LLEGADAS Y SALIDAS

Serás triste si te encuentras solo.

OVIDIO,

Remedia amoris, 583

Roma, julio de 80 d. J.C.

Sentimiento de culpa, dolor de cabeza, vómito y sudor.

Para eso sirve la mañana siguiente.

Vero se despierta mareado en medio de los ronquidos de la gente amontonada. La residencia imperial dormita, los esclavos limpian los restos del despiadado banquete, se oyen chasquidos de escoba por todas partes. Los libertos más jóvenes sujetan con esfuerzo a los ricos.

La resaca es una maldita jugarreta.

El britano tiene el corazón henchido de dolor, por lo que ha sido y por lo que será.

La cabeza, sin embargo, la tiene bastante clara, el sueño ha barrido las escorias del vicio, las lágrimas amargas han neutralizado el vino y las carnes grasientas. El miedo ha disuelto la borrachera en un mar de preocupaciones.

Vero no se ha lavado, todavía lleva las manos manchadas de sangre.

Tiene los ojos rojos de haber descansado de mala manera y la boca pastosa. Detiene a un sirviente y le pregunta por Hircio, pero este no entiende lo que le está diciendo.

—¡Decio Hircio, el lanista! Mi amo —debe insistir Vero.

Entonces el esclavo comprende y en un abrir y cerrar de ojos se vuelve más considerado con el gladiador aturdido, reconoce una peligrosa fascinación en esa mirada perdida, recuerda sus manos en la espada y el filo en el cuello del adversario.

El joven esclavo recuerda la sangre, ha tenido que limpiarla con las primeras luces del alba. Frotando con fuerza, con las rodillas enrojecidas en el frío suelo.

—Tu amo ha abandonado la casa entrada la noche, pero el emperador en persona ha ordenado no interrumpir tu sueño.

Vero está sorprendido. Nota que el disgusto le invade la garganta, el nuevo día es bilis verde.

—Ahora estoy despierto. Y quiero volver al Ludo Argénteo. Hircio me estará buscando.

El esclavo abre los brazos.

—Concédete al menos un baño. Está todo preparado, solo esperábamos a que te despertases para acompañarte a la sala de las abluciones. La hospitalidad de un césar no es muy habitual para los que son como nosotros, hermano.

Vero mira al retaco con desprecio, es un egipcio huesudo, vive de las sobras que roba en la cocina, duerme demasiado poco. Todavía no ha cumplido los veinte y el pelo ya le está diciendo adiós. Se le ve algún pobre pelo en el pecho, lleva la túnica demasiado grande y va con los pies descalzos.

—Yo no soy tu hermano —silabea en voz alta el gladiador. Después le da la espalda y se va sin despedirse.

Tarda un poco en encontrar la salida, pero prefiere no pedir ayuda. Está lleno de rabia y remordimiento. No por la vida que ha quitado. O, mejor dicho, también por ella, pero sobre todo porque por fin ha entendido lo que Prisco intentaba decirle desde el principio: «Tú eres de ellos. Nosotros les pertenecemos».

La vida del siervo —poco importa si te ha tocado en suerte una espada o una escoba— es una llanura yerma y desolada. Tierra de nadie barrida por el viento.

El tiempo no existe, no existen la voluntad y el esfuerzo. El sueño, la vigilia, hasta los estímulos más elementales —hambre, sed, micción, ganas de hacer el amor— se sincronizan en los estómagos y los humores de quien manda.

Los músculos se acostumbran a ponerse en movimiento a una señal de la cabeza del amo, si él está afligido, tu corazón se parte y sangra a su antojo. Una mirada del dominus o un pensamiento difícil de interpretar pueden iluminar o estropear un día, la vida de un siervo es patética, ahora Vero está seguro de ello. Pasa por los pasillos que lo han acogido como a un animal exótico de contemplar y reconoce las espaldas curvadas de los cocineros trabajando ya, las lavanderas con las manos despellejadas, los dedos rojos de los carniceros, manchadas de muerte justa.

Los ojos de los que trabajan se parecen todos, prisa y resignación se clavan en su interior como rayos mojados. No hay mañana para quienes sirven. Y, si lo hay, se parece condenadamente a hoy. Y a ayer, y a anteayer.

La primera bocanada de aire al otro lado de las paredes de palacio lo alivia como el agua en pleno desierto.

Roma está de nuevo despierta, que los dioses la bendigan.

El cielo es tan azul que hasta los ojos de Apolo sienten envidia.

Las calles embarradas son una agitación de vida insistente, la noche ha traído nubes y lluvia, que ha enjuagado el mal hasta donde ha podido. Vero camina sudado y desgreñado en medio de hordas de gente de todo tipo.

Las calles que lo conducen al ludo crepitan de negocios espléndidos, a juzgar por los gritos de los comerciantes que venden semillas y fruta seca. Las manos mudas se apresuran a abrirse camino para indicar cantidades exactas en medio del resplandor ensordecedor de los gritos. Una mujer está ajetreada componiendo el signo de los cuernos con la derecha, significa cuatrocientos; si lo hubiera hecho con la izquierda, habría significado solo cuatro.

Los ocupados romanos gritan y señalan, las manos empujan y cuentan fábulas numéricas en un sinfín de chasquidos de falanges. Vero entiende poco o nada, no está acostumbrado a comprar y vender. Es un esclavo, no dispone de nada, ni siquiera de su destino.

Deja que el gentío lo empuje siempre hacia oriente, hasta que el horizonte de cereales y compraventa desaparece y surge un monolito de bronce con el aspecto de un gran toro apacible.

Vero se ha perdido, ha acabado muchos pasos fuera de su camino, pero no le importa. Tiene la cabeza repleta de pensamientos y ningunas ganas de analizarlos.

El Foro Boario es el sitio ideal para ignorar el vocerío de la mente; el olfato reclama con prepotencia la atención de todos los demás sentidos. El joven gladiador acaba de entrar en el mercado del ganado, reino de la sangre inocente. La estatua que hay en el centro del Foro es el faro que guía a los navegantes a través de los intrincados caminos que dibujan los tenderetes.

El aire está cargado de contratos y olor a animales, un enano barrigudo aprieta un manojo de gallinas aguerridas. Las lleva por las patas, como si fueran ristras de ajos. Ellas no se quejan, se limitan a picotearse de vez en cuando con la cabeza hacia abajo. Un viejo se acerca al vendedor e intercambia algunos ases por una ave. El vendedor suelta una de las gallinas y, con un hábil gesto de la mano derecha, le retuerce el pescuezo con una vuelta de tiovivo mortal. Entrega el cadáver al viejo y cobra satisfecho.

Vero pasa de largo.

Los balidos son muy altos, detrás del recinto tiemblan los corderos. Debe de haber unos cincuenta, apretados como clientes que van a buscar el pan a la hora quinta.

En los ojos fríos se ve el miedo de quien «sabe», las narices imbuidas del olor cobrizo de la sangre. La sangre de los hermanos muertos, sangre a la espera de sangre.

Sobre un tablero, junto al recinto, hay una hilera de cabezas rebanadas: ovejas, cabras, cervatillos… Cráneos desprendidos del cuello, el choque nefasto de la hoja en la garganta, la fricción del hierro en la carne, la mirada vacía.

Vero mira a las víctimas.

El estómago se descompone, patea, hace lo que le parece.

Con la lengua colgando, un ciervo descuartizado de carnación oscura tiene enjambres de moscas que zumban amenazadoras alrededor de su cabeza.

En la mente de Vero se aparece otra cabeza rebanada, los ojos del negro muerto en el suelo de los ricos.

«Ricos bastardos».

La arcada le sube desde la base del cuello. Es demasiado tarde, la marea ácida ya ha invadido el esófago. El britano se dobla por la mitad, cae de rodillas y vomita hasta que le arden los ojos. Con las narices invadidas de mocos y a saber qué más, con lágrimas horrendas y considerables.

«Sigue vomitando».

La gente lo esquiva, tiene demasiadas cosas que hacer.

Alguien le da una patada en el culo y él la encaja sin parpadear.

El pie del comerciante es una caricia en la espalda del guerrero. Como si no fuera suficiente, otro lo imita, lo llama «mujercita».

