CUERO, MADERA Y SUDOR

La vida nada dio a los mortales nunca sino por medio del trabajo.

HORACIO,

Sátiras, I, 9, 59-60

Roma, noviembre-diciembre de 79 d. J.C.

«Cuidado con lo que deseas, muchacho, porque podrías conseguirlo». Cormac lo repetía continuamente. Viejo herrero bastardo ahíto de cerveza. Vero lo echa de menos como nunca.

«Ese loco tenía razón».

Vero ha perdido el sueño cultivando el deseo. Lo ha acariciado de noche, a través de los barrotes de la jaula. Ha fantaseado con él mientras los demás dormían, nunca ha dejado de tener esperanza, ni siquiera durante los días de lluvia.

Desde que oyó hablar de los gladiadores por primera vez, en su alocada cabeza esa vida ha representado el mejor camino hacia la libertad. La única condenada posibilidad al alcance de una nulidad como él. Y ahora que casi se ha hecho realidad, Vero no consigue acostumbrarse a la idea.

Especialmente porque la vida en el Ludo Argénteo no es en absoluto como se la había imaginado. Y tal vez Prisco tuviera razón, que los dioses de los infiernos lo maldigan.

Vero juega al escondite con sus pensamientos mientras el sueño ya hace rato que se ha ido y el amanecer está detrás de la esquina. Han pasado poco más de quince días desde su llegada y ya le parece que lleva toda la vida entre esos malditos muros.

El viaje fue muy breve, el cuartel del Ludo Argénteo no dista ni una milla del Anfiteatro. Decio Hircio desembolsó un montón de dinero para estar seguro de ser el centro del mundo. El oficio de lanista no es nada fácil, como mínimo la gente te desprecia; los ricos nobles son quienes más la tienen tomada con los mercaderes de la violencia, porque los mejores ganan más que un senador pero proceden de la calle.

Hircio es oriundo de la Séptima Región, de Etruria. Sus padres son personas de bien, con buen juicio para los negocios, la hospitalidad y la cocina instruida. Cuando eran jóvenes regentaban una casa de postas no lejos de Florentia, pero pronto se dieron cuenta de que estaban destinados a algo más que cambiar el forraje y meter al fuego sopas recocidas para viandantes apresurados. Además, la región estaba en amplia expansión y ofrecía posibilidades concretas a quienes tenían ganas de trabajar de verdad. El pater familias y su señora abandonaron pues la vía consular para buscar empleo en una de las stationes (las fabulosas sucursales de las termas de Roma, antología de esculturas refinadas, de las que hasta en Oriente se cuentan maravillas) que aparecían como amapolas en primavera en las cercanías de la exaldea legionaria. Al cabo de pocos años, el padre de Hircio se convirtió en el propietario del balneario. Presumía de tener entre sus huéspedes a senadores y caballeros. Fue así como conoció a Corconio, un pez gordo de la Urbe que le tomó cariño a su hijo Decio y se lo llevó consigo a Roma para que estudiara. Pero Hircio no estaba hecho para la retórica, lo que le gustaban eran los sestercios. Tardó un par de años en salir de la sombra de Corconio, tiempo en el que aprendió a ganar dinero a través de las apuestas clandestinas. Era la época dorada del submundo de los gladiadores, en Roma se hacían combates en cualquier sitio, tanto en la calle como en los baños públicos. Y mientras la hucha se iba llenando, Hircio aprendía a distinguir a un buen luchador de un jamelgo hinchado de músculos. Se vio metido en apuros en un par de ocasiones: algunos viejos del ambiente no veían con buenos ojos a ese señoritingo de provincias y sus ganancias sin precedentes. Pero él hizo comprender a esos bastardos lo peligroso que puede llegar a ser un hombre provisto de una determinación de hierro. Y de una buena navaja, naturalmente.

De aquello sacó alguna cicatriz que ahora exhibe con orgullo. Pero al final todos entendieron de qué pasta estaba hecho ese muchachote de pupilas astutas. Y seis meses después hizo su primera compra: Rubio, el mejor gladiador que podía comprar a un precio bajo. Gracias a sus brazos y a su sangre fría, Hircio ganó lo suficiente como para poner en marcha el negocio y abrir una escuela.

Rubio nunca se ha ido, todavía está a su lado, aunque ya casi ha cumplido los cuarenta, edad que para un luchador de la arena equivale al menos al doble de la de un ciudadano «civil».

Rubio fue la primera persona que Vero y Prisco conocieron a su llegada a la escuela. Es el doctor, el maestro de armas, capaz de romper los huesos a la mitad de los gladiadores que viven entre esas cuatro asquerosas paredes sin siquiera perlarse la frente de sudor.

