarios los músculos de los ludos.

El grupo de condenados restante es nutrido, pero no a todos les tocará enfrentarse con los gladiadores. A algún cristiano, por ejemplo, lo sujetan con clavos. A esos bastardos el martirio los vuelve locos, lo invocan a voces. Y los sicarios de Roma los complacen. Después de haberlos colgado como a su dios, hasta se toman la molestia de encenderles un fuego debajo del culo. El olor de la carne quemada es desagradable, el estómago de Vero se retuerce.

Pero hay cosas peores, mucho peores.

A tres desgraciados de cara malvada les espera el suplicio de Orfeo. Según la leyenda, el enamorado curioso se había retirado en soledad a llorar a su Eurídice, a la que había encontrado en los infiernos y había vuelto a perder por sus desmesuradas ganas de echarle el ojo antes de alejarse de los peligros. No había querido saber nada más de las mujeres, a pesar de que había un buen número de maripositas listas para desplegar las alas por él. Las Ménades, putas poseídas por el dios del vino, vestidas con pieles y con la sangre caliente de la mañana a la noche, no soportaron la idea de sentirse rechazadas y lo hicieron pedazos. Lo desgarraron tirando de él en varias direcciones.

Allí, en el Anfiteatro, están equipados para cualquier tipo de vileza.

Atan las extremidades y el resto del cuerpo de los tres desventurados a grupos de animales atolondrados, rigurosamente encapuchados y apaleados como es debido. Después echan un oso allí en medio y lo dejan hacer. Cuando los animales acaban de sembrar huesos y tripas por la arena, llega un equipo para abatirlos, seguido de otro, para limpiar.

En media hora todo ha terminado.

Mientras tanto, el grupo de los ciudadanos condenados se debilita por momentos y el de los gladiadores continúa al sol esperando su turno, a la vez que el metal de las armaduras se va calentando más a cada instante y la piel se va enrojeciendo.

Antes del gran final, el espectáculo es de una crueldad que pone la carne de gallina.

La afortunada ganadora del premio gordo se llama Silvia y el pregonero incluso se toma la molestia de contar su triste historia. Silvia no es una pobre desgraciada, sino la esposa de un mercader llamado Sulpicio. Ese tal Sulpicio, un tipo adinerado, vendía especias del otro lado del mar, pero sin moverse de casa. Su actividad estaba tan bien encarrilada que no requería la presencia del amo, le bastaba con disponer de una docena de agentes a sus órdenes para que recorrieran el Imperio vendiendo su mercancía. Él no tenía más que supervisar la carga y descarga de las especias en el puerto comercial del río y regresar a su villa a atormentar a su mujercita. Silvia, precisamente.

Sulpicio era un viejo bastardo obsesionado con el orden. Si las túnicas no estaban perfectamente apiladas y colocadas por tonalidades —de la más oscura a la más pálida—, se exaltaba y empezaba a darle bofetadas. Un día perdió la paciencia y le dio a Silvia tantas patadas donde no da el sol que la hizo sangrar. Silvia estaba embarazada, se puso muy mal, pensó que estaba a punto de entregar su alma al Creador —Silvia es cristiana, eso es un agravante, claro—, pero que antes se llevaría por delante a ese asqueroso hijo de perra que la había dejado de aquella manera. De modo que se metió en el cobertizo donde el marido guardaba sus cosas y cogió un cuchillo. No una hoja para cortar la carne ni tampoco uno de esos aparatosos puñales de caza que Sulpicio tenía la manía de hacerse traer como regalo desde Oriente. Nada de eso.

Silvia aferró con las dos manos una reja, una pieza desmontada del arado que estaba abandonada sobre un banco de trabajo una tarde nublada y soñolienta. Un buen trozo de hierro que sirve para remover la tierra y se parece al hacha de Polifemo o de algún obtuso hermano suyo de los cojones.

Cuando volvió al atrio, donde Sulpicio estaba mordisqueando comida en salazón, le partió el cráneo en dos como un melón maduro. Después se permitió el lujo de desmayarse, imaginando que se hallaba ya de camino hacia el paraíso.

Cuando despertó, Silvia recibió la sorpresa: no había seres celestes cantando a coro a su alrededor, solo un gran dolor de cabeza y el olor herrumbroso de las cadenas que le apretaban muñecas y tobillos. Sulpicio había muerto, ella no.

«Jodida ironía de la suerte».