Vero se pone en pie de un salto. La memoria muscular toma el control. La repetición del entrenamiento constante es la esencia misma de un gladiador: las jornadas dedicadas al palo, las sesiones con el gladio de madera, las flexiones, las acometidas y los regates.

«Otra vez.

»Otra vez».

Todo aflora en un abrir y cerrar de ojos, en ese único gesto que infunde miedo.

Su tamaño supera en dos palmos a la pareja de mercaderes con ganas de bromear. Lleva la cara sucia de tierra, vómito y llanto. En las manos, en el pecho y en la ropa, todavía se aprecia el rojo de la víctima de la noche anterior. Hasta ahora no se ha dado cuenta, esa era la razón por la que el siervo le había ofrecido un baño con tanta insistencia.

Vero se siente mal por un montón de motivos. Está lleno de rabia y se nota, maldición.

Los dos mercaderes se mueren de miedo.

Todos, al verlo así, se mueren de miedo.

La multitud se aparta y el britano sigue su camino, por fin libre de volver a servir. Como es justo para los que viven encadenados.

Se vale del toro de bronce para orientarse, gana la salida de esa telaraña de calles y se escurre hacia una fuente que representa a Neptuno con la red de pesca, pero el gladiador ni siquiera se da cuenta. Se frota la cara con el agua helada, se asea las manos y el pecho, se quita la ropa y se queda casi desnudo. Espera poder despegarse el asco, pero la piel se limpia y el alma no. Al final, bajo la mirada turbada de los capitolinos puestos en fila con los cubos en la mano para proveerse en el abrevadero, el hijo de la Isla encuentra el camino a casa. O, mejor dicho, a esa jaula sin barrotes que, desde hace un tiempo, ha aprendido a llamar casa.

A cada paso que lo acerca a la meta, Vero tiene cada vez más claro lo que debe hacer.

Un sabio, hace años, le dijo que ser hombre es más complicado de lo que parece, se trata de hacer lo que debes justo en el momento en que menos te apetece.

Por entonces, Vero no entendió lo que quería decir ese viejo testarudo y deslenguado que se obstinaba en hacerse llamar maestro, pero Cormac sabía que antes o después lo comprendería.

Ahora el guerrero britano sabe que, si quiere encontrar su sitio en el mundo, tiene que agachar la cabeza, rectificar e intentar arreglar las cosas con Prisco. La vida y la muerte son demasiado malas para afrontarlas solo. Vero «necesita» a Prisco y sus ojos severos. Sus palabras sencillas, capaces de hacerle ver el mundo tal como es.

Vero está harto de mentiras y rabia.

La vida en la arena no es «maravillosa». Matar a un ser humano no es «estupendo».

Matar es una mierda, exactamente igual que morir.

«Pero es todo lo que tenemos, hermano. Tendrás que ir acostumbrándote». Le parece oír la voz del galo en los oídos.

A Vero le ha costado un poco darse cuenta, pero al final ha visto que el corazón de Prisco empezó a alterarse cuando Julia entró en sus vidas.

El corazón es un ladrón, y el amor, una maldita joya. La danza nunca sigue el compás de la música cuando se trata de sentimientos. Vero no ha sido nunca un tipo despierto, pero ahora ve que todas las piezas encajan. El gran mosaico toma forma bajo sus ojos hinchados, surcados de lágrimas oscuras.

La muerte de Sergio.

La muerte del negro.

Los ojos de Julia en casa de su padre, la maldad y su perfume.

La ira de Prisco, el alejamiento, la desconfianza.

Prisco ha «elegido» sufrir, dejando a Vero fuera de su mundo.

Vero lo ha dejado hacer, inconsciente cabezota, obnubilado por la alocada idea de tener a Julia y cegado por unos celos imposibles.

Julia es hermosa, hija del Imperio, incluso puede haber perdido la cabeza por Prisco, el hombre de hielo. Pero el corazón del galo, áspero como una piedra hasta el día que decidió acercarse al del hermano venido del mar, está en otra parte desde hace tiempo.

«Por fin Vero lo comprende».

Sin necesidad de que nadie le explique la situación.

«Prisco lo ama».

O al menos lo amaba.

Antes de que Vero lo estropeara todo creyéndose invencible.

Antes de que Sergio muriese. Antes de que la sangre, maldita sea, lo ensuciase todo.

Prisco lo ama, es inútil darle más vueltas.

Y no del modo en que un hermano debería amar a un hermano, sino precisamente con el amor que unía a Patroclo con Aquiles.

Vero no nutre los mismos sentimientos hacia Prisco, pero lo que sí sabe es que no quiere vivir sin él. Lo que los une es especial, tal vez no sean nunca un solo cuerpo, pero lo cierto es que ya hace tiempo que son una sola cosa. Y él no quiere renunciar a ello, especialmente ahora que se siente fatal por todo lo que ha pasado.

Los ricos bastardos, las muertes injustas, esa vida infame.

La sangre, por todas partes, ensuciando las paredes del alma.

Vero acelera el paso y siente palpitar las venas, el Ludo Argénteo está cada vez más cerca.

Se acabó la cobardía, la ingenuidad. Irá a hablar con Prisco ahora. Le pedirá perdón. Lo abrazará.

Hablarán.

Por los dioses, hablará hasta que le sangren las orejas. Lo sacará todo, le dirá cómo se siente su corazón y recuperará a su hermano, a su amigo, a su otra mitad.

Camina cada vez más deprisa. Corre, Vero, corre.

Con la respiración entrecortada, Roma se desliza por su lado como un sueño roto. Con los rayos cálidos del primer sol, la mañana sabe a esperanza. Vero nota que las náuseas se disuelven, el cuartel de plata está cada vez más cerca.

La incomprensión se derrumbará, florecerá el perdón. No habrá amor —no el que Prisco tiene en mente, al menos—, pero la fraternidad aliviará todas las heridas. Vero «necesita» creer que es posible. Ahora va corriendo, resopla vida con los pulmones abiertos de par en par.

«No ve la hora de llegar».

Entra en el ludo a empujones, sin saludar siquiera a los compañeros de la puerta. Sonríe y llama a Prisco a voces. Alguien intenta detenerlo, pero Vero es un toro enloquecido, se mete en los dormitorios y luego en el patio, incluso llama a las puertas de la armería, después sale de nuevo trotando, al polvo de la arena. Hasta que se encuentra delante los ojos fríos y despiadados de Decio Hircio.

Vero jadea. Casi no le queda aliento en el cuerpo. El lanista lo escruta.

—¿Qué vas buscando con tanta prisa, joven campeón?

Vero está rojo como una cereza, en parte por la carrera y en parte por la vergüenza.

—A Prisco, mi señor. Busco a Prisco. Mi hermano…

Silabea la última palabra con honor.

Hircio sigue mirándolo mientras echa el alma por los pulmones, no cambia de expresión ni por un segundo y le contesta:

—Prisco ya no está aquí.

La respiración de Vero se corta de golpe.

—Lo he vendido esta mañana a una escuela de Capua —sigue diciendo Hircio—. Se ha ido hace poco.

La sonrisa cargada de esperanza del britano se hace añicos en un instante.

—¿S… se ha ido?

Hircio sonríe.

—He sido yo quien lo ha cedido —subraya el pronombre como solo los amos saben hacer cuando hablan de sus propiedades—. Un excelente negocio.

Parece satisfecho. Vero, en cambio, acaba de resbalar al fondo del abismo. Un cieno oscuro le lame el estómago, el humor negro está a punto de tragárselo.

Hircio se pasa una mano por la barbilla.

—A decir verdad, no me ha parecido muy disgustado. Se mostraba ansioso por conocer el mundo al otro lado de estos muros.

Él «ha querido» marcharse.

Se acabó.

Ahora se acabó de verdad.

El lanista palmea el hombro abultado del gladiador.

—¡Sonríe, muchacho! ¡Ahora que el galo ya no está, por fin podrás ganarte el puesto que te corresponde entre los dioses del Ludo Argénteo! ¡Vero el Invencible!

Su risa es como granizo. «Helada».

El resto del ludo se toma en serio las palabras del amo.

