La virtud se cultiva con sudor y sangre.
SÉNECA,
Epistulae morales ad Lucilium, 67, 12
Roma, mayo de 80 d. J.C.
Hoy un novato se ha convertido en un hombre.
El Ludo Argénteo está de fiesta, nuevos músculos entran a formar parte de la familia.
El relevo está listo porque Hircio tiene prisa por engrosar las filas del equipo de cara a los inminentes juegos. Faltan poco más de tres meses para la inauguración del Anfiteatro.
Roma está agitada, cocea como un potro con las riendas sueltas. Surgen arenas por todas partes, parecen setas después de un aguacero; una constelación de círculos improvisados. El populacho está sediento de violencia, ya no puede más de tanto trabajo y aburrimiento.
Los lanistas nunca han estado tan atareados.
En casa de Hircio, Atón ha hecho un buen trabajo con los últimos en llegar, los ha exprimido hasta sacarles el jugo, los ha convertido en asesinos en la mitad del tiempo necesario. Pero hay alguno que ha quemado etapas «de verdad». Se llama Sergio, es un muchachote con el pelo rizado, galo como Prisco.
Les cae bien a todos, incluso el cabezota de Cosmo ha evitado maltratarlo durante su etapa de novato.
Pero, en particular, los que han desarrollado un apego especial por el muchacho son Vero y Prisco. Es por culpa de la frialdad que se ha interpuesto entre ellos tras la llegada de Julia.
Julia es un problema, Vero no ha conseguido quitársela de la cabeza y Prisco no es capaz de sacársela de encima. Escribe notas de fuego al hombre de hielo, él las recibe y las ignora. Solo que, a fuerza de sentirse ignorada, Julia ha empezado a temer que sus notas no llegasen, la ha tomado con los siervos a muerte y estos, muy respetuosamente, han hecho saber a Hircio que, si el gladiador Prisco continuaba haciendo como si nada, iban a acabar pagándolo ellos.
De modo que Hircio —más por amor al linaje de Julia que por el culo de sus siervos, todo hay que decirlo— se ha tomado el asunto en serio y entonces Sergio ha terminado siendo el cuarto en discordia entre Vero, Prisco y la bella muchacha de dieciséis años.
Al principio Vero era quien leía las notas de la joven.
Cada vez que ella habla de ansiedad y de su cama vacía es un suplicio. La indiferencia de Prisco, además de la rabia que a este le provoca la incapacidad del britano de comprender los sentimientos reales de su amigo por él, lo hunde cada vez más en el desánimo y alimenta una gran confusión.
La situación pronto se convierte en una paradoja: los mensajes de Julia llegan al ludo, Prisco los ignora, Vero los lee y se enfada con Prisco, Prisco se enfada todavía más porque Vero piensa en la chiquilla y se ha olvidado del amor viril. O, peor aún, nunca ha tenido presente ese maldito sentimiento.
Ellos dos no se hablan, incluso han dejado de entrenarse juntos, con el resultado de un preocupante descenso de los resultados entre los más veteranos de la casa.
Bonita situación.
«Simplemente inaceptable».
De poco han servido los castigos infligidos por Atón para meter en vereda a esos dos testarudos. Parecen inamovibles.
Y entonces llega Sergio para sacar las castañas del fuego, es como si tuviera un talento especial para arreglar las cosas.
El muchacho tiene veintidós años y es un hombre libre. O al menos lo era antes de aceptar poner un lustro de su vida en manos de Decio Hircio. Sergio tiene familia, mujer y tres hijos pequeños, por eso lo ha hecho. No es un soñador ni un estúpido, sabe cómo están las cosas, conoce los riesgos —el sacrificio inmenso— y el esfuerzo. Durante un tiempo estuvo pensando en el ejército, pero alistarse lo habría llevado lejos de casa. Quedándose en Roma, en cambio, puede ver crecer a sus hijos y, aunque por la noche no duerma con su mujer, puede —de alguna manera— estar «presente».
Sergio es un currante, el tipo de hombre que nunca se queja y siempre tiene una bonita sonrisa estampada en la cara. Una ristra de dientes blancos en perfecta sintonía con los rizos sacudidos por el viento y unos grandes ojos azules.
En resumen, es una buena persona, pero en la arena sabe cómo comportarse. Tiene huevos y cerebro, es rápido a pesar de su considerable corpulencia. Atón lo ha adiestrado como es debido y quiere concederle un honor rarísimo: hará de él un provocator, y antes de lo que cree. La idea es eliminar el tirocinio, o por lo menos abreviarlo lo más posible, impartir a Sergio alguna noción básica sobre las armas y hacerlo luchar enseguida. El Ludo Argénteo necesita brazos, Hircio está buscando la gloria.