La que tampoco pudo escapar de todo aquello fue la niña que llevaba en sus entrañas; vino al mundo demasiado pronto, nació sola y murió enseguida, por las patadas y el frío. Después del altercado, los siervos socorrieron a la mujer, la ayudaron a parir, pero uno de ellos, como el amo había muerto, avisó a los imperiales y el asunto acabó como acabó. A Silvia la encerraron, pero un delito semejante merecía un castigo ejemplar. Por eso la habían tenido encarcelada durante todo un invierno, a la espera de ejecutarla delante de todos el día que nadie, durante mil años, podría olvidar.

Ese día ha llegado, Silvia, y no te queda más que encomendarte a tu Dios maltrecho y penitente, porque no habrá piedad del Águila ni de la Loba para ti.

El suplicio de Pasífae te espera.

Silvia es una sombra de lo que fue, los meses de cárcel la han vaciado. No se parece en nada a la fogosa esposa de Minos, rey de Creta. El mito cuenta que Poseidón había regalado a Minos un toro enorme para que lo sacrificara por él, pero el ávido monarca consideró que el bovino, precioso como era, estaría mejor en su manada que hecho pedazos en el altar del dios del mar, motivo por el cual inmoló a otro. Pero hacer un feo a los dioses nunca es una buena idea, son vengativos, y encima inmortales, de modo que tienen todo el tiempo del mundo para hacérselo pagar a los hombres.

Poseidón tardó un poco en decidir cómo resarcirse, pero al final se le ocurrió suscitar en la hermosa Pasífae una ansia asesina de dejarse follar por el toro que su marido había perdonado traicioneramente. Solo que no es fácil convencer a una bestia de tres mil libras para que yazca con una reina. Y es un poquito peligroso. Así que Pasífae la astuta se «disfrazó» de vaca —es decir, se hizo encerrar en una fiel reproducción de una novilla construida con arte por un carpintero— y disfrutó de la aventura. La mujer se quedó preñada y de la unión improbable nació el desventurado Minotauro, cuya historia todo el mundo conoce.

Al igual que todos los espectadores de la arena están a punto de conocer la de Silvia y su triste epílogo. Silvia ya no es ella misma. Vero no la ha visto nunca antes del crimen; cuando se cruza con sus ojos hundidos se da cuenta de que no tiene delante a un ser humano, sino a un muerto que camina. Piel y huesos, después de meses de ayuno el estómago se ha cerrado en un mordisco, impidiéndole tragar lo poco que mamá Roma le concedía durante su cautiverio. Los senos, antes floridos, cuelgan ahora del cuerpo como fruta podrida, el pelo consumido le embadurna la frente y las articulaciones le sobresalen de un modo horrible.

Silvia no tiene dientes. En la cárcel alguien debe de habérselos roto para que se la mamara sin correr riesgos. Pero los ojos todavía le arden, no se sabe si piensa en su Dios, con el que está a punto de reunirse, o si es el odio —simple y cristalino odio por todos los hombres del mundo— lo que los mantiene con vida.

Colocan el «artilugio» en el centro de la arena. Los dos grupos, condenados y gladiadores, esperan a los lados, impotentes como ya es ahora el pobre Sulpicio.

No hay nada que pueda separar a Silvia de lo que le espera. Esclavos con túnica carmesí disponen a la mujer sobre la estructura de madera y la esposan con las piernas separadas, la espalda inclinada a noventa grados y los brazos hacia delante. Llega un viejo para abrirla con un cuchillo, mientras Silvia grita como una loca. Vero está a punto de echar el estómago por la boca. Debe de haber una moraleja en esa historia, pero él no acaba de verla. Vomita en el suelo. Prisco le acaricia la nuca con la mirada.

El gentío asiste a la escena clamando en voz baja, le recorre un escalofrío sucio, un rayo en agua embarrada.

Cuando ha terminado, el viejo silba y aparecen cuatro tipos que cubren el pobre cuerpo delgado de la mujer con una piel de vaca. A continuación, el viejo vuelve a silbar. Le llevan un cubo lleno de líquido rojo; es sangre de vaca en celo.

El bastardo unta con la mezcla pegajosa el estrago que ha creado en lugar de la carne de Silvia, y después, antes de irse, derrama la mitad del cubo en el suelo, justo en medio de sus muslos.

«Solo entonces entra el toro».

Es realmente grande y está excitado al máximo. Cuatro ordenanzas casi no pueden ponerle freno. Es negro como la noche, resopla e inspira, ya ha olfateado el olor del sexo. Cuando los sirvientes sueltan la presa, este sale a la carga y se quita las ganas.

Marcial, en las gradas, asiste al espectáculo. Mientras los encargados preparaban lo necesario para el suplicio ha tomado apuntes, anotando minuciosamente cada detalle. Pero ahora se le ha quitado el deseo de componer un jodido epigrama sobre el tema: ¿cómo cojones se puede escribir sobre algo así?

