LA MUERTE NEGRA

La pálida muerte lo mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes.

HORACIO,

Carmina, 4, 13-14

Roma, enero-abril de 80 d. J.C.

La peste, prostituta asesina.

El mundo se ha vuelto loco, otra maldita vez.

Vero y Prisco han ido corriendo a dar la mala noticia a Hircio y al médico, y la verdad ha estallado en la cara de todos como un bubón purulento. La peste no se puede esconder, te engulle. Va volando de un aliento a otro, devora y no deja escapatoria; incluso a los perros los vuelve locos.

Inmediatamente se extiende el pánico en la escuela, pero no es nada en comparación con el delirio que envuelve la ciudad como un sudario. El asunto ya es de dominio público. Por lo que Hircio cuenta, hasta un par de senadores se han visto afectados. A las puertas de Roma hay largas colas de carros que se van, los guardias hacen lo posible por mantener el orden. Frente al peligro, la conducta humana se vuelve animal, la fuga es la primera opción.

Sin embargo, dentro de los muros del Ludo Argénteo, el espacio de maniobra es limitado, y antes o después las bestias empiezan a enfrentarse. Cosmo, el gladiador número uno, es el provocador. Se muere de miedo y quiere escapar, pero el juramento que hizo lo retiene. Es un esclavo y no se le permite otra cosa que no sea obedecer órdenes. El ritmo de los entrenamientos también ha bajado ahora que el maestro ha muerto y han tenido que quemarlo deprisa, junto a sus pobres posesiones.

A Vero y a Prisco les ha tocado encargarse de las letrinas. Esta vez han hecho las cosas como es debido, gracias a la ayuda de las mangueras de los vigiles que han pasado junto al ludo cuando iban a apagar un incendio por allí cerca.

Una limpieza de cabo a rabo, rascando el poso de tierra seca con rastrillos y palas; primero el agua se vuelve barro y después se va aclarando. La madera recién pulida sella el estrago.

La higiene se ha convertido en una necesidad, ya no es un lujo. Aecio Tortone lo repite todos los días:

—Mientras todo esté brillante como un espejo, el contagio se quedará al otro lado de estos muros, ¡recordadlo!

Pero el contagio ya ha cruzado el umbral, lo saben los tirii y también los veteranos. Ahora no hay novatos, Hircio tendría que haber ido al mercado de esclavos a escoger un poco de carne fresca, pero tiene la cabeza en otra parte. Pensándolo bien, parece imposible, pero Decio Hircio tiene miedo. Es natural que desatienda sus obligaciones, lo primero de todo es proteger su inversión, es decir, mantener a sus hombres a raya. Y, ya se sabe, cuando el gato no está, los ratones se desmadran. Especialmente si se trata de ratas de doscientas libras con la rabia de Hércules inmortal en el corazón y sin nada que hacer de la mañana a la noche.

Cosmo siempre está nervioso; sin los entrenamientos, queda un montón de tiempo libre que termina llenándose de la más elemental de las maneras, con una pelea.

Vero acaba de por medio, el muchacho es una especie de imán para los problemas. Está junto al palo charlando con Prisco cuando ese titán fanfarrón se le acerca con su habitual aspecto enfurecido:

—¡Mirad a los tortolitos! ¡Siempre juntos, como la fiebre y la diarrea! Vero, ¿cuándo vas a convertir a este galo bastardo en una mujer honesta? ¿Ya habéis fijado la fecha de la boda? —Y le suelta una patada en las posaderas.

Un torbellino de pensamientos le invade las neuronas mientras intenta levantarse, pero Cosmo se le vuelve a echar encima y le propina una sarta de reveses que echarían un pino abajo.

Ha llegado al límite, Vero se pone en pie de un salto y carga como un toro. Prisco también se acerca para ayudar a su amigo, en contra de la antigua regla de los gladiadores que fija dos hombres por combate, ni uno más.

Pero, a fin de cuentas, ¿qué tiene que ver el honor? Es solo una maldita pelea callejera.

La refriega tarda poco en convertirse en coro, una melodía polifónica de aburrimiento y violencia gratuita. Llegan Tigre y Bato a prestar ayuda al general de los primi, Marco de Capua lucha por sí mismo, dando guantazos a diestro y siniestro, un manípulo de tirii toma partido por Vero y Prisco y ni siquiera los untores y el médico pueden hacer nada contra esa furia de músculos. Es un festival de empujones, puñetazos en la cara y rodillazos.

Una pelea perfecta, cabellos al viento y sudor.

El aire sabe a sal y a adrenalina.

Y apesta a miedo.

Decio Hircio observa la escena desde la balaustrada de la planta noble y siente un pinchazo en el estómago. El terror es su compañero de cama desde que Rubio ha muerto. El terror clava las fauces y quita el sueño.

No le da miedo morir, ya hace tiempo que hizo las paces con los dioses infernales, cuando decidió jugarse la vida a los dados, apostando riqueza y honor por hombres muertos que haría salir a la arena. Decio el lanista no teme por él, los escalofríos lo sacuden solo cuando piensa en su familia. Su mujer Paola, raíz de su árbol precioso, y sus hijos Mario y Nerina, tan pequeños que todavía no saben distinguir lo que es justo de lo que es demasiado fácil. La preocupación por sus seres queridos, espoleada por la violencia sin sentido de la horda de gladiadores, lo está matando. Por no hablar de la imagen de la peste que llama a su puerta y atrapa sin permiso las almas de los buenos y las arrastra consigo al fondo del abismo.

Hircio recuerda a otro lanista, que vivió en un tiempo remoto, todavía presente en el imaginario de los que tienen ese jodido oficio. Piensa en Batiato, señor de la escuela de Capua, abatida y devastada por el furor de Espartaco y el ejército de siervos que rompieron sus cadenas. Han pasado casi ciento cincuenta años de los hechos sangrientos que pusieron al ejército de Roma de rodillas, pero el miedo todavía serpentea entre el populacho. Se ha fundido con la leyenda.

Al igual que hoy se arrastra el contagio por las sucias avenidas de la Urbe. Por todas partes hay miseria y flemas, cuerpos sin vida se esparcen por las calles de locura y dolor, los chacales ya se han abierto paso en las casas abandonadas, saquean despensas y engullen la comida que estaba almacenada para el invierno.

La masacre es el pan de cada día, y los pobres nervios de Hircio deciden ceder de golpe. A la vista de la sangre que embadurna la caótica chusma del patio, nota un vacío en la boca del estómago. Lágrimas densas y sinceras le surcan el rostro mientras profiere una última y desesperada maldición antes de largarse.

—¡Moriréis solos, condenados desagradecidos sin espina dorsal! Porque así es como habéis elegido vivir.

Entra en casa ignorando la reacción de los gladiadores, junta todo el dinero que puede y luego coge la puerta y sale a la calle.

Ya no hay miedo en su cabeza. Ni indecisión.

Sólo tiene un objetivo. Sobrevivir. En beneficio propio, de su familia, del mundo entero.

«Sobrevivir».

A toda costa.

Recorre las insulae con el puñal bien asido bajo el tabardo, dispuesto a matar si es necesario. Se abre camino a través de la muerte para preservar la vida.

Tiene el corazón encadenado, la imagen de lo que deja detrás de la espalda es una herida incurable.

El sueño de plata se oxida a cada paso que se aleja del ludo. La conciencia de ser padre antes que hombre sube como clara batida. La puerta de su casa está todavía atrancada, como la ha dejado por la mañana; su familia no vive en el cuartel. Ese no es lugar para criar a unos niños.

La vivienda modesta, pero dotada de todas las comodidades, acoge las flores no contaminadas de la disipada vida del lanista. A fin de cuentas, detrás de la corteza de reptil y los ojos de fuego, Decio Hircio es un buen hombre. Un padre devoto como no hay en la ciudad. Entra y sonríe, la fatiga ha desaparecido. Paola lo recibe con los niños rodeándole la cintura. Lucen dentaduras de marfil, diamantes blancos y encías de seda.

Se funden en un profundo abrazo, como si no hubiera un mañana.

Pero sí que habrá un mañana, a la mierda la peste, a la mierda la escuela y las ratas moribundas, a la mierda la suerte y los dioses furibundos, esa familia vivirá.

Palabra de Decio Hircio.

El equipaje está preparado, Paola ya lo sabía. Paola siempre lo sabe todo. Por eso la ama.

Él se escurre por la puerta de atrás y se mete en un tugurio. Dentro hay un viejo amigo, que a una señal del lanista enyuga un burro cansado a un carro tambaleante. En un santiamén toda la vida está cargada en las tablas, más aquellas cuatro cosas sin las cuales marcharse sería como morir, y el empedrado de la Loba chasquea bajo las ruedas ribeteadas de hierro.

El viejo conoce las calles de Roma mejor que sus bolsillos agujereados. Además, los sestercios de Hircio abren puertas que los ciudadanos comunes ni siquiera se imaginan. Al cabo de dos horas, la comitiva está al otro lado de los muros, respirando aire de verdad. Se dirigen al norte, de donde procede la hermosa Paola, hija de tejedores.

Al norte, por Júpiter, lejos de la muerte y la enfermedad. A salvo.

Decio Hircio se despide de la Urbe con el corazón henchido de esperanza y el futuro palpitándole en las venas. Pero en la boca conserva la amargura de los días perdidos y jura que no se ha acabado.

Hircio es un hombre de una pieza.

«Decio Hircio volverá».

Entretanto, al otro lado de la ciudad, dentro de la escuela abandonada, ya no quedan ni amos ni siervos.

Sólo bocas abiertas como platos por el estupor.

Vero y Prisco no saben qué hacer, de repente un vacío malsano llena la vida a su alrededor.

El Ludo Argénteo está casi desierto. El abandono del lanista ha revuelto más los ánimos que la refriega. En cuanto han oído sus palabras, se ha helado la sangre en las venas de los guerreros, no les ha dado tiempo de replicar porque Hircio tenía prisa por estar en otro lugar. Un instante después de su desaparición, el alboroto se ha calmado de golpe. En lo que cambia el viento, el enjambre de enemigos improvisados se ha convertido en una camada de polluelos desorientados.

«La libertad provoca un efecto negativo».

