El que tiene dinero con buen viento navega.
PETRONIO,
Satiricón, CXXXVII
Roma, junio de 80 d. J.C.
Hoy es un día de fiesta.
Una jornada mágica, se adivina por los primeros rayos de sol, tan cálidos que se convierten en promesa de verano. Lo anuncia el mensajero imperial, que aporrea la puerta con la aldaba hasta que despierta al amo.
Decio Hircio ha dormido mal, se ha pasado la noche soñando con serpientes y picaduras de tarántula en los cojones, a saber por qué. El lanista vive de manera permanente en el Ludo Argénteo desde que volvió a Roma.
Se despierta empapado en sudor y corre a la puerta. Le encantaría comprar algún esclavo para ese tipo de tareas, pero le da miedo que los hombres puedan pensar que se está haciendo viejo. O, peor aún, que ya no tiene el vigor de antes. Además, un exceso de servidumbre en las dependencias de alguien es el primer e inequívoco paso hacia la homosexualidad declarada.
De modo que acude él mismo, si no el desgraciado echará la puerta abajo con tantos golpes. Abre con ímpetu la sólida madera de par en par con la férrea intención de decirle cuatro cosas al ruidoso madrugador pero, cuando advierte los símbolos del Imperio en la ropa del emisario, una sonrisa astuta le asoma a la cara.
El mensajero es expeditivo y no está acostumbrado a disculparse ni a pedir permiso. Después de todo, está allí por mandato del soberano.
—El emperador Tito vendrá a visitar tu escuela acompañado de su hija. En la hora quinta o cuando a él le parezca, en cualquier caso no más tarde de que el sol se encuentre en la mitad de su recorrido. Prepárate para recibir un honor tan grande, Decio de la casa de Argento.
Hircio se sobresalta, se inclina, aferra la diestra del mensajero y le mete un puñado de ases en el bolsillo. Este lo mira con disgusto pero no le devuelve el dinero y se va haciendo repiquetear las sandalias polvorientas. Y entonces empieza el trasiego.
El lanista corre como un loco por los pasillos de la escuela levantándolos a todos de la cama. La llegada del emperador está prevista para dentro de cuatro o cinco horas. Y hay muchísimo que hacer.
Atón hace formar a los hombres en el patio, mientras Hircio reúne al médico y a los untores y manda llamar a esclavos a sueldo para que limpien de arriba abajo el ludo.
Un cuartel no es precisamente el lugar más adecuado para recibir a majestades imperiales, a pesar de que en la historia de Roma han sido muchos los monarcas aficionados a las luchas de gladiadores y a sus héroes.
Por lo menos en el Ludo Argénteo hay un local destinado a «recibir»; está claro que no es un salón de festejos, pero es lo bastante amplio para colocar un par de triclinia, braseros de bronce brillante, amplias mesas dispuestas y algún espejo colocado con arte para crear una ilusión óptica de la sala y hacerla parecer infinitamente más grande. El salón se encuentra en la planta noble de la escuela, la misma en la que se sitúan las habitaciones de Hircio. Y se asoma sobre el amplio balcón, transformado para la ocasión en el palco de honor. Desde allí el emperador podrá presenciar cómodamente los combates que el amo del ludo organice en su arena.
Coincidiendo con la hora quinta llega el señor del Águila, sin un instante de retraso.
Tito Flavio Vespasiano tiene aspecto cansado. La cara larga de quien tiene demasiadas preocupaciones, los ojos hinchados por el insomnio, el pelo cuidado. Como corresponde a su categoría.
Va vestido de manera nada llamativa, pero el tejido con el que está hecha su ropa es pluma y siroco, hilado divino. La túnica amplia, azul cobalto, perfila su corpulenta figura, la lleva sujeta a la cadera con un buen cinturón. Cuero de Bitinia, cincelado a mano. La hebilla es una cabeza de lobo. En los pies, sandalias claras, con la pala de cuerda crujiente. Brazaletes de latón siguiendo la moda del momento le cubren toda la muñeca. Encima de la túnica, una loriga ligera, también de cuero oscuro, ricamente ilustrada. A Tito no le apetecía nada ponérsela, pero su hija ha insistido:
—Tú eres el poder personificado, padre. ¡Roma entera tiene que saberlo!
«Roma entera ya lo sabe, rizos de oro…», le habría gustado contestar al emperador. Pero discutir con su hija de buena mañana está entre las diez cosas que Tito más odia en el mundo, junto con las alcaparras y los paseos por las laderas de las montañas. De modo que la ha complacido. Siempre la complace.
La muchacha es menuda y bellísima. Lleva la cabeza cubierta con un chal de seda que desvela transparencias preciosas bajo el sol y deja brillar la cabellera rubia bajo los rayos ardientes de mediodía.
El traje delicado se le ciñe ligero como una extensión de pétalos de rosa, los tobillos finos contenidos por las sandalias trenzadas la hacen etérea.
En el patio de la escuela, los gladiadores están formados en orden, vestidos de hierro para las grandes ocasiones. El metal bruñido resplandece, los guerreros están en formación con su aspecto poderoso, manicae y grebas en su sitio, el yelmo bajo el brazo, listos para derramar sangre y arrancar una sonrisa al emperador.
Cosmo, Tormenta y Bato están con la boca abierta contemplando la inocente belleza de la primogénita de Tito Flavio Vespasiano, señor de Roma. Pero son Vero y Prisco los que notan un escalofrío en la base de la nuca cuando la muchacha se baja el chal y muestra su identidad: es Julia.
El nombre resuena en la cabeza del galo y del britano como una campana rota.
«Julia».
El principio del fin, la grieta, la discordia.
«Julia».
El amor loco, insensato.
«Julia».
La hija del Imperio.
«Julia».
El amor imposible.
Un océano de pensamientos sacude a los gladiadores mientras toda la casa aclama al poder.
Tito los bendice con un gesto de la mano.
Julia saluda y finge timidez. Tiene el descaro de los dieciséis años y un destino de oro y lágrimas saladas pegado encima. Su sonrisa es un germen que agujerea la tierra, sueños rotos, promesas que se lleva el viento.
Prisco siente que el odio se le insinúa entre diente y diente, aprieta la mandíbula cabreado hasta notar que se le estrían los incisivos. Y, sin embargo, no deja de sonreír, porque su papel así lo impone. Porque es un siervo, igual que Vero.
Vero está peor, está destrozado. Ha soñado con la noche del funeral. Ha acariciado el sueño indecente de que fuera para él; Julia, un nombre que calienta la piel y revuelve el estómago.