«He aquí quién cojones es Rubio».

Hircio es el que manda, y Rubio, el que hace respetar las reglas. Pero hay una tercera alma sin la cual el Ludo Argénteo no sería más que una guarida de muerte. Se trata de Aecio Tortone, el médico de la casa. Tiene las manos achaparradas como manojos de zanahorias, la piel lisa de un niño que ha crecido demasiado y ni un pelo en las cejas ni en la cabeza; se parece a un gusano gigantesco y lúbrico. Ordenaron a los recién llegados que se pusieran en fila mientras Aecio les pasaba revista uno a uno. Cuando fue el turno de Vero, su tosco corazón de britano, tan poco acostumbrado a las novedades, empezó a latir con fuerza y el médico se dio cuenta. Le examinó la boca, le palpó la nuca y las articulaciones, echó un vistazo a los pies y, al final, le tocó los huevos. Vero no se lo esperaba y se le escapó un hipido.

«Menudo bochorno…».

Aecio no se inmutó en ningún momento; si se dedicara a hacer de médico de caballos en una aldea de campo sentiría las mismas emociones. Está claro que no le gusta tocar los sucios cataplines del primero que llega, pero es su obligación. A Decio Hircio le interesa saber si ha gastado bien su dinero, y eso, le guste o no le guste a Aecio, se ve mejor por los huevos de un hombre que por el modo en que empuña la espada. Gracias a los dioses —en particular a Príapo y Venus, que se preocupan por ese tipo de cosas—, Vero demostró tener vigor, a pesar de la sorpresa, y el lanista sonrió complacido al notar que el britano acababa de pasar el examen.

Pero los exámenes son la piedra angular de la vida de un gladiador, Vero iba a aprenderlo enseguida, antes aun de saberse de memoria la complicada planimetría de la escuela.

De hecho, el Ludo Argénteo está construido para acoger, no para devolver. En la práctica es una cárcel. Hay celdas individuales para cada detenido, de poco más de algún paso de anchura y rigurosamente sin ventanas. Están dispuestas las unas junto a las otras bajo un amplio pórtico de columnas dóricas de color rojo sangre, a juego con los ladrillos del tejado.

Hay un comedor de tarimas sucias donde se sirve la misma bazofia para todos: una sopa templada de cebada y alubias y una ración ridícula de agua a diario.

Las letrinas son la peor parte. Los novatos como Vero y Prisco son los encargados de mantenerlas limpias, a pesar de que ni una brigada de vigiles, con sus mangueras repletas de agua, conseguiría arrastrar el cieno hasta poder ver el fondo. El suelo es un pantano de deyecciones asquerosas y compactas, los desagües que conducen a las cloacas funcionan uno de cada tres días, lo que significa que sería más fácil cultivar hierbas aromáticas que hacer que esos condenados cagaderos estuvieran limpios.

Otra cosa son los baños, donde los gladiadores de la familia pueden relajarse y sacarse de encima la suciedad de la jornada. Representan el orgullo de la casa de Hircio. Por ahí se dice que son pocas, en Roma, las escuelas que disponen de locales dedicados a la higiene personal como ese. Cada cubículo está dotado de un sistema de agua corriente parecido a una fuente y de un largo bastón con una esponja en la punta. Para los más refinados incluso hay un estrígil.

La primera vez que entró allí, Vero se sintió fuera de lugar. Aparte de las veces que se había lavado en el río y en los lagos helados, no es que se haya prodigado mucho en su vida de esclavo. Al ver cómo salía el agua creyó que se trataba de una fuente y empezó a beber con la boca abierta. Cuando sus compañeros, desnudos y atareados frotándose la piel abrasada, se mofaron de él, se dio cuenta de que tenía que quitarse las sandalias y empezar a frotar con fuerza.

Pero eso es solo la superficie, el barniz brillante de la poderosa máquina de guerra de Decio Hircio.

El resto de la historia, todo el maldito resto, tiene que ver con la violencia. Y constituye el motivo por el que Vero, a pesar del cansancio y la espalda rota por los entrenamientos, no consigue pegar ojo mientras el despuntar del sol, poco a poco, se va acercando.

No se lo esperaba.

La verdad es que no podía imaginarse nada parecido.