Pero antes hay que resolver el asunto entre Vero y Prisco.
Y es Sergio el que se encarga de ello como es debido.
Lo primero que hace es tomar el control sobre las notas de Julia, evita que el uno las vea y que el otro las tire. Sergio las lee con atención —aprendió en el despacho de un viejo escribiente medio cegato. Se vio obligado a ello, en otro caso el escriba habría muerto de hambre a causa de su defecto en la vista. Ese escriba era su padre—, inventa respuestas neutras, respetuosas y nunca ofensivas que no encienden ni apagan el fuego. En pocas palabras, gana tiempo.
Mientras tanto, trabaja con pericia robando los secretos del oficio a los dos gladiadores. De Prisco aprende que hay que dosificar la fuerza, y de Vero, el ímpetu, el fuego sagrado de la lucha. Los músculos se hinchan, el humor va mejorando.
De vez en cuando los tres disfrutan del frescor de la noche después de horas de entrenamiento frenético bajo el sol. Hasta el clima empieza a suavizarse, y las caras largas de Vero y Prisco se van acortando día tras día.
—Mi hijo dice que en el horno de Lando hay un mosaico que representa a Cosmo en el apogeo del combate, con los brazos levantados y la mirada feroz. Tiene la esperanza de que algún día yo también tenga un mosaico… —La voz de Sergio sabe a amargura.
Vero se ríe a gusto.
—Toda una vida trabajando duro para acabar en la tienda de un panadero…
—Ríe, ríe —Prisco lo pincha—. Pero mientras tanto el nombre de Cosmo está por toda la Urbe. He visto su cara pintada en unas ánforas del Golfo. Las venden a seis ases antes de las peleas, se las quitan de las manos. ¡A las mujeres las vuelven locas!
Vero no puede aguantarse.
—Precisamente tú eres el último que tendría que quejarse por la falta de mujeres, hermano. A propósito, ¿cómo te va con tu noble ramera?
Prisco resopla y lo ignora. No tiene ganas de discutir.
—Las mujeres solo traen problemas, hacedle caso a un cretino. Es mejor dejarlas correr —Sergio le quita hierro—. Desde que ha sabido que ya no soy novato, mi mujer me atormenta, dice que no se perderá un combate. No me quita los ojos de encima…
Al britano le gustaría poner al muchacho en su sitio, recordarle que tendrá que seguir comiendo pan duro antes de salir a la arena y emprenderla a porrazos con los hombres de verdad. Pero el doctor se ha unido a ellos para contradecirlo. Con esa sonrisa oblicua de maldito egipcio, Atón conmina a Sergio a que se levante. Le comunica la «decisión».
—Muchacho, no sé qué clase de sacrificios te tiene preparados la zorra de tu mujercita, pero por lo que parece los dioses te son propicios. Mañana tendrás la oportunidad de mostrar tu valía. La escuela ofrecerá una demostración a algunos senadores cerca del Circo Máximo. Sergio, lucharás con la armadura de provocador. Si sobrevives, te habrás ganado el ascenso. Decio Hircio así lo ordena.
Ahí lo tienen, el desatino golpea en la cara a los puros de corazón.
El último en llegar se salta el tirocinio y ya está listo para estar con los mayores.
Prisco no está contento. Más que nada está preocupado por su joven compañero.
Vero, en cambio, está enfadado. No soporta los atajos. Tal vez porque, en su vida, nunca le han ofrecido ninguno. Ha sudado sangre para hacerse llamar «veterano», y ahora ese niñato descarado podría soplarle el puesto sin ningún esfuerzo.
—No hay esperanzas. Morirá con la primera acometida… —masculla el britano con los dientes apretados.
Atón lo mira con los ojos de quien va cuatro pasos por delante.
—Si así lo quieren los númenes del Orco —replica—, la sangre se quedará en su hoja, obtuso britano ignorante. Tú serás su contrincante. Mañana, al atardecer.
Atón se marcha dejando tras de sí solo polvo y silencio. Vero, Prisco y Sergio se quedan inmóviles bajo un sol apagado.
Ahora ninguno tiene ya ganas de hablar.
«Vaya pelos. ¿Cómo se puede ir por ahí con esos pelos?».
Se lo preguntan todos, pero ninguno rechista. Basta decir que el pueblo llano no está hecho para hablar con palacio.
Y, sin embargo, las greñas del senador Pollone merecerían un tratado filosófico, una satyra, una canción como mínimo. Para vocearla bajo la luna en alguna taberna apestosa, transformando, por boca de un poeta borracho, el escarnio en sonata, la verdad en cantinela obscena.