Se ha permitido fantasear, y un esclavo no debería hacerlo, pasado y futuro no son cosa suya. Ha soñado, mientras apretaba las caderas de la muchacha, que vivía a su lado. Que se despertaba y se acostaba junto a ella, listo para satisfacer todos sus deseos, dispuesto a protegerla al precio de su propia vida. Se ha hecho ilusiones de tenerla, danzando detrás de ella, de poseer sus secretos y su cuerpo, de haber entreabierto su corazón.
Pero ¿qué clase de futuro podría existir entre un siervo y la hija del emperador?
No hay mañana para los amantes feroces, la vida real reclama su precio.
Hircio no sabe nada, o simplemente no quiere saberlo. No es asunto suyo la manera en que sus hombres se las componen entre los muslos de la nobleza. Y los deseos de los ricos no tienen nada que ver con él, las babas plateadas del poder lo disgustan lo suficiente como para aprovecharse de ellas sin remordimientos.
Decio Hircio es un hombre de honor y de negocios.
Y no desaprovechará la oportunidad de ser el primero de los últimos.
«Hoy no».
—En ocasión de tu visita, oh, magnífico, que honra mi casa más que el sol de Apolo o que el favor de los númenes, permíteme ofrecerte un combate digno del señor del mundo. Mirmillón contra tracio, la quintaesencia de la lucha de gladiadores. ¡Vero, Prisco, preparaos!
Una orden seca, gritada sin titubeos.
Tito y sus ropajes extraordinarios se acomodan en el sitial recubierto de hojas de oro, en el centro del palco improvisado aunque brillante como un ojo. Julia se sienta a su lado, con la sonrisa maliciosa, y se muerde el labio a la espera del combate.
La muchacha no es de hielo, sabe lo que está sucediendo.
De la misma manera que sabe que es la causa de ese estremecimiento que nota claramente entre los dos hombres, «las mujeres lo saben». Pero la edad y la inconsciencia son alas de mariposa en el centro del huracán. Tormentas de arena que entintan el cielo azul del sentido común.
Julia no sabe lo que quiere, eso está claro.
Y, sin embargo, lo quiere todo igualmente.
Está junto a su padre y cruza las piernas, el camino que lleva al placer está cerrado con doble llave, en espera de la sangre, de la justicia de la arena.
Vero y Prisco se ponen el yelmo, salen a la arena dispuestos a hacerse daño.
Tienen buenos motivos para estar furiosos.
Unas excelentes razones para machacarse mientras les quede aliento en el cuerpo.
Prisco se odia a sí mismo y ama a Vero. Lo ama, ya no cabe duda. No como un hermano o un compañero de armas, sino como Venus manda a los corazones curiosos. Los celos lo sacuden cada vez que la mirada del britano se cruza con las pupilas transparentes de la hija del Imperio. Sabe lo que se agita en las entrañas de su sueño prohibido. Conoce el deseo que lo devora porque él lo siente continuamente. Adora y repudia ese fuego que consume a Vero desde la noche que lo perdió todo y la vida volvió a empezar.
Todavía no consigue entender lo que pasó con Sergio, pero recuerda las palabras que le dijo al hijo de la Isla el día que los reclutaron: «Hemos firmado un pacto con la muerte. Eso es lo que significa ser gladiador».
Siente lástima de sí mismo y de su pasión imposible, pero acepta su destino como un hombre. Y sabe que el camino lo llevará lejos.
Vero, por su parte, está encendido. Se maldice a sí mismo y a su soledad, al destino ingrato que se divierte separándolo de todos. Primero de Prisco, arrancado a la fuerza por la semilla de la rivalidad. Después de Julia, olfateada y perdida como el perfume de las flores en invierno, que despuntan en la nieve para morir congeladas.
La rabia de Vero es una bofetada a la razón; las ganas de luchar, el combustible eterno. Infinito.
Sabe que no debería tomarla con su amigo, y preferiría de largo luchar contra sí mismo, bajar a la arena contra su gemelo de carne y hueso, castigarse y castigarlo por lo poco que es. Pero la ley del hierro es igual para todos, el juramento del ludo lo impone.
Matar a los hermanos es el pan de cada día, la piedad es un condimento insípido para los días de ayuno.
A las armas, pues, que el mañana es una ilusión de mierda.
El silencio es un mordisco, una lona irreal.
Ese no es el decorado del martirio: la sangre merece el estruendo, la muchedumbre, el grito impetuoso.
Sin embargo, hoy no hay nadie.
Aparte del emperador, su séquito reducido y su hermosa hijita, claro está.
Aparte de los compañeros, los untores, el doctor y el amo.
Hoy la multitud está muda, luchan para sí mismos.
Vero y Prisco han tardado un poco en meterse en materia.
Las orejas zumban por culpa del silencio.
Incluso cuando están entrenando no existe la calma, los compañeros generalmente gritan, insultan a madres, hermanas y hermanos. Hasta algún viejo padre sale a relucir. En el fondo, el lenguaje soez forma parte del adiestramiento, refuerza el carácter, enseña a permanecer concentrado mientras todo se trastorna, hace que te acostumbres a estar en guardia. Si aprendes a esquivar escupitajos y ultrajes, la atención permanece alta, las acometidas dan menos miedo.
¿Qué es el hierro comparado con la palabra? ¿Qué clase de dolor puede causar un rasguño en la carne, comparado con un desgarrón en el alma?
Hay ofensas que minan la roca del inconsciente como gotas pacientes, Prisco lo sabe perfectamente. Cuando era pequeño, un solo insulto podía mantenerlo despierto durante días, atormentándolo más que las fiebres en los primeros fríos. «Cobarde».
Recuerda las llamas en la boca del estómago, el rubor en las mejillas, los puñetazos dados y recibidos. Conoce el poder devastador de la chispa en el pajar, es por eso por lo que no deja de repetírselo al único hombre al que ha amado nunca:
—Cobarde.
Vero hace rechinar los dientes detrás de la sólida visera de la barbuta. Está hirviendo, el calor lo ofusca, nota los ojos de Julia encima a cada movimiento. Tira mandobles a ciegas, de vez en cuando se topa con el escudo curvo de Prisco, solo para oírlo repetir la letanía demoledora:
—Cobarde.
Gota a gota, los nervios ceden, las acometidas se vuelven más decididas, desesperadas.
Prisco carga el golpe en las piernas, hace acopio de fuerzas codo a codo, como un muelle apretado. Cada parada es un progreso, el jadeo de Vero marca el ritmo de la guerra.
Cuando el britano está extenuado y necesita recobrar el aliento, Prisco, la serpiente de hielo, lo golpea. Solo una vez, de arriba abajo. La sica acierta el yelmo donde las dos cimeras se funden con el casquete, y rebana de lleno el del lado derecho. El estruendo es colosal, la cabeza de Vero está a punto de estallar. Siente el eco del golpe en el cráneo, la sangre caliente destilando del cuero cabelludo, el calor del hierro en la cara.
