Más vale apagar una injuria que apagar un incendio.
HERÁCLITO,
Sobre la naturaleza, fragmento 43
Roma, julio de 80 d. J.C.
Los sueños tienen la misma consistencia que la miel, cuando son buenos, claro. Acarician la mente con olas amarillentas, blandas y pegajosas, cosquillean la garganta y el bajo vientre, despiertan aromas y pensamientos, anulan la rabia, el dolor, el miedo y todo lo que siente la piel, excepto el placer.
Las pesadillas, en cambio, tienen el hedor agrio de un centenar de decepciones amargas. Se te enganchan como la picadura de un mosquito, dejan marca, un abultado absceso de odio que crece y escuece. Las pesadillas son promesas de futuro, tributos del destino, recordatorio de impuestos que pagar. Las pesadillas son sinceras.
Nunca mienten.
Vero ahora está teniendo una. Todo empieza en el mar, una larga extensión verde azulada en la que perderse con el rumor de la resaca, la espalda en remojo y las extremidades en cruz, como un Cristo sin sufrir ningún suplicio.
Sin embargo, enseguida el agua se corrompe, una marea putrefacta se clava en la nariz. El débil chapoteo se convierte en fragor, en bofetada, la espuma no perdona. Vero siente aumentar la temperatura, como la rana en el caldero y, recordando el cuento del anfibio —para que se cueza bien no hay que echarlo en agua hirviendo, saldría disparado, sino que hay que sumergirlo en agua fría e ir subiendo poco a poco la temperatura, de manera que cuando el batracio se da cuenta de la trampa ya es demasiado tarde—, empieza a dar patadas como loco. Hacia la libertad.
Vero ha oído esa historia un millón de veces, Prisco la contaba siempre, como una metáfora de su miserable vida.
Prisco, maldita sea. Hasta dentro de la pesadilla le viene su amigo a la mente, ¿por qué ha tenido que irse?
La lógica del sueño negro sigue su camino, a veces es cristalino, otras, sin sentido. Pero el calor es real, no hay duda. Vero se debate y suelta patadas a diestro y siniestro. El líquido va cambiando poco a poco de consistencia, se coagula para convertirse en barro oscuro. Un cieno sólido de un color equivocado.
«Como aquella otra maldita rana», piensa Vero.
Esta vez el cuento es de Cormac, que en paz descanse y disfrute de toda la jodida cerveza de los Campos Elíseos. Si es que tienen cerveza por allí.
Cormac siempre decía que, cuando te encuentras en una situación complicada, tienes dos opciones: aceptarla o hacer lo que sea para salir de ella. Un poco como aquella pareja de ranas (¿por qué habrá tantas historias sobre ranas?) que cae en un cubo de leche. La primera, arrastrada por su aciago destino, se deja morir flotando en el líquido blanco. La segunda reacciona y empieza a nadar con todas sus fuerzas. Nada, nada y sigue nadando, hasta que la leche, meneada como una mujercita de quince años en su primera noche de bodas, se convierte en mantequilla bajo sus patas. Y la testaruda rana finalmente puede irse, trepando hasta salir del cubo.
Vero se siente exactamente igual que el batracio cabezota, ahora que está pringado de pantano hasta las rodillas, ahora que incluso puede caminar por él, sobre el maldito barro cuajado. Pero el hecho es que todavía nota un hedor tremendo y un calor sofocante que se pega en la ropa húmeda, en la nariz, en la garganta.
En resumen, Vero está metido en apuros hasta el cuello.
Y entonces corre, escapa, forcejea. Se agita, huye, trepa al saliente que tiene delante, como una flor que ha crecido de repente, la planta mágica de las habichuelas que lleva al cielo.
El joven britano escala y suda, pero cuanto más huye, más chorrea y más le arde la tráquea. Tose y los ojos le lagrimean. Le falta el aire y la carrera continúa, el anochecer llena el cielo. Nubes de color rojo sangre no dejan lugar a dudas: lenguas de fuego.
Vero se despierta sobresaltado y tarda solo un instante en comprender.
«Fuego».
Roma está ardiendo.