Terriblemente en serio. Una sola garganta vocifera al unísono:

—¡Vero el Invencible!

Sin embargo, el britano nota cómo el corazón se le seca y se hace añicos.

De golpe el sol se ha puesto, antes incluso de salir.

El guerrero de fuego, sin tener ya al hombre de hielo guardándole las espaldas, es el bastardo más solo de todo el maldito Imperio.

En la sala grande la luz es de terciopelo, suave como solo en Roma se permite ser.

El emperador Tito pasea ligero alrededor de la enorme maqueta del Anfiteatro colocada en el centro de la habitación. Está hecha con cuatro tipos de madera distintos: cedro para la estructura, nogal pulido para los adornos, palisandro para los arcos y ébano de Oriente para subrayar los poderosos contrafuertes. El dueño del mundo imagina la gloria, el grito del pueblo agradecido, las pupilas abiertas de par en par bebiendo su sueño. Tito tiene las manos detrás de la espalda, se mueve descalzo por el pavimento decorado. Algún granito de polvo, arena ligera transportada por el viento, se queda pegado a los talones secos, clavado como una promesa.

Tiene el corazón pesado, las obras siguen adelante pero los plazos no se están cumpliendo. La peste ha abofeteado su reino, a ella y al destino no les importan nada los vencimientos.

Va con retraso, todos van con retraso.

Y Tito nota la ansiedad galoparle en el pecho como una manada de bueyes sin yugo. Se cansa con cualquier nadería, las preocupaciones bastan para debilitar los músculos y las articulaciones de quien manda.

El emperador se inclina y toca la arena con la palma de la mano. Un liberto de confianza ha llenado el coso con un fino manto de arenilla. El monarca se pregunta si los granitos que le pinchan el dedo gordo proceden de allí o si, en cambio, la brisa los ha traído de lejos, quizá de la gran tierra de África, de donde llegarán los animales más extravagantes.

Tito es el general y el coreógrafo del gran espectáculo armado que Roma espera más que un aguacero después de una sequía infinita. Ha dialogado largo y tendido con los senadores y enviado a chanchulleros y reclutadores por todo el Imperio, a la caza de las atracciones más disparatadas.

Sobre una mesa baja, junto a la maqueta colosal, hay una jarra de plata. El tiempo la ha oxidado, pero el agua de su interior es fresca. La garganta de Tito está reseca por las dudas, una ráfaga de viento desordena los papeles que están encima del escritorio, en las que están anotadas unas cifras de vértigo: el cómputo de la madera utilizada para construir las sujeciones del velario, minuciosamente repasado por un escribano de mediana edad, se mezcla con la lista de los gastos de construcción del mes de febrero. El emperador lo sabe todo, quiere conocer cada detalle, hasta el más aburrido. Vigila el nacimiento del titán de piedra como si fuera una nodriza solícita.

Está dispuesto a defender su criatura de las grietas del poder y del maleficio del tiempo. Tito no habla de ello con nadie pero lo sabe: el Anfiteatro será para siempre.

Como las pirámides, o el faro de Alejandría.

La octava maravilla llevará su nombre. Y el de su padre Vespasiano.

Un escalofrío le recorre la espalda cuando vierte el agua en la copa de terracota esmaltada, para luego no beber ni un sorbo. Todo el líquido precioso acaba mojando la arena. Otro vaso y otro más, hasta que la arena, hinchada, ya no la retiene y en el fondo de la maqueta remansan olas ficticias, solo movidas por la brisa de la ventana.

Ni una gota se derrama de la madera. El espacio cerrado es estanco, el escultor ha hecho bien su trabajo.

Tito sumerge la mano, que invade la arena. Dedos eternos en la arena mojada.

El dueño del mundo sonríe, después levanta la palanca de escape, escondida entre dos contrafuertes desplazados, junto a la entrada meridional.

«Y se obra la magia».

El agua vuelve a salir de la maqueta, se escurre a través de los conductos excavados por la gubia, donde el bisel ha modelado la madera hasta quedar cóncavo como el lecho de un río. El plomo martillado y la pez han sellado los poros, transformando el tronco de árbol en un canal perfectamente impermeable. El agua se escurre por el exterior del Anfiteatro en miniatura y se derrama sobre el suelo silencioso.

Salpica los pies descalzos del Imperio pero no hace mella en la sonrisa del monarca, que está tan satisfecho que parece un niño. No deja de reír por el resultado del prodigio, los dedos en la arena regada, en la boca una palabra que hay que susurrar en voz baja, hasta que llegue el momento de dejar a todo el mundo de piedra:

—Naumaquia…

El aplauso a la espalda de Tito es más estridente que un trueno en agosto, pomposo y descarado como su autor.

Cualquier otro se sobresaltaría al verse descubierto divirtiéndose con la imitación del mundo mientras el universo —el de verdad— solo espera una señal para cuadrarse con el brazo tendido. Pero Tito no es «cualquier otro», es el señor de todo el globo terráqueo, y es quien decide el jodido ritmo.

Se vuelve sin prisa y se limpia las manos en la púrpura que viste como si fuera un trapo cualquiera. Si llevara puesto el laurel en la cabeza, sería perfecto: el dios de la calma retratado en el centro exacto de la tormenta.

Por fin ve salir de la oscuridad del pasillo que conduce a la sala grande al tipo que se ha tomado la molestia de aplaudir el prodigio. Viste una loriga de pez gordo, cuero de Iberia bien curtido, aplicaciones de bronce brillantes como un espejo.

Cuando termina de aplaudir, el inesperado huésped incluso esboza una inclinación. Es rubio, guapísimo, su pelo revuelto sabe a mar. La mandíbula cuadrada y cruel vuelve locas a las señoras de todo el Imperio. Su porte es marcial, se ha criado en el maldito ejército del Águila.

Es el que durante la fiesta desapareció con Julia en el palco. Ese al que la primogénita imperial ha dedicado carantoñas, sonrisas y mucho más. El que se ha follado como se merece a la hija del emperador Tito, el hombre que tiene delante de sus ojos.

Mientras Vero, gloria del Ludo Argénteo, recibía el beso de Perséfone, diosa de los infiernos, y arrancaba la cabeza a su adversario para entretenimiento de los señores, sus iguales.

Ese es, pues, el tipo que se permite aplaudir el prodigio.

—Bienvenido, Domiciano. Bienvenido, hermano —dice Tito.

«Hermano».

Domiciano sonríe, escruta de cerca la magnífica maqueta a escala.

—Qué juguete tan prodigioso. Esperemos que el de verdad funcione como este, si no ya puedes imaginarte las burlas el día de la inauguración.

Domiciano es el pedazo de mierda de siempre.

Al emperador le gustaría contestarle, pero entonces otra huésped inesperada entra correteando en la sala grande.

«¿Dónde cojones están los siervos que anuncian las visitas?».

El emperador se rasca la cabeza y se le queda un poco de arena mojada entre el pelo, tan ralo que no parece pariente del de Domiciano.

«Y aun así…».

—Padre, tío… —Julia hace su entrada sin olvidar los buenos modales.

Después de todo, es hija del Imperio. Si tuviera la cortesía de no dejarse follar por cada macho de músculos centelleantes que ronda por la casa, incluso sería perfecta. Pero la perfección, ya se sabe, no es de este mundo, ni siquiera se encuentra entre los pliegues sudados de Roma Regina.

Julia ve la copia de la casa de juegos y aplaude excitada.

—¡No veo la hora de que llegue el día de la inauguración! Será un espectáculo magnífico, ¿no es verdad, padre?

Y, al mismo tiempo, dirige una mirada lánguida a su tío que deja poco a la imaginación.

Domiciano se relame.

Tito suspira y se pasa de nuevo las manos por la púrpura.

La arena no quiere acabar de despegarse.

—Pues claro. Tengo programadas auténticas maravillas, mi flor. Enfrentamientos impares de animales exóticos: gacelas, leones, rinocerontes y osos, ¡hasta algún búfalo enjaezado como un guerrero! Pero no quiero estropearte la sorpresa, pequeña. Más bien dime qué te trae por aquí.