Se tambalea y echa espuma por la boca, cae rodando al suelo, se quita el yelmo y no debería hacerlo. La patada de Prisco le aplasta la mandíbula, la onda de hierro lo tumba.
Julia está exultante como corresponde a su rango, su padre aprueba con un gesto de la cabeza.
La chusma del ludo no puede contener el júbilo y lo aclama como Aquiles vencedor.
Prisco levanta los brazos, el corazón puro refleja el sol de justicia. El hijo de la Galia bebe la gloria y comete su primer error.
«Nunca se debe volver la espalda al adversario».
Vero tarda un poco en recuperarse del golpe; Prisco no es una niña y conoce todos sus puntos débiles.
Además, hoy, la verdad es que no hay ningún motivo para reservarse. Hoy es el día de la sangre.
El britano podría quedarse en el suelo y terminar así, pero preferiría hacerse empalar como Espartaco antes que ceder.
Aquí no. Hoy no. No delante de ella.
Se pone en pie de un salto con los ojos rojos de pura ira.
Resopla como un toro, la spatha sólida en la diestra, el escudo ya no lo necesita, se mueve a paso decidido por la arena ligera. Prisco no se da cuenta de que el lobo vuelve a estar de pie.
Vero le asesta dos estocadas memorables, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, dibuja un quiasmo furioso y sucio en la poderosa espalda de su amigo. Pero no tiene suficiente con eso, rasga rodillas y codos, aprisiona a Prisco en la arena. Ahora está encima de él, más rápido que un escorpión, no deja de herirlo con la punta. El filo de la spatha clava la mano derecha del galo en el suelo.
Prisco grita.
Normalmente las cosas no son así. Normalmente es Prisco quien tiene el control.
«Normalmente…».
Vero es pura maldad, su rostro, una máscara de sangre.
La cabeza le estalla cuando Julia se lleva las manos a la boca. Palpita por Prisco y su mano agujereada.
«Zorra.
»Jodida zorra imperial».
Vero rodea al galo inmovilizado en el suelo, empieza a darle patadas, lo golpea con tanta saña que hace que pierda el sentido.
Entonces levanta los brazos para recibir su abrazo.
El de sus compañeros hambrientos de mazazos.
Durante todo el tiempo que dura la ovación no deja de observar a Julia, que ahora parece mirarlo con otros ojos.
Incluso dice algo al oído de su padre, que le contesta apático:
—Si es lo que quieres…
Vero lee los labios sin esfuerzo.
Mientras tanto, no le ha quitado la vista de encima a Prisco. La serpiente tal vez se haya desmayado o tal vez solo lo aparente.
Se le acerca con cautela, le quita el yelmo con cuidado. Tiene los ojos cerrados, echa espumarajos por la boca.
Vero aferra la empuñadura de la spatha y la desclava del suelo; el hierro helado chirría al separarse de los huesos rotos de la mano del galo. Prisco se despierta gritando.
La escuela grita con él.
Ahora está encendido, arde de cólera como una estrella sin órbita. Se levanta como puede, haciendo palanca con la mano buena. Se lanza a la carga con todas sus fuerzas. Golpea con la diestra en la cara de Vero, golpea sin cesar.
El britano devuelve ráfagas a cambio de puñetazos, acierta en el abdomen del contrincante con los nudillos que aprietan la hoja. Rasga la piel de la barriga, heridas superficiales.
Siguen así durante un rato, hasta que el dolor, maldito bastardo, toma la delantera. Con el enésimo pinchazo, la sangre perdida y la mano hecha trizas, Prisco se tambalea lo suficiente para permitir que Vero se aposente sobre sus piernas y suelte un gancho que se lleva detrás el codo y toda la fuerza que le queda al gladiador. El antebrazo del britano golpea de lleno en el tabique nasal del galo y lo rompe.
Aliento de sangre, respiración entrecortada y salivosa.
«Prisco está en el suelo.
»Vero gana».
No hay más que decir.
En el aire cargado de gloria barata, aceite y sudor bajo los aplausos de la escuela, en los gestos benévolos del Imperio, en la sonrisa confusa de la única, en la mirada de oro puro de Decio Hircio, cabe toda la vida malgastada de Vero.
Señor de la nada, solo por un día.
Héroe del abismo, vencedor de quien lo quiere.
Eso es un adiós y él todavía no lo sabe.
El camino que lleva hacia abajo lo espera con los brazos bien abiertos. Sería mejor que fuera corriendo hacia Prisco, que despertara a ese hermano tendido en el suelo. Que le pidiera perdón y lo besara en los labios. Que creyera en él como los vates en el numen.
Sin embargo, ahora el britano de fuego es solo instinto salvaje, sangre que lo guía a los ojos de Julia, hacia su corazón cerrado con llave, con los pies descalzos sobre el maldito abismo.
Disfruta de la gloria, Vero.
El tiempo del dolor acaba de empezar.
Esa vez no es culpa de la noche. Ni tampoco del fuego.
Es que Vero no se encuentra a gusto dando vueltas por ahí emperifollado como un señorito, pero Decio Hircio ha sido inflexible. Y las órdenes del amo no se discuten nunca.
La invitación no ha llovido del cielo. Podían adivinarse las señales flotando en el ambiente; una visita del emperador no es algo que suceda todos los días. Pero que te convoquen en la corte es algo muy distinto; hablarán de negocios, Hircio está convencido de ello.
Se frota las manos mientras un sirviente se ocupa de sus hombros doloridos. El lanista, cuanto más se acercan los juegos, más lo somatiza todo: los músculos del trapecio son roca viva; la espalda, un grumo de fibras contraídas. Por la mañana se despierta con dolor de cabeza después de haberse pasado la noche haciendo rechinar los dientes, una fea costumbre.
Pero está en juego el negocio de la vida, el Anfiteatro ensanchará horizontes inimaginables para los de su oficio. El hecho de entrar en el círculo de las personas que cuentan significa clavar el diente en el fruto jugoso del mañana, cuando la competencia todavía está dormitando. Tito se fue satisfecho del Ludo Argénteo y su hija «insistió mucho» en llevarse a casa un pedazo de aquel extraordinario espectáculo.
De modo que el mensajero imperial, el que lo había sacado de la cama al amanecer, volvió al día siguiente, también al alba, para entregar a Decio una invitación oficial. Esa noche habrá un banquete en la corte, uno de los muchos que se celebran a la semana. Pero esa noche —solo esa noche— Hircio tendrá la oportunidad de deleitar a los invitados con su campeón. El palacio espera a Vero con impaciencia.