El britano se levanta de un salto, recoge la ropa y las sandalias, sale corriendo del dormitorio. En el patio ya están todos: Decio Hircio, Atón, los untores, los guerreros. Las llamas están por todas partes, pronto llegarán al Ludo Argénteo.
«Hay un incendio».
—¿Dónde, mi señor? —pregunta Vero.
El lanista extiende los brazos.
—No sé dónde ha empezado, pero la gente dice que se está propagando con la rapidez de un río en crecida. Tenemos que contenerlo antes de que alcance el techo del cuartel.
Y entonces se organizan en baterías de cinco, están acostumbrados a trabajar en equipo. Cubos y brazos fuertes en las mangueras, arena para aplacar las llamas que se acercan, sacos de tierra para delimitarlo. Los gladiadores trabajan con pericia y sin dejarse llevar por el pánico.
Abren las puertas del ludo de par en par y, una vez fuera, convencen a la gente para que salga de sus casas y abandone sus pertenencias, lo importante es seguir con vida.
Grupos de vigiles van como locos por el barrio, tienen los ojos como platos, saben que no hay nada bueno en el aire. Vero no puede imaginárselo, pero quienes viven en Roma desde hace más de quince años sí «lo recuerdan». El Gran Incendio, el delito de sangre por el que la memoria del emperador Nerón, aunque condenada, vivirá para siempre.
Fue una hecatombe, un delirio, pura locura.
Las llamas arrasaron el Circo Máximo y crecieron al masticar las mercancías expuestas en el mercado. El viento las empujó hacia oriente, la hoguera creció y alcanzó las insulae, familias enteras se quemaron en sus propias camas, un horror gritado y no oído por nadie más que los muertos. Las estructuras de madera de los edificios romanos fueron las primeras en caer, la calidad del haya seca de terrazas y contrafuertes y el álamo de las puertas de entrada alimentaron la hoguera como si fuera pez.
Las calles estrechas impidieron la llegada de ayuda y las llamas crecieron. El depósito de materiales de calafateado, en las proximidades del río, se convirtió literalmente en una bola de fuego y, a partir de ahí, llegó a los templos. La temperatura aumentó tanto que hasta los capiteles de bronce se fundieron, mezclándose con los huesos y la carne de los pobres devotos atrapados en su interior.
La tragedia duró nueve interminables días y ocho noches. De dieciocho barrios, solo cuatro pudieron librarse. Miles de romanos se encontraron sin casa y fueron acogidos en los campamentos que se construyeron deprisa y corriendo en el Campo de Marte. Al dolor de las pérdidas y las quemaduras se sumó la locura de los meses al raso, en espera de que el municipio se encargara de hacer un milagro imposible. Roma corrió el riesgo de desaparecer durante aquellos días de julio de hace dieciséis años. Y el recuerdo del fin rojo todavía centellea en las pupilas sorprendidas de los vigiles que hacen guardia esa noche.
Hircio está trastornado pero intenta darse ánimos, ya que sus hombres, una vez más, no lo han decepcionado. Gracias al trabajo en equipo y a las mangueras de los señores del agua —los siphones con los tubos de cuero, que se conectan a las bombas manuales diseminadas en lugares estratégicos de la Urbe—, los alrededores del ludo están a salvo. Pero a lo lejos la noche arde.
Vero e Hircio se miran a los ojos solo un instante, luego el lanista comprende que será imposible retener al muchacho. Tiene demasiadas cosas que hacerse perdonar.
Vero reúne a un par de compañeros y corre a más no poder por las calles iluminadas por la luna. El aire huele a humo denso, el primero en despertarse ha sido el barrio de los señores, sacados del tálamo por los gritos de los esclavos aterrorizados. Esa vez el viento sopla de occidente, no llega a las insulae como en los tiempos de Nerón, sino a las casas de los ricos bastardos. A Vero le gustaría mucho abandonarlos a su suerte, pero sabe que no es honroso matar a un condenado a muerte. De modo que se emplea a fondo, ordena a los hombres que recojan todas las sábanas que encuentren y las mojen en las tinas y en los charcos de barro que se han formado con el reflujo de las bocas de incendio. Cuando están empapadas las extienden sobre las llamas más débiles, que se apagan al instante. Para las más generosas se necesitan centones, las mantas húmedas y resistentes que los vigiles llevan siempre encima, apiladas en torres altísimas en carros tirados por mulas ciegas y pacientes.