La jornada empieza como todas las demás, con los gritos de los untores, los masajistas que se encargan de la preparación atlética de los cuerpos de los luchadores para ir al matadero. En ese lugar, cada mínimo palmo de gloria se gana en la cancha, no existen los atajos. Los que entran en la escuela son novatos, o lo que es lo mismo, por decirlo en palabras de Rubio, «inútiles montones de mierda». Para llegar a ser un tiro, es decir, un recluta, es necesario pasar por el tirocinio, el entrenamiento extenuante que constituye el pan, el agua y el aire de todo guerrero del Ludo Argénteo. Pero hasta que derraman su propia sangre en la arena, hasta que combaten con otro gladiador en público y salen con vida, no pueden disfrutar del título de «veterano». Una vez que obtienen la condición de veterano, el lanista les otorga un premio, una credencial de hueso y marfil con su nombre (o sobrenombre) grabado. Más que nada se trata de un símbolo y, por lo que Vero sabe, en esas malditas credenciales se podría escribir un apelativo gracioso de la madre del veterano; total, la mayoría de los campeones de Hircio no saben leer.

Por su parte, Vero empieza a entenderse con las letras y las palabras, pero lo cierto es que esa nueva habilidad allí dentro le servirá igual que una almohada de plumas a un asno. Durante los primeros meses simplemente se trata de sobrevivir a la violencia, a los abusos, a la cara de bronce de los primi pali, los gladiadores más expertos.

Los llaman así porque se han pasado un montón de tiempo entrenándose —además de destripar a gentuza en medio de la arena y de los gritos enfervorizados de la multitud— con el homónimo instrumento: el palo puntiagudo.

En cuanto vio uno, el britano sintió que le temblaban las rodillas, una sacudida le atravesó las articulaciones antes de desaparecer en la nada bajo las plantas de los pies. Tampoco es que el palo sea muy distinto del tronco con el que de niño se entrenaba por las noches en el bosque cercano a su aldea en la Isla.

El doctor hace restallar el látigo, mientras tímidamente aparece por oriente el alba del primer día en el cuartel. Por un instante, Vero regresa con la memoria a un mundo que ya no existe. Se siente como en casa.

La sensación, de todos modos, apenas dura un instante, enseguida la desbancan las voces estridentes de masajistas y guardias. Vero se incorpora sobre el jergón y se ata alrededor de las caderas el fino andrajo que representa toda su indumentaria durante las horas de vigilia. Ni sandalias ni túnica, los novatos no merecen nada superfluo.

La puerta de la celda se abre de par en par y Vero se asoma al pasillo, reconociendo una detrás de otra las caras soñolientas de los compañeros recién levantados. Entre ellos se encuentra Prisco, que no parece en absoluto turbado por el brusco despertar o por la idea de lo que lo espera allí fuera, en el patio que pronto se convertirá en un horno.

Prisco es de esa clase de personas que han sufrido tanto que nada o casi nada pueden hacerles mella. Vero está aprendiendo a conocerlo día a día y, si el animal no fuera tan rígido e introvertido, su incipiente amistad podría transformarse fácilmente en confianza auténtica. Pero Prisco no tiene prisa, especialmente cuando se trata de las relaciones con el resto del mundo. Necesita su tiempo y Vero ha decidido concedérselo, cree que vale la pena.

Con la señal de saludo del gallo ya todos están fuera, para que el doctor vaya marcando el ritmo con sus azotes.

Rubio pone a los hombres en fila, no sin antes obligar a los novatos a pasar bajo la lluvia de bofetadas y escupitajos de los primi pali, la excelencia de la vieja escuela. «Vieja» es una manera de decirlo, ya que la esperanza de vida de un gladiador —un buen gladiador con suerte— ronda una media de unos treinta años. En casa de Hircio, solo Rubio y Aecio llevan más de tres decenas de primaveras a la espalda. El más viejo de los hermanos de sangre —porque eso es lo que son los guerreros del Ludo Argénteo— es Cosmo, un titán de doscientas libras y veintisiete años cumplidos, el mirmillón que todas las matronas de Roma sueñan con llevarse al tálamo.

Cuando los últimos en llegar ya están alineados a la perfección en el patio, el entrenamiento puede empezar.

Es un asunto condenadamente serio, que dura desde el amanecer hasta el anochecer. Lo primero que hacen es repartir los rudes, los gladios de madera hechos a medida para que las señoritas imberbes no se destripen antes de aprender a manejarlos. Durante dos horas seguidas, la única actividad que hacen es correr. En círculo, como bueyes en la rueda, con el rudis encima de la cabeza o aferrado al pecho. A los que no consiguen mantenerlo en posición, a los que están demasiado cansados, sedientos o no tienen los huevos suficientes, ahí está el látigo de Rubio para recordarles que en esa escuela «no os merecéis nada. Hasta que prestéis juramento, miserables gusanos, solo sois escoria».

Claro, el juramento. Vero sueña con él noche y día.