Se narra la historia de un viejo recluso que, cuando salió de las celdas imperiales por voluntad del emperador Augusto, vagó sin meta durante un día entero preso de salvajes ataques de ansiedad. Acabó colgado a la mañana siguiente en los barrotes de la celda que lo había albergado durante treinta largos años.

Hay animales que mueren si se les quita la cadena, incapaces de adaptarse al mundo exterior.

Muchos de los «alumnos» de la escuela son así. No saben qué hacer con esa repentina independencia. Cuando Aecio y los untores también abandonan desconsolados el ludo dejando las verjas abiertas, todos comprenden que se ha acabado.

Que allí fuera hay algo tremendo. Y es hora de pasar cuentas.

El conjunto de hombres medio desnudos se aleja tímido y alelado por el otro lado del portón de entrada. Desde que ponen un pie en la ciudad, fuera de la escuela, ya ven quién es el león y quién el cordero. Ídolos como Cosmo o Tigre son acogidos por la multitud por lo que son, auténticos dioses. Las mujeres de Roma se vuelven locas por los gladiadores, en la arena se asiste a escenas de histeria colectiva. Algunas se rasgan la ropa y tiran los jirones para decorar la arena salpicada de sangre. Otras se excitan y aprietan los muslos con cada acometida, empujando cada vez más contra la espalda del público apretado en las gradas, simulando el coito con el hombre de sus sueños. El deseo brota como miel de los ojos y de las bocas de las exaltadas, no importa a qué clase pertenezcan, la sangre bulle para todas: los gladiadores son númenes del sexo, de la fuerza bruta. Todas los anhelan.

Todas los quieren dentro.

A Cosmo no le cuesta encontrar compañía para la noche, una posadera de pechos generosos lo invita a beber después de una mirada, y en lo que tarda un reloj de arena en dar una vuelta ya están sorbiendo la vida al máximo en la parte de atrás de la taberna, a golpe de anca. Muchos novatos recién ascendidos se disgregan por las calles del centro, desaparecen por los callejones en busca de comida y aventuras. Otros veteranos disfrutan del gentío, antes de la noche formarán parte de las filas de alguna banda de andrajosos en busca de riquezas. La ciudad insalubre es de los locos y los estúpidos.

Vero y Prisco se quedan solos, en el centro del patio vacío.

Se miran como cachorros asustados, para estrecharse después de instantes de vacío en un abrazo necesario.

No hay lágrimas, porque entre hombres están prohibidas, pero la carencia es palpable.

Asiéndose por los brazos, se sostienen como columnas quebradas después de un seísmo.

—¿Qué ocurrirá ahora? —pregunta el britano a su amigo.

—De ahora en adelante habrá que cubrirse las espaldas.

Un loco sin dientes pasa por delante de la puerta abierta de la escuela arrastrando un carro en el que hay un amasijo de cuerpos. Entre las piernas, una orgía de ratas panzudas, el hedor es insoportable. Gargajea en dirección de los dos guerreros enlazados. Sonríe como puede:

—¡Bienvenidos al reino de la raza humana!

Su carcajada asquerosa la mastica el viento.

Al principio es realmente duro.

Y lo peor es convivir con la idea de la enfermedad.

Vero y Prisco se han preguntado si no sería mejor mantener el ludo como base de todos modos, pero pocas horas después de haberse abierto las puertas ya ha sido invadido por los desesperados en busca de riquezas, armas y retazos de gloria. Ni siquiera un ejército de hoplitas griegos podría haber hecho frente a aquella desamparada desesperación.

De modo que la calle no es una opción, es el único camino.

Al principio tienen que arreglárselas como pueden. La estación no ayuda, el frío se insinúa por todas partes. Y a pesar de que los cadáveres apestan algo menos, la propagación del contagio sigue siendo la misma. Claro, bajo el sol habría sido un desastre, pero castañetear los dientes en medio de los muertos no es mucho mejor, especialmente con el estómago vacío desde hace días.

La comida es un problema. Allí donde hay, también hay problemas. Un montón de problemas.

Bandas de mocetones harapientos registran las casas de los muertos con un cuchillo entre los dientes y sucios sacos de tela. Las pobres despensas de las insulae bajas son asaltadas como si fueran las tropas de Escipión a manos de los cartagineses enfurecidos. Cada pedazo de pan, cada cántaro de aceite, cada grano de trigo es sustraído y metido en los capazos llenos a rebosar. Nadie sabe dónde va a parar todo eso. Hay quien dice que en la ciudad se está organizando un nuevo orden, que existen amos oscuros que aplican la ley de las armas y la sangre a despecho de la del Águila. Cada vez más a menudo se habla de un tal Draco, señor de las putas y del juego, y de su equipo de moscardones armados hasta los dientes.

Tal vez sea una leyenda, pero la gente tiene miedo. Y el Imperio se esconde, especialmente en los callejones donde no llega la luz y el tufo de la muerte embota los sentidos.

Roma se está convirtiendo en un cementerio a cielo abierto, la peste hinca los dientes en los talones del pueblo. La higiene escasa o inexistente complica las cosas, una fístula se convierte en un lecho de llagas; una rodilla arañada, en un foco de infección. El frío mortifica los pulmones, las flemas viscosas empastan los bronquios de los enfermos.

La gente muere.

Selene ha huido, la diosa de la muerte dulce ha dejado vía libre a Proserpina. La Reina de los Infiernos tiene fuego en los ojos y esparce rabia sobre los desfavorecidos. No hay razón para resistir, ni para tener esperanza.

La epidemia no hace prisioneros. Mata o pasa de largo, por todas partes deja el vacío.

Vero y Prisco están entre los agraciados, después de la primera semana han visto que el mal no iba a tocarlos. A veces ocurre, sin lógica ni ningún maldito sentido. Mueren niños inocentes y sobreviven viejos gladiadores. Cae la madre de inanición, pústulas y penurias, y resiste el hijo que no sabe arreglárselas solo. Mañana por la mañana será presa de las ratas al igual que el cadáver frío de la mujer que lo ha traído al mundo.

Ratas que se mueven furtivas como sombras rastreras. Ratas con cuchillo, a las órdenes del Dragón.

Vero y Prisco viven de limosnas; aunque podrían, no recurren nunca a la violencia. Después, un día, sucede algo que lleva al britano atrás en el tiempo. A la época de mar y de viento, tan breve e intensa que la hace inolvidable.

Vero se topa con Marcio. Y cree que está soñando.

El marinero lo observa de arriba abajo.

—Estás más delgado. ¿Qué le ha pasado a mi muchacho?

Bien mirado, no ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que estuvieron juntos, solo un par de estaciones de por medio, pero para Vero ha pasado una vida entera. Desde que entró en el Ludo Argénteo el tiempo se ha detenido, cristalizado en una burbuja de ambición, dolor y esfuerzo. Mientras ha sido novato no ha tenido vida, solo determinación y voluntad. Desprecio por el peligro.

Para Marcio, en cambio, las cosas no han cambiado mucho.

—¿Cómo te las apañas? ¿Echas de menos Miseno? —Vero intenta ser cordial.

—Claro que echo de menos el mar. Nunca me acostumbraré a este cielo de piedra —señala la altura voluminosa de las insulae como si se tratara de un gigante que le corta la respiración, además de la vista del sol—, pero no puedo quejarme. El emperador ha garantizado seguridad y comida a los que trabajan en el Anfiteatro. Los misenenses trabajamos duro de la mañana a la noche para perfeccionar la técnica del velario. ¡Ya somos unos expertos, podemos abrirlo y volver a plegarlo en un cuarto de hora! Es un trabajo tremendo, deberías venir a echar un vistazo…

—Ojalá… —bisbisea Vero, desconsolado.

Prisco se da cuenta de su malestar. El entendimiento entre los dos mejora con el paso del tiempo, con solo una mirada saben lo que están pensando. Se adelanta a la respuesta del marinero:

—¿Crees que dejarían entrar en el Anfiteatro a dos tipos como nosotros? Marcio, no quiero engañarte, pero un trabajo o aunque solo sea un sitio en el que vivir no nos iría mal…

Los dos juegan limpio. No les da vergüenza, son esclavos. Hace mucho tiempo que su vida depende del buen corazón de los demás.

Marcio se rasca la cabeza, está contento de haberse encontrado con el muchacho. Y no necesita preguntarle lo que ha sucedido para comprender el asco de vida que lleva. Por algún motivo, el contagio ha pasado de largo por su lado mientras la ciudad muere, un cuerpo tras otro. Es una señal, una condenada oportunidad de demostrar que es superior. Los dioses hablan a través de los ojos tristes de una pareja de luchadores hambrientos. Soldados desarmados en tiempos de paz, inermes en un mundo a la deriva.

—Venid conmigo. Ya pensaremos algo.

Vero y Prisco sonríen, los mordiscos del hambre no son ninguna broma. Después de días de sobras mordisqueadas en los bordes de la calle como perros callejeros, por fin atisban un resquicio de futuro. Marcio conduce a los hombres por un boquete que desemboca en un túnel infinito. Están en las cercanías del Anfiteatro, en las venas abiertas del gigante de piedra.

El marinero se conoce de memoria cada intersección, cada esquina del laberinto. Cualquiera se perdería allí dentro, pero él no. El coloso de polvo y sueño es su nueva casa, su mar prestado. Hay que orientarse con las cruces de la pared, ahora que las estrellas están apagadas.

Después de una carrera de obstáculos solo iluminada por una vieja antorcha de pez, harapos y humo que Marcio ha cogido antes de empezar el viaje subterráneo, los tres confluyen en una sala brillante como el caparazón de un escarabajo. Negro cegador en las paredes esmaltadas, una docena de toberas en las paredes, el fragor conmovedor del agua.

—¿Qué clase de sitio es este? —Vero, como siempre, no se da cuenta de que está más cerca de casa de lo que ha estado nunca en los últimos diez meses.

Prisco es quien se encarga de explicárselo, sin necesidad de que Marcio haga de cicerone.

—Es el baño del cuartel, amigo mío. El cuartel más ambicioso de toda Roma. Aquí los dioses se lavarán para quitarse de encima la sangre de los perdedores cuando llegue el momento.