El poeta traga saliva y se obliga a mirar. Como todos, allí fuera, hasta que los gritos de Silvia cesan, hasta que el toro ya ha «consumado», hasta que la madera que sostiene el cuerpo muerto de la asesina no culpable se desploma, hasta que la caída le rompe el cuello, ya colgado de un hilo después de las embestidas del animal.

En ese momento, el alma de Silvia se eleva hacia el cielo, vuela a los infiernos o donde le parece.

De su cuerpo solo queda el recuerdo.

Muñeca rota por los juegos furiosos de Tito emperador.

Esa también es Roma.

«Bienvenidos».

El último acto de la ejecución pública requiere la presencia de los gladiadores. Por eso Tito los ha hecho salir a la palestra, ellos se ocuparán de los condenados y lo harán precisamente igual que las legiones de Roma cuando «exploran» las tierras conquistadas. El emperador ha querido que los dioses de la arena asistieran a la matanza de cerca. Firmes como palos, al igual que los hoplitas de Leónidas en las Termópilas un instante antes del caos teñido de rojo.

El de asesino es un oficio extraño, incrustado en quien está mal de la cabeza. Y los gladiadores son asesinos de la cabeza a los pies, homicidas de la peor especie, sin voluntad ni derechos. Algunos de ellos, tanto en las filas de Hircio como entre las de Daimon, se excitan a la vista de la sangre. Otros han conservado una pizca de lucidez en el fondo del pozo oscuro que llaman alma y rezan para que acabe deprisa.

Pero, se mire como se mire, el cuadro es ese, y el tiempo de los pensamientos acaba de terminar.

El emperador en persona se pone de pie para dar la orden. Su mano apenas se mueve, pero esa sonrisa cruel que tiene estampada en la cara lo dice claro: «¡Acabad con esos bastardos!».

Junto a él, su hija Julia no quita los ojos de Vero y Prisco. Los ve temblar en sus vestidos de hierro. La chiquilla alberga una extraña mezcla de emociones en el pecho. Porque eso es Julia, una chiquilla y nada más, con el corazón roto por dos hombres que han hecho voto de muerte.

A su lado, otro pretendiente vicioso, su tío Domiciano. El rubio oficial de Roma intenta cogerle la mano por enésima vez, pero ella la retira, tiene lágrimas en los ojos.

Sabe lo que está a punto de ocurrir.

Y, maldita sea, no puede hacer absolutamente nada.

Domiciano está irritado por la reacción de su sobrina, más que harto de sus caprichos. Decide disfrutar del espectáculo de brazos cruzados, ya se le ha ocurrido algo para después. La clase de idea que puede cambiar el resultado de la partida.

De una vida entera.

Abajo, en la arena, el silencio es resina seca. Duro como roca milenaria.

Han quedado treinta contra treinta, un enfrentamiento a la par, si no fuera porque los gladiadores al servicio del Águila están equipados para el asalto y armados para matar, mientras que los demás apenas se sostienen en pie, desnudos y maltratados desde hace más de cuarenta horas.

Un bruto de Daimon sale a la carga y ensarta a un desgraciado rubio ceniza.

«Es la señal».

En las gradas, el público se anima después del sopor de la lenta masacre, desencaja los ojos y empieza a instigar la carnicería. Las mujeres jalean a sus campeones predilectos, los hombres engullen vino caliente, ebrios y nunca ahítos de muerte.

La pelea se vuelve real, los condenados reaccionan como pueden. Al principio alguno intenta huir, pero la lucha es claramente más honrosa y, además, nunca se sabe… Tal vez, si combates bien, el corazón puro del emperador podría ablandarse y conceder la gracia: es el último pensamiento de un hombre de unos cincuenta años, pescador de buena complexión, acostumbrado al mordisco de la sal en la piel.

Casi no tiene tiempo de formularlo cuando la hoja de Prisco le traspasa el cráneo de cuajo, entrando por una oreja y saliendo por la otra.

Vero lo mira, atónito.

Los ojos de Prisco no admiten réplica.

«Haz lo que tienes que hacer y deja de pensar. Esta es ahora tu vida».

Vero se sacude el estupor y empieza a golpear el hocico de un africano grande y grueso.

Todo alrededor es sangre y victorias fáciles, las hojas al servicio del Imperio cumplen con su deber en silencio, con pericia infinita. El público disfruta, se derrite, los idolatra y se licua hasta derramar su aplauso en la arena, que inunda a los abanderados del olvido de gratitud vinosa.