La muchacha pega un pequeño salto hacia delante, se acerca más a su tío. Le gustaría cogerle la mano, tal vez solo acariciarle un brazo, pero no se puede. Hasta en el corazón podrido de la Urbe las formas tienen su peso. De modo que se limita a suspirar a su lado, fingiendo no mirarlo, en realidad comiéndoselo con el rabillo del ojo.

—Aburrimiento, más que nada. Las nuevas esclavas se han pasado la mañana arreglándome el pelo para el banquete de esta noche solo para comunicarme, hace un momento, que ha sido anulado. Es una verdadera lata…

Tito siente un pinchazo en el hígado. Ha sido él quien ha dado la orden de aplazar la fiesta, desde hace algún tiempo acusa la bebida. Serán las preocupaciones y el cansancio de los últimos días. O tal vez solo el hecho de que ya no tiene veinte años y el cuerpo reclama tranquilidad. El hecho es que, a pesar de ser un hombre de una pieza, no le gusta que la gente se lo pase bien mientras él sufre de estreñimiento e hinchazón. Así que nada de fiestas esta noche, pueblo inútil.

—Estoy seguro de que el trabajo de las siervas podrá aprovecharse, niña mía. Precisamente tu tío me estaba diciendo que estaría encantado de cenar contigo. Un guerrero en tiempos de paz no tiene mucho que hacer y, ahora que los bárbaros han dejado de atormentar nuestras fronteras, el cónsul aquí presente parece harto de enfrentarse solo a los poderosos pavos de las cocinas imperiales. ¿No es verdad, hermano? ¿Tú que dices? ¿Te gustaría tener una aliada en tu incursión nocturna en el campo de los volátiles asados?

Domiciano sonríe. Tito sabe ser un verdadero dedo en el culo cuando se lo propone, pero después de todo es el emperador. Y nadie contradice al emperador, por los dioses. Ni siquiera su adorado hermanito.

—Si quisieras concederme un poco de tu precioso tiempo, sobrina adorada, sería un honor para este viejo soldado comer en tu compañía.

Julia reprime un grito satisfecho.

—¡Acepto con infinito placer! Voy a ver corriendo a Lucilla para escoger algo adecuado para la ocasión. —Que, traducido al lenguaje de la corte, significa más o menos: «Claro, tío. No veo la hora de dejarme follar como si no hubiera un mañana sobre la mesa del comedor de tu bonita villa en la cima de la colina, después de habernos atiborrado y emborrachado más allá de los límites, naturalmente».

Julia se va con un rumor de sandalias.

Los dos hombres se quedan solos.

Se miran durante un buen rato. Tito tiene los ojos cansados. Condenadamente cansados.

—¿Por qué no te casas con ella? —susurra el emperador a su hermano.

—¿De quién hablas? —contesta el hijo de la Loba.

Tito resopla.

—¿Crees que estoy ciego? Venga, no insultes mi inteligencia.

Domiciano calla.

—Por lo menos evitarías poner en ridículo nuestra sangre…

Domiciano no se quita esa maldita sonrisa de la cara.

—No sé qué quieres decir, hermano. Y, además, deberías saberlo, mi corazón pertenece a Domicia.

Tito lo sabe, por supuesto. Domicia Longina es la esposa de Domiciano, la clase de matrona que te la podría poner dura hasta los setenta años. Hermosa como solo las serpientes venenosas pueden serlo, Tito hace el amor con ella una vez a la semana —sin que lo sepa su hermano, o quizá sí, vete a saber—, y ella, después, no hace otra cosa que cantar alabanzas de su marido cornudo. Tito se pregunta por qué todavía pierde el tiempo con ella. Pero lo cierto es que ninguna otra lo hace sentir tan «sucio». Tal vez será precisamente por eso que se la folla con tanto ardor.

El emperador se quedaría más tranquilo si Domiciano se divorciara de ella y se casara con Julia, por una parte por el tema de la línea dinástica y, por otra, porque así podría darse el gustazo sin tener que esconderse como un ladrón. Pero Domiciano es duro de mollera y el asunto de la cama es tan intrincado que pide discreción.

Mucha discreción.

Tito ni siquiera toca el tema. Lo que le importa es acabar de hablar de Julia, por eso mira al otro directamente a los ojos y dice:

—Puedes hacerte el fanfarrón cuanto quieras, hermano, pero si crees que vas a librarte de mi hija tan deprisa, te equivocas. Esa chica es peor que una enfermedad contagiosa. La llevarás encima durante toda la eternidad.

Domiciano lo deja hablar, después echa un último vistazo al Anfiteatro a escala y se despide con la excusa de que tiene que ir a arreglarse para la cena que lo espera.

El emperador se queda solo otra vez.

La arena del coso de madera ya se ha secado. Un viento seco sopla del sur y promete fuego y llamas.

Al corazón del monarca lo oprimen pensamientos demasiado pesados, pero cada vez que mira a su criatura, cosa que no le ocurre con la de carne y hueso, cada instante que pierde acariciando con la mirada las piedras talladas en la madera, nota en la boca un aroma azucarado.

El amor y el sexo pasan. Pasan la vida y la muerte. Pero la gloria esculpida en el mármol, sí, esa dura para siempre.

Tito sonríe una última vez, nadie lo ve.

El futuro, a fin de cuentas, es un fruto muy dulce.

El carro sigue dando tumbos, no ha dejado de zarandearse desde que salió. Prisco intenta acomodarse en el banco de madera, pero le duelen los huesos. Se ponga en la posición que se ponga, la jaula sigue siendo demasiado pequeña.

El viaje hasta Capua casi ha llegado a su fin, el empedrado imperial discurre bajo las ruedas recubiertas de hierro, maltrata la espina dorsal, quita el sueño. Casi noventa leguas sin ninguna parada, el mercader que lo ha comprado tiene prisa por hacer negocios. Se llama Lucio, tiene los ojos pequeños de los que se dedican al comercio, es un tipo que sabe negociar. Y, sin embargo, es amable, a su manera. De vez en cuando se vuelve para preguntarle a Prisco si todavía sigue vivo. Él no le contesta y Lucio sacude la cabeza indicando el cuenco tapado que le ha dejado colgado de las barras de la prisión viajera.

—¡Bebe, bebe, te lo aconsejo! ¡El camino es largo, y el sol, una maldición!

Prisco se concede apenas un sorbo cada diez millas. No quiere correr el riesgo de quedarse seco. Sabe que Lucio no tiene intención de hacer paradas; cuando le aprieta, mea levantando una pierna, directamente desde el pescante. Parece un perro de caza en medio de una ardua batida.

Prisco no sabe qué siente. Pensaba que se sentiría aliviado cuando lo dejara todo a su espalda, pero no es así.

Cuando Lucio llegó de buena mañana a la escuela en busca de brazos para el Ludo del Tridente de Capua, el gladiador irguió las antenas. No tardó mucho en comprender que su oportunidad de quitarse de en medio por fin había llegado, se hizo notar luchando con honor y ejecutando los ejercicios en el palo con todo su ímpetu y buscó un minuto para hablar en voz alta con los compañeros alabando Capua, de manera que el mercader lo oyese.

—Allí se combate de verdad. ¡Es de donde salen los guerreros más fuertes! ¡Nadie sobrevive contra los titanes de Capua!

Hircio lo miró sin comprender, pero después el galo se le acercó y le habló de su deseo de marcharse. Hircio no es estúpido, sabe lo que ocurre en su casa. Conoce bien el desbarajuste que la hija del Imperio ha organizado entre sus mejores hombres y, a pesar de no querer de ninguna manera decepcionar o poner en una situación incómoda a la familia imperial, le gustaría mucho desenredar la madeja. También es consciente, por experiencia, que un gladiador triste casi siempre es un gladiador débil. O un gladiador muerto.

De ninguna manera, pues, es un buen negocio.

Hircio, sin embargo, no es un hombre de piedra, su corazón es bueno. Sabe que les debe mucho tanto a Vero como a Prisco. Lo que han hecho por volver a levantar el Ludo Argénteo después de que la muerte hubo martirizado Roma es una prueba de fidelidad absoluta. ¿Quién habría renunciado a la libertad, fortuitamente reconquistada, para volver a servir arriesgando la vida en cada enfrentamiento?