El britano siempre lamenta decepcionar a su amigo, especialmente ahora que se ha vuelto tan locuaz y simpático. Pero algunas metáforas, esas palabras pomposas que se le ponen entre los dientes y la lengua, no las entiende en absoluto. Puede entrever el sentido pero, aun cuando deduce algo entre los meandros de una frase complicada, no consigue contestar, cada vez le parece que el aliento no quiere saber nada de salir de la garganta. De modo que se limita a mirar al galo rascándose la cabeza.

Prisco sonríe, pero es Marcio quien hace de intérprete:

—Es el baño del Ludus Magnus, la escuela de gladiadores más grande del Imperio. Cuando las obras terminen, aquí dentro se lavarán los héroes más valerosos. Por el momento, sin embargo, este sitio está más desolado que el desierto de Egipto. El ludo no estará listo hasta dentro de muchos meses. —Marcio añade—: Está a vuestra disposición, muchachos. Lavaos un poco o no os dejarán entrar en el Anfiteatro, ni aunque Júpiter Versor responda por vosotros. Los hombres están muertos de miedo por contagiarse.

Vero y Prisco no se lo hacen repetir dos veces. Se quitan los andrajos que ya se han convertido en su segunda piel desde que abandonaron la casa de Decio Hircio y disfrutan cuando la carne crepita bajo los chorros de agua helada. Es una bendición; además, la temperatura del agua del ludo tampoco es tan baja, gracias a su situación y a los gruesos cimientos calcáreos, que hacen que el lugar sea fresco en verano y cálido en invierno.

Marcio, que se había despedido con la excusa de conseguir ropa para los guerreros, regresa con un par de túnicas oscuras con una gran capucha. Ambos se las ponen llenos de gratitud y se cubren la cabeza.

Después desandan todo el camino hasta las puertas de las obras.

Prisco duda un momento antes de cruzar el umbral. Su vieja vida, tan añorada desde el primer día como gladiador, le da la bienvenida de la peor de las maneras; una punzada de ansiedad se le aferra al estómago.

Marcio se da cuenta.

—Muchachos, aquí nadie se preocupa por según qué cosas. Los amos de las obras han abandonado el Anfiteatro a los primeros avisos de peste, han huido a sus bonitas villas fuera de la ciudad. Las obras no se han interrumpido, los obreros tampoco tienen adónde ir. Pero la Dirección no hace muchas diferencias entre forzados y libres. Todos somos hojas al viento, amigos míos…

Vero está entusiasmado de oír a su amigo hablar así. La renovada condición de «hombre libre», a pesar de las circunstancias, lo ha hecho más fuerte. Prisco, en cambio, desconfía, especialmente en relación con la nueva Dirección de las obras.

Permanece en el aire esa palabra indefinida, un sobreentendido peligroso. Como si fuera otra persona la que mandara en casa del emperador. El galo tiene un mal presentimiento.

En cualquier caso, ya están dentro. Y un nuevo mundo perdido vuelve a saludarlos como a extraños.

Las obras han avanzado de manera sorprendente. Los contrafuertes están casi ultimados, y el suelo de los juegos, lleno de arena. Las piedras, relucientes y colocadas para llenar cualquier hueco; las escalinatas van tomando forma día tras día.

Y luego, al otro lado del último orden de arcos, la maravilla.

No hay otra palabra para describir el prodigio del velario. Exactamente en el instante en que Prisco levanta la mirada al cielo, los compañeros de Marcio están haciendo fuerza de brazos para deslizar la enorme vela hacia el centro de la arena. El sistema de cabrestantes y poleas es increíble, las gúmenas se retuercen y se deslizan por unos carriles de ruedecillas, cerniéndose en la nada color plomo, dibujando una telaraña maravillosa que despliega la sábana sin límites encima del estadio. La progresión es lenta pero decidida, Vero y Prisco se quedan embobados admirando la maniobra de cobertura hasta que termina.

Marcio respeta en silencio la solemnidad del momento.

Sólo cuando todo ha acabado se permite exclamar, con la voz de un padre que admira a su hijo victorioso en las competiciones de Olimpia:

—¡La vela más grande del mundo!

Vero sonríe y aplaude. Prisco se cruza de brazos, pero el asombro se le queda en los ojos. Nunca ha visto nada parecido en toda su vida.

Roma es tierra de locuras y deseos. De magias sin precedentes.

Después del tiempo justo de recuperarse del espectáculo, Marcio los conduce al dédalo de comunidades en que se han convertido las obras del Anfiteatro. El reparto de trabajo que había constituido la razón de ser del Topo y de su competencia se ha esfumado. Ya no existen límites espaciales ni de pertenencia. Los cepillos trabajan junto a los buriles de los cinceladores, los picapedreros sonríen a los herreros mientras acarician el plomo que sella los quicios de las cien puertas del estadio. Sin embargo, por todas partes flota un sentimiento de disgusto mezclado con excesiva atención, Prisco lo advierte a primera vista.

Se pregunta dónde están los guardias, quién se ocupa de vigilar el trabajo de los forzados.

Marcio parece leerle el pensamiento:

—La muerte nos ha convertido en hermanos. Hemos aprendido a guardarnos las espaldas. Donde no basta la buena voluntad, la sombra del Dragón acude en nuestra ayuda.

El marinero desciende por la escalera hasta el centro de la arena. Un tipo alto y barbudo se les está acercando. Va escoltado por dos tipos con aspecto de presidiarios, con los cuchillos a la vista y los calzones de oveja a la manera de los pueblos del Norte. Marcio sonríe y el tipo le corresponde. Prisco masculla con los dientes apretados: «Draco…». Vero asiente y el buen humor se queda en un recuerdo.

Draco y Marcio charlan durante un buen rato, dejando a los jóvenes de lado. Después, al final, se estrechan las diestras a la altura del codo, Marcio se inclina y el otro —el nuevo señor de las obras— avanza hacia ellos.

Vero y Prisco tienen ganas de salir huyendo, pero es tarde. Es tarde para cualquier cosa, excepto para sobrevivir. De modo que se acercan, intentando mantenerse derechos pero sin exhibir el pecho cuadrado y poderoso, a veces basta una pose equivocada para parecer desafiante.

—De modo que estáis buscando trabajo, ¿eh? —Draco tiene la voz cavernosa y los ojos sombríos.

Ambos inclinan la cabeza. Contestan que sí. Lo llaman dominus.

—Aquí no existen los amos, metéoslo en la sesera. Aquí solo se trabaja. Si tenéis ganas de esforzaros, sois bienvenidos. Roma necesita brazos sanos. Sus hijos mueren como moscas…

Vero y Prisco están estupefactos. A decir verdad, al britano ya lo han conquistado las maneras del sicario —porque no hay ninguna duda de que Draco es un sicario de primera categoría—, mientras que Prisco no se fía de toda esa amabilidad. Por la calle ha oído cosas sobre ese viejo hijo de zorra que ponen los pelos de punta.

Draco se ha hecho rico vendiendo niños, ha rebanado manos por una mirada de través, bebido sangre de sus enemigos. Y, a pesar de su actitud de salvador de la patria, Prisco prefiere quedarse un paso atrás.

Lástima que necesite el trabajo.

«Si no hay trabajo, no hay mañana».

No hay futuro sin Draco.

El galo es el primero que aferra la diestra del barbudo bastardo. La estrecha como un hombre, y Vero hace lo mismo.

Draco sonríe y se demora un instante de más ante las cicatrices que surcan el pecho y los brazos de los dos guerreros. Hasta un ciego se daría cuenta de que tiene delante a dos profesionales de la arena. Un gladiador no pasa desapercibido, ha vivido diez veces más que un soldado y no tiene la misma desesperación en los ojos. Es imposible no reconocer a uno cuando lo tienes delante.

El sicario se moja los labios y no necesita decir nada más. Mira a Prisco a los ojos y le da una palmada en el hombro.

—Bienvenidos, hombres. Os sentiréis como en casa…

El cielo de Roma es helado, del color del vino.

Está anocheciendo. Por las calles, la muerte negra todavía no se ha saciado.

Otra burbuja, otra Isla.

Con sus reglas y sus arritmias.

Un mundo enlatado, una vez más. A Vero le parece que la vida es una teoría de círculos concéntricos, uno igual que el otro, cada vez más grandes. Órbitas gemelas, hasta el infinito, con el mismo sol en el centro, la misma nada, alrededor del cual giras a distancia, sin alcanzarlo nunca. A Vero se le escapa el sentido, pero sabe que mientras le quede aliento en el cuerpo los brazos le darán el pan.

En las obras se trabaja duro, poco importa si eres formalmente libre; el esfuerzo no tiene color, clase o cara. Vero y Prisco levantan pesos enormes, alimentan tolvas con agua y arcilla, tierra blanda que se transforma en sólido futuro. Se habla poco durante el trabajo, y casi siempre de dinero: cuántos sestercios ha sacado ese con el negocio de los clavos de bronce; cuántos ha derrochado el otro en las carreras de perros; cuántos hay en el tapete para el combate de la noche.

Las obras son la imagen de la misma Roma, llagada y moribunda. Toda la riqueza que se filtra por las juntas de la piedra regresa en círculo a través de fístulas y agujeros a la carne enferma del trabajo. Es la fuerza de Draco, cada denario ganado por los hombres libres se irá en apuestas, vino o prostitutas.

No hace falta deslomarse para mantener a la familia, no hay que temer los bastonazos, porque las mujeres han muerto y los amos han huido. Los niños que no se han contagiado vagan por las calles de la Urbe como insectos imbeles en busca de miel. Ante el final, el hombre está solo y triste, retrocede hasta convertirse en una larva ciega.

Sólo quiere vivir sin interesarle el mañana.

Marcio y el destacamento de la Misenense constituyen una excepción, son soldados que intentan comportarse con honor, incluso si la ciudad ha perdido la cordura y el reino de Pavos, el dios del terror, se extiende por todas partes. Las reglas lo son todo para los classarii, la vela es su razón de vivir. El entrenamiento diario y la pericia en su labor los apartan de los malos pensamientos. El escudo de Roma está seguro en manos del señor del mar.

Vero y Marcio se ven poco, la actividad de las obras no deja casi espacio al tiempo libre. Por la noche, de vez en cuando, tienen tiempo de beber algo en la taberna que Draco ha hecho instalar justo en el centro del Anfiteatro; abierta desde que anochece hasta el amanecer, es la meta de los desamparados, la patria de las conversaciones melancólicas.