Cuando pasas de ser novato a recluta, pones tu vida en manos del lanista. En principio, si eres libre, puedes abandonar la escuela antes de que sea demasiado tarde. El período de novato sirve para valorar los riesgos reales de la situación al ciudadano que elige entregar cinco años de su existencia a cambio de un adiestramiento de primera calidad, la esperanza de gloria imperecedera y un miserable sueldo de dos mil sestercios, que se convierten en doce mil si, al finalizar el período, se firma por cinco años más. «¿Estás seguro de que quieres dejarte degollar, sacudir, machacar hasta la muerte durante otros sesenta meses de tu vida? ¡Si es así, júralo, hijo de perra en celo!».

Las palabras del juramento no están escogidas por casualidad, cada tiro da al amo de la escuela de gladiadores la facultad de «quemarlo, atarlo, apalearlo, matarlo». Sin reservarse siquiera el derecho a rechistar.

El camino a la gloria está sembrado de mazazos.

Obviamente, eso sucede con los hombres libres, que son bastantes, sí —en el Ludo Argénteo, casi la mitad—, pero en general están menos acostumbrados a las adversidades de la vida. Para los esclavos como Vero y Prisco, el período de novato es una farsa. Aunque quisieran, no podrían escapar.

De modo que el juramento es el primer paso hacia la cima, es la posibilidad de poder hacer realidad un sueño y a la vez la confirmación de que tendrán que esforzarse infinitamente.

Después de correr durante dos horas bajo el sol, hasta Prisco el imperturbable resopla como un perro de caza, con la lengua colgando y los músculos pidiendo una tregua.

El restallido de la fusta del doctor pone fin a la primera parte del entrenamiento, los novatos se desploman en el suelo como fruta podrida. Los untores acuden rápidamente a aliviar pantorrillas cargadas y a repartir algunos cuencos de agua. No es por amabilidad, es simple oportunismo, Rubio no podría hacer nada con una veintena de muchachotes con rampas. Especialmente ahora que las cosas se ponen serias. El médico lo ha dejado claro: calentar músculos e hidratar. De otro modo no se llega a ninguna parte.

Vero y Prisco recobran el aliento y se miran a los ojos. Aunque parezca increíble, el galo es el que habla primero:

—¿Has dormido?

Vero miente:

—Como un tronco. ¿Y tú?

Prisco niega con la cabeza mientras nota que se contrae el cuádriceps femoral bajo las manos expertas del masajista.

—En absoluto. Pesadillas…

El hombre de hielo habla sin vergüenza. Como si fuera la cosa más natural del mundo mostrar debilidad en medio del polvo. El otro no entiende el motivo de tanta espontaneidad, pero está contento por la repentina confianza. De golpe se siente más cerca de su hermano de sangre. Ni se le pasa por la cabeza burlarse de él.

—¿Qué has soñado?

—Con mi madre. Murió cuando era pequeño, apenas me acuerdo de su rostro.

Al britano le cuesta tragar la información junto con la saliva. El bolo es denso y sabe a muerte.

—¿Te ha hablado? —su voz se la lleva el viento.

Prisco asiente.

—Me ha dicho que deje de tener esperanza. Total, tarde o temprano, todos tendremos lo que merecemos…

Vero ya no está tan convencido de que haya sido una buena idea escuchar las confesiones del galo. Por los dioses, la vida ya es lo bastante dura en esa madriguera de bestias feroces. ¿Qué necesidad hay de escuchar cántaros de humor negro por la mañana temprano? El joven tiene en su interior un fuego que no deja de arder. Le gustaría gritarle a Prisco a la cara que cese de remover el pasado porque el futuro, allí fuera, brilla como un diamante en medio del estiércol. Hay que taparse la nariz y lanzarse a cogerlo, sin pensar en el aspecto que tendrás cuando seas rico.

Pero no le da tiempo, porque la fusta del doctor alcanza la oreja de su compañero antes que sus palabras. La clase de golpe que hace que parezcas una luciérnaga cada vez que te pones de perfil.

«Durante el resto de tu vida».

Prisco grita y sangra, se levanta de golpe y se pone en guardia.

Rubio clava la mirada en los ojos de hielo del esclavo.

—Esto es por la puta de tu madre, muchacho. Dile que se largue, nadie molesta a mis hombres. ¡Ni siquiera mientras duermen!

Prisco está aturdido por el dolor y atónito por las palabras del maestro. Una sensación caliente se abre paso hasta el fondo de su pecho. No puede retener una sonrisa agradecida. La misma que el condenado le dedica al verdugo un segundo antes de dejar caer el hacha.

—Y ahora vuelve a la fila. ¡Volved todos a la fila, malditos inútiles!

Con el saludo de otro restallido de cuero retorcido, el adiestramiento continúa. Es la hora del palo.