El miedo y la destreza están por todas partes, los que están familiarizados con el fuego calculan los riesgos y no desafían al dios Vulcano.
Los imprudentes se dejan arrastrar por el entusiasmo y el ímpetu de salvar a cualquiera y se encuentran con feas sorpresas esperándolos. Es lo que le ocurre al senador Giorgione, uno de los más acaudalados de la capital; sucede justo delante de los ojos de Vero.
Giorgione está a salvo, fuera de la villa, pero tras la puerta de la habitación de sus hijos retumban los infiernos. Crepitar de huesos y madera, gritos y chirridos encendidos. El senador echa abajo la puerta inmóvil con un mazo y Vulcano ataca sin piedad, la hoguera lo lame y lo aferra con dedos rojos de brasas. La deflagración atraviesa las carnes, destroza el pecho. El ruido ensordecedor del monstruo escarlata, necesitado de aire como cualquier ser vivo, parte en dos al hijo del Imperio. Si no se hubiera arriesgado tanto todavía estaría vivo. De todos modos, no podía hacer nada contra la furia del fuego, hacía rato que su prole ya estaba muerta.
Vero asiste a la escena y una sacudida le recorre la espina dorsal. Un rayo eléctrico, el despertar de la conciencia adormecida.
Una madeja de imágenes sale a flote con prepotencia, una avalancha de recuerdos nefastos: la noche de la masacre, las llamas del Vesubio, el fuego que le quema por dentro. La eterna maldición, una vez más, se presenta ante sus ojos. Vero cambia mil veces en un instante: primero es piedra y terror, como delante de Medusa. Después se convierte en sal, no apto todavía para moverse, pero colmo de granos sabrosos. Al final es arena seca y se desliza sobre las piernas frágiles, incapaces de sostenerse ante tanto dolor. Cuando vuelve en sí es hora de correr.
«¡Ponte alas en el culo!», diría Cormac.
Vero se precipita al piso de abajo mientras la villa del senador hace implosión en una orgía de chispas. Ha entrado para intentar salvar a Giorgione pero, después de cruzar la entrada, un pasillo y un tramo de escaleras, ha visto que no podía hacer nada.
Huye.
Se traga los peldaños de dos en dos, de tres en tres, rodando como un barril vacío bajando por una pendiente. Atraviesa el atrio pomposo y observa el agua del impluvium, que hierve como aceite de fritura. El aire está enrarecido, es denso como pez caliente. Quince pasos más y el muchacho ya está fuera.
Alrededor solo hay ceniza y un florilegio rojo y naranja.
Roma se quema. Y el dolor es insoportable.
Pero el incendio, en realidad, es menos crudo que el de Nerón.
A pesar de que todavía hoy la plebe acuse al emperador loco de haber sido el responsable de la masacre —culpable de desear una casa nueva y de querer cantar el final de todo—, la verdad es que el monarca censurado aprendió de sus errores y transmitió esa sabiduría a las generaciones posteriores.
En el reino de Tito el Grande las calles son amplias y las casas se hacen de piedra de Alba o de Gabio para que resistan el fuego mejor que los ladrillos. De modo que las insulae están a salvo y, por una vez, no son los pobres quienes tienen que joderse.
Pero la abominación sobre todo se ceba en las cosas. Las figuras de algunos dioses arden en sus templos brillantes mientras el fuego de Vulcano trabaja para esparcir el caos.