Sangre, dinero y buenas vestiduras van siempre de la mano en esos tiempos. Y ahí está preparada la túnica roja de las grandes ocasiones, los brazaletes de cuero engrasado atados a las muñecas, los zapatos untados de aceite, el bálteo cincelado. Hircio ha insistido para que Vero se pusiera una tiara modesta. Nada de afeminado, por favor, un simple hilo de bronce forjado con forma de serpiente arrastrándose alrededor de la nuca, rematado con un león rampante justo en la frente del guerrero. Un objeto de preciada factura que no desentonaría en la cabeza de la guardia de honor de un soberano de Egipto.
En resumen, una ropa lo suficientemente bonita como para que Vero se sienta incómodo. Camina despacio y a cada paso se coloca el taparrabos, que también es demasiado estrecho, exagerando quién sabe qué sorpresa.
—Date prisa —le dice Hircio mientras se aproximan a la meta.
Han cruzado la ciudad en silencio, aprovechando las últimas horas de luz. En general, las fiestas empiezan bastante antes del anochecer, tanto en Roma como en el resto del Imperio se cena entre la hora octava y la nona, a primera hora de la tarde. Pero esa no es una fiesta cualquiera en una casa cualquiera. La residencia de Tito no es como el resto del maldito Imperio.
Vero e Hircio se dan cuenta enseguida, desde el primer golpe de aldaba en la puerta. En vez de pomo hay una escultura de oro y bronce fundidos en un místico abrazo: el Águila y la Loba, símbolos del poder augusto, unidos en el círculo indisoluble del dominio.
El esclavo que acude a abrir lleva más joyas encima que una fulana copta.
Por la espalda de los dos huéspedes llega a la carrera una litera. Cuatro porteadores acarrean a un par de pomposos gordinflones vestidos de fiesta. Seda para ella, túnica blanca del Senado para él. Hojas de laurel entre el pelo gris, ¿qué tendrán que festejar? Ni siquiera saludan, están más preocupados por cómo dejan la parihuela en el suelo que por la educación, desconocida entre los de su clase. Otros siervos acuden para colocarles un escabel forrado de damasco y una estera ligera como el viento del Norte. Los opulentos hijos del Imperio bajan, conducidos unos pocos pasos por firmes manos de esclavos curvilíneos. Después se introducen en la tripa del florido monstruo.
La bacanal está a punto de comenzar.
El lanista y el gladiador siguen la corriente sin oponer resistencia, saben que son huéspedes de segunda clase. Unos afortunados que van a poder disfrutar de la luz púrpura que emana del corazón de Roma.
Cruzan el peristilo haciendo apnea, el panorama corta la respiración: la piscina para recoger el agua de la lluvia se parece a un lago en miniatura, rodeado por el abrazo de un jardín que sabe a bosque y a campo de Marte a la vez. Por todas partes se ven escenas de guerra en bronce y mármol pintado. Estatuas de semidioses desnudos como Júpiter los ha creado se dan caza a golpes de jabalina. Un pequeño bosque acoge las caricias de nobles parejas de carne y hueso, preparadas ya para el amor a pesar de que el sol todavía no se ha puesto.
Una manada de pavos reales orgullosos corretea por la hierba recién cortada, picoteando semillas invisibles. Un ejemplar macho se fija en Vero con desfachatez al confundir su túnica con una llamada a la vida. Exhibe la espléndida cola de falsos ojos, inclina el cuello plumado echando la pata derecha hacia atrás.
—¡Todo es asombroso en la casa del Imperio! —exclama Hircio, divertido.
A Vero se le está escapando el pipí, se ha olvidado de hacerlo antes de salir. Cuando llegan al atrio son recibidos por una nueva patrulla de siervos que los invitan a sentarse, entregándoles unas espléndidas servilletas de lino. El britano no sabe qué hacer con ella, la vejiga le aprieta pero no abre la boca. Se encuentra demasiado incómodo.
Los esclavos descalzan a los huéspedes y les lavan los pies manchados del polvo y el estiércol de las calles de la Urbe con agua perfumada. En el impluvium flotan pétalos de rosa, barcos a la deriva en la infinita quimera de la riqueza. Entre las constelaciones de flores desmochadas, deliciosas lámparas con forma de águila estilizada arden con inciensos de ultramar. Una hilera de columnas rodea la piscina, entre una y otra cuelgan paños encarnados, inmensas cortinas anudadas como chales parecen darse la mano en un corro infinito.
Con los pies limpios se razona mejor, la servidumbre ayuda a Hircio y a Vero a levantarse y los conducen a la sala del banquete. En una domus cualquiera se trataría de un breve recorrido, cuatro pasos a través de un pasillo ribeteado de recuerdos familiares: una espada del abuelo general, algún jarrón de terracota, una vela de Oriente. Pero en la casa del señor del mundo, el trayecto hacia la glotonería está constelado de admiración.
En los pasos subterráneos y en los tramos estudiados con arte para impresionar a los invitados, los siervos cuentan la Historia a quienes la ignoran, delante de las reliquias de tiempos pasados: la loriga de César, el yelmo de Augusto, los huesos de reyes y reinas sometidos a la milenaria voluntad de Roma. En resumen, una buena caminata, y la vejiga del britano cada vez está bajo más presión.
Gracias a Mercurio, dios de los que tienen la mano y la inventiva rápida, Hircio le ordena de repente que lo espere en una antecámara. Un esclavo de la corte comunica al lanista el privilegio que el emperador está a punto de concederle: contemplar con sus plebeyos ojos la magnificencia y la pompa de la armadura de batalla del mismísimo Nerón.
«¡Loco bastardo escupefuego! ¡Te echamos de menos como la urticaria en los cojones en una noche de agosto!», piensa Hircio para sí, pero se guarda bien de que salga de él una palabra. El favor al que está a punto de acceder es doble: todo el Imperio sabe que se estableció la damnatio memoriae con el monarca loco y que los vestigios de su paso por esa infame bola de barro fueron eliminándose poco a poco después de su partida. Sin embargo, todavía persiste cierto gusto por lo macabro en casa de los Flavios, y tanto Vespasiano como sus hijos, Tito y Domiciano, han conservado alguna fruslería perteneciente al último emperador de la dinastía julio-claudia. Y, obviamente, no ven el momento de vanagloriarse de ello con algunos huéspedes seleccionados.
No es algo que pueda mostrarse a cualquiera.
Está claro que un gladiador no es digno de verlo. De modo que Vero se queda en el minúsculo vestíbulo, mientras acompañan a Hircio ante el tesoro secreto.