Decio Hircio está en deuda con el galo del mismo modo que lo está con el britano, le salvaron la vida.

Prisco se lo dijo claro:

—Mi señor, este ya no es mi sitio. Te he servido mientras he podido, pero ha llegado el momento de decirnos adiós. Te lo pido de rodillas, déjame marchar.

El lanista no quiso oír nada más.

—Recuérdalo siempre, amigo mío: en esta casa nunca tendrás que arrodillarte para decir lo que piensas. Yo te debo mucho, Prisco. Pero sigo siendo un hombre de negocios. De modo que deja que vaya a hablar con ese vendedor y le saque una buena suma digna de la Urbe por el mejor guerrero nórdico del Ludo Argénteo.

Los dos se estrecharon la mano hasta el codo, luego Hircio fue hacia Lucio y empezaron las negociaciones. Más tarde, el mercader de hombres partía con una nueva adquisición para el Tridente, los bolsillos casi vacíos y entre los labios una plegaria a Mercurio, protector de ladrones y viajeros, para que le despejara el camino de vuelta.

El carro disminuye la velocidad, ya hemos llegado.

«Por fin, ya se ve la casa».

Capua es muy distinta de Roma.

Prisco enseguida se embriaga de la brisa que sopla de occidente. El mar no está cerca, lo separan más de diez leguas y, sin embargo, el aire sabe a sal y a pescado fresco.

El movimiento de las calles parece menos frenético, los rostros de las personas enredadas en el mercado de los moluscos están relajados, también los de los esclavos que trotan detrás de las matronas cargados como burros.

Prisco se siente aliviado por el inminente final del viaje y tiene el corazón confuso. Por primera vez en su vida ha actuado por impulso: escapar, huir, desaparecer. No es propio de él, el hombre de hielo no toma decisiones apresuradas, pero el fuego de un compañero nunca querido y al mismo tiempo muy amado lo ha desconcertado. Durante las largas noches de luna pasadas sin sueño ni vigilia ha razonado sobre sus sentimientos hacia el britano, ha desgranado los pétalos de su corazón martirizado hasta llegar a la cruda realidad: «está enamorado de Vero». Ha intentado odiarlo por la muerte de Sergio, alejarse de él, pero no puede evitar sentir lo que siente. Ninguna otra persona, en toda su ridícula y miserable vida de siervo, lo ha hecho sentir nunca tan importante. Prisco se ha pasado toda su existencia a la defensiva, con la guardia alta, por culpa de haber recibido solo patadas en la cara. Soldado, bandido, siervo, gladiador, nunca ha tenido tiempo de respirar tranquilo. La prioridad siempre ha sido guardarse las espaldas, hasta que llegó él. Con esa sonrisa ingenua y fuerte, con su cabeza dura, Vero ha sabido respetarlo, apoyarlo y aprender de él, tenderle una mano cuando el cansancio se imponía, prestarle oídos cuando llegaba la noche. Su vínculo estaba hecho de esa clase de intimidad que solo puede nacer entre hombres; las mujeres son distintas, las mujeres no lo entienden. Tienen vidas de espera y aburrimiento si son ricas, de trabajo y poco sueño si deben preocuparse por salir adelante. No disponen de tiempo para las palabras, para explorar los confines del corazón. O puede que tampoco tengan ganas de hacerlo. Los poetas cuentan que la mujer vive en el interior, y el hombre, en el exterior; que ellas, cuando se enamoran, sueñan el inicio de un viaje, mientras que ellos, entre los brazos de su amada, encuentran un puerto seguro. Todo mentiras: Prisco ha conocido a suficientes mujeres para saber lo que piensan «de verdad». A todos les gusta joder, las mujeres no son una excepción. Pero un hombre, a veces, no puede evitarlo. Una mujer puede esperar. Ahí está la maldita diferencia. Quien puede posponerlo, quien puede permitirse pasar la vida esperando, como la maldita Penélope de Ítaca, no necesita el verdadero amor.

Sólo quien arde, en cambio, ama de verdad.

«Quien arde muere».

El hombre de hielo siempre pensó que era inmune, pero el fuego, al final, lo ha atrapado. El fuego siempre te encuentra. Vero se fue abriendo paso poco a poco, como la gota en la roca milenaria. Ha tenido paciencia y malicia, ha respirado y apretado, ha sido inconsciente.

Lo ha trastornado, raptado, removido como el lecho de un río después de un desbordamiento. Y el corazón de Prisco, desde que lo conoció, no ha vuelto a ser el mismo.

Julia cayó del cielo para complicar las cosas. Julia, maldita chiquilla consentida, rica putita atolondrada.

Eso es lo que hacen las mujeres, tanto les da quién eres o qué deseas. Llegan, arrasan, aman, se dejan amar, rompen corazones, desaparecen. Dejan un desierto a su paso y tú tienes que volver a juntar los pedazos. Si piensa en las noches de insomnio que ha pasado desenredando la madeja emotiva que le oprimía el corazón, Prisco pierde la razón. Apuesta a que Julia, en todos esos meses enfermos, no ha perdido ni una hora de sueño.

Vero, sin embargo, su Vero, ha perdido la cabeza.

Primero la rabia, los celos sin sentido. Después la distancia, la violencia. Al final, la muerte de Sergio. Una gilipollez detrás de la otra, la vida entera echada a perder.

Prisco sabe que hablar de ello lo estropearía todo. Sabe que el disgusto que sentiría su amigo sería superior al dolor por alejarse de él. Por eso ha decidido marcharse, ha puesto los sentimientos en la balanza y ha decidido que sería más fácil que Vero lo odiase.

Desaparecido sin despedirse. Esfumado, olvidado.

«Adiós para siempre».

El sol es amable, las piedras de Capua resplandecen mudas, apenas teñidas de barro y musgo.

Prisco siente que el peso del pecho se desmorona. Inspira el aire salado y saborea la entrada en el Ludo del Tridente.

El recinto es sobrio y poco llamativo: una puerta de madera y una arena modesta. El carro de Lucio transita sin problemas. Un tipo de mediana edad espera al mercader, con la barba larga, el vientre hinchado, el pelo desgreñado de quien no tiene tiempo de arreglarse como una mujer. Es el amo del tinglado, el lanista, el hombre al que todos llaman Daimon. Tiene una jeta espantosa, pero hay algo que conquista en esa sonrisa desdentada.

O al menos eso es lo que le parece a Prisco mientras Lucio despacha las formalidades y cobra lo que le corresponde por la venta del galo. Durante la breve transacción, Daimon no deja de lanzarle miradas interesadas a Prisco, repletas de sonrisas privadas de incisivos. Quien no cambia de expresión —aunque, si lo hiciera, sería imposible verlo tal y como va ataviado— es el andábata ya vestido para la arena que acompaña a Daimon. Grebas y manica de cuero y trapos, un enorme escudo semicircular de hierro forjado, gola reglamentaria y, en la cabeza, un enorme yelmo ciego. Sin ranuras, ni rejilla, ni visera: un único vaso de metal robusto que impide la visión al guerrero.

El andábata es tal vez la figura más desgraciada del arte gladiador. El guerrero solo lucha contra un adversario idéntico, igualmente «a oscuras». Los combates son auténticos zumos de miedo: los dos contendientes se juegan la vida en medio del vocerío absurdo de la muchedumbre exaltada y ni siquiera pueden contar con el más útil de los cinco sentidos. Los mandobles, en la oscuridad, llegan de cualquier parte. El sudor embadurna la cara bajo el yelmo oscuro, los ruidos se confunden. Entre un zarpazo y una acometida se pasan el tiempo intentando golpear la nada y huir del golpe funesto. Y el enemigo está en las mismas condiciones, obligado a tantear con ferocidad y sin puntos de referencia en busca de un corazón palpitante.

Algunos guerreros se especializan hasta tal punto en el arte de no ver que, una vez obtienen la libertad, emprenden la carrera de ladrón. Nada como la vida triste y lamentable del andábata entrena mejor para la noche.