Vero se mueve a toda pastilla por las calles de la Urbe, como un cervatillo sorprendido por un rayo. Ahora que el miedo ha empezado a apretarle la nuca con sus sutiles dedos, ya no hay nada que hacer, el raciocinio ha desaparecido. En cada callejón hay evacuados. Gente rasgada y semidesnuda presa del pánico vaga en busca de un refugio. Los chacales, que nunca cierran los ojos, ya se han puesto manos a la obra, no pierden el tiempo. Las viviendas señoriales y las residencias más apetitosas, milagrosamente a salvo del carrusel de llamas, son violadas como libertos griegos. Los ladrones, ebrios del favor de Mercurio, parten cerraduras y cerrojos, saquean despensas, ignoran el escándalo de los fámulos y los amos, asestan mazazos y parten encías impunemente. La Roma de la gente bien sangra a la espera de un salvamento que tarda en llegar. Las tropas imperiales están demasiado ocupadas echando una mano a los vigiles en las labores de extinción. Han abandonado gladios y escudos en favor de hachas, ganchos, escalas, sierras, pértigas, azadas y cuerdas.
A nadie le da miedo trabajar duro, esa noche todos se emplean a fondo para contener la furia roja. Aunque, al final de la hecatombe, los daños del poderoso saqueo serán peores que los del incendio.
Vero no puede hacer nada y, a decir verdad, está demasiado asustado para ocuparse de la suerte de los ricos.
Busca consuelo en otra parte.
«Huye».
Ni siquiera sabe cómo acaba delante del Panteón, pero el espectáculo que lo acoge es digno de ser narrado. Esa noche los dioses se derriten, todos ellos.
Lágrimas de plata surcan la columnata del Templo de los Templos. El alma incendiaria lo ha poseído partiendo el travertino y cociendo el mármol. Los capiteles de plomo y bronce se han licuado mezclando metal con metal, haciendo brillar la mezcla bajo los rayos de Diana.
La luna es espléndida esa noche, ni siquiera ella se apiada de la miseria humana.
El Panteón llora, se derrumba un pedazo tras otro delante de los ojos del incrédulo britano. La bóveda celeste cede, el nombre que Agripa —ávido de hacer saber al mundo su amistad con los Primeros— hizo grabar en la piedra se hace añicos. Su estatua en el pronaos es negra, junto a la de Octaviano, ya triturada por las llamas. Innumerables fantoches divinos son solo un recuerdo, por todas partes hay memoria y destrucción.
El Campidoglio crepita también de muerte roja. Allí se amontonan los recuerdos de los recientes fuegos de Vespasiano después de la guerra con Vitelio. Entonces, el padre de Tito era poco más que un justiciero, un partisano guiado por el honor. Y se salió con la suya derritiendo la casa de los númenes con el fuego de los justos.
El altar y el santuario de Hércules caen hechos pedazos, el destino del semidiós es apagarse en un baño de llamas.
Arde el Campo de Marte, gloria de Augusto que lo quiso tanto. Se riza como papel quemado el sagrario de Marte Ultor, erigido por Octaviano para celebrar la justa venganza que perjudicó a Bruto y a Casio.
En los ojos de Vero, ya lejos del Campidoglio crepitante, por fin sano y salvo, se refleja la parrilla maltrecha que antes llamaban Roma.
Con un amanecer ingrato, repleto de muerte y violencia, se cierra la primera noche de fuego en la ciudad de Tito.
La seguirán dos más. Y dos días enteros.
La mañana empieza sin prisa, todo ha terminado, alabados sean los númenes y los lares. La Loba está herida, su rostro milenario está bañado de humo y de llagas.
Vero trabaja duro por la zona del Foro. Intenta coordinar las ayudas junto a algunos untores del Ludo Argénteo y muchos tenderos. Tito no ha tardado nada en ocuparse de su pueblo. Tito, todo el mundo lo sabe, es un hombre bueno. Pero hoy, entre las arrugas del cuerpo enflaquecido y andrajoso de los súbditos que se han salvado milagrosamente, serpentea el mal humor. Como albayalde resplandeciente, se sedimenta en los ánimos pintados de negro de los romanos, envenenándolos así poco a poco.
La ira de los desfavorecidos pesa como el plomo, la Loba se ha abrasado el culo por culpa de los fantasmas habituales, pero el juguete de Tito emperador todavía sigue en pie.