El britano está agradecido a los dioses por la distracción. La necesidad de orinar es persistente, tan apremiante que le obnubila el pensamiento. Cuando se queda solo echa el ojo a un jarrón de plata colocado en una mesita finamente labrada. Mientras la vejiga se deshincha, los colores de la villa recobran vida, las escenas pintadas en las paredes se muestran a la vista con todo su esplendor.
Cuando termina la operación liberadora, Vero deja el jarrón en el mismo sitio que estaba, junto a dos copas cinceladas. Justo a tiempo, porque una joven sierva de caderas sinceras llega para recogerlo todo con aspecto atareado y se lo lleva a alguien.
Vero tiene ganas de reír hasta partirse los huesos, la idea de que un rico bastardo se trague su orina confundiéndola con hidromiel hirviente lo vuelve a poner en el mundo, pero Hircio regresa a toda prisa con una sonrisa de oreja a oreja estampada en los labios, escoltado por el esclavo sabelotodo, orgulloso de haber cumplido con su deber de guía turístico en el centro del poder.
—¡Ni te lo imaginas! ¡De verdad, no tienes ni idea de lo que te has perdido…, una locura!
Vero lo mira con picardía. Le gustaría contarle a su amo la increíble jugarreta que le ha hecho a la flor y nata de Roma sin pretenderlo siquiera, pero se contiene, el respeto es la sal de la obediencia.
Hircio, sin embargo, está entusiasmado con la experiencia y quiere llegar hasta el fondo, sondear los matices.
—¿Y bien? ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes al estar aquí, joven guerrero?
A veces el instinto juega malas pasadas, toma la palabra sin pedir permiso. De la boca de Vero sale un:
—Ligero, mi señor. Aliviado, diría…
El lanista levanta una ceja. No lo entiende.
—Explícate mejor.
Y el muchacho, por una vez en su vida, encuentra la manera de no estrellarse contra el suelo después de un triple carpado perfecto.
—La verdad es que no habría estado a la altura de la magnificencia que has contemplado con tus ojos, amo. Habría corrido el riesgo de no apreciarla completamente. Al dejarme aquí me has evitado la incomodidad de mi ignorancia, y por eso nunca te estaré lo suficientemente agradecido…
Vero incluso insinúa una inclinación.
«Telón. Público en pie despellejándose las manos».
Hircio está desconcertado, palmea ligeramente el hombro de su siervo y se pregunta dónde cojones habrá aprendido a hablar como la distinguida fulana de un senador. Es bien cierto que de la mierda nacen bonitas flores.
El fámulo de la casa imperial acompaña a los dos huéspedes hacia el triclinio, la sala más importante de la fiesta.
Pueden oír la música ya desde el umbral. Una sinfonía de flautas, címbalos y tambores que evocan a Oriente y a amigos lejanos.
Vero no está acostumbrado a la música, ningún recluso lo está. Por las calles de la Urbe no es extraño escuchar instrumentos de viento o notas de arpa, los mendigos más fantasiosos han aprendido a llamar la atención de los viandantes con melodías simples y cautivadoras. Algunos flautistas de piel oscura amaestran serpientes de cuello ancho, las hacen salir de los cestos de esparto al sonido de las notas de las Indias. Espléndidas muchachas de labios carnosos se contonean con voluptuosidad recogiendo unas pocas monedas mientras hacen tintinear tobilleras de plata.
Pero dentro del ludo la única armonía es la del hierro y la madera. La percusión rítmica de las armas de adiestramiento en el palo o en los cartílagos abultados de los compañeros.
La oleada de sonidos y perfumes arrolla a Vero. Siente que las lágrimas le mojan los ojos y ni siquiera sabe por qué. De modo que así es como viven los señores. La gente acomodada, la que no arriesga la vida por un plato de cebada y alubias. Ahí está ese sueño al que llaman Roma.
La sala es impresionante, un triunfo de púrpura y comida. En el centro hay una mesa inmensa repleta de exquisiteces. Alrededor, dispuestos como una herradura de caballo, los triclinia, a docenas. Adornados con blandos almohadones de color vino, ceñidos por culos gordos y matronas enjoyadas.
El palacio es diferente de la calle, de eso no hay duda. Sobre todo se trata de una cuestión de peso. Las dinámicas del deseo son distintas, depende de si tienes el estómago vacío o lleno. Por la calle se ama y se odia, en las insulae se folla exactamente igual que en las casas de los ricos. Tal vez incluso más, porque los que no tienen nada disfrutan de lo poco que les está permitido. Pero si vives en la calle, es bastante raro que acabes enamorándote de una muchacha gorda. «Florida», que dirían por allí. Sencillamente porque en la calle nadie tiene tiempo, dinero ni materia prima para poder engordar. Los ricos, en cambio, se excitan con las gordinflonas. Las prefieren antes que a las putas enjutas y arregladas de lupanares ínfimos. Y tienen razón, cuanto más exuberante es una mujer, mayor garantía de fertilidad, hasta las piedras lo saben. Más curvas, más hijos, más honor. No hace falta ser un genio para saber cómo van las cosas.
De todos modos, para Vero es una conmoción verlas a todas juntas, el preámbulo de carne turgente que rodea al emperador sería capaz de tumbar a un titán. Las matronas chupan las copas con avidez, se manchan la barbilla y la ropa de mulsum, la mezcla de vino y miel que corre en la mayoría de las fiestas de cierto nivel. Pero lo que más lo marea es el perfume. Las señoras de Roma sudan, igual que las del pueblo, pero tienen a su disposición cosméticos y aguas olorosas para confundir el hedor con el aroma de flores de naranjo, mimosa y un largo etcétera.
También los recogidos son sorprendentes, la moda impone la elevación del peinado, la transformación del cráneo en volcán, montaña, obelisco. Cabelleras y pelucas se rizan, se ahuecan y se trenzan con husos y huevos de madera, consteladas de prendedores de oro, plata y bronce.
Una antología de colorete y centelleo por todas partes.
Los braseros dispuestos en cada esquina del pavimento decorado cumplen con su función. El mosaico retrata una procesión de comida consumida: restos de carne y pescado, fruta mordida, hasta manchas de vino y vasos vacíos. Representa los infiernos de ese otro mundo, cuyo techo, precisamente, recuerda un cielo de estrellas candentes, morada de los númenes y de los hambrientos de bonitas esperanzas.
Todo cuanto queda en medio es el corazón palpitante de la fiesta: parranda y estómagos llenos, aperitivo del sexo que seguirá, cuando el vino y la sangre hayan fermentado lo suficiente.
El emperador Tito va vestido cómodamente, con una túnica negra como la noche, suelta y amplia al estilo de los sacerdotes de Júpiter. A su lado está la pequeña Julia, con los ojos maquillados para hechizar, los tobillos y las muñecas pintados a la manera del desierto, en una complicada trama de arabescos que mañana por la mañana se desvanecerá como lágrimas y risas.