Los veteranos se ríen en la arena mientras dos de ellos se zurran como Marte manda. En el otro lado del patio, en cambio, los novatos esperan su turno para emplearse a fondo contra un adversario claramente más inocuo pero igual de duro. El palo es tal y como se lo esperaba, a no ser por un par de brazos de paja cubiertos de hierro. El juego consiste en asestarle el mayor número de acometidas sin despuntar el rudis.

Los gritos del maestro se imponen sobre cualquier otra cosa.

—¡No golpeéis de lado! ¡Solo las mujeres golpean de lado! Un desgarro cicatriza, una lama en la garganta o en el corazón sentencia la partida. ¡Con la punta, que Júpiter Pluvio os maldiga! ¡¡¡Con la puntaaa!!!

Pero con la punta te cansas el doble. Y si pones demasiado fervor te arriesgas al contragolpe, es decir, a las malas, sales con una costilla fracturada. De todos modos, tampoco hay alternativa: por cada estocada errada, Rubio y su fusta se encargan de estimular las conciencias de los desgraciados para que aprendan el supremo arte de la guerra.

Siguen así durante el resto de la mañana.

A la hora del almuerzo, los novatos son los encargados de servir a los veteranos y a los guardias.

El doctor y el médico comen por su cuenta, no necesitan coperos ni condenados camareros.

Lo que queda de la habitual bazofia de cebada y alubias acaba en las hambrientas tripas de los humillados novatos. Vero y Prisco se toman un cuenco de sobras que han recogido del suelo después de una pelea entre primi. Si ni siquiera los dioses comen tranquilos en los Campos Elíseos, todavía menos en el cuartel.

El entrenamiento con el palo, la repetición de los mismos movimientos —acometida, parada, quiebro, acometida— son la tierra abonada en la que las raíces de los vástagos tienen que fijarse antes de que las ramas se extiendan al cielo y las hojas germinen.

En la escuela no solo se entrena a una variedad de gladiador, hay de muchos tipos y muchas técnicas de lucha. Los reclutas suelen discutir sobre qué clase de futuro les tiene reservado el doctor, pero nunca aciertan.

—El oficio de gladiador es como la botánica —les dijo un día Decio Hircio, que, como todas las tardes, hacía su ronda antes de que empezaran los combates por parejas—. En el terreno equivocado, incluso el arbusto más resistente se marchita. Con los cuidados adecuados, de dos plantas ordinarias puede nacer el árbol perfecto. —Y, a juzgar por lo que ocurre en el patio de la escuela, hay que darle la razón.

Más tarde, en la arena, aparecen las armas para los veteranos, y no es extraño que hasta en los combates de entrenamiento sea necesaria la intervención del médico para cortar una hemorragia provocada por el excesivo entusiasmo de una sica o de un tridente.

Los novatos tampoco se quedan cortos, eso está claro. Los organizan de dos en dos, y el maestro de armas los invita a que se pinchen con la espada de madera antes de que la tiren al suelo y empiecen a partirse la cara a puñetazos y patadas.

En esa etapa de la preparación atlética, el destino de los novatos todavía no está definido. Y es justamente para alcanzar ese objetivo para lo que sirven las peleas a puñetazos en la arena; aparte de fortalecer el ánimo y reforzar los músculos, permiten que el doctor detecte los talentos ocultos de cada asesino.

Si cuenta con una corpulencia maciza y movimientos letales, se preparará para ser mirmillón o tracio.

Si demuestra que las vigorosas articulaciones y los feroces músculos pueden representar una ventaja en el campo, será secutor o reciario.

Si no es intrépido, entrará en la arena vestido de hierro de la cabeza a los pies, con el papel de crupellario.

Si, en cambio, tiene hambre de muerte en los ojos, se le concederá la espada curvada del dimachaerus o la media luna del scissor.

La liturgia de las armas es sagrada. Vero y Prisco están luchando empapados de arena y sudor cuando los guardias acompañan a los veteranos, sometidos a una estrecha vigilancia, a las salas donde se guarda el equipo. Los dos esclavos novatos se mueren de curiosidad cada vez que sucede, se desafían a adivinar quién se pondrá qué, qué parte de la indumentaria de los guerreros brillará más, si el yelmo perforado del tracio o el escudo de bronce del hoplomaco de turno.

No hace falta decir que casi nunca lo aciertan. El espectáculo está hecho de sorpresas, y Decio Hircio sabe cómo entretener a su público y renovar la admiración combate a combate. El lanista pone un cuidado obsesivo en todo lo que está relacionado con el «material»: armas e indumentaria se guardan en diversas zonas de la casa, algunas muy bien escondidas; en el edificio donde duermen los gladiadores se fabula sobre cámaras secretas repletas de armaduras doradas y yelmos labrados con rostros de león y cuernos bífidos. A pesar de lo que sería normal, el equipo no está estropeado por el uso. Cascos, espadas, tridentes y escudos llevan encima la marca del tiempo, de los golpes y de la sangre, naturalmente. Pero Hircio quiere que las armaduras se abrillanten y se limpien a conciencia todas las noches, al igual que los músculos de sus luchadores.