Mario Cotinio Pollone, exponente de una noble familia patricia con posesiones en el centro de la ciudad y una espléndida villa en la vía consular, a pesar de su rango es miserablemente calvo. O, al menos, le falta buena parte del revestimiento piloso del cráneo, que es más o menos como decir que tiene una bonita plaza de la frente a la nuca, con una extensión que hace la competencia a los Foros.
Hasta aquí no pasa nada, la calvicie existe desde que existe el hombre, y antes o después les llega a todos, a excepción de algún afortunado bastardo. El tema es que Mario Cotinio Pollone, jefe de las legiones del Águila contra los huraños pueblos rubios del Norte, glorioso vencedor de batallas campales y exterminador de reyes extranjeros, odia ser calvo.
Incluso odia la idea de la calvicie. De modo que no la tolera.
Ese es el motivo por el que se ha dejado crecer tanto esos tres mechones de cabello encima de la sien derecha, que, si tuviera la honradez de estirarlos como hacen algunas prostitutas de Oriente después del amor, le llegarían sin esfuerzo hasta debajo del mentón.
Pero Pollone es tramposo por naturaleza, se nota por cómo tiene las manos metidas en los bolsillos de la pulcra túnica de senador, por la manera en que el pelo desmesuradamente largo se esparce sobre el cutis desnudo y sebáceo del cuero cabelludo, grasiento hasta hacer que se le pegue perfectamente a la calvorota, colocado como si hubiera nacido ahí, en medio de esa nada rosa pálido, y no hubiera sido implantado a la fuerza por la malicia de un viejo fanfarrón impotente.
El resultado es repugnante.
Parece un muflón recién nacido, acabado de salir del vientre de su madre y todavía sucio de placenta.
¡Y, sin embargo, qué mirada tan cruel tiene Mario Cotinio Pollone mientras comenta con sus colegas el combate que tiene lugar en la arena! Parece haber nacido para pontificar.
—No creo que el mirmillón lo consiga. Me parece desinflado, ¿tú que dices?
El senador que está a su derecha observa el físico imponente de Cosmo.
—Yo no diría desinflado. A mí me parece que tiene buena pinta. Un poco débil, tal vez, ¿no te parece?
Pollone asiente. Después se deja llevar y se pasa de la raya.
—Será el corte de pelo lo que lo hace parecer cansado. Si por mí fuera, raparía a todos los siervos.
El colega no puede evitar mirar el horrible pegote adherido a la cabeza del senador.
«Un comentario evidentemente inapropiado».
Pollone cierra la boca y continúa siguiendo la lucha.
Hay un público seleccionado pero numeroso en las gradas de madera de la arena: senadores y sus séquitos de esclavos, alguna matrona humilde, una vieja nodriza que lleva al cuello a los hijos del Imperio.
Decio Hircio ha estado discutiendo largo y tendido con Pollone antes de dar inicio al espectáculo. Lo ha ilustrado sobre las características de sus gladiadores alabando su potencia y su versatilidad.
Pollone es uno de los principales editor de la ciudad. Él es el encargado de contratar a los lanistas cuando se programan los juegos y quien suelta dinero contante y sonante por la sangre y el sudor de los dioses de la arena.
«Por favor, que no muera nadie. No tengo ganas de pagar dinero extra», la voz resuena todavía en los oídos de Hircio cuando les explica la situación a los hombres, ya vestidos para hacerse pedazos.
—Luchad con honor y empleaos a fondo. Pero ninguno debe caer, no podemos permitírnoslo. Pollone todavía no ha decidido si encargará el trabajo al Ludo Argénteo y no quiere perder dinero. Esta demostración va a mi cargo, pero si os pasa algo a alguno de vosotros, naturalmente él se vería obligado a recompensarme. Y eso no debe suceder, ¿entendido?
Los gladiadores asienten al unísono, con un grito seco.
—Fuerza y honor —apostilla el lanista.
—Fuerza y honor —contesta la manada vestida de hierro.
El primer turno es para Cosmo y Prisco. El mirmillón lleva el pelo largo, a la moda de los bárbaros, una idea de Atón aceptada por Hircio a regañadientes. El galo está en forma y no hace concesiones a su contrincante.
Anoche, Cosmo se pasó de la raya con el vino y las mujeres; su nombre significa algo en Roma, se está haciendo famoso y todas lo desean. Y, cada vez que Hircio le da permiso, o cierra un ojo, Cosmo se pone las botas. Es un oso hambriento, es su naturaleza.
Sin embargo, hoy acusa los excesos, suda como un cerdo, el pelo grasiento sale del yelmo, se le pega en el pecho y los hombros dándole un aspecto feroz. Se muestra lento, no logra llevar a cabo una acometida como es debido, se defiende y basta, con el escudo curvado levantado sobre la cabeza y el gladio tímido en la mano izquierda.