Después de la tercera taza de vino, Marcio empieza a hablar del mar y no hay quien lo pare. A Vero le gustaría confiarse con él, decirle que le preocupa el rumbo que está tomando la vida en el interior de la barriga del monstruo, pero Marcio no escucha, ensarta historias de pesca y batallas como cigalas en una brocheta y deja que el frío y la tibieza del vino las asen sin humo.

Prisco está circunspecto, ya hace tiempo que ha visto que Draco no les quita ojo a él y a su amigo. Cada vez más a menudo se lo cruzan en las galerías de la ciudad subterránea y les habla de músculos, violencia, fuerza bruta.

—No tienes que avergonzarte… ni por tu condición de esclavo ni por el oficio que has elegido. Los gladiadores son númenes en la tierra y tú, si no se hubiera desencadenado la epidemia, seguramente habrías encontrado tu sitio entre los dioses.

Prisco sabe dónde quiere ir a parar el rastrero bastardo, por eso lo corta, intentando no resultar demasiado irrespetuoso:

—Yo no he elegido el trabajo que hago. No es culpa mía si me han adiestrado para matar…

Draco suele asentir con comprensión. Pero al mismo tiempo sigue teniendo «esa mirada». La misma, distraída y atenta a la vez, que tenía Aecio el médico la primera vez que palpó las pelotas de Prisco a su entrada en el cuartel.

Draco no necesita meter los dedos allí donde no está permitido para tantear la mercancía. Le basta una ojeada, ha crecido en la calle. Y en la calle no puedes esconderte.

Al final del primer mes de trabajo llega la sorpresa. Como siempre, Vero no está preparado.

No es estúpido, hace días que se huele algo por las miradas de los carpinteros y las sonrisas de los picapedreros. El tintineo de las monedas en los bolsillos se vuelve ensordecedor cada vez que él y Prisco cruzan las obras. Pero no es hasta que pasan por delante de la Jaula que Draco mueve ficha.

Está rodeado de esbirros llenos de odio. El público de las grandes ocasiones ya está apiñado en las gradas.

La Jaula es una gigantesca estructura de hierro que en su origen servía para mantener juntos bloques de madera prensada hasta que la cola de pescado hubiera cuajado. Sin embargo, a medida que los trabajos avanzaban, la Jaula se fue quedando cada vez más vacía y su mole espantosa disuadía a cualquiera de moverla del lugar en el que había sido abandonada. Durante un tiempo fue refugio de las pocas gallinas ponedoras que picoteaban en el interior del complejo, pero muy pronto los gallos de espolones de hierro fresado tomaron el lugar de las inocuas aves. Sin embargo, en la Jaula podrían caber cómodamente veinte personas con los brazos extendidos, una detrás de otra, y los aficionados a la lucha clandestina enseguida se dieron cuenta de que era incluso demasiado espacio para los gallos. Y hasta para los perros. De modo que empezaron a entrar cristianos para darse puñetazos en la cara como es debido.

Los cristianos son buenos luchadores, hay una pequeña representación entre los trabajadores del Anfiteatro. Muy silenciosos, encerrados en sí mismos. Lástima que su Dios no se ocupe mucho de ellos. La peste se ha llevado consigo a más de la mitad de su comunidad, esparciendo el contagio a las mujeres y a los niños fuera de los muros del estadio.

De modo que Draco, rey de las apuestas, se ha visto en pocas semanas sin carne de matadero. Sin un maldito luchador digno de llevar ese nombre.

Ese es el motivo de que ahora esté ahí, plantado delante de la Jaula con una escolta que haría palidecer a Leónidas en las Termópilas. De que vaya directo al grano con Vero y Prisco, sin ningún preámbulo:

—¿Estáis listos para luchar?

Vero intenta zafarse, pero uno de los esbirros lo aferra por los brazos. El britano se libera y le rompe la nariz de un cabezazo, pero otro perro guardián es más rápido y le apunta siete pulgadas de metal afilado en la yugular.

Prisco esputa un gargajo al suelo.

«Están en lo que se dice un maldito callejón sin salida».

La muchedumbre brama alrededor de la Jaula.

El canalla que manda se acerca a los dos esclavos.

—¿Tal vez preferís abandonar las obras hoy mismo? ¡Vosotros decidís, amigos míos!

A Vero y a Prisco les gustaría partirle el cuello a Draco. Apretar las manos con fuerza alrededor de su tráquea y la nuez de Adán hasta notar el chasquido de los cartílagos. Pero el viaje terminaría ahí, lo saben. En el aire turbio del mar de polvo y vileza.

Vero mira a Prisco a los ojos y lo coge por los hombros:

—Fuerza y honor, hermano.

Un instante después están en la Jaula.

Uno contra el otro, como bestias feroces.

Vero recibe el cabezazo con un gruñido. Prisco nunca se ha andado por las ramas en su vida, en el combate no es de los que se reservan. Los ojos del britano rebosan sangre, en la Jaula hay que hacerse pedazos con lo que hay: piedras, palos, un gancho de carnicero que abre surcos en la carne del diámetro de gruesas salchichas. Los dos se emplean a fondo con todo el repertorio.

Primero con la madera, con la que el hijo de la Isla se las arregla bastante bien. Prisco más de una vez acaba en una esquina, a la defensiva. Después las piedras, que han sido su pan de cada día durante meses.

Pero no hay técnica que pueda invertir la suerte de un combate si el objetivo es partirse la cabeza con unas piedras afiladas. Una ristra de acometidas y quiebros es todo cuanto las carnes pueden ofrecer antes de que los músculos se enlacen en un baile demasiado arrimado, una sinfonía de codos, rodillas y golpes bajo la cintura. Hasta que la piedra vuelve al suelo y la respiración entrecortada de los luchadores indica que hay que volver a empezar.

Muy pronto los esclavos empuñan los ganchos y hacen alarde de lo que han aprendido en casa de Hircio. La multitud estalla con cada acometida, el rojo de los cuerpos desgarrados es lluvia en el desierto que lagrimea en el suelo. La sangre sacude más las conciencias que el canto del gallo al amanecer. La chusma se revuelca y echa espuma, como una fiera coja.

Vero pone el corazón, siente el fuego bombear en las venas surcadas de hierro. Pero Prisco es hielo y voluntad, no hace ninguna concesión a su adversario.

Ambos saben que matarse sería un pésimo negocio.

Pero, cuando te preparas para ser gladiador y estás entrenado para llegar hasta el final, seguir vivo tampoco es ninguna broma.

Prisco roza el límite cuando tiene la oportunidad de empitonar a Vero con un golpe desde abajo. Renuncia a hacerlo, pero ambos saben a quién corresponde la victoria.

Prisco finge que pierde el arma en el contragolpe y Vero tira la suya al suelo, acogiendo el abrazo del público, que vocea como tributo por el honor que no posee.

El britano se queda con mal sabor de boca. No hay nada peor que triunfar haciendo trampas.

Prisco le dice que no se preocupe, se lo dice con una mirada, entre ellos no hace falta nada más.

«La farsa continúa, hermano.

»La farsa es nuestra casa».

Pero Vero hierve de rabia, no consigue tragársela. Entonces carga con la cabeza contra la tripa de su amigo, lo levanta del suelo y lo arroja contra las mallas de hierro de la Jaula. El metal rasguña la carne del rubio, chirrían dientes y encías. Un trozo de incisivo salta por culpa de la presión y el contragolpe.

Tiene ventaja, pero la furia lo hace incapaz de administrarla y, en cuanto suelta la presa, Prisco lo castiga con un doble mazazo en la espalda, junta las manos y las abate sobre su compañero, que se desploma al suelo sin aliento.

Vero intenta levantarse pero el otro lo acalla con una patada en los pulmones, obligándolo a sacar las tripas y, al final, a calmarse. Después le echa una última mirada y lo conmina, apagado, sin emoción:

—Quédate ahí. Todavía queda mucha noche.

Prisco levanta los brazos y un estruendo lo aclama como vencedor.

El dinero pasa de mano en mano, una bolsita de monedas de plata acaba adornando su cinto, atado con pericia por Draco en persona.

El galo agacha la cabeza y vuelve con Vero, lo ayuda a levantarse y lo escolta en brazos hasta la enfermería improvisada, un poco más allá. Mientras el médico del campamento —que es descargador de profesión, pero si hace falta sabe manejarse con el bisturí y el cauterio— cose la carne ofendida, Vero le dice a su maltrecho compañero:

—¿De modo que así es como tenía que acabar? Después del primer enfrentamiento en la arena todavía estamos los dos vivos…

«Tú estás vivo solo porque yo he decidido que sea así. Pero el resto del mundo no será tan magnánimo, amigo mío…», le gustaría contestar a Prisco, pero se limita a sonreír.

Se estrechan las diestras y las suturas ya no son tan dolorosas, después de todo.

—Diría que nos merecemos ver nuestro nombre en esas malditas credenciales —masculla Vero mientras la aguja repara la carne un punto después de otro.

Prisco se sonríe pensando en una recompensa alejada años luz, en una vida perdida junto a las otras en el vientre del vertedero que el mundo llama Roma.

¿Dónde ha ido a parar el futuro que soñaban, la vida que creían merecer? ¿Qué habrá sido del Ludo Argénteo? ¿Al fondo de qué letrina se han escabullido las esperanzas?

Pero, sobre todo, ¿qué carajo habrá sido de Decio Hircio el lanista?

Decio Hircio es presa del pánico.

Han pasado pocas horas desde que ha regresado a la Urbe y ya está arriesgando la piel.

Maldición, esos tipos van en serio.

—Suelta el saco o te destripo, señorito…

De nada ha servido la navaja que Decio todavía maneja con cierta experiencia, a pesar de que los años de práctica habitual queden lejos. Los maleantes lo superan en número, está claro que los ha subestimado.

Son doce, pero por la manera en que babean y gruñen parecen las hordas de Plutón. Están decididos a llevarse al enemigo a los infiernos, a salirse con la suya cueste lo que cueste.

Roma ha cambiado, Hircio también la ha subestimado a ella.

La plaga está soltando la presa, pero ha dejado su marca en las carnes marchitas de los ciudadanos. Los que todavía están en pie han perdido mucho, demasiado, para tener ganas de negociar.