Decio Hircio es un obseso del control, mantiene firmes las riendas de la escuela y de su vida con puño de hierro.

«Y entonces entran los malditos veteranos».

En la esquina oriental del patio está la arena, un modesto recinto de entrenamiento, con gradas de madera y todo lo que hace falta para luchar en las mejores condiciones. Los nombres de los viejos gladiadores son una leyenda, se exhiben en las credenciales de oso que hacen de ellos héroes y supervivientes al mismo tiempo: Tigre, Marco de Capua, Tormenta, Bato, Colombo y, claro está, Cosmo, el rey de los mirmillones.

El lanista examina el equipo junto al doctor, pasa revista a los Seis Magníficos escrutando cada pulgada de los uniformes de hierro, buscando una mota de polvo o una mancha sospechosa.

Mientras camina arriba y abajo por la fila, Hircio aprieta una pequeña fusta con la derecha, restallando breves azotes en el aire; el látigo es una amenaza constante, representa la tensión que debe recorrer los nervios de los luchadores antes del enfrentamiento.

Y a quién le importa si solo se trata de un entrenamiento…

Los yelmos resplandecen bajo el sol poniente, y Vero y Prisco, mientras intentan vencer en la arena, no pueden hacer otra cosa más que admirar el esplendor del bronce de la barbuta del hoplomaco, Tigre, adornada con una cimera verde manzana a los lados de la cresta. O las grebas ajustadas a las espinillas, tan relucientes como las copas de Ganímedes.

El ejército de los primi es espantoso y magnífico, como la muerte en la batalla. Cosmo el mirmillón embraza un escudo curvo que pesa igual que una pareja de chiquillos rollizos. Es de madera y hierro forjado, combado por el fuego y el martillo de artesanos habilidosos, pintado de negro brillante —el color del Orco y del silencio— y repujado en rojo, representando místicos peces entrelazados, con las bocas abiertas alrededor del perno de latón en el centro del clípeo. Ellos también llevan grebas y una manica hecha de tela, cuero y placas de metal; en la derecha, el gladio para enfrentarse a la lanza del Tigre, porque los soldados de la muerte nunca están solos.

Los gladiadores luchan uno contra otro.

Hay parejas con experiencia y muy rodadas, las categorías sirven precisamente para eso: mirmillón contra hoplomaco, tracio contra mirmillón, mirmillón contra reciario, scissor contra scissor, scissor contra reciario y así sucesivamente.

Los primeros en salir a la arena después de la inspección de Decio Hircio —que mientras tanto se ha acomodado en las gradas con las manos bajo la barbilla y los ojillos avispados— son justamente esos últimos: Bato el scissor, hijo de lupanar sediento de sangre, y Tormenta el reciario, armado para matar pero prácticamente desnudo.

El doctor da la señal.

Hircio exclama:

—¡Fuerza y honor!

Y el encuentro da inicio.

No hay prisa cuando se está en la arena. Al público le gusta contener la respiración.

Bato da miedo, parece hecho de hierro, como un autómata poseído por un demonio o algo parecido. En la cabeza lleva un bacinete ovalado de bronce brillante. En el pecho y en los brazos tiende la malla tintineante de placas cortantes. En los pies, grebas tubulares a conjunto con el casco, en la derecha, un gladio, y en la zurda, el plato fuerte: el antebrazo recubierto de un falso miembro metálico, un tubo perfilado y letal con una lama curvada en la punta. Es el equipo ideal para cortarle el cuello al contrincante, o para liberarse de la red que Tormenta empieza a agitar por encima de su cabeza descubierta.

El oficio de reciario es infame. Dispone de más armas que los demás (puñal, tridente y red), pero el cuerpo está desnudo. Un bálteo de bronce sujeto a la cintura, un poco más arriba del subligaculum, el taparrabos que conforma el uniforme de todos los luchadores de la arena, y una placa de metal cubriendo garganta y hombro derecho. Eso es todo. Prácticamente no tiene defensas, está obligado a apostarlo todo en el asalto, debe ser más rápido que el enemigo, ponerlo en condiciones de que no pueda hacerle daño en el menor tiempo posible.

Es un trabajo para locos y soñadores.

Tormenta arroja la red y el otro intenta esquivarla, pero la armadura le impide moverse y Bato se encuentra en el suelo como una cabrita que el pastor acaba de doblegar. El reciario se acerca apuntándolo con el tridente, quiere acabar deprisa la partida. Seguro que no se lo clavará a su contrincante porque solo se trata de un entrenamiento, pero tal vez le deje un recuerdo en el muslo, quién sabe.