Prisco brilla como un espejo, usa la sica con pericia y le hace un corte en la pierna descubierta. Cuando el gigante baja la guardia, acomete con suavidad, siguiendo las órdenes de Hircio. Pero el pecho desnudo del coloso empieza a parecer un filete maltratado por un rastrillo antes de echarlo en la parrilla. Cosmo no hace caso, son otras las heridas que lo inquietan, pero sigue disparando tarde, cuando debería estar fuera de combate desde hace rato. Los senadores no tienen tiempo que perder.
Prisco, entonces, tras captar un gesto de Hircio desde las gradas, se hace cargo de la situación e intenta concluir el encuentro.
Primero, un cabezazo que hace resbalar al gigante hacia atrás.
Después, una patada en los huevos en toda regla.
Al final se deshace del escudo y del gladio, cae con las rodillas juntas sobre el pecho del contrincante y le apunta la sica a la garganta.
La verdad es que a Cosmo le gustaría hacer un acto de sumisión y dejarlo ahí, pero todo lo que consigue hacer es quitarse el yelmo y vomitar una papilla rojiza.
«Qué gran idea emborracharse antes de una exhibición, pedazo de idiota».
La primera ronda ha terminado. Pollone se tapa la nariz, pero hace una señal para proseguir.
—Podría haber sido peor… —Prisco abre los brazos mientras pasa junto al lanista al salir de la arena. Este sacude la cabeza.
Cosmo se tambalea detrás del galo, doblado por la mitad por las punzadas del abdomen. Se acuclilla en un rincón alejado, fuera de las miradas indiscretas, y libera las tripas. Gracias a los dioses, nadie se da cuenta, todos los ojos están puestos en el próximo combate.
Hircio se aclara la voz:
—¡Sergio el provocador contra Vero, el magnífico mirmillón, orgullo del Ludo Argénteo!
Los senadores no son lo que se dice una multitud enardecida, pero sus mujeres acogen los pectorales de los luchadores con algunos gritos dignos de nota.
Vero es el numen oscuro de la guerra, el hierro bruñido le favorece; en el escudo, el león de la casa de Hircio ruge goloso de sangre. Grebas y bálteo en su sitio, la cimera llamativa saluda al público agitándose al viento.
También Sergio causa impresión, el yelmo ovalado le confiere un porte mecánico. Es tan brillante que parece un espejo, con dos aberturas redondas para los ojos, protegidas por una reja de fina malla. En el cuello reluce el cardiophylax, el pectoral de bronce que protege el corazón. La greba corta en la espinilla derecha es del mismo material. Enrollada en el brazo derecho lleva una manga de tela embutida, sujeta con cuero y sudor. Un gladio sólido como un yunque y un escudo rectangular claramente negro completan el equipo del novato listo para convertirse en hombre.
Hircio da la salida y los contrincantes se estudian bailando en círculo.
Contrariamente al nombre que lleva, el provocador no es el que ataca primero. Del rastro de aquellos condenados a muerte que podían apelar al pueblo mediante una provocatio e implorar su gracia solo queda su apelativo, que con el tiempo se ha convertido en una categoría de gladiador de las más codiciadas.
En general, los provocadores se destripan entre sí. Algunas veces se enfrentan a los mirmillones. El combate de hoy es una rareza, ese es el motivo por el que Hircio ha insistido para que fuera Vero quien se batiera con el último en llegar. Por lo general, cuanto más exótica es la lucha, más satisfecho queda el editor.
El trabajo de Pollone es más complicado de lo que pueda parecer. Al fin y al cabo, es él quien tiene que rendir cuentas al emperador por el entretenimiento que elige para la arena. Si los atletas que selecciona mueren demasiado deprisa o, peor aún, no dan el máximo y acaban aburriendo al público, alguien irá a pedirle cuentas a Mario y a su ridícula cortinilla.
Pollone recorre la ciudad con su séquito examinando solo lo mejor. Por eso está tan contento cuando Sergio el principiante desgarra el brazo desnudo de Vero con el filo del gladio. Un asalto así no se ve todos los días.
Los sentidos del britano se despiertan en un instante, grita y rueda sobre un costado, con la spatha encima de la cabeza y el grueso escudo protegiéndole el cuerpo. Coloca un par de golpes bien dados, pero Sergio está excitado por su acometida vencedora y se lo pone difícil. Tiene un buen juego de piernas, es rapidísimo para ser un provocador, pero se ha aprendido de memoria las enseñanzas de Prisco y no tiene prisa por dar en la diana. Espera el movimiento de Vero.