El orden público también se va restableciendo, las centurias imperiales hacen batidas por los barrios, día tras día, recordando a los miserables quién manda. Pero la rabia no puede borrarse a golpe de espada y obras públicas. Al corazón herido de la ciudadanía le cuesta volver a encarrilarse y los chacales deambulan a sus anchas.

El lanista ha regresado para volver a poner las cosas en su sitio. A fin de cuentas, es un hombre de honor, el tipo de persona que no deja los negocios a medias. Son pocos los que saben que también es un buen padre, pero esa es su verdadera naturaleza. Se juró a sí mismo que su familia tenía que salvarse y así ha sido. Gracias al dinero y la astucia que lo ha hecho sobrevivir hasta hoy, ha puesto a su mujer y a sus hijos a salvo, en un lugar donde refugiarse e hibernar lejos de los efluvios venenosos de la Oscura Señora. Pero cuando la primavera ha llamado a la puerta, el viejo corazón de Decio ha vuelto a palpitar por lo que es justo. Los remordimientos lo han atormentado durante todo el invierno, a menudo se ha preguntado qué clase de suerte les había tocado a la escuela y a sus alumnos. Ha imaginado lo peor, ha temido que las llamas se hubieran cebado en cada onza del Ludo Argénteo, el lugar al que tiempo atrás llamaba casa.

Ha suspirado cuando se lo ha encontrado todavía en su sitio, a pesar de estar infestado de canallas maltrechos, ratas y carroña. Los muros, por lo menos, han aguantado. La arena estaba llena de porquería y excrementos y obviamente no había rastro de las armas y los gladiadores, pero al menos podía volver a empezar.

Por algún sitio hay que comenzar.

De modo que se ha puesto en contacto con Aecio, milagrosamente con vida después de haber contraído una forma leve de la plaga. Ha sido él quien le ha dicho que sus hijos más fieles se quedaron hasta el final, mientras que los cobardes se esfumaron en cuanto cambió el viento. Cuando el lanista le ha confesado su sueño de volver a poner la escuela en pie, Aecio lo ha mirado como se mira a los locos. Pero tras unas horas y algunas tazas de vino del bueno, saboreado lentamente, dando la oportunidad a Baco de cumplir con su oficio y despejar las conciencias, el médico también se ha convencido. Cuando Hircio quiere algo siempre acaba consiguiéndolo.

—¿Cómo lo harás con el dinero? —ha preguntado Aecio, turbado por el sabor embriagador del vino con miel.

—Gracias a Mercurio, no fui tan estúpido como para guardarlo solo en un sitio. Tenemos suficiente para resurgir, amigo mío. De nuestras cenizas, como el condenado fénix.

—¿Y el ludo? ¿Quién lo desalojará? Está lleno de holgazanes, se parece a un asilo de leprosos.

—El dinero lo puede todo, viejo. Brazos para hacer el trabajo sucio y palos para los más obstinados. Y si con los mercenarios no hay suficiente, Tito enviará a sus mastines para rematar la faena. Después de todo, estoy haciendo un servicio público. El Águila aprecia más la diversión de sus ciudadanos que su indemnidad…

Aecio se ve obligado a asentir. Puede que la ciudad haya sufrido un duro golpe, pero a fin de cuentas tampoco ha cambiado tanto desde la última vez que Hircio estuvo allí. Hay cosas que son para siempre. El deshonor bebe de la fuente de la eterna juventud.

—Necesitarás un maestro —apostilla el médico, incapaz de plantar cara al lanista.

Este sonríe.

—¿Y por qué crees que he venido a buscarte a ti primero? Venga, viejo, suelta un nombre…

Y de este modo Aecio ha empezado a soltar prenda. A pesar de ejercer una noble profesión, ocupándose de la vida —y algunas veces de la muerte— de los enfermos, Aecio Tortone sigue sintiendo una gran pasión por las peores connotaciones de la naturaleza humana. En resumen, siempre ha tenido debilidad por los maleantes, desde pequeño.

Al principio quería imitarlos, pura y simplemente. Tardaba un segundo en huir del control de las nodrizas para escurrirse hasta los barrios ínfimos junto a pequeños pendejos con los pies mugrientos y la mano rápida. Al crecer se dio cuenta de que su obsesión por los chicos malos se había transformado en algo distinto. No quería ser como ellos, sino que quería hacer el amor con ellos, de la mañana a la noche. Aecio empezó a frecuentar lugares donde los muchachos de buena familia como él, a cambio de una cantidad razonable de dinero, podían pasar algunas horas de pasión entre los brazos de un granuja. Pronto comprendió los riesgos que conllevaba, él acababa enamorándose una vez al mes y sus bolsillos estaban cada vez más vacíos.

Su padre lo pilló una tarde de sol amarillo en el lupanar de las Tres Fuentes, el más antiguo de toda la Urbe. Primero le hizo probar el látigo y, a continuación, el hambre. Lo dejó sin dinero, después de haberlo molido a palos. Le dijo que se buscara un trabajo. Aecio acabó haciendo de matasanos por desesperación, pero enseguida descubrió que tenía talento para la carne y la sangre. Y de nuevo se pudo permitir las gracias de los peores delincuentes de la ciudad. Se hizo una única promesa, que todavía mantiene a pesar de la desordenada vida que lleva desde hace demasiados lustros: nada de amor.

El amor, cuando sabe a puñal, siempre es un mal negocio.

Aecio se sacude de encima el sopor que, desde que la enfermedad lo cogió sin quedárselo, se ha convertido en su único amante y silabea un nombre y una dirección a su amigo.

Hircio se va con la información.

Dos horas más tarde se encuentra cara a cara con el interesado, un egipcio de nombre impronunciable al que todos llaman Atón, como el dios del sol de su tierra. Y a saber el motivo, ya que el tipo no tiene ni una pizca de solar, a excepción de la pátina rojo brillante que le cubre los dientes rotos.

El lanista llega con la intención de acabar deprisa y darle un empleo a Atón. Pero este no se cree una palabra y se presenta con una cuadrilla de jóvenes pelagatos sedientos de sangre.

—Suelta el saco o te destripo, señorito —repite Atón sin emoción.

Las cosas se ponen feas para el rey del Ludo Argénteo.

Feas de verdad.

Vero y Prisco pasean como hombres libres por el vientre de una ciudad que los ha dejado solos. Roma sabe a cenizas y ortigas. Por todas partes se ven los restos de las piras, emblanquecidas con cal viva para apagar el último soplo de los cuerpos. Las mujeres caminan con la cabeza descubierta, discretas y despojadas de todo, excepto de determinación. Ponen orden, recogen sobras de comida abandonada en el suelo, consuelan el llanto de sus hijos supervivientes dándoles el pecho seco desde hace tiempo.

La ciudad se está volviendo a levantar, con esfuerzo, con paciencia. Sin rendirse nunca. En las caras de los que se han salvado se lee que la epidemia ha llegado al final de su camino.

El galo y el britano pasean el uno junto al otro, como hermanos voluntariosos. Vero está más triste de lo habitual, Prisco disfruta de la puesta de sol. El hijo de la Isla es quien habla primero.

—¿Cómo puedes decir que somos afortunados?

—Estamos vivos. ¿No te parece suficiente?

—¡No, no me lo parece! ¡Maldita sea, lo teníamos todo! Estábamos a punto de levantar el vuelo y convertirnos en dioses y ahora mira cómo hemos terminado. Nos apaleamos como perros por cuatro sestercios para complacer a la chusma de idiotas de las obras.

Prisco sacude la cabeza, posa una mano en el hombro de su amigo y lo obliga a detenerse. Para hablar con calma.

—¿Qué quieres decir exactamente con que «lo teníamos todo»? ¿Hablas de los escupitajos de los primi pali o del rancho que comíamos todos los días? ¿De las humillaciones? ¿Del entrenamiento demoledor? ¿De la posibilidad de morir en cada maldito combate? Por lo menos, en la Jaula, nos salvamos el culo el uno al otro…

Vero lo complace y se para, pero empieza a sacudir su dura cabeza y a gesticular; es lo que hace cuando tiene que explicar algo y las palabras no le salen, usa las manos.

—Teníamos la oportunidad de ser alguien. De convertirnos en dioses.

Prisco no está de acuerdo.

—¡No éramos libres!

—Técnicamente tampoco lo somos ahora. Nuestro amo se ha ido, no ha muerto…, al menos eso creo. Y tampoco nos ha vendido, por lo que yo sé.

El galo está tentado de ceder y darle la razón, pero es fundamental que el maldito britano lo entienda, por una vez. De modo que insiste.

—Incluso al mejor caballo de carreras le ponen bocado y anteojeras, amigo mío…

—Pero cuando es el primero en cruzar la meta es el vencedor, y la multitud lo aclama, Prisco. ¿Es posible que no te des cuenta, hombre de hielo? Nos habían concedido la oportunidad de ser importantes. Y la peste, maldita carroña, nos la ha arrebatado para siempre.

Prisco mira a su compañero a los ojos. Pozos oscuros como el fondo del alma.

—Tú eres importante. Para mí.

Vero se ruboriza. Se maldice cuando nota que las mejillas se vuelven púrpuras, pero no puede hacer nada por evitarlo. Le ocurre y basta. No le gusta cuando Prisco empieza a decir ciertas cosas. La amistad es una gran cosa y es normal que dos hombres se sientan unidos ante las adversidades, pero cuanto más tiempo pasa más tiene Vero la sensación de que Prisco interpreta su relación como algo distinto. Algo especial. Esa clase de unión que nace en la batalla entre soldados para quienes cada amanecer podría ser el último —o el vínculo que siente el alumno por su maestro—, hasta el punto de hacer que se embriaguen el uno del otro, convirtiéndolos en una sola cosa. La literatura está llena de amores de hombres, empezando por la pasión de Aquiles por Patroclo, o de Júpiter por el bello Ganímedes. Es sabido que entre hombres la comunión de intenciones es superior a la que se puede cultivar con una mujer; después de todo, las mujeres solo sirven para parir críos y tocar los cojones. O al menos eso es lo que se dice.

En cualquier caso, ese vínculo entre hombre y hombre es algo que hay que sentir. O sea, que lo tienes o no lo tienes. Y Vero no lo tiene.