El gladiador sin ojos de Daimon se queda al lado del amo, con el gladio bien sujeto en el puño derecho. Prisco no entiende qué está haciendo ese tipo inútil y espantoso en la puerta de entrada al ludo. Pero el lanista no le da tiempo de que se lo siga preguntando. Se le acerca, abre la jaula, continúa sonriendo y entonces Prisco también sonríe. La situación es extraña, pero por un instante le parece encontrarse en familia.

Daimon no dice nada, le propina un golpecito en el hombro y su sonrisa se transforma en carcajada. Una carcajada estentórea y contagiosa. El galo también se echa a reír, contagiado por el propietario de la escuela, que cada vez se ríe más fuerte y sigue dándole palmadas en hombros, pecho y espalda.

Carcajadas, vigorosas y explosivas, como las que proceden de una taberna el día dedicado a Saturno. Tan fuertes que tienen que sujetarse la tripa, tan francas que hacen que se les suelten las lágrimas.

Ríen y lloran juntos, Daimon y el esclavo. El único que se queda impasible es el andábata con su cabeza de hierro. Pero de repente Daimon el hirsuto deja de reír. De golpe se pone serio, sin ninguna razón. Mira sus pupilas de fuego reflejadas en las del guerrero recién llegado y dice con voz formal:

—¿Te llamas Prisco, no es cierto?

El galo se traga con esfuerzo los últimos rastros de risa. Con las mejillas coloradas, embadurnadas de lágrimas cálidas por el exceso de buen humor, el estómago ligero, contesta con voz cristalina:

—¡Sí, mi señor!

Daimon se vuelve hacia el andábata y le pone una mano en la cabeza.

La orden es apenas perceptible, pero el esclavo no duda en ejecutarla. Asesta un cabezazo en la nariz de Prisco con toda la fuerza de que es capaz.

Prisco se desploma en el suelo, la cabeza le da vueltas.

Daimon lo mira de arriba abajo.

—¡Bienvenido a Capua, gran pedazo de mierda!

El asalto es despiadado.

El instinto lo llama a reaccionar, pero a Prisco no le da tiempo. Daimon silva poniéndose el pulgar y el corazón en la boca y de la nada aparecen dos gigantes. Tienen los brazos esculpidos con marcas negras. Serpientes dibujadas, enroscadas en los músculos desde el hombro hasta la muñeca, dispuestos a devorar a cualquiera que se atreva a acercarse. En la derecha llevan una fusta cada uno, apalean a Prisco a patadas haciéndolo rodar hasta el interior del ludo y después empiezan a azotarlo a más no poder. El andábata, mientras, vaga a ciegas en busca de la presa, la olfatea y la oye. La llamada de la carne lacerada por el cuero es inconfundible. Los gigantes tatuados se emplean a fondo, es como si sus brazos todavía quemaran por el dolor causado por la hoja y la ceniza. En toda África septentrional, el arte de la escritura sobre la piel es casi tan antiguo como el de la pluma sobre el papiro. Los maestros del negro turbio componen auténticas obras de arte, son capaces de ilustrar épocas enteras encima de los más valientes.

Los titanes golpean y Prisco recibe, incapaz de hacer nada. El cuero de los azotes le marca la espalda.

Sin embargo, a un gesto de Daimon, la ofensiva se detiene.

Ahora todo es silencio. Solo se oye el eco de los pasos del andábata, que atiza mandobles fácilmente evitables.

Prisco se yergue, vuelve al lado de su señor, el cual le tiende una espada y un yelmo ciego. Quiere que se transforme en un adversario sin ojos para el oscuro guerrero.

—Lucha —le dice. Y lanza el equipo a la arena. A continuación conduce al andábata al centro del círculo de arena y espera a que Prisco acabe de cubrirse.

«Una locura».

Prisco se ha precipitado en el fondo oscuro de una pesadilla. Creía que escaparía de su mal huyendo lejos.

«Pero no se puede huir de uno mismo. Ya deberías haberlo aprendido».

Ahora, como siempre, es vida o muerte.

«O ganas o mueres, Prisco».

El galo se calza la barbuta intentando ignorar el tormento de su espalda martirizada. Siente que la fiebre le ataca la garganta, más deprisa que el veneno de una víbora de Egipto. Pero no hay tiempo para la misericordia, ni para diagnósticos apresurados. Es hora de tomárselo en serio.

—¡Lucha, carroña! —repite Daimon.

Y empieza la fiesta.

Prisco se tambalea en la oscuridad. No ve nada y todavía siente menos, los sentidos se obturan con los golpes, las voces guturales se filtran bajo el casco sin visera. El primer mandoble lo alcanza justo en la cabeza. El mundo vibra y hace daño.

Metal contra hueso.

Retumbo infernal.

El adversario lo ha descubierto, ahora tendrá que correr. Prisco insinúa algún paso, pero por lo que parece va en la dirección equivocada porque acaba encima del enemigo, que tropieza como un potrillo recién nacido.

Ambos se desploman en la arena. La lucha es un asunto de codazos y de estrujar los cojones. Uñas que se clavan en la carne, golpes, el corte de la hoja en la pantorrilla. Después, finalmente, alguien acude a separarlos. Los vuelve a poner de pie.

Ya están el uno frente al otro. Ahora o nunca: Prisco dibuja en su mente una representación de la corpulencia de su adversario. Imagina su posición, el balanceo incierto de los que no ven. Empuña el gladio con la derecha y piensa en el plexo solar. Después, sin previo aviso, se lanza al ataque, la hoja baja, sujeta con las dos manos. De abajo arriba, como si no necesitara los ojos para ver.

La barriga del contrincante está justo en el lugar que esperaba que estuviera, el arma agujerea epidermis y carne blanda como si fuera mantequilla. La punta viaja con suavidad en medio de la sangre, encuentra el diafragma y lo rasga, penetra en el corazón y lo detiene para siempre.

El grito apagado del adversario es tremendo, Prisco lo «oye», aunque el hierro le tapa los oídos. Cuando capta el batacazo en el suelo, sabe que se ha terminado. Se levanta el yelmo y cae de rodillas.

Ve que se ha metido en un lío, pero por lo menos está vivo.

Prisco es demasiado listo y experto para no saber que matar a un gladiador durante un entrenamiento es un pésimo negocio, especialmente si eres el último en llegar a una escuela que acoge a las nuevas adquisiciones a latigazos. Tal vez hubiera sido mejor haberse dejado matar por el andábata, al menos habría muerto en combate.

En cambio, las cosas han ido de otra manera y las fuerzas que le quedan son tan pocas que el galo espera paciente la ira del lanista con la cabeza gacha.

Pero Daimon lo sorprende una vez más. Vuelve a silbar de aquella manera curiosa, con los dedos en la boca como un pajarero, para convocar a un par de untores y al médico de la casa, les ordena que se ocupen de Prisco y vuelvan a ponerlo en forma.

Cuando los siervos le preguntan si también quiere que se lleven el cadáver, Daimon los mira como si acabaran de preguntar si le apetece tragarse una taza de meado. Los masajistas captan la indirecta y dejan al pobre andábata con el corazón partido en el centro exacto de la arena.

Prisco no tiene suficiente fuerza para preguntarse cómo será su futuro en esa cueva de locos. Deja que la medicina haga su sucio trabajo, que la aguja de oso y la tripa cierren los desgarrones del cuero, que los dedos vuelvan a poner los músculos en su sitio y los ungüentos revitalicen la piel. Después de media hora de tratamiento y un enjuague superficial, junto con una revitalizante ración de caldo de gallina, el veterano es llevado de nuevo ante Daimon.

El lanista está donde lo había dejado, en el centro del coso de arena y madera oscura. Alrededor del cuerpo muerto del andábata ya se ha congregado un enjambre de moscas que darían envidia a las ciénagas del Ponto. Prisco se pregunta si el amo querrá infligirle un castigo ejemplar justo después de haber hecho que lo curen. No le sorprendería, hace menos de una hora que lo conoce y ya se ha dado cuenta de que está loco.

—Tú debes de tener la cabeza metida en el culo, muchacho. —Daimon carraspea. No promete nada bueno.

—¿Señor? —dice Prisco inclinando ligeramente la cabeza.