El mirmillón lo apuesta todo en la potencia, es parte integrante de su naturaleza guerrera; acorrala a Sergio en un rincón empujándolo con fuerza con el escudo y empieza a darle puñetazos en el abdomen. Sergio encaja los golpes, hace una finta con la derecha y suelta un revés que tumbaría a un toro. Vero pierde el yelmo y acaba en el suelo soltando el agarre del escudo. Ahora es solo músculos y cuchilla.
Mientras, entre la camarilla de senadores, se abre paso un grupito curioso que aclama al nuevo héroe levantando los brazos. Es Fosca, la joven esposa de Sergio, junto a sus tres cachorros exaltados. Parece una familia de ratoncillos sonrientes, blanquísimos y harapientos como ciertos roedores de granero.
—¡Bravo, papá! —exclaman al unísono mientras Vero escupe al suelo y está listo para tomarse la revancha.
Sergio es feroz y valiente, tira a su vez el escudo y se quita el yelmo. Quiere demostrar su valor en igualdad de condiciones.
Desde la grada, Hircio sacude la cabeza mientras el britano mira mal al muchacho:
—Recógelo —le ordena, pero este no le hace caso.
Entonces el cabezazo impacta sin previo aviso, rompe de cuajo el tabique nasal del luchador de pelo rizado.
Uno de los niños empieza a llorar, su hermano lo regaña. Fosca se muerde el labio, tal vez no haya sido buena idea ir allí.
Sergio no se deja intimidar, lucha con la hoja levantada. El choque de hierros es sólido y feroz, llueven chispas sobre la arena.
Ahora Pollone está realmente interesado, ese provocador tiene coraje de sobras, y el mirmillón es una auténtica autoridad en la materia.
Sergio marca el pecho de Vero con dos estocadas perfectas. El britano responde a patadas, sometiendo a dura prueba los ligamentos de su adversario.
El sol bajo hace sudar, los gladiadores tienen la frente cubierta de polvo y el pelo pegado a la cara. Jadean por el esfuerzo.
Vero se lanza hacia delante y Sergio ejecuta una contorsión del busto. Gira ciento ochenta grados atizando un mandoble con las dos manos, que el otro para con la spatha; la vibración del impacto es tan potente que les hace temblar las encías. El golpe lo desestabiliza, cae de rodillas y sabe que la derrota está cada vez más cerca.
Sergio lo hiere en el hombro y el britano se ve obligado a retroceder. El joven tiene la victoria en la mano, guiña el ojo a su familia. Fosca estrecha a la hija más pequeña contra el corazón, tan fuertemente que la hace gritar. Los dos chiquillos saltan y ululan como lobeznos excitados, lo que levanta una nube de desaprobación entre las impecables matronas enjoyadas.
Sergio está encima de Vero, la derecha aferra el gladio, la izquierda está alzada para decirle que no se mueva y no se haga el héroe. Vero jadea: como siempre, ha dosificado mal las fuerzas. Se ha dejado joder por el entusiasmo, ha subestimado al novato. Ahora sus compañeros se burlarán de él, la humillación será un peso sobre la nuca, durará semanas. Por culpa de ese joven presuntuoso llegará desmotivado a los juegos inaugurales.
Vero hace rechinar los dientes, el torbellino de pensamientos le retuerce las tripas. El fuego muerde los tendones, el dolor de los cortes le debilita la existencia.
Está enfadado, furioso. Una bestia feroz se debate en sus entrañas.
Sergio se acerca deprisa, atiza el mazazo final, de arriba abajo, con la hoja de plano.
Vero solo tendría que recibirlo y acabar tendido en el suelo.
Fin de los juegos, todos a casa a lamerse las heridas.
En cambio, la rabia es una zorra hambrienta de venganza.
El fuego juega malas pasadas, quema y consume sin pedir permiso.
Un instante antes de recibir el golpe que pondría fin a la confrontación, Vero clava la punta de la spatha en la barriga del muchacho. «Un golpe bajo».
Es rápido y preciso, ha aprendido del mejor.
Rubio, que los dioses tengan piedad de su asquerosa alma, era el jodido rey de los golpes bajos. Los enseñaba a sus alumnos para recobrar el aliento. O para acabar un enfrentamiento cuando las cosas se ponían feas. También enseñaba a evitar algunas cagadas, Vero y Prisco crecieron a fuerza de cortes de refilón antes de aprender a hacerlo.
Pero Sergio solo es un novato. Un novato que cree ser un hombre.
Y su doctor solo es un canalla egipcio que no ha tenido tiempo de enseñarle a conocer el mundo.
Vero clava pero, en cuanto la punta de la espada agujerea el hígado del desventurado, se da cuenta de que ha hecho algo horrible. Entonces recibe el porrazo de Sergio y las luces se apagan de golpe.