Hoy Tormenta está de buen humor.

El scissor se agita, envuelto por la impotencia en forma de malla tupida, mientras Tormenta avanza como una maldición. Bato consigue sacar el brazo izquierdo y la hoja curvada hace su función, corta la red lo suficiente como para sacársela de encima y volver a estar libre, aunque no sin antes bordarse un dibujo de sangre con los anzuelos de pesca repartidos por el trasmallo.

A continuación, con gritos y rabia, Bato se abalanza sobre Tormenta, que se desvía a la derecha y de refilón le hinca la hoja en el brazo. La sangre de Bato late en sus sienes, babea bajo el yelmo ardiente. Carga con la cabeza y hace caer a su adversario de culo al suelo, se le desploma encima de rodillas y empieza a rebanarle el pecho con la media luna.

Se está pasando de la raya, de modo que Rubio franquea las gradas y corre por la arena para asestarle una patada que lo derriba. Ni siquiera se da cuenta de dónde le llega el porrazo, pero lo nota, y cómo. Pierde el equilibrio y el reciario maltrecho puede volver a ponerse de pie.

El maestro reprende a Bato.

—¡Con cuidado, necesito vivo a ese efebo sin huevos!

El doctor regresa a su puesto, la pelea vuelve a estar equilibrada.

Tormenta aferra la forchina como un ariete y apunta al estómago de hierro del scissor, todavía algo lento después del ataque sorpresa de Rubio que lo ha dejado atontado. No reacciona a tiempo y se lleva a casa un par de pulgadas de hierro brillante en la piel.

El dolor es agudo, Bato chilla como una niñita. Tormenta jadea y sonríe, los golpes bajos son su especialidad. Bato se pone en pie de un salto y llama al médico. Aecio Tortone se arrastra a la arena desde sus aposentos con su acostumbrada actitud desganada. Incluso le dedica un aplauso de mofa al reciario.

—Felicidades, gilipollas. Ahora estará fuera de circulación durante un mes…

Decio Hircio sacude la cabeza y abandona la arena.

Rubio vuelve a franquear las gradas mientras dos untores, ayudados por el médico, se llevan al scissor con la extremidad sangrando como una fuente de las termas. El maestro se acerca a Tormenta y lo mira fijamente a los ojos.

—¿Te crees muy hombre?

Tormenta no sabe qué decir. El doctor le da miedo.

—Entonces bátete, inútil. Bátete conmigo, ahora.

Rubio está desarmado, Tormenta hace un gesto para dejar el tridente y el puñal. Rubio sacude la cabeza.

—Ven aquí…

El reciario mira en dirección a Hircio, pero Hircio ya no está.

Todos los ojos están puestos en el gladiador, Vero y Prisco han dejado de golpearse y observan la escena jadeando.

Tormenta no tiene elección, el pecho le arde a más no poder. Ataca con la punta, para hacer daño.

Rubio ni siquiera suda, lo dribla a la derecha y le acierta la nariz con la frente. Se la rompe de un golpe.

El otro se cae chorreando sangre.

Rubio se le echa encima con las manos detrás de la espalda. Lo desarma, le llena el costado de patadas con los pies descalzos. Al final se derrumba sobre el esternón maltrecho del reciario asustado; nota que un par de costillas se fracturan bajo el peso de sus rodillas.

«Con las manos detrás de la espalda en todo momento».

Tormenta tiene los ojos muy abiertos, los de Rubio parecen dos pozos oscuros.

El doctor asesta un cabezazo al gladiador.

Después otro.

Y otro más.

Hasta que el reciario pierde el conocimiento. Hasta que todos, en caso de que no hubiera quedado suficientemente claro, entienden quién manda en la arena del Ludo Argénteo.

El maestro tiene una expresión de decepción y asco cuando se levanta. Treinta pares de ojos lo miran cuando al final se observa las manos, en las que no tiene nada. Rubio escupe al suelo. Se aleja hacia su habitación, no sin antes ordenar:

—¡Otros dos!

Cosmo y su contrincante se preparan para salir al círculo de sangre y arena.

Vero y Prisco, en el fondo del patio, acaban de comprender que el camino todavía es largo. Condenadamente largo.

Semanas, días y meses.

Como animales de circo, monos amaestrados, leones enjaulados.

Es un asunto de rodillas, culos y codos.

«Rodillas, culos y codos».

El culo es bastante importante. El culo y las pelotas le salvan la vida a un hombre.