—Vaya manera de presentarte: llegas, casi no has tenido tiempo ni de saludar y ya has matado a uno de los míos. ¿Quién te crees que eres, estúpido galo?

El lanista saca de la bolsa una hacha de forma extraña. Se parece a una gran espátula, con el filo dentado y la hoja plana y enorme: un rectángulo de tres palmos por dos. Un instrumento horrible.

«Ya estamos».

A Prisco no le apetece discutir más. Si Daimon quiere acabar con él, que se dé prisa, él ya tiene suficiente por hoy. Se arrodilla, agacha la cabeza y dice en voz baja:

—Tu humilde servidor, amo. He seguido la orden que me has dado. He luchado lo mejor que he podido, dentro de mis posibilidades. Te ruego que perdones mi exceso de celo. O que lo castigues de la manera que consideres más conveniente.

Daimon se queda serio durante un rato infinito.

Granos inagotables fluyen por el reloj de arena de la mente de Prisco, hasta que el rudo barbudo desenvaina otra vez aquella risotada de borracho y berrea:

—Levántate, inútil. Levántate y échame una mano.

Prisco lo hace, después ayuda a Daimon, que no suelta el hacha, a transportar el cadáver a un cobertizo con el techo de paja. Está cerca de las edificaciones en las que, presumiblemente, descansan los guerreros de la escuela, y no lejos de otro recinto, cercado por robustos postes de roble y sólidas puertas, del que proceden unos rugidos espantosos.

Daimon y Prisco colocan con cuidado al muerto sobre un camastro con manchas oscuras, después el lanista le dice a Prisco que se mueva a un lado y coja una gran tina que está en el rincón. Mientras Prisco la arrastra hasta la mesa, Daimon exclama en voz alta:

—No es una gran pérdida, después de todo. Este pobre bastardo hacía casi seis meses que se había quedado ciego. Ya no servía para nada.

Y sin ningún remordimiento rebana el brazo del muerto, que cae con un ruido repugnante en la tina.

Prisco ni siquiera nota que lo asalta el vómito. Echa el alma directamente al suelo. Mientras tanto, Daimon y su hacha espantosa siguen haciendo su trabajo con rodillas y codos, pies, cabeza y muslos.

Un jodido baño de sangre.

«Lo está haciendo pedazos».

Y mientras lo hace, se ríe.

No se preocupa del estómago de Prisco ni del vómito que pringa el suelo. Está embadurnado de sangre de la cabeza a los pies.

Prisco tiembla, no estaba preparado para algo así. ¿Quién podría estarlo?

Cuando Daimon acaba de poner los trozos del muerto en la tina, vuelve a silbar. Los dedos sucios manchan la barba canosa. Dos hombres robustos acuden con cubos de agua y esponjas. Lo limpian del rojo, le quitan las manchas de la piel pintada de muerte frotando con vigor.

Mientras tanto, Prisco devuelve un par de veces más. El hedor en la casucha es insoportable.

De detrás de las puertas atrancadas, el rugido es cada vez más intenso.

Cuando se repone, Daimon conduce al galo ante la entrada cerrada. Hace una señal a los hombres para que lo sigan con la tina de carne humana.

—¿Lo ves, muchacho?, la muerte no siempre va mal… Ni siquiera aquí en la escuela.

Los siervos abren el portón y Prisco ve una sucesión de jaulas que a duras penas contienen un poderoso ejército de fieras sedientas de sangre.

Tigres y leones, sobre todo. Pero también alguna sinuosa pantera y un maldito guepardo.

El Ludo del Tridente está atestado de sorpresas.

Daimon, goteando después de haberse lavado, dice a los siervos que dejen la tina en el suelo. Coge una mano del que hasta hace poco era un gladiador y la tira al primer tigre. La bestia desconfía, pero tras un gesto del amo empieza a mordisquear hueso y piel, dando lengüetazos a la sangre fresca que fluye de las falanges.

—Todo el mundo cree que las fieras nacen para comerse a los hombres. Nada más falso.

Arroja otro pedazo de carne a la boca de un león, que lo coge al vuelo y muerde con gusto.

El lanista continúa así, el estómago de Prisco vuelve a retorcerse.

—Las bestias salvajes desprecian la carne humana. Y, si pueden, rehúyen al hombre. Lo ven como a un depredador peligroso, mucho más astuto que los competidores que suelen encontrar en su entorno.

Daimon está serio. Parece un licenciado en ciencias naturales. Y, sin embargo, es solo un asqueroso criador de asesinos.

Ahora le toca el turno a la pierna derecha del desgraciado. La pantera la descarna sin muchos miramientos.

—Hay que hacerles pasar hambre, enseñar a estos animales a que nos teman, estirar sus estómagos recelosos mediante rabia y ayuno. Y, después, alimentarlos con carne fresca.

Prisco vuelve a vomitar. La situación es sencillamente insostenible.

La muerte está por todas partes.

Daimon acaba de repartir la horrenda comida, asiste al espectáculo atroz de las mandíbulas moviéndose al unísono, mientras decenas de ojos salvajes lo escrutan agradecidos y temerosos.

—Hoy es un día especial para mis bichos. No es habitual zampar chicha de gladiador. Sería demasiado costoso, ¿no estás de acuerdo?

Prisco sí lo está. Sin duda.

Entretanto, se dobla sobre sí mismo y saca las tripas. Arcadas solitarias, el estómago está más vacío que los bolsillos de un mendigo en el desierto.

Daimon continúa, como un retórico paciente que se las ve con un alumno cabezota.

—Gracias a los dioses, el mundo está lleno de pobres bastardos, condenados, muertos de hambre, niños abandonados. A mis gatitos les vuelven locos. La carne humana sabe a pollo, ¿lo sabías?

Nada, Prisco no dice nada.

El horror llena cada poro de su piel.

Daimon se permite una de sus risotadas groseras, después termina la lección.

—De todos modos, para estos felinos el sabor es solo el primer obstáculo. Después viene el miedo. Una cosa es zamparse un aperitivo exótico en un lugar tranquilo… —Hace una señal a los siervos para que cojan los «hierros». Estos agarran un collar de metal unido a un bastón y lo amarran al cuello de un león enfadado. A golpes de látigo y verga, lo arrastran hacia afuera para conducirlo a la arena. Tienen que hacerlo entre cuatro, mientras Daimon no deja de chasquear en el suelo su fusta para mostrar al rey de la selva quién manda allí.

Prisco sigue al lanista al centro del disco de arena, donde ya están dispuestos seis gladiadores completamente equipados, con las protecciones sujetas a las carnes blandas. Empuñan picas aguzadas y esperan mostrar algo de modales a la bestia.

—… y otra cosa muy distinta es luchar en medio del estruendo de un anfiteatro. Rodeado de miserables que te arrojan cáscaras de avellana y gritan más que un judío en los días de calentura.

«Sean lo que sean los jodidos días de calentura».

—Si no los entrenas como es debido, estos mininos acaban ignorando la presa. Se esconden en un rincón y adiós muy buenas al precio que has pactado con el editor.

Daimon se vuelve de golpe y asesta un latigazo en la cara del león. El cuero hiere la carne del hocico en profundidad. La bestia gruñe, a los cuatro siervos les cuesta mantenerla en su sitio.

—Por eso me gusta verlos enfadados. Sé cuidar de mis inversiones. —Se sienta en las gradas e invita a Prisco a hacer lo mismo.

En el área destinada al enfrentamiento, empieza el torneo. Los gladiadores, por turnos, punzan a la bestia mientras los siervos intentan bloquearla de todas las maneras posibles. Su rabia aumenta con cada golpe y, cuando puede, ataca con las feroces zarpas capaces de arrancar la cara a un cíclope.