No sabe bien cómo explicárselo a Prisco, ni siquiera está seguro de que su amigo sienta algo parecido o lo mire en ese sentido, pero cuando se pone a hablar de ese modo, Vero se ruboriza y se siente incómodo. Ahora, de repente serio, se queda embobado mirando a su compañero sin absolutamente nada que decir.

Por suerte, un grito y un gran jaleo llaman su atención y la de Prisco, apartándolos de la delicada situación.

—¿Lo has oído? —pregunta Vero, de nuevo pálido, como es él.

Prisco ya está con la guardia alta.

—¡Procede del callejón!

Ambos se precipitan a toda pastilla hacia un mar de problemas.

Cuando llegan a la entrada de la callejuela oscura y sucia, la sorpresa los abofetea como un cubo de agua helada por la mañana temprano. Decio Hircio se está dejando vapulear por una manada de chiquillos harapientos mientras una especie de gigante desdentado disfruta de la escena contando denarios.

—¡Amo! —grita Vero, y se lanza al asalto.

Atón el egipcio se ríe con malicia. El recién llegado se bate como un león y ha traído refuerzos consigo. Cuando la primera sangre moja el suelo, Prisco también se sumerge en la riña.

Los muchachos de la calle no pueden competir con dos luchadores expertos, Vero y Prisco no se reservan, desarman a los que empuñan cuchillos y atestan cabezazos y rodillazos en los huevos a los más duros de mollera.

De todos modos, aún están en inferioridad numérica, siguen siendo dos contra doce. Y algún que otro golpe reciben. Una cuchilla herrumbrosa araña la cara de piedra de Prisco, con el resultado de hacerlo enfadar en serio. Coge a dos jóvenes delincuentes por el cuello y los estampa el uno contra el otro como címbalos. El ruido de los huesos de la cara al chocar revuelve el estómago.

Vero es meticuloso, ataca las articulaciones enemigas. Recoge un bastón de por allí y empieza a atacar, tal y como le enseñó su maestro Rubio, hace un millón de años. Hircio mira estupefacto a sus salvadores y una gran sonrisa se le estampa en su cara seca.

Vero derriba al último enemigo tras cogerlo por el hombro, lo tira panza arriba en el mismo instante en que Prisco se libera del agarre del penúltimo y le parte la cara de un codazo.

De repente el callejón está despejado. Ambos se acercan al lanista, que los acoge taponándose la herida de la cabeza con la manga.

—Amo, estás sangrando… —dice Vero con premura.

—No es nada, muchacho.

Prisco se acerca a Hircio, pero se da cuenta de que el gigante egipcio está haciendo lo mismo, y se pone en guardia sin pensarlo. El titán de los dientes rojos se aproxima sin miedo, después de haberse metido los sestercios en la saca y habérsela atado a la cintura.

Ahora está sonriendo.

Y también sonríe Decio Hircio.

Vero y Prisco están confundidos, pero el lanista posa las palmas sobre sus poderosos hombros.

—Amigos míos, dejad que os presente a Atón, doctor del Ludo Argénteo, vuestro nuevo maestro de armas.

Atón se carcajea enseñando la dentadura, los incisivos partidos y el resto de las encías quebradas hacen que parezca un tiburón.

—He echado un vistazo a vuestra técnica. No está mal, de verdad. Tú debes de ser mirmillón, ¿no es así? —masculla señalando al britano.

Vero asiente, contento.

—Y tú, muchachote, sin duda eres tracio. Lo he visto por cómo usas los brazos.

Prisco se ve obligado a decir que sí con la cabeza, a pesar de que ha sido suficiente con que Atón e Hircio abrieran la boca para que su humor se hundiera más abajo que las suelas de sus sandalias.

—¡Golpeadme! —invoca Atón.

Vero y Prisco se miran un largo rato. Después se echan a reír.

—¿Qué esperáis, señoritas? ¡Adelante, demostradme lo que sabéis hacer! ¡Golpeadme, pedazos de blandengues inútiles!

Por un segundo, Prisco siente nostalgia de las maneras refinadas de Rubio. Después carga como un toro enloquecido y Vero va detrás de él sin pensar. Con una serie de saltos fulminantes, Atón el egipcio retrocede y espera la doble carga en una extraña posición de guardia que lo hace parecer una grulla. Los dos gladiadores van a su encuentro con malicia y resolución, pero cuando están a tiro, Atón se desequilibra girando sobre la pierna estirada y los golpea a ambos en la tráquea con una patada y un puñetazo al mismo tiempo.

El galo y el britano se desploman al suelo con la respiración entrecortada.

La carcajada de Atón, a la que se une instantáneamente la de Hircio, lo cubre todo. El egipcio observa a Vero y a Prisco mientras tragan aire y escupen pedazos de vida. La verdad es que no puede dejar de reír.

—Vamos a divertirnos un montón nosotros cuatro…

El cielo de la Loba, ya oscuro de cenizas húmedas, nunca ha sido tan cruel.

El sueño de Decio Hircio no es de los que se pagan con cuatro ochavos.

Después de la impresión inicial, el lanista y sus acólitos se han sentado alrededor de una mesa y han empezado a discutir. Hircio les ha explicado que se marchó para cuidar de su familia y que ha regresado para volver a poner las cosas en su sitio.

Vero ha inclinado la cabeza.

—No nos debes ninguna explicación, amo. Más bien somos nosotros quienes debemos pedirte perdón. Abandonamos el Ludo Argénteo, la muchedumbre se adueñó de tu casa, lo devastaron todo…

Hircio sacude la cabeza.

—Nada que el dinero no pueda solucionar, muchacho. No te preocupes.

Prisco es más duro, respetuoso pero duro.

—Pero la casa está ocupada, amo. Dudo que esos miserables se vayan a cambio de alguna moneda.

Atón se traga hasta la última gota de cerveza que Hircio ha comprado para todos. El lanista le dirige una mirada de complicidad.

—De eso se ocuparán los hombres del doctor. En cuanto se recuperen del sueño en el que habéis tenido el detalle de sumirlos.

Atón parece cada vez más contento. O tal vez solo es un demente sin cerebro.

—En cambio, me gustaría que vosotros dos hicierais otro tipo de servicio —anuncia Hircio.

—Ordena, mi señor —salta Vero.

Prisco está a punto de resoplar pero sabe que el amo no se lo tomaría bien, de modo que permanece callado y escucha.

—¿Qué ha sido de mis gladiadores? Vosotros habéis sobrevivido, no pueden haber muerto todos… —Hircio subraya cada palabra.

—Se fueron, amo —Vero abre los brazos—, cada uno por su lado. La muchedumbre se los tragó. Algunos abandonaron la escuela inmediatamente después de que te fuiste, otros se quedaron unos días, antes de prendarse de una mujer o de un cuenco de comida humeante…

—También habrán muerto muchos —interviene Prisco. Nunca ha sido una persona optimista—. Es inevitable…

—No me hago ilusiones, la enfermedad es despiadada. Pero al mismo tiempo me niego a cerrar las puertas a la esperanza —rebate Hircio.

El lanista posa las manos sobre los hombros de los guerreros. Los mira a los dos, con la confianza de un buen padre hacia el valiente primogénito y el impávido segundón.

—Marchaos, hombres. «Id a buscar a los dioses de la arena». Roma puede haberlos cogido prestados durante algunas lunas, pero la Loba es generosa, sabe devolver sin pesar lo que se ha llevado. Acompañadlos a casa, si me ayudáis a reconstruir el sueño argénteo de sus deshechas cenizas, sabré recompensaros como es debido. Palabra de Decio Hircio.

Prisco mira a su amo durante un rato infinito antes de levantarse y reunirse con Vero, que ya está de pie firme como un clavo en la puerta de la taberna y tan agradecido que siente necesidad de inclinarse.

—Puedes darlo por hecho, mi señor.

El galo vuelve la espalda al pasado y se encamina junto a su amigo hacia un futuro incierto pero condenadamente luminoso.

Las calles de Roma son arterias cavas, secas de sangre. Son madres y amantes celosas que desconfían, paralizan y aprietan hasta quitar la respiración. Son puertas cerradas, con la llave extraviada quién sabe dónde.

Vero y Prisco deben respirar la calle antes de que la calle empiece a confiar en ellos.

Tragar malhumor y desconfianza antes de que las respuestas afloren a la superficie del estanque de silencio que lo cubre todo. El pueblo teme a los guardias, siempre a la caza de favores, sestercios o sexo fácil. Pero por encima de todo teme a los espías, más difíciles de reconocer, siervos del poder sin uniforme, lobos disfrazados de corderos.

El pueblo es cauto, recela y no se fía de nadie.

Sólo cuando lee en los ojos o en las cicatrices de los dos gladiadores el sufrimiento de los desfavorecidos, empieza a hablar, poco a poco. La información remonta la corriente, el cuadro comienza a dibujarse, aparecen nombres, direcciones.

Cosmo es el primero al que encuentran. Juega a hacerse el difícil, rodeado de sus putas baratas, con una copa de vino mediocre en la mano. Se ha escondido en un lupanar, se lo ha arrebatado a los hombres de Draco a fuerza de músculos. Con una «comida» gratis de vez en cuando, ha acabado dirigiendo esa casa de penas y trabajos. Sabe que tarde o temprano la ley acudirá a reclamar su libertad y no tiene ninguna intención de volver a convertirse en un forzado.

Pero la llamada de la gloria es un argumento muy distinto.

—No me digas que no lo echas de menos —la voz de Prisco es un sello candente en la piel, una maldición. Al cabo de un amanecer y una puesta de sol, Cosmo el campeón vuelve a entrar en el juego.

El resto de los primi son más fáciles de encontrar, también gracias a la información de las prostitutas de Cosmo. Tigre el hoplomaco vive debajo de un puente, lo encuentran demacrado y con ganas de volver a hallar su sitio en el mundo. Marco de Capua es cadáver, un viejo que lo cuidó como a un hijo durante los últimos instantes de vida dice que los imperiales lo echaron en una fosa común junto con un centenar de desgraciados más. Tormenta y Bato se han estado ayudando para sobrevivir, un poco como han hecho Vero y Prisco. Incluso se han enamorado de dos muchachas modestas, gordas como toneles en una época en que hasta los sacerdotes —normalmente ricos y rollizos— parecen gatos callejeros. Las dejan muy a su pesar, pero ellas lo comprenden, el destino de un guerrero ya está escrito y su corazón maltrecho no puede hacer nada por cambiarlo.