—Ya verás como esta vez también echarán la culpa a los cristianos… —sentencia un viejo matasanos al pasar—, ¡y tal vez haya sido Él! —añade refiriéndose con el pronombre al innombrable. Una acusación terrible para el dueño del mundo.
El Anfiteatro, farsa colosal de piedra milenaria, gigante de mármol ya terminado y listo para usarse, no tiene ni un rasguño. Vero lo contempla mientras se ocupa de vendar el pie de una chiquilla, lo tiene un poco chamuscado, pero se curará. La pequeña solo debe procurar no apoyarlo durante unos días.
La casa de los juegos está a salvo, mientras los evacuados se ven obligados a vivir en barracas o en la calle, y eso no hace más que atizar el fuego maligno que la ciudad lleva clavado en el pecho. Por eso Tito se ha dado tanta prisa en enviar ayuda, no se puede tensar demasiado la cuerda del destino o acabará por romperse.
Pero el peso del teatro ovalado en la ciudad herida es enorme, imborrable.
Durante el primer amanecer de calma se entierra a los muertos. El incendio ha dado el relevo a las piras en la tarea. Sin autorización ritual, ha purificado la infección de los cuerpos de los desafortunados y solo queda eliminar los huesos y las cenizas. El emperador ya ha dispuesto que los restos de las casas destruidas se trasladen rápidamente a Ostia mediante su flota de carros con el emblema del Águila.
«Desalojar», el término suena muy peligroso entre los evacuados verdes de bilis.
Y, de los hermanos caídos, ¿quién se ocupa?
¿Quién rezará por los inocentes devorados por las llamas?
Manos voluntariosas como las de Vero y los suyos que, un instante después de haber terminado de suturar lo que se puede suturar y de vendar los estragos con toda su misericordia y los andrajos que han podido encontrar, dan vueltas por las calles del centro en carros destartalados, claudicantes como las cabalgaduras que los arrastran, asnos delgados, sedientos y muy asustados. La labor es dolorosa, se trata de recoger los restos de los quemados vivos entre las carnicerías —huesos y piel de pergamino, algunos rostros han quedado increíblemente intactos, pegados a cuerpos de carbón, ligeros—, ponerlos de la mejor manera posible donde se pueda y echarlos respetuosamente en unos sacos de yute que antes contenían habas y fruta seca, joya de la mesa para cambiar por dinero en metálico, ganado con el duro trabajo en las calles. Ahora los sacos acaban en el fondo de hoyos excavados con sensatez, en los márgenes de la Urbe, recubiertos enseguida con escombros y tierra de acarreo. Antes de que pase una estación, la tierra habrá borrado el recuerdo de los finados, la alegría habrá vuelto a hacer su sucio trabajo de siempre y ya no quedará memoria de los que no han sobrevivido. Pero, de momento, eso es lo que hay que hacer para honrar a los muertos. Y Vero trabaja como un mulo silente, sin hacerse preguntas sobre lo que es justo y lo que no.
En la ciudad también surgen piras, la costumbre de los padres no desaparece ni bajo las saetas de la tormenta, pero la hoguera de carne y las monedas en los ojos, dispuestas para cruzar el río hacia los infiernos, provocan cierta impresión en el corazón de los que han escapado del fuego por fatalidad o prodigio. Hoy Roma evita las llamas como una fea enfermedad, ¿cómo quitarle la razón?
Vero está justo al lado de la Casa de Argento cuando advierte, al final de la calle, un movimiento sospechoso junto a la taberna de Protero. La gente, por lo general triste, inclinada sobre la escoba y con el trapo en la mano para poner en orden lo poco que le queda, de repente se muestra vigilante. Aguza los oídos en dirección a la llegada de un nuevo enemigo. Vero no puede distinguirlo. Hay una gran aglomeración.
Tal vez la figura que avanza más despacio que un elefante indio no tiene intenciones hostiles, pero el aire está impregnado de amenaza, los sentidos del gladiador están acostumbrados al peligro. Vero olvida al instante lo que está haciendo y se precipita a averiguarlo, comido por la maldita curiosidad que desde niño lo ayuda a meterse en líos.
Primero oye el vocerío del populacho.