Hircio palidece, conoce su oficio demasiado bien para no saber lo que está ocurriendo.
Sergio encaja como un hombre. No puede evitar la puñalada —tampoco se la esperaba, era solo una asquerosa exhibición—, pero no se derrumba cuando el filo de Vero le traspasa el abdomen. Se queda firme de rodillas, cubre la herida con la izquierda, la tapona con el bálteo. El lanista va hasta él para sostenerlo, lo coge. Suelta una patada a Vero, en el suelo, que se recupera del momentáneo desvanecimiento.
Hircio sacude la cabeza mirando al britano mientras levanta el brazo de Sergio y lo proclama vencedor.
Prisco y Cosmo acuden a recogerlo y él saluda a su familia con un beso, intentando tranquilizarla mientras palidece a ojos vistas. Los niños no comprenden lo que está sucediendo. Le gritan todo su amor mientras Fosca, su mujer, se tortura las pequeñas manos sudadas.
La operación es rápida, Decio Hircio es el maestro del ilusionismo. Ordena a sus hombres que lleven a Sergio al ludo. Aecio se ocupará de él. Pollone no puede ver al muchacho desangrándose. No ahora que los ojos le brillan de satisfacción por lo que ha presenciado.
El senador se acerca al lanista y le estrecha la diestra hasta el codo, complacido.
—Tengo que felicitarte. ¡Una demostración so-ber-bia! ¡El provocador tendría que espabilarse un poco, pero ese mirmillón es cla-mo-ro-so! —El señor del mechón pringoso silabea rotundamente las palabras—. Quedará muy bien en los juegos inaugurales del Anfiteatro. El contrato es tuyo. ¡Desde hoy, el Ludo Argénteo está oficialmente en la partida!
Hircio le da las gracias. Promete que Sergio el inexperto se quedará en el banquillo durante un tiempo y que Vero y el resto del equipo estarán a la altura de la confianza que el Imperio deposita en ellos.
Los senadores sonríen, las matronas se carcajean. Solo Fosca se queda de piedra buscando a su marido, que ya ha desaparecido detrás de la esquina.
Vero sigue al resto de la patrulla de hierro con la cabeza gacha. Prisco se le acerca con actitud asqueada.
—¿Acaso has perdido la cabeza? ¿Ya no sabes perder? Y parecía que para ti era algo natural…
Vero está desolado.
«No quería hacerlo».
De verdad.
Y no acepta que su amigo le hable así.
Es por culpa de la rabia, del fuego. Las jodidas llamas en la cabeza. Y en el corazón, maldita sea.
El manípulo se aleja y Vero intenta mantenerse a su lado.
Sergio tose sangre, está malherido pero no deja de sonreír. No tiene nada en contra de Vero, tal vez no se da cuenta.
—T… te he dado una paliza… —escupe rojo mientras se dirige al britano con las mejillas encendidas.
Vero tiene lágrimas en los ojos. Asiente.
—Fuerza y honor, veterano. Fuerza y honor…
Cosmo acelera el paso, se carga al muchacho sobre los hombros, Prisco se queda atrás y no tiene ganas de escuchar a Vero. Pero el britano habla de todos modos:
—Solo quería estropear algo bonito… —Ni siquiera él sabe por qué lo dice.
Prisco lo mira como si lo viera por primera vez. Ama y odia tanto a ese hombre que se arrancaría el corazón si sirviera para mitigar el dolor que le hace sentir a diario.
Pero ahora no hay más que bilis y amargura.
Prisco aplaude dos veces en señal de mofa, decepcionado.
Vero cae de rodillas mientras Prisco se aleja en el polvo.
El mundo es un feo lugar. Mañana será peor. Roma está helada, a pesar de que el aire sabe a primavera avanzada y el sol calienta la piel.
La voz del abismo hace añicos los tímpanos.
Todo el fuego del mundo no bastaría para derretir el hielo alrededor del alma del hijo de la Isla.
Ha muerto.
Y no hace falta decir nada más.
Ha muerto lejos de los brazos de su esposa.
Ha muerto en silencio, sin un asqueroso reconocimiento público siquiera.
Ha muerto a escondidas, que nadie estropee la fiesta que ya está a punto de comenzar.
Sergio tenía corazón y huevos de hierro. Ahora es solo un peso, carne envuelta en un sudario, lista para el fuego.
Nadie le ha echado la culpa a Vero.
—Son cosas que pasan en este maldito oficio…
Eso le ha dicho Cosmo antes de sacudirle una palmada en el hombro y darle de beber.
Vero ha vaciado la cantimplora de vino caliente mientras Hircio abría los brazos.