Junto a ella, completando el delicioso cuadro imperial, hay un bellísimo hijo de la Loba: alto y corpulento, cabello rubio ondulado e insolente, un hilo de barba y ojos azul lapislázuli. Lleva ropa militar y se lo ve seguro de sí mismo.
Julia no le quita los ojos de encima, el rubio tiene confianza tanto con la muchacha como con su noble padre, pero nadie lo llama por su nombre.
Sin embargo, cuando Vero e Hircio se acercan, la hija del emperador aparta la mano que estaba a punto de rozar la del rubio y dirige una bonita sonrisa al gladiador. Parece contenta de verlo.
Se le acerca, después de saludar respetuosamente al amo del Ludo Argénteo, y encuentra tiempo para susurrarle al oído:
—Te esperaba… ¡Estaba tan ansiosa de tenerte aquí!
Vero da un respingo, más por la llegada de una brigada de camareros cargados con bandejas que por las palabras de Julia, que, con la desenvoltura de una gata, le endosa un arañazo en el hombro antes de desaparecer en medio de la gente.
A Vero se le revuelve la sangre mientras el jefe de los camareros grita:
—¡Ubres de cerda rellenas de erizos de mar!
El emperador ordena que ocupen su sitio, Vero queda encajado en el triclinium de una matrona que parece una damajuana. Mientras los camareros sirven a cada uno su propia torre de cerdo repleta de mar, la vieja zorra barriguda trastea con las posaderas de Vero con la excusa de que el sitio es demasiado estrecho. El gladiador la oye hablar en voz baja con una amiga que está algo apartada:
—¡Como mármol de Tuscia!
«Y venga a reír».
La cena es aburrida y riquísima, un universo de sabores desconocidos. Vero echa un vistazo a Hircio y lo encuentra junto al soberano, desgranando cantidades a cambio de signos de aprobación.
—¡Toda una demostración, claro! —lo oye decir sonriendo—. ¡Para eso estamos aquí!
Julia no está y, si está, Vero no la encuentra. En realidad está charlando sin parar con el rubio, que se las sabe todas, pero no cerca de la mesa imperial. Nadie puede verlos en el lugar donde se hallan.
El que sí se hace notar, en cambio, es un tipo de unos cuarenta años, de pelo negro y barba sal y pimienta, que se acerca con pasos ebrios y los pies descalzos con un pliego de hojas en la mano, acompañado por una música alegre y el aplauso del mismísimo emperador. El hombre le da las gracias al soberano con una inclinación y pide silencio con un gesto de la mano derecha, secundado enseguida por Tito, que, se nota, se vuelve loco con ese pequeñín.
Entonces se aclara la voz y señala entre el público a una matrona que le sonríe como respuesta. Se le acerca, rozándole el rostro con la punta de los dedos, y empieza.
—¿Por qué no te beso, Fileni? Eres calva.
La mujer se rasca instintivamente bajo la peluca.
El hombrecillo continúa.
—¿Por qué no te beso, Fileni? Eres rojiza.
Es indiscutible. Los pelos de debajo de los sobacos lo dejan claro.
—¿Por qué no te beso, Fileni? Eres tuerta.
Cómo quitarle la razón.
La mujer está en ascuas, pero el gran final no tarda en llegar.
—Besarte, Fileni, es como chupar una polla.
La mujer se pone colorada, el hombrecillo la mira con ojos crueles.
Después, la carcajada lo envuelve todo. Sale de la boca del estómago del emperador Tito y se esparce a la velocidad del rayo, serpentea por la sala, contagia a mujerzuelas y senadores, señoras y libertos.
La pobre Fileni no puede hacer más que tragar saliva y reír a su vez, mientras el colorete se escurre por los ojos húmedos.
El emperador aplaude hasta despellejarse, después pronuncia en voz alta el nombre del gracioso:
—¡Marco Valerio Marcial!
Marcial se inclina de nuevo y recibe el aplauso del ardiente público. Sujeta una copa de vino y se la bebe de un trago, se limpia la boca y eructa naturalmente.
Está listo para otra ronda.
—El pecho, las piernas y los brazos te depilas, y alrededor de la polla te cortas los pelos, eso es lo que haces, Labieno (¿quién no lo sabe?) para tu amiga.
Labieno intenta esconderse, pero en la corte todos lo conocen. Es el suministrador de vino. En noches como esa hace el negocio de su vida. Hasta su amiga, a la que todos llaman Furia, sonríe, a saber por qué.
Marcial se acerca al petimetre, lo ensarta a base de versos:
—Pero ¿y el culo, Labieno? ¿Para quién te depilas el culo?
Carcajadas por doquier, el emperador está a punto de caerse de la silla.
Marcial continúa durante un buen rato, haciendo crepitar el bochorno en la parrilla de su hilaridad provocadora.
Es un cliente deslenguado, un adorable degenerado que cae en gracia al hombre más poderoso del mundo. Un privilegiado. Vive de nada y esa nada le basta. Le han propuesto hacer de abogado pero se ha negado; ese hombrecillo está destinado a la grandeza.
La glosa de su espectáculo es surrealista, pero en la estancia ya no queda casi nadie sobrio. Y menos aún la persona a quien va dedicado el epigrama, porque si alguien escuchara una ofensa como esa con sus propios oídos, no bastaría el cuchillo para lavar la mancha.
Marcial se aclara la voz, es el último acto.
—Clipto, como no se te empinaba, la espada cercenó tu polla. ¡Qué locura! ¿No eras ya un cura sin pelotas?
Alborozo, reverencia, enésima copa engullida a chorro.
El poeta saluda al público, le da un mordisco a una torta grasienta, recibe de buen grado otra sonrisa por parte del emperador y corre a esconderse en medio de las matronas, que lo acarician como si fuera un vendedor de cosméticos y no un maldito licencioso.
Mientras despejan la sala de las mesas de la cena y los esclavos se afanan en limpiar el suelo de cara a un nuevo entretenimiento, Marcial intercepta a Vero, comprimido entre las gracias de la gordinflona, que no suelta ni un instante sus muslos de alabastro.
—¿Y tú quién cojones eres? —le pregunta sencillamente el rimador.
Vero se pone en pie de un salto. Él tampoco está del todo lúcido y la sangre se apresura en agolparse en su cabeza.
—¿Quién cojones eres tú? Yo soy Vero, mirmillón del Ludo Argénteo.
La matrona barriguda le pone la mano en medio de las piernas, le agarra el aparato.
—¡Gloria de Roma entera!
Vero se sobresalta, rebota como una pelota de trapo en los pies de un granuja callejero.