Colombo, el último de la lista de los mejores, ha acabado peor que Marco. Murió de mala manera, ahogado en su propia sangre tras una pelea callejera. Fue uno de los hombres de Atón quien le fileteó la yugular en la época en que la enfermedad atacaba de manera feroz y la única preocupación era salvar el culo.

Más dura y costosa en términos de tiempo es la búsqueda de los novatos; muchos están bajo tierra, naturalmente. La peste no mira a nadie a la cara. Algunos han sufrido los golpes de la desgracia hasta tal punto de que ya no sirven para nada. Y otros, gracias al adiestramiento de la escuela y a una buena dosis de amor propio, han conseguido sobrevivir, han salvado la piel sin dejar de confiar en el futuro ni un solo minuto.

Al final, el recompuesto ejército de la arena es compacto y cuenta con unos cuarenta individuos seleccionados, endurecidos por el tiempo y hambrientos de gloria. Vero y Prisco se ponen a la cabeza del grupo para conducirlo al Ludo Argénteo, el aire está cargado de esperanza y deseos de redención.

Cuando llegan, el cuartel está despejado, pero la chusma apestosa que lo ha habitado durante los últimos meses ha dejado el rastro inequívoco de su paso. Son los días del abandono y la expiación, se trabaja sin descanso para restablecer las estructuras, hay contrabando de madera a bajo coste, se pulen las vigas y se arregla la arena del coso. Las columnas recuperan su forma, la balaustrada desde la que Hircio observa los combates se refuerza con robustos clavos de hierro forjado, se construye un nuevo palo.

Tardan casi un mes en poner orden, treinta días durante los cuales lentamente se vuelve a poner en marcha la inexorable maquinaria del entrenamiento. Atón es un maestro capacitado, por su manera de moverse se adivina que ha vertido sangre con los pies en la arena. Ronda los cuarenta, pero su rostro no tiene edad; sus largos brazos son de luchador famélico, es la clase de hijo de puta que lucha hasta reventar. Hasta que te arranca el corazón. Enseña a los hombres a sufrir y a responder a los golpes bajos. A llevar las armas con valor.

Hircio está orgulloso del nuevo equipamiento. Se lo ha encargado a una cuadrilla de herreros del Norte, expertos en hierro bruñido. Cada pieza de metal tiene el color de la noche, las lanzas de los hoplomacos, las sicae de los tracios y las spathae de los mirmillones. Los yelmos de ala ancha, las placas protectoras de hombros y cuello, los escudos, las grebas. Hasta las manicae parecen acabadas de salir del Orco.

Cuando las obras devuelven al ludo el aspecto que tenía antes, el lanista convoca a los primi y les pide que se preparen para salir a la arena. Los pone en fila y les entrega las credenciales de hueso con el nombre de cada uno grabado a buril. Ninguno de los veteranos ha podido conservar la suya durante el reinado de la Oscura Señora.

Cuando termina la ceremonia, Hircio pide a sus hombres un momento de silencio antes de llamar a su lado a Vero y a Prisco. El galo y el britano, que se habían quedado a un lado durante todo el tiempo, no creen en lo que ven sus ojos cuando el amo les muestra dos placas de un blanco sucio, completamente iguales que las de sus compañeros más viejos.

Sus nombres brillan bajo el sol de mayo.

—Os las habéis ganado. Bienvenidos entre los dioses.

Vero está a punto de coger el fetiche, sin acabar de creérselo, pero Prisco le detiene la mano. Sacude la cabeza de derecha a izquierda, tiene una expresión condenadamente seria pintada en el rostro.

—Todavía no, hermano. Primero debemos luchar.

Desde la fila de los veteranos, Cosmo lanza un grito de aprobación. Atón el doctor y el resto de los primi le hacen eco. En un soplo, todo el cuartel se suma al estruendo de gloria que saluda a los magníficos.

Vero siente que la garganta le aprieta con un nudo de orgullo y vergüenza. Aparta la mano del codiciado premio.

Hircio aguarda a que la familia aplaque su entusiasmo y luego dice:

—¡Así sea! Mañana volveremos a Roma como victoriosos. Vosotros dos saldréis a la arena y os ganaréis con la sangre el honor de llevar el nombre de veterano.

La casa de plata estalla en un fragor ensordecedor.

Los ojos de Vero brillan.

Los de Prisco nunca han reflejado tanto orgullo.

La arena es muy distinta de como se la imaginaban.

Se parece a la que hay en la esquina del patio de la casa de Hircio, un poco más grande, visiblemente más sucia.

Sin embargo, el abrazo de la multitud sí marca la diferencia.

Roma renace lentamente, la enfermedad la ha puesto de rodillas pero no ha acabado con ella.

Roma resiste, tiene ganas de luchar.

Su gente tiene hambre de juegos y de vida sin preocupaciones. Ansía sentirse ligera.

El emperador ha hecho saber que el camino hacia la inauguración del Anfiteatro se va haciendo más corto. El proceso de construcción ha embocado la última milla, y los juegos para celebrarlo se han fijado para agosto, el mes más delicioso y terrible.

La agitación invade las escuelas de gladiadores de toda la ciudad, es hora de dejarse ver. En las cuatro esquinas de la Urbe se lucha desde el amanecer hasta el anochecer, todos los lanistas están sedientos de publicidad. Nadie está dispuesto a perderse el gran espectáculo del Anfiteatro, Tito ha prometido cien días de juegos.

«Cien días».

Un río de dinero infinito, capaz de convertir en faraón a cualquier miserable.

Hoy es el día del bautismo de sangre de Vero y Prisco, a pocos pasos de un barrio mezquino. Junto a los muros que separan la civilización de la barbarie, en el noroeste de la Urbe, la aglomeración es indescriptible. También hay algunos soldados de uniforme controlando el acontecimiento, no es una pelea clandestina; el erario está encantado de pagar a Hircio y a su homólogo por sus servicios.

La profesión de lanista está reconocida por el Imperio, que desembolsa los cuartos a cambio de espectáculos de calidad. Aunque el gladiador muera en la arena, su propietario no pierde. El valor que adquiere el hombre que sigue en pie es recompensado al amo de la escuela por la caja imperial con dinero en metálico.

La ciudad está excitada y la inauguración del Anfiteatro está cada vez más cerca. Es necesario que corra la sangre para escoger a los mejores. De modo que, a pesar de que normalmente se pelea de dos en dos, Vero y Prisco saldrán juntos al círculo de arena para enfrentarse a una pareja de hoplomacos de la casa de Tetro, señor del Oso, un ludo de la colonia de Velletri.

La entrada de los guerreros es saludada con un fragor ensordecedor. El populacho andrajoso que se hacina en las gradas inestables grita y escupe, se arranca el pelo nada más ver a los hombres de hierro de Decio Hircio.

Vero y Prisco están sencillamente espléndidos, adornados de metal oscuro. Con las amplias alas de los cascos y las cimeras de color rojo sangre, las grebas brillantes del britano y el escudo gigantesco del galo con el emblema de Hircio, un león rampante de plata.

Sus contrincantes tienen un aspecto menos ordenado; además, parecen malvados y acostumbrados a los mazazos. Visten manicae y yelmos de bronce deslucido, surcado de tierra. Las puntas de las lanzas no han sido limpiadas nunca de la sangre y la mierda de los intestinos que han perforado. La muerte se ha quedado en la hoja. Parecen gemelos, llevan pequeños escudos redondos en el brazo izquierdo, también de bronce. Y una daga para las emergencias sujeta en la cintura.

Los campeones del Oso rugen. Tienen prisa por darse a conocer.

La última figura que destaca en la arena es espantosa y nadie parece saber qué está haciendo allí en medio. Es un gigante alemán, con barba y cabellos negros como la noche, largos y pringosos. Lleva encima una túnica raída, la piel completamente pintada de azul. Parece un demonio de los infiernos, y más por los cuernos de hueso que lleva en la cabeza, anclados de algún modo en su cráneo peludo. Permanece de pie en silencio, en un rincón del círculo, con los poderosos brazos cruzados sobre el mango de un enorme martillo.

Vero y Prisco no abren la boca, pero Hircio parece leer el pensamiento de los dos hombres, se acerca y les susurra, un instante antes de que la carnicería dé comienzo:

—Es Caronte. Acompaña a los muertos al otro lado…

A los dos les gustaría decir algo, pero el árbitro de túnica blanca baja la vara y empieza el espectáculo.

«Es la hora de la destrucción».

Los dos hoplomacos están acostumbrados a jugar en pareja. Con la lanza en ristre cargan hacia Prisco, que se encuentra con las astas clavadas en el escudo antes de tener tiempo de decir «mierda».

Vero enseguida se echa encima de los enemigos, les rasga los muslos con la sica mientras los otros se esfuerzan en meter al galo en apuros. Una de las dos lanzas se parte, el gladiador intenta extraerla del clípeo del contrincante y tiene que desenvainar la daga.

El muchacho sabe moverse con la espada corta, se enzarza con Vero en un cuerpo a cuerpo acelerado, en una secuencia infinita de acometidas y quiebros a los que el britano responde con rabia, acertando uno de cada cinco golpes pero dejando cicatrices profundas en el pecho del enemigo.

Mientras tanto, Prisco sigue defendiéndose, parece abrumado por el ímpetu del hoplomaco del Oso. Con la lanza por encima de la cabeza, intenta ensartarlo repetidamente, lanzando babosos ataques de arriba abajo.

Caronte, apartado, observa la danza de los cuatro sin mover un músculo.

El árbitro está atento, de momento no señala ninguna incorrección.

Vero y Prisco, girando en círculo, se encuentran espalda contra espalda. Jadean, se abren paso a codazos sirviéndose de los escudos y pinchan a los enemigos con las espadas. Los están haciendo sangrar, los están desfondando.

El astado pierde la paciencia y se lanza de cabeza, Prisco lo esquiva y Vero se vuelve de repente con el codo levantado, haciendo que el yelmo salga volando en medio de la arena. Caronte levanta una ceja, el árbitro le hace una señal para que esté tranquilo.