—Error mío. Nunca debería haber puesto a un novato con un veterano. Por querer ir deprisa ha muerto un muchacho. El precio de la ambición siempre es demasiado alto…
Habla con frases hechas, pero al mismo tiempo su corazón se carcajea porque ha conseguido llevarse a casa el contrato para los juegos de agosto.
Los más grandes que nunca haya visto Roma.
¿Qué es una miserable vida ante la gloria eterna?
Mientras tanto Sergio ya no está, se ha ido, desangrado como una gallina para el caldo. El filo de la hoja de Vero ha llegado hondo. La infección ha hecho el resto. Un día y una noche de agonía.
Cuando hasta Aecio se cansó de velarlo, Prisco se ofreció para ocupar su lugar. Vero intentó hacerle compañía, pero el galo lo echó de malas maneras.
El abismo se ensancha entre los dos. Su vínculo, antes sólido y robusto, se estira como una cuerda masticada por el viento y la sal, van saltando los hilos mientras fuerzas opuestas tiran de ella desde direcciones opuestas.
«Están muy lejos el uno del otro».
Sergio ha muerto al alba del día consagrado a Marte, sin poder recibir la condecoración del anhelado título de veterano.
No ha sobrevivido al primer combate.
Como nadie tiene que saber nada, en especial el senador Pollone, recibirá un funeral anónimo y será quemado en la pira. Con las lágrimas de una esposa que se ha quedado sola y el recuerdo de quien lo ha querido.
Cosmo, Prisco y Tormenta aferran los bordes de la sábana que envuelve los pobres restos mortales. La colocan en una litera y se la cargan al hombro. Llevan un manto negro, como marca la tradición. Las capuchas les cubren la cabeza haciendo que el desfile de guerreros parezca una horda de postulantes de paseo por las aldeas del Norte.
Vero se une a la procesión que abandona el ludo ordenadamente, moviéndose en silencio por las calles de la ciudad. Hircio guía el cortejo, apartando a las plañideras que se arrancan el pelo al paso del cadáver sin nombre. Aplaca sus profesionales lamentos con puñados de ases.
Algún címbalo improvisado suena mientras el muerto desfila al lado de los Foros, luego tuerce hacia el río, pasa junto al Circo Máximo y bordea el obelisco de Ramsés II. Media hora más tarde llegan a su destino en una colina casi desierta. Solo la pira y unas cuantas almas pálidas esperan la llegada del oscuro desfile, mientras junto al busto —el lugar destinado a la hoguera en el área cementerial— los empleados a sueldo ya han dispuesto ramas secas y hojas crujientes para acoger el cuerpo de Sergio.
Fosca tiene los ojos torturados por el llanto. Los niños se aprietan junto a ella asustados y tristes.
Cosmo y Tormenta depositan el cadáver en la pira mientras alguien enciende el fuego.
Prisco se saca una moneda de plata del bolsillo y la pone en la boca del muerto. El óbolo de Caronte, el precio del último viaje.
Fosca solloza mientras las llamas se elevan, entonces Hircio se le acerca y le da una bolsita.
—Cinco mil sestercios. El contrato de tu marido por los cinco años que me dio.
Fosca no sabe qué decir, la verdad es que no es eso lo que suele hacerse.
Pero Decio Hircio no es un infame. Conoce el precio del sacrificio, conoce la inanición y la desgracia mejor que cualquier otro.
Decio Hircio es un hombre honesto.
No quiere cargos de conciencia.
La mujer acepta el dinero a cambio del bien más preciado que poseía. Sabe que el contenido del saquito le permitirá llevar la cena a la mesa a sus pequeños todas las noches, sin verse obligada a abrirse de piernas con el hornero o con el mercader de judías. Pero, a pesar de todo, no puede dejar de odiar al lanista y lo que representa. Con todo su maltrecho corazón.
Una llama que vuela alto sacude los ánimos, el olor de la carne quemada es realmente repugnante.
—Nadie ha pronunciado la oración fúnebre —advierte Cosmo.
Vero da un paso adelante hacia el fuego, va tan decidido que parece que quiera arrojarse en él, con todo ese calor ensordecedor.
—Sergio era un hombre justo. Y no merecía morir…
Fosca se echa a llorar con más fuerza, las piernas a punto de ceder; los niños se esfuerzan en sostenerla.
Prisco se acerca a Vero y le dedica una ojeada antes de bajarse la capucha que lleva sobre la cabeza y apartarse de allí:
—Todos nosotros merecemos morir. Todos…
Cremar un cuerpo humano es una tarea lenta y laboriosa. Puede tardar un día entero. Casi nadie tiene tiempo, estómago y paciencia para quedarse hasta el final.
Los gladiadores de negro son los primeros en desalojar el lugar. Hircio los sigue a distancia, rodeado de mendigos insistentes y algún que otro holgazán en busca de aventura.