El tratamiento dura media hora, los guerreros del Tridente trabajan con pericia. Cuando el león alcanza la cumbre de la ira, otros tres sirvientes aparecen de la nada y le ponen una capucha de hierro en la cabeza. Cota de malla retorcida a mano, anilla tras anilla. Artesanos infatigables se han consumido las huellas dactilares a fuerza de plegar el metal. Encapuchar a una fiera ávida de muerte no es ninguna broma, pero el personal está adiestrado. Cuando los colmillos del monstruo están finalmente a salvo, un gladiador se acerca. Es más menudo que el resto, pero sabe lo que se hace. Con una pesada vara asesta cuatro golpes al minino en la base del cuello, lo suficiente para ponerlo a dormir. Una vez desvanecido, la cuadrilla de esclavos lo coge y lo traslada a la jaula, donde lo dejarán sin comer tres días más. Y después, otra vez a la arena.

—Cuando lleve estas bestias al Anfiteatro, no se podrán creer que puedan desahogarse con los malditos cristianos. Les dará una indigestión.

El gladiador que ha dejado al león fuera de juego se acerca a Daimon. Lleva protecciones que le cubren el ochenta por ciento del cuerpo, es un espantapájaros relleno. Primero se quita las grebas, después las manicae.

Prisco se sorprende al ver unos brazos muy delgados, aunque claramente musculosos. Pero no es hasta que el guerrero se quita la loriga de entrenamiento que Prisco «se da cuenta».

La sorpresa es una bofetada en la oscuridad, el seno desnudo explica una historia inesperada. El yelmo integral cae al suelo y el luchador revela su auténtica naturaleza. Una muchacha rubia saluda a Prisco y a su amo con aire insolente.

—¿Tú qué dices, Valeria? ¿Quieres mostrar al recién llegado que hasta las mujeres, en el Ludo del Tridente, tienen los cojones que echan humo?

Valeria sonríe con el rostro cubierto de sudor, es sencillamente bellísima.

—Será un placer, mi señor.

Se arregla un poco el subligaculum, el taparrabos reglamentario, se ata una cinta a la rodilla derecha, embraza un escudo y una daga curvada. Sale a la arena desnuda y feroz. Prisco siente curiosidad por saber qué clase de adversario le tocará en suerte. La lucha con un hombre sería impar, seguramente habrá más gladiadoras por allí. El galo ha oído hablar de ellas, era una de las fantasías más recurrentes en las obras, asistir a un espectáculo de mujeres guerreras. Pero nunca se lo había creído «de verdad», pensaba que eran mentiras de vocingleros, tonterías inventadas para embaucar a los escépticos.

«Y, sin embargo…».

Prisco se pregunta si la bella Valeria es una esclava. Si también ella vive en el ludo y cómo lo hace para defenderse de los dioses de la arena que llenan el cuartel día y noche. Después recuerda que la muchacha acaba de apalear a un león y se imagina que puede defenderse sola.

«O al menos correr el riesgo».

Daimon parece leerle el pensamiento, conoce esa reacción, todos sienten curiosidad cuando ven a Valeria. No como con los leones y las panteras. Ella es el auténtico tigre del Ludo del Tridente: senos pequeños y duros, pezones prepotentes, un culo que daría envidia a la estatua de Apolo, alto y compacto como el de algunos libertos que enamoran a los emperadores. Pies menudos y sonrisa de marfil. Por no hablar de esa cascada de ondas del color del trigo que haría cambiar de idea incluso a los que piensan como Prisco acerca de con quién tenderse en el tálamo.

—Valeria es libre —explica el lanista—. Es hija de un rico constructor de barcos. Su madre murió cuando todavía era un bebé, su padre la crio como un varón, no sabía qué otra cosa hacer. Cuando cumplió dieciséis años, la dejó aquí en Capua en la villa de la familia, con tanto dinero a su disposición que le permitía aburrirse de la mañana a la noche. Valeria empezó a frecuentar el ambiente de los juegos pero no se dedicaba a apostar, a ella le gusta la acción. Cuando lo comprendió y se sintió preparada, vino a verme para pedirme que le echara una mano. Yo intenté disuadirla de todas las maneras, pero no quiso atenerse a razones. Se entrena en su propia casa con un hombre de los míos, Baldino, un exdoctor sin cojones (no es una manera de hablar, los perdió en su último combate hace cinco años, pobre bastardo) procedente de Alepo. Aprende deprisa, está bastante bien dotada. Y tiene un montón de rabia reprimida que desahogar. Se exhibirá en los juegos de Roma, ¡al emperador le entusiasmará!

—Perdóname, señor, pero ¿con quién lucha? Por muy fuerte que sea, hacer que se enfrente a un hombre sería absurdo.

Daimon sonríe.

—Cada pie tiene su zapato, muchacho… —dice, después silba tan fuerte que lacera los pobres tímpanos del galo y grita a pleno pulmón—: ¡Milooo!

Y Milo hace su entrada.

Con el equipo de tracio, yelmo, manica y escudo cuadrado. Sica, grebas y hasta un pectoral de bronce. Pero todo escandalosamente pequeño.

Milo parece un niño con el disfraz de guerra.

Aunque su cara refleja otra historia.

Milo es enano.

«Un enano cabreado a muerte».

Aparece por el pasillo que lleva a la arena trotando como el semental de Alejandro el Grande y se abalanza sobre la rubia con ferocidad asesina. Valeria lo esquiva y desliza la hoja sobre el clípeo del adversario.

«Chispas».

Milo está de nuevo en guardia, se lanza sobre los talones de la luchadora, los rasga con la sica, Valeria grita y le da una patada que le hace volar el yelmo en medio de la arena.

Los dos se zurran con todas las de la ley, cuerpo a cuerpo. Es un juego de escudos más que de hojas, golpe y respuesta en una danza inconexa, visceral. Una fuerza magnética los atrae y los repele, el enano y la muchacha bailan la muerte que sabe a sal y a sudor.

Él quiere hundirle la espada pero ella lo mantiene a distancia, suda y hace rechinar los bonitos dientes ordenados. El enano consigue hacerle algún cardenal en los muslos.

—Tengo muchas ganas de clavártela —le dice agitando la hoja curvada.

Valeria sonríe.

—Ah, ya estoy mojada…

Milo pone los ojos como platos y abre la boca.

«Error garrafal».

La gladiadora hace una voltereta sobre sí misma y le asesta un sablazo en la mano derecha al adversario.

La falange del enano gira en el cielo de Capua antes de estrellarse en el suelo, embadurnada de arena cruda.

—¡Puta asquerosa! —grita el medio hombre, mientras se rinde de rodillas sujetándose la mano herida y descubriendo el cuello.

Valeria no tiene más que colocar la hoja sobre la yugular y volverse hacia Daimon.

El lanista ya está de pie y se despelleja las manos.

—¡Sea alabada para siempre Valeria la grande, Reina de los Enanos!

Todo el ludo acoge la victoria con un estruendo de aplausos y risotadas. Valeria se inclina, después ayuda a Milo a levantarse. Este está encolerizado pero la deja hacer, y juntos se retiran charlando sin parar por el pasillo por el que ha salido el ratón.

Prisco se toma un minuto para poner en orden los pensamientos. Mujeres armadas, gente hecha pedazos, animales salvajes. Ha viajado encadenado creyendo que huía de la absurdidad de su corazón mortal, pero la vida sabe ser más cruel que el amor.

Daimon lo despide y Prisco se larga a encerrarse en el dormitorio. Su nueva casa lo espera, su alma está tan vacía como su maltratado estómago. Lo echa de menos todo de su antigua vida.

Echa de menos a Vero. Desaparecido para siempre.

Antes de llegar a su destino pasa por delante de los baños donde Valeria, desnuda como vino al mundo, está con los muslos abiertos bajo un chorro de agua helada. Delante de ella, empapado en sudor, Milo se emplea a fondo lamiéndole la cerecita. La sangre que pierde de la falange rebanada se mezcla con el agua pura, pero no parece preocuparle. Valeria lo coge por el pelo y sigue gritando:

—¡Eres un niño malo! ¡Sucio y malo!

Prisco pasa de largo y nota que la tristeza le ciñe los hombros como un sudario pesado. Se acurruca en el jergón un instante antes de que el encargado de las celdas cierre los barrotes y lo deje con sus pensamientos.

Al otro lado de la ventana, un sol desmañado y magullado se desliza bajo tierra sin hacer ruido.

Ahora está solo.

Extraviado y herido al otro lado de las líneas enemigas.

«Solo».

Como nunca antes se había sentido.