—Mira qué par de…
Luego, a fuerza de codazos, se abre paso y por fin los ojos se llenan de la última cosa que querría ver: «Julia». Cogida a Domiciano, de la mano, como dos enamorados. Se mueven arrogantes por las calles de la ciudad atormentada por el fuego, relucientes como los ojos de un recién nacido, más limpios y perfumados que una ramera al empezar el turno.
Naturalmente no están solos, los pretorianos forman un cuadrado a su alrededor, gentil obsequio del monarca en persona. Exhiben los colores del municipio, el azul vivo de los pertenecientes a la cosa pública. Pero a pesar de que Tito adora a su hija, por nada del mundo se privaría de su propria guardia de honor para subyugarla a la correa de su primogénita como un perro de paseo. De todos modos, el Pretorio es tan vasto que hay soldados para todos los gustos y propósitos; bajo la égida del Escorpión, se mueven ágiles encargados del orden y espías invisibles, hasta los vigiles, señores del fuego y del agua, forman parte de él. Pero la excelencia del cuerpo la constituyen los negros, los mastines del emperador, de ojos malvados y lorigas impecables.
En cualquier caso, todos los que son adiestrados en el Castro Pretorio saben su cometido. Ese es el motivo de que la muchedumbre dé grandes voces pero no se atreva a acercarse a los hombres de azul, que protegen el paso de los nobles con mirada circunspecta.
Los motivos por los que Julia y Domiciano se encuentran en el barrio de Vero son incluso buenos. Es uno de los infinitos cuidados que Tito dedica a sus súbditos: dar consuelo. Ya se trate de pan, agua, mantas o simplemente dinero, cualquier mano tendida va bien en días como esos. Pero el dinero del Imperio, donado por la pareja sin ninguna consideración por el drama que acaban de vivir los ciudadanos, terminará haciendo más mal que bien, el joven britano está seguro de ello.
Debe de ser por la cara con la que los dos nobles se pasean, con los dedos entrelazados y esas miraditas que prometen sexo. La sonrisa desvergonzada de la muchacha, culpa de sus dieciséis años, y esa risotada vacía que estalla cada vez que tropieza con una piedrecita. La mirada desafiante de su tío, el guapísimo hijo de la Loba con las manos cargadas de monedas. No le hace falta despegar los labios para que el pueblo sepa que lo desprecia, ni siquiera necesita sentirse superior por fortuna o virtud. Domiciano es superior. Por nacimiento.
«¡Disfruta, pueblo!
»Cúrate las heridas con la plata de mi casa.
»Lávate el hollín de la piel herida con el tesoro de los judíos, de los egipcios, de los bárbaros enemigos de Roma.
»Llénate los bolsillos de mi misericordia y adórame como a un dios».
Eso es lo que parecen decir los ojos del hijo del Imperio. El reflejo de su loriga ilustrada brilla de un modo insoportable bajo un sol cada vez más caliente.
—¡Vergüenza! —grita la mujer de un panadero mientras su marido, asustado, la coge por el brazo antes de que un pretoriano la encuentre.
Domiciano no hace caso, solo el rostro de Julia se ensombrece un instante. Pero es apenas un segundo, al cabo de nada retoma el insolente paseo.
Un hombrecillo delgado sin dientes atrapa un puñado de ases arrojado con altiva displicencia por el pervertido tío, metal vil, lo que costaría un saco de pan si hubiera quedado en pie un solo horno en un radio de siete leguas.
—¿Es esto lo que vale la vida de mi hijo, bellaco miserable? —Los ojos del hombre están surcados de lágrimas.
Ha perdido a alguien. Todos han perdido a alguien. Todos excepto «ellos».
Ricos bastardos. Esta vez Domiciano se percata de la afrenta. No deja de ser un oficial de Roma, no está acostumbrado a dejar que lo llamen miserable. Detiene la procesión, los guardias le aconsejan seguir, pero él no quiere escucharlos.
Julia sacude la cabecita, le dice que lo deje correr, pero Domiciano es un canalla. Se acerca al desdentado sin decir una palabra. Un muro de guardias los separa.