De repente solo quedan cinco, se apretujan como valientes en el asalto final.

Vero y Prisco se acercan, intentan empujarlos con los escudos contra las jabalinas de los hoplomacos, que pinchan los riñones con decisión. Pero un condenado, el último, en un arrebato de desesperación, le da una patada a un reciario, le quita el tridente y se lo clava en la barriga. El gladiador no puede creer lo que ven sus ojos, se mira las tripas en desorden antes de deslizarse a lo largo del Estigia de la mano de Caronte.

El superviviente sale del grueso de la pelea, se echa a un lado y se libera. Asesta otra bonita decepción a un tracio de la escuela de Daimon y le rebana de cuajo un dedo con su propia sica. Entonces, armado en la derecha y en la izquierda, se arroja sobre Vero. El mirmillón de Hircio se ve sorprendido, el superviviente es una fiera con cien manos. Le rasga el pecho con el tridente, mientras la hoja de la sica se clava en el yelmo y saca chispas. Vero está en apuros, quiere escurrirse, pero el corazón se le acelera y pierde la concentración.

El desesperado es rápido, apuesta el todo por el todo, intenta ensartarlo simultáneamente con ambas armas.

El britano está en las últimas, pero el destino juega sus cartas.

El condenado a muerte vomita sangre antes de que pueda empujar el doble hierro en la barriga de su adversario. Por la boca abierta centellea la punta roja de una hoja plana.

Vero retrocede otro par de pasos antes de ponerse de pie y quitarse el yelmo.

«Se ha salvado.

»A un paso del final».

Más allá, tras el cadáver del enemigo improbable, ve los ojos de su antiguo amigo, fríos como el Orco.

Prisco acaba de salvarle el culo.

El hombre de hielo ha vuelto.

Vero corre a su encuentro, lo abraza.

—Te debo la vida, hermano.

La incomprensión, la incomodidad, la ausencia se diluyen. En momentos como ese lo que cuenta es el maldito corazón. Y el de Vero no deja de bombear.

Pero Prisco no se derrite. Saca la hoja y la limpia sobre el cadáver apagado del pobrecillo que acaba de morir.

Alrededor solo se ve el fin, esa es la cara del mañana.

Habla con voz espectral, es la primera vez que dirige la palabra a su amado después de tanto tiempo:

—Te lo dije aquella mañana, Vero, parece que haya pasado un siglo: la vida no tiene nada que ver. Tenemos un pacto con la muerte, eso es lo que significa ser gladiador.

No espera respuesta. Y, de todos modos, Vero no sabría qué contestar.

Tiene en la boca la amargura del tiempo que pasa, el rasguño impasible de la arena en el alma.

En la tribuna de honor, Tito, que se ha quedado de pie durante toda la masacre, disfruta del grito que la gente dedica a los héroes del día.

Vero y Prisco levantan los brazos, acogiendo la atronadora excitación del público ignorante.

La pequeña Julia tiene los ojos brillantes. Ha perdido un trozo de vida y lo ha recuperado en un instante.

Sólo tiene ojos para esos dos de ahí abajo; el hielo y el fuego le devoran los pensamientos. No se fija en su tío, serpiente de cascabel preparado para la acometida venenosa. Pero Domiciano ya lo ha decidido, su venganza está lista para ser servida.

Helada como se espera que sea.

Se acerca a su hermano monarca y le posa un brazo en el hombro. Mientras tanto hace guiños hacia la arena, señalando a Vero y a Prisco.

Tito sonríe y asiente.

—Excelente idea.

Entonces hace una señal al copero, que manda llamar al maestro de ceremonias. Este, un gordinflón empapado de sudor y peinado como una rodilla, llega jadeando. El emperador le dice en voz alta:

—¡Quiero hablar con Daimon e Hircio, enseguida!

Domiciano, satisfecho, ríe con sarcasmo.

Incluso Julia se sacude de su sueño y se vuelve hacia su padre, deseosa de explicaciones. Pero el amo del mundo pronuncia entonces las palabras que cierran todas las bocas:

—En audiencia privada.

Y, acto seguido, abandona la tribuna de honor para dirigirse abajo, a la tripa del monstruo de piedra.

Domiciano se queda solo con su sonrisa repugnante.

Julia, con sus dudas peligrosas.

Vero y Prisco, manchados de sangre, no tienen ni idea de que el viento acaba de cambiar.

La tormenta está a las puertas.

El sol quema cualquier posible esperanza.

La gente de Roma, borracha de nada, no deja de gritar la gloria.