—Apártate, Demetra, antes de que me entren ganas de contarles a todos cuánto hace que no te lavas ahí abajo.
Demetra, la noble gordita, se levanta herida en lo más hondo y se aleja sin decir una palabra.
Marcial se sirve de beber y se acomoda en el triclinium. Llena una copa y se la ofrece a Vero.
—Mujeres. Menudo insensato el tipo que las inventó. ¡Tendría que haberlas hecho sin boca! Hay algunos libertos que la maman de bien… ¿Sabes de qué te hablo, no es así, amigo mío?
Vero no lo sabe.
Pero bebe igualmente de la plata imperial. Cuando encuentra un poco de valor disuelto en el vino acaba dirigiéndose a Marcial, después de todo, es un tipo simpático.
—¿Me puedes decir qué haces aquí? Por lo que sé, eres un hombre libre… ¿Por qué te gusta que te utilicen como a un esclavo? Tú te ríes de ellos durante una hora cada noche. Pero ellos no dejan nunca de reírse de ti. Míralos.
Vero señala a los invitados. No hace falta tener un oído especial para darse cuenta de que están hablando mal del poeta. Muchos sonríen, lo llaman «dado por culo». A Marcial no parece preocuparle. Engulle tranquilamente el denso vino, apartando los malos pensamientos con un gesto de la mano.
—¿Crees que me importa? Todo esto es solo comedia. Mi futuro me tiene reservada la gloria, joven gladiador. En menos de dos meses empezarán los juegos. Los más grandes juegos que el mundo haya conocido jamás, en el anfiteatro más grande que nunca se haya construido en el universo entero, ¿puedes creértelo?
Vero asiente convencido.
—Por supuesto. ¡Participaré en ellos y me luciré!
Marcial, ahora, exhibe una gran sonrisa.
—¡Y yo lo escribiré! Una gran historia en verso sobre las épicas gestas de los dioses de la arena. ¡Una obra sin precedentes!
Vero hace chocar su copa con la del romancero, se la traga toda, hasta la última gota.
—¡De modo que escribirás sobre mí!
Marcial se pone serio de golpe.
Detrás de Vero hay una gran agitación. El centro de la sala está listo, el fuego de los braseros arde con fuerza, hasta el punto de que ennegrece el reluciente techo. Los esclavos han preparado un amplio círculo, en medio del cual Julia, sola y bellísima, sin el rubito junto a ella, lo espera parpadeando como una gatita.
«Se ha cambiado de traje».
Los siervos levantan a Vero, lo despojan de la túnica roja y lo dejan con los brazaletes de cuero y el taparrabos.
El britano siente bombear el corazón en el pecho.
No sabe lo que está sucediendo.
Marcial lo mira una última vez.
—Puede ser. Pero antes tienes que sobrevivir a esta noche…
Entonces los siervos sujetan al gladiador y lo arrojan al centro de la improvisada arena, donde la adorada hija del Imperio lo espera con los labios entreabiertos.
El espectáculo está a punto de comenzar.
La ropa es de color rosa pálido, tan transparente que no deja espacio a la imaginación. Julia está desnuda allí debajo, pero nadie parece hacer caso; ni siquiera su padre, que la mira con aire aburrido. El enésimo capricho de esa cabeza loca, puedes apostar por ello.
En los pies lleva un par de scabilla, los cascos de hierro resuenan a cada paso. Sujetas en la mano derecha, unas crotalia de bronce, las nácaras marcan el compás. El ritmo es apremiante, los músicos han sacado instrumentos de cuerda y animados tambores de no se sabe dónde. Julia se contonea y golpea las castañuelas difundiendo un sonido metálico e hipnótico, arrollador. A su alrededor, bailarinas de Iberia mueven el culo en una danza sinuosa, modulada a partir de los antiguos ritos en honor a la diosa Astarté, pero convertidos ahora en una manifestación artística por sí mismos, ceremonial de sangre y sexo que se sube a la cabeza. Premisa de orgía y caos.
Vero está confuso por el abrazo de los cuerpos, las danzarinas acarician a la hija del Imperio de dieciséis años mientras ululan versos que saben a mar y a viandas saladas, vino, fruta y sol. La frente de Julia se perla de sudor mientras agita las caderas, con los pezones erguidos, a pocas pulgadas del gladiador.
El britano está cautivado por la danza lasciva, el público disfruta de la escena en silencio, las matronas se excitan y los hombres se tambalean alelados, cargados de vino hasta las orejas.
Julia es amor e inocencia, da vueltas alrededor del siervo convertido en guerrero, acaricia su piel eléctrica, lo conduce a un deseo insostenible.
A Vero le da vueltas la cabeza, el ritmo crece, las bailarinas provocan y se restriegan, en sus velos de color rojo fuego, con el ombligo al aire como la reina de Saba.
Los címbalos suenan más fuerte, la boca de Julia está cada vez más cerca de la de Vero. El gladiador se imagina el beso inminente, el contacto de los suaves labios, el aliento ligero.
La lengua de ella, los ojos cerrados. Los separa un suspiro, una caricia, la nada que se convierte en música ensordecedora.
Redoble de mazas enloquecidas sobre piel de asno, las nácaras gritan como nodrizas aprensivas. El balanceo de la danza.
«Está al caer».
Vero suspira, se inclina hacia delante, pero el beso no llega. Julia sonríe y lo rehúye, se desliza hacia atrás, meliflua y apetitosa. Las bailarinas se apartan, Julia retrocede un poco más, se desvanece entre el gentío. Vero la sigue, pero la multitud no lo deja.
Los bombos truenan un ritmo de guerra, el aire está saturado de espera. Vero se queda solo en el centro de la sala, aguantando la respiración y con el corazón extraviado.
Un puñetazo en la cara se ocupa de volver a traerlo a la tierra. Un negro grande como un plátano sale del drapeado que envuelve la sala del banquete y empieza a golpearle la cara.
«Bienvenido a la guerra, gladiador».
Vero tarda un instante en recobrarse, el ataque a traición lo ha dejado derrotado.
Un siervo le pasa al negro un escudo de madera y una sica curvada. Hace lo mismo con Vero.
El gentío hierve de gritos salvajes, de Julia no hay ni rastro, la música cesa. La bella hija del Imperio se ha escurrido escaleras arriba, hasta el palco desde el que puede gozar del espectáculo en paz y tranquilidad. Nadie puede verla allí arriba y, sin embargo, desde esa altura, ella puede ver cada uno de los golpes, saborear cada movimiento. Escondido a la sombra de los discretos drapeados la espera el rubio hijo de la Loba. La loriga de oficial que lleva resplandece más que un espejo de latón, hace que parezca el mismísimo Marte, preparado para el enfrentamiento, ministro del amor.