El príncipe mira fijamente al plebeyo desde el otro lado de la muralla de hierro imperial y le escupe en la cara.
«En ese preciso instante se desata el alboroto».
El hombre del pueblo responde con un cabezazo instintivo, pero es bajito y golpea el tabique nasal de un pretoriano. Lástima que vaya vestido de hierro de la cabeza a los pies, así que es precisamente el desdentado el primero en sangrar por los arañazos que se ha hecho con el yelmo del soldado.
Un rasguño de nada, sería mejor dejarlo ahí.
Pero la multitud está sedienta de venganza por la desgracia que les ha caído del cielo. Está llena de rabia contra Tito y su estirpe. Mientras su padre Vespasiano estuvo al mando, todo fue bien. Algún desorden pero ninguna desgracia, que los dioses lo acojan en su seno.
Desde que está Tito, no hace ni dos años, la ciudad ya ha tenido que sufrir una epidemia de peste y un incendio. ¿Qué tocará a continuación? ¿Los leones del circo se escaparán y devorarán a los inocentes? ¿Vendrá una granizada perenne? ¿Lloverá mierda?
—¡Que les den por el culo a los gobernantes! —El desdentado se lanza al ataque y un pelotón de desesperados se arremolina a su alrededor.
La trifulca es inmediata, los pretorianos están adiestrados para la guerra en campo abierto, evidentemente no para las peleas callejeras.
La formación no resiste la presión de cien cuerpos amontonados sin lógica, los astados caen al suelo. Un mílite está más sitiado que Troya en llamas, cuatro mugrientos le quitan el yelmo y lo apalean sin piedad.
En un soplo de clepsidra, el guerrero de Roma está lleno de moratones y sin un diente sano en la boca.
Del alboroto no se salva ni la «virtuosa» hija del Imperio, que recibe un bofetón en el muslo derecho en el que podrá contar los cinco dedos durante diez días. Como es natural, chilla, y los ojos de Vero se encienden.
Ella también lo ve en medio de la confusión. Domiciano ha soltado su mano, está demasiado ocupado dando patadas en los cojones a un harapiento y a sus hijos andrajosos.
El britano se abre paso como puede, con cuidado de no hacer daño a nadie, pero en esa aglomeración es difícil salir airoso.
Una niña le tira del pelo a Julia y esta vuelve a chillar. La pequeña sonríe como si hubiera encontrado una moneda de oro de tíbar en una caca recién hecha. Entonces tira con más fuerza, hasta que el mechón de color trigo se arranca y Julia por poco se desmaya.
Ahora Vero puede verlo en sus ojos, nítido como una mañana de invierno: miedo. Terror de no salir de allí, de no tener escapatoria. Julia se da cuenta de que se ha metido en un buen aprieto. A saber dónde está su tío… Alrededor solo hay tiparracos sucios, los mismos para ayudar a los cuales, esa mañana, se había hecho arreglar por las siervas como Afrodita manda.
El joven gladiador da codazos entre la multitud cada vez más turbulenta y al final sucede lo inevitable. Un pretoriano se mueve de repente, lo cierto es que no quiere hacer daño, pero quedarse de hielo en medio del fuego es una empresa ardua. Imposible. Su espada puntiaguda se clava en el pecho de un hombre pelirrojo. Le traspasa el corazón, es un rayo.
El hombre cae, con los ojos como platos, y el tiempo se detiene: un largo instante de nada, después la locura estalla como la barriga de un volcán. Por todas partes hay sangre y violencia, los pretorianos corren el riesgo de que los linchen. Domiciano se defiende como puede, tiene que escalar un canalón para ponerse a salvo. Desde lo alto de un tejado desguarnecido asiste impotente a la agresión de su amada sobrina.
La chiquilla paga los platos rotos, está a punto de pasarlas canutas. Se le echan encima cuatro, cinco hombres hambrientos de sexo y venganza, negros de humo en el interior de su pobre alma.
—¡Puta imperial, tengo ganas de romperte el culo!
Y no es una forma de hablar.