Sin la barbuta, el hoplomaco tiene una cabeza pequeña de estúpido, con forma de pera, los ojos saltones y el cráneo rasurado. La mandíbula excesivamente salida delata su procedencia rural y algunos rasgos de la estupidez de los valles. Está enfurecido, toma carrerilla y carga con fuerza, pateando la arena como un caballo enloquecido. El asta brilla cruel bajo el sol de Roma, cada vez está más cerca. Prisco se desliza al suelo, suelta las armas y, con todas sus fuerzas, le asesta una patada que acierta en las espinillas inestables del atacante. Este caracolea hacia delante, Vero lo evita rodando hacia un lado y la pica del hoplomaco acaba directa en la barriga de su compañero.

En un instante, el tiempo se detiene, cristalizado por el horror del acto obsceno.

El obtuso hijo del valle masculla mientras su socio grita como un cerdo degollado a través de la malla del yelmo. El pobre bastardo echa sangre, se derrumba al suelo mezclándose con el flujo que sale de las tripas.

La muchedumbre está callada como una rata acorralada en una esquina a la espera del zarpazo felino. Solo se oye el grito atroz del herido, inútil para la vida y para la muerte.

El árbitro, al final, hace una señal en dirección a Caronte y el gigante coge el mazo titánico con ambas manos. Se mueve a pasos lentos, sin prisa, en dirección al agonizante. Levanta el martillo por encima de la cabeza y lo hunde sin emoción sobre el cráneo vestido de metal del moribundo.

«Una.

»Dos.

»Tres veces».

El ruido de huesos rotos revuelve las entrañas.

El chirrido del bronce sobre el hueso y sobre la piedra del mazo pone la carne de gallina.

Cuando acaba su indecente tarea, el barquero vuelve a su puesto y el árbitro ordena que prosigan las hostilidades.

Vero y Prisco hacen rechinar los dientes como bestias salvajes, resoplan bajo los yelmos, sudan y gritan su propia rabia.

El superviviente de la casa del Oso siente que el repulsivo toque de la muerte le acaricia la nuca. No tarda nada en hacer sus cálculos y decide que es mejor abandonar. Cae de rodillas, tira las armas, inclina la cabeza haciendo acto de sumisión e implora a los lares que le salven la vida.

Vero y Prisco se acercan al derrotado, le apuntan las armas a la garganta pero no se ensañan con él.

Con un gesto, Decio Hircio indica que está bien así, hasta que el árbitro levanta la vara de madera y los declara vencedores.

La muchedumbre los envuelve con una letanía de gritos animales.

Los dos victoriosos se quitan el casco. No pueden creer lo que ven sus ojos cansados y maltratados. De ahora en adelante serán veteranos con todas las de la ley. De ahora en adelante todo el mundo sabrá que son hombres de verdad.

El lanista los escolta fuera de la arena, no sin antes estrechar la diestra a Tetro, de la casa del Oso.

Vero y Prisco son bendecidos por las manos de la plebe. Los acarician y los alaban como a los campeones de Maratón de regreso a su patria.

Tras doblar una esquina, donde el silencio por fin los envuelve como un sudario fresco, Hircio les dice que se detengan.

Todavía vestidos de muerte, los condecora con la credencial que lleva su nombre.

—Os la habéis ganado.

Los dos gladiadores se ponen la placa ebúrnea con orgullo, atándola al cuello con un cordón de cuero. Se miran a los ojos como hermanos.

—Fuerza y honor —recitan al unísono.

—Fuerza y honor —repite el lanista.

El recibimiento en el ludo por parte de los compañeros es emocionante. Cosmo es el primero en abrazar a Vero y a Prisco y en regalarles una sonrisa en toda regla.

Pero nada es comparable con lo que viene después. Con la noche que Decio ha organizado a los veteranos.

Todo se desarrolla en un subterráneo modesto y poco iluminado, a apenas mil pasos de la casa de plata. Un local íntimo y repleto de todo tipo de exquisiteces aguarda a los gladiadores, aseados y vestidos para la ocasión con túnicas rojas y calzado lustrado por los novatos a golpe de escupitajo y trabajo duro.

Fruta fresca y piernas de cordero, vino tinto y cerveza espumeante, sirvientes, coperos, triclinia.

Pero hasta que ellas cruzan el umbral, Vero, Prisco y el resto de los guerreros no se dan cuenta de cómo acabará la noche. Una veintena de mujeres —algunas muy jóvenes, otras muy perfumadas— descienden tímidamente la escalera que conduce al centro de la cantina destinada a ser el reino de las fiestas.

—Matronas —susurra Hircio al oído de Vero—. Las hijas de Roma visitan a los dioses.

Las mujeres de la buena sociedad capitolina no necesitan exhibir sus credenciales para demostrar su clase.

Se presentan por su nombre y no añaden nada más, mientras desfilan entre los varones de rojo sirviéndose la comida con las manos. Mordisquean granos de uva con voluptuosidad al tiempo que se ríen y acarician pectorales y muslos, espían erecciones incipientes y virilidades inequívocas. El sexo está por todas partes, se respira deseo y sudor.

Las antorchas arden como es debido y los braseros esparcen efluvios salobres que se mezclan con los perfumes de las señoras, con las fragancias que exhalan sus senos, sus pezones pintados a la moda bereber bajo las túnicas transparentes.

Prisco se queda apartado.

Vero, en cambio, hace rato que ha perdido la cabeza. Está aturdido por el carrusel de cabelleras ondeantes y miradas seductoras.

Pero en cuanto la ve, se le para el corazón.

Ella es «sencillamente maravillosa». Dieciséis años poco más o menos, cuando se es tan joven no se puede mentir. Piel de melocotón y dedos de terciopelo, que se deslizan provocativos sobre el tórax del britano ocupado acariciándole los rizos, robándole un beso de los labios.

Julia, así dice que se llama, es elástica y escurridiza, se acerca y se aparta, no cesa nunca de hablar. No se deja coger, aunque lo desea, y nota crecer el ardor del britano bajo la túnica de color sangre.

Julia quita el aliento, es palpitación, una noche de oración en vela, el perfume del mar al amanecer.

Julia es el amor.

Pero ¿qué sabe del amor el muchacho?

El amor es todo o nada, Vero.

«Todo o nada».

El corazón se inflama. Ocurre, sucede sin pensarlo. Aunque perder la cabeza por la heredera de quién sabe qué noble señor es una pésima idea, y más si lo hace un don nadie. Y siempre lo será.

Sin embargo, así es como van las cosas. Vero se infunde ánimos, rodea la cintura de ella con los brazos, posa los labios sobre los suyos, y Julia se deja llevar, con los ojos cerrados.

Es un instante, una chispa, la perfección.

Hasta que la muchacha levanta los párpados y cambia de idea. Sobre la vida, el amor, el sexo y todo lo demás.

La mirada de Julia se cruza con la de Prisco.

El galo está lívido, aparte. No disfruta de la fiesta, desde hace bastante rato se limita a mirar a su amigo, a su hermano, a su compañero de vida y de muerte.

«Está celoso». Hasta un ciego se daría cuenta.

Celoso de Vero y de las mujeres, de su sed de mañana, de su ardor por el hoy. Celoso de las manos pequeñas y frías que lo acarician, de los besos que malgasta con la chiquilla, del calor que el desgraciado britano se guarda solo para sí. Celoso porque se ha olvidado de su amigo.

Prisco ya sabe que lo que siente por Vero no es amor fraternal. Es algo más, maldita sea, pero el britano no se da cuenta. No quiere verlo.

El britano es obtuso, su corazón es puro como el oro de tíbar.

O, tal vez, simplemente su corazón está en otra parte.

Prisco siente la rabia en los ojos, mira a Julia con pupilas feroces. Ella confunde la ira con seducción, ¿qué sabrá ella de la vida? Julia solo tiene dieciséis años. Con la cabeza delirante de las chiquillas y la voluptuosidad de la reina de Saba entre los muslos. De modo que se aparta enseguida de Vero, que se lo toma a mal. Piensa que se trata de una broma, del galope de la pasión, una huida, un soplo de viento para avivar el fuego.

Pero no es eso.

Julia se levanta y lo abandona, lo deja solo en medio de la estancia. Camina con decisión hacia Prisco. Este sigue mirándola con aire desafiante. Ella se le acerca, no dice una palabra y lo besa con prepotencia.

Alrededor, la fiesta se ha ido caldeando. Algunas matronas ya no llevan velos. Los gladiadores se clavan dentro de ellas como banderas de conquistadores en tierra extranjera.

Gemidos y orgasmos quedos, carcajadas, vino a raudales.

Julia mete la lengua en la boca de Prisco y este la deja hacer. Prisco no la quiere, pero todavía está enfadado con Vero. Le da gusto verlo sufrir. O al menos eso cree.

Julia va a por todas, su mano se desliza bajo la túnica de Prisco. Él la detiene y la lleva a un rincón oscuro.

Julia es joven, sí, pero sabe exactamente cómo se hace: desnuda al gladiador y se monta a horcajadas encima de él.

Están apartados, lejos de miradas indiscretas.

Julia está preparada para el amor, líquida.

Pero Prisco no funciona.

Julia se esmera y lo pone todo de su parte.

Pero Prisco no lo consigue.

La amargura es un nudo sólido en la base de la tráquea. Imposible de tragar.

Después de mucho sudor sin ningún resultado, Julia renuncia, pero siente que el hombre de hielo la ha impresionado, a pesar de no haberla tocado. Ese cuerpo mudo e impasible y la mirada fustigada por la vida que pasa demasiado deprisa se le han quedado dentro.

Se va, confusa y desgreñada. Levanta la capucha antes de abandonar la fiesta, sin dedicar a Vero ni una sola mirada.

Él se ha quedado donde la joven lo ha dejado. Solo con su vacío.

Prisco emerge frustrado de la cueva del amor. Cruza su mirada con la de su compañero, pero solo encuentra rabia y decepción.

«Algo acaba de romperse».

Por culpa de Venus, amistades preciosas, cristalinas, fraternales, se hacen añicos. La diosa es una perra en celo, no tiene respeto alguno. Ese es el motivo, maldita sea, por el cual todo el mundo está loco por ella.

Vero y Prisco se ignoran, se separan, no dicen una palabra.

Dentro de la cantina, la fiesta enloquece, el calor es insoportable.

Pero la noche de Roma, allí fuera, es más afilada que la hoja de un sicario.