Fosca se queda sola en compañía de los encargados de la cremación.
Cuando la hoguera se apaga, ya es noche cerrada.
El alma de Sergio continúa flotando en medio de las cenizas.
Es bien entrada la noche cuando los guerreros del Ludo Argénteo entornan el pesado portón a sus espaldas para dirigirse a las celdas. Hay una sombra cubierta con un manto oscuro esperando a Vero y a Prisco, los últimos en cruzar el umbral del cuartel.
Los dos luchadores ni siquiera necesitan ponerse en guardia, la figura es menuda e inocente. Por el tabardo calado sobre los rizos despunta algún mechón rubio.
Cuando Julia baja la capucha y muestra sus grandes ojos de diamante, el corazón de Vero empieza a dar puñetazos a su caja torácica.
El britano ha recorrido el camino de vuelta en silencio, con los ánimos hechos añicos por demasiada vida y demasiada muerte. Se siente solo y perdido, a la deriva. Le gustaría beber y pegarse con alguien, pero la ira no le está permitida a un siervo, así que deja que el fuego lo consuma desde dentro, incapaz de decir absolutamente nada.
Prisco hace un gesto de rabia cuando se cruza con la mirada de la muchacha. Ella se muestra melosa:
—No hago otra cosa que pensar en ti. Hace horas que espero. Ya no puedo seguir así…
Prisco tiene ganas de volverle la espalda sin tan solo saludarla, pero ella sigue perteneciendo a una familia de cierto rango, y un esclavo no puede permitirse según qué ligerezas. De modo que intenta despedirse con todo el tacto y la educación de que es capaz.
—Mi señora, esta noche no, te lo imploro. No sería una gran compañía, acabamos de enterrar a un hermano…
A Julia le coge por sorpresa. No tiene fuerzas para contestar mientras ve desfilar al galo hacia sus míseras estancias. Vero va justo detrás; cuando pasa a su lado se llena la nariz de su perfume. Y el sueño eterno, de repente, parece el más dulce de los males.
Julia se queda un poco más en el patio de la escuela, sin saber si irse o si correr detrás del objeto de su deseo. Entonces, lo oye. El sollozo atroz, procedente de dentro. El llanto es un río desesperado que se ha desbordado, anegándolo todo. Julia se imagina el rostro de Prisco surcado por la pérdida.
Las suaves pisadas de las sandalias que la conducen al interior del edificio se mezclan con sus fantasías por consolarlo. Sueña besarle los labios salados, mitigar su dolor del único modo que conoce, metiendo la vida en la vida, allí donde la muerte se lo queda todo sin pedir permiso.
La bellísima joven sigue el eco de los lamentos, pero pegado a la pared de la armería no encuentra lo que busca.
Sólo está Vero.
Destrozado por un sufrimiento tan fuerte que sería capaz de hacer añicos el universo.
Julia se acerca lentamente, su corazón se acelera. El britano levanta la mirada y encuentra sus pupilas de seda brillante. Cada vez están más cerca, los separa un aliento cálido. Julia querría decir algo, pero el britano no le da tiempo. La besa con furia y ella lo deja hacer.
Manos hambrientas de sangre desabrochan el tabardo, hurgan en su ropa, desatan nudos de manera torpe. Julia está desnuda y magnífica, con la respiración entrecortada y el coño mojado. Vero la prueba por primera vez, se la bebe de un sorbo, como el morituro en la fuente de la juventud.
Julia gime y grita, las cuidadas uñas arañan la madera de la puerta.
Él se desliza a su espalda, le levanta la ropa, la toma por detrás. Ella goza y se estremece, con las poderosas manos de Vero en sus caderas.
La embiste sin dejar de llorar.
Julia le aferra los dedos y los pone en su sexo, lo convence para que la explore.
Se corren a la vez. Deprisa, como en los sueños. El fuego de Vero estalla en la paz de Julia. Semen caliente sella un amor imposible y cobarde.
Sudor y piel hirviendo, ahora ya no existe nada más.
Ninguno de los dos hace caso de la sombra que los escruta aborreciéndose a sí misma y al mundo entero.
Prisco ha presenciado toda la escena sintiendo un odio excitado. Se maldice a sí mismo y a la erección que lo humilla más que el deshonor. Ahora ya nada tiene sentido, el hielo se transforma en fuego. Los celos y el asco se lo tragan todo, digieren el futuro en un mar de jugos gástricos.
Al otro lado de la pobre ventana solo hay oscuridad sin estrellas.
Esa noche todo se acaba, para volver a empezar otra vez.
El amor es basura.
La muerte es más honesta, al menos no cuenta gilipolleces.