Vero no puede quedarse impasible, con los codos arriba se lanza al asalto. Derrota a uno —rubio y macizo— con un pisotón en los morros. Al segundo lo envía al suelo de un manotazo, para el tercero y el cuarto necesita algo más contundente: coge una maza y rompe un par de huesos. El último en pie se va por piernas, porque las piernas son todo cuanto le ha quedado.
El britano coge a Julia de la mano y se la lleva, ella lo sigue sin rechistar, agradecida y aturdida como cualquier mujer ingenua. Corren como locos, se alejan del gentío, se meten en una casa vacía, manchada de oscuridad, con las ventanas comidas por el fuego. Ahora están el uno frente al otro, con la respiración entrecortada y demasiados pensamientos.
«Demasiados».
Vero es corazón puro que cocea atolondrado, le echa encima su rabia y su amor imposible:
—Por tu culpa van a morir un montón de inocentes, pero ¿a ti qué te importa? ¡Así es como os excitáis vosotros!
Siguen respirando, la vida sopla como siroco mojado de arena.
Vero traga saliva, la yugular es un tambor de guerra.
—¡Y ahora ya puedes llamar a la guardia y hacer que me maten, ya estoy harto de esta porquería!
Julia tiembla, la boca preciosa, los ojos brillantes de sal. Le acaricia el rostro, le aprieta la cabeza con infinita dulzura, los cabellos cortos en las manos pequeñas.
No dice nada, no sabe qué decir.
Sólo sabe que ahora, en su interior, hay un tumulto de verdad.
Ese muchacho valiente al que consideraba un objeto, un pasatiempo a bajo precio, le acaba de salvar la vida. Se ha ocupado de ella después de que lo había despachado, insultado, «desperdiciado», como solo se derrochan las cosas bonitas.
Le besa la boca. La besa despacio, y sabe a tierra y a sudor.
Vero responde al beso, porque a la sangre no se le puede mandar.
Los labios muerden y los dientes se ocupan de lo demás.
La ropa se desliza al suelo como por arte de magia, obedeciendo a leyes más viejas que el mundo. Las manos descubren senos y caderas, cuerpos listos para el amor. Pero sin prisa, esta vez. A un paso de la muerte hay todo el tiempo del mundo.
Vero está dentro de Julia, con la espalda pegada a la pared. Las nalgas en el suelo desnudo, las rodillas de ella, que lo acoge sin resistencia, moldean las articulaciones para acomodarlo en su interior.
Los jadeos aumentan como una oleada caliente, resaca sublime de ancas y pelvis. La carne queda arañada, las manos surcan el mar de espalda blanca.
Ondea el amor, gorjea sublime.
Se miran fijamente a los ojos, podría durar para siempre.
Julia goza y ama. Sí, «ama», ahora lo sabe.
Todavía más a fondo, Vero se pierde, hasta que es imposible por la marea no destrozarse sobre la roca suave.
Alcanzan el orgasmo, uno detrás de otro.
Cuando todo ha terminado, solo queda un abrazo y dulces besos en las sienes para los amantes destinados a rehuirse. No hay nada más, solo ellos en la mañana abrasadora, ninguno de los dos se da cuenta de nada. Lo cierto es que no miran hacia arriba, donde un par de ojos malvados observan mudos desde la ventana del piso superior.
Domiciano ha pasado de tejado en tejado, buscando desesperadamente a su sobrina perdida. La ha visto meterse en el edificio en compañía del britano, el mismo dios de la arena que dio espectáculo en casa del emperador.
Los celos le retuercen las tripas mientras, escondido, observa el coito, pero el bellaco no dice nada. No grita, no hace ruido. Sabe que la venganza, como los mejores manjares, necesita que el tiempo la enfríe para degustarla mejor.
Domiciano macera el puñal del odio en la rabia candente. Mira y se queda callado, el amor hace el resto. En la oscuridad de humo medita la revancha y el castigo, promete represalias y suspira sin que lo oigan.
Roma, mientras tanto, sangra y corre a lamerse las heridas.
Y el Anfiteatro, útero espectral, intacto y silencioso, está listo para generar el prodigio oscuro.
Faltan pocas albas para el gran día.
El tiempo de los juegos de muerte se acerca.