Recibe a Julia sobre la madera del banco forrado de terciopelo carmesí. Entrelaza los dedos con los de la muchacha, con el corazón en la garganta por la sangre que está a punto de correr.
«Y por todo lo demás».
Abajo, en la arena, Vero no tarda mucho en hacerse una idea de la situación. El negro es una furia, se lanza al ataque como un enorme mono rabioso. Es fuerte y robusto, pero exento de técnica. Lucha de espaldas cuando debería clavar, malgasta energía con los mandobles, se cansa.
Vero brinca sobre el pavimento helado pero no está del todo lúcido, retrocede demasiado y se quema el muslo con un brasero ardiente. El grito es tan fuerte y repentino que hasta su adversario retrocede desconcertado.
La quemadura despierta los sentidos dormidos, el cerebro se sacude y aumenta el hambre de violencia.
La rabia pasa a ser el único faro en la noche de tormenta. Vero clava la sica en los ligamentos de la rodilla del adversario, después esquiva perfectamente una embestida, usa el escudo como un mazo y rompe la mandíbula del desgraciado. Dos pasos atrás para flexionar las piernas y luego una estocada que desgarra el aire y la mejilla mal afeitada del pobre desventurado.
Sumergidas en la oscuridad del palco, las manos cuidadas del rubio oficial se deslizan bajo la evanescente ropa de Julia. La muchacha lo deja hacer, se muerde el labio y siente humedecerse el sexo mientras Vero utiliza la sica como es debido. Los dedos del rubio se escurren en su interior, son gruesos y decididos, le causan un poco de dolor. Pero es un dolor bonito. La muchacha suspira «Más», y el hijo de la Loba le introduce también el anular. Los gemidos de Julia aumentan con el movimiento rítmico de las falanges, con el goteo de la sangre sobre el mosaico en el piso de abajo.
El escudo del africano cae al suelo, aferra la sica con las dos manos y con un grito desesperado se lanza al ataque.
Vero lo esquiva, pero el último filo de la espada oxidada le aguijonea el pectoral, que se tiñe de rojo. La respuesta es decidida, el gladiador clava la hoja hasta la empuñadura en el hombro del negro. Este se desploma de rodillas chillando como un cerdo.
En el palco, el ambiente es ardiente. Julia ha agarrado el sexo del oficial, duro como un trozo de hierro bajo la túnica corta. La muchacha se siente morir, pero no quiere correrse antes de que el enfrentamiento llegue a su fin. Se levanta el vestido, aparta las manos del amante de su feminidad. Después se vuelve, dando la espalda al rubio, le coge el miembro entre las manos, lo acompaña dentro de ella y empieza a moverse lentamente, mientras él jadea y le estruja los senos.
El negro está de rodillas, el combate ha terminado, pero la multitud reclama otra cosa.
Pide muerte a gritos, lo anhela de verdad.
Vero desclava la sica del hombro y acoge el estruendo.
El guapo oficial no para de empujar. Julia está casi en la meta, pero no cede. «Todavía no».
—¡Muerte! —grita agarrada a la baranda—. ¡Muerte! ¡Muerte!
Vero apenas la vislumbra, no sabe que mientras grita se está dejando follar.
—¡Muerte! —El grito enloquecido, desesperado, deseoso.
El público, obtuso, borracho perdido y turbado por el sudor, la secunda sin vacilar.
—¡Muerte!
El negro tiembla, el rubio bombea, el gentío apremia.
Hircio invita al gladiador a hacer aquello para lo que ha venido al mundo.
El fuego de los braseros irradia un calor insoportable.
La mano de Vero duda, los nudillos aprietan la sica hasta ponerse blancos.
O todo o nada, Vero.
«O todo o nada».
Vero arde de cólera, el vacío lo acoge como una madre severa. Levanta la hoja voceando como Aníbal en la guerra. La deja caer y rebana limpiamente la cabeza del negro.
Silencio.
Y después la explosión.
La chusma ulula y lo celebra, alguien, por el exceso de emoción, vomita rojo y acaba en el suelo.
El hijo de la Loba aprieta el pelo de Julia en la base de la nuca. Empuja con más fuerza, por última vez.
Se le corre dentro con rabia, la inunda de desprecio.
Julia tiene su orgasmo asesino, grita más fuerte, aprieta la baranda, una uña se rompe, sangre en la madera.
El dolor lo hace todo más bello, la muerte y la vida deflagran a la vez.
Vero se queda solo, mojado de sangre inocente, bajo la mirada afectuosa de Marcial y la amargura de los condenados en la boca.
«Nunca había matado a nadie a sangre fría».
Cae de rodillas en un rincón oscuro de la sala.
Aparta las felicitaciones, rechaza la bebida.
Se enrosca en sí mismo, en posición fetal.
¿Dónde ha acabado? ¿Qué está haciendo? ¿Cuál es su condenado lugar en el mundo?
Vivir no basta, no basta morir.
El vacío de su corazón es cola cuajada, astillas de hueso y carne blanda, grumos de sangre.
Los ojos apagados del negro asesinado lo miran, la cabeza rebanada sobre el sucio suelo.
Alguien, en un triclinium empapado de vino, folla invocando a su madre. Otro mea en una esquina, seguro de ser invisible a los ojos de todos.
La osadía de los borrachos es juicio loco y tormenta de aventuras.
El emperador ha abandonado la sala no sin antes regalar a Decio Hircio un montón de oro.
Julia ha desaparecido, disuelta en el sudor y el semen del rubio.
La fiesta continúa. Durante toda la noche.
Vero llora sin que lo vean, solloza arrepentido. Le falta un pasado, el sueño de un futuro mejor. Echa de menos a Prisco, le cuesta admitirlo, pero así es. Le gustaría que estuviera allí con él ahora. Hablarle durante horas, como hacía por las noches en las obras. O en las celdas del Ludo Argénteo.
La vida da asco, Vero solo quiere volver a casa.
«Ahora».
Pero la fiesta es infinita, la orgía no tiene límite.
Vero se acurruca y se hace una promesa: mañana, sí, mañana.
«Hablaré con Prisco, me humillaré si es necesario. Quiero volver a empezar. Tenemos que volver a empezar.
»La muerte es un fardo demasiado pesado.
»La vida que hemos escogido acabará por matarnos».
Se duerme agitado, con ese par de pupilas vacías, muertas, clavadas en el corazón. Por su culpa. Exánimes sin merecerlo.
—Cierra los ojos, dulce príncipe, olvídate de todo excepto de la oscuridad —la voz de Marcial es miel pura. La caricia en la cabeza es tan sutil que el britano ni siquiera la nota.
Acaba de dormirse.
Morfeo sabe ser clemente hasta con los asesinos.