El cuartel es un extraño microcosmos, no hay mujeres, pero eso no significa que no haya espacio para el sexo. Se las apañan.

Vero se dio cuenta enseguida, una noche que Tormenta se metió en su catre y alargó las manos. Durante un rato Vero lo dejó hacer. Pero luego, cuando abrió los ojos y se dio cuenta de la situación, el britano reaccionó con las vísceras:

—¡Por la mierda de Mercurio!

Y asestó un potente codazo en la cara del cachondo.

La nariz de Tormenta era un colador, astillas de hueso y cartílagos viajando por la carne como mensajeros imperiales a caballo. El porrazo lo aturdió, el dolor lo dejó fuera de juego. Y ninguno de los dos volvió a hablar del asunto en los días siguientes.

Pero el eco del sexo se oye por todas partes, los hombres de veinte años no llevan bien lo de vivir con los testículos llenos. Por la noche, en la oscuridad de las celdas, resuena la carne mezclada. Los veteranos tienen más libertad, no hay barreras para los que ganan en la arena. Guardias y untores cierran los ojos si los pillan mientras se consuelan.

Vero no presta mucha atención a ese tema, pero el corazón de Prisco, en cambio, está menos frío cada día que pasa. Él no ha sido nunca un gran conquistador. Las mujeres siempre le han ido detrás, es algo natural para los que son como él. Lleva en los ojos, en los cabellos y en el pecho cuadrado un destino ya escrito, de malicia y sonrisas fáciles. El recuerdo de algún beso robado y de un par de noches sin grandes hazañas que contar a los amigos son todo su bagaje de experiencias con la otra mitad del cielo.

Allí dentro, en cambio, se siente mejor.

Su relación con Vero se hace cada día más estrecha. Son hermanos y compañeros de vida a la vez.

Prisco no es un tipo reflexivo, pero tampoco obtuso como el britano. Prisco es hielo. Y Vero, fuego.

Ambos se entrenan a diario con constancia y fervor.

Exprimen sudor y adrenalina, apretando los dientes hasta rompérselos.

Luchan.

Todos los días, el doctor los empareja para que aprendan a salir adelante.

Todos los días, esos dos se aporrean con las espadas de madera, con la piel desnuda y ganas de imponerse. La lucha se parece terriblemente al sexo, pero solo Prisco es consciente de ello. Para Vero es distinto, no piensa en el amor. Ni tampoco en el sexo. En la cabeza solo tiene el futuro. Sobre todo desde que «hicieron el juramento».

Después de meses de desesperación y esfuerzo, de abusos y comida recogida del suelo, de sudor y poca agua, por fin «hicieron el juramento».

Vero, Prisco y el resto de los novatos, con la cabeza gacha frente a los veteranos y al amo, pronunciaron las palabras mágicas: «Soportaré que me quemen, que me aten, que me apaleen, que me maten…».

Las repitieron tres veces, transformando la cadena en revelación, su miserable existencia en dedicación pura.

El britano y el galo empezaron el auténtico tirocinio, se convirtieron en unos verdaderos tirii, por fin. Desde el punto de vista de la vida cotidiana, siguen comiendo la misma bazofia tanto en el almuerzo como en la cena. Pero ahora comen en mesas de madera, aunque siempre apartados de los veteranos, y si quieren pueden dormir juntos. Ni Vero ni Prisco han renunciado a su independencia horizontal, pero algunas veces se pasan la noche despiertos hablando de islas lejanas y bosques, de ojos que quitan el aliento y hambre de gloria.

Lo mejor de todo el asunto es que cuando finaliza la iniciación llegan las armas.

En los días posteriores al juramento, en la escuela se ha ido extendiendo un extraño delirio. Se nota un fuerte perfume estancado por todas partes, claramente más dulce que el habitual hedor que sale sin piedad de las letrinas. Cada anochecer se pudren más ratas en el patio, y ni siquiera los golosos mininos de Hircio, famosos por sus indiscutibles dotes venatorias, consiguen dar abasto con los indeseables huéspedes. Se quedan, gordos y ahítos, en el borde de la arena, hinchados de piel, rascándose bubones inexistentes, con las orejas blancas como los muslos de una vestal.

El aire es tenebroso y a menudo alguien dice que tiene fiebre. Ya son tres los untores que no han podido levantarse de la cama esa semana. El doctor tose a menudo durante los entrenamientos, pero nadie hace caso. Rubio tiene la fuerza de Hércules y los huevos de Júpiter.

Pero el aire no tiene nada que ver, ni tampoco la insalubridad.

Son las armas las que lo cambian todo.

«Las armas, maldita sea».

El maestro ya se ha hecho una idea concreta de los muchachos: Vero es decidido, se emplea al máximo. No está muy dotado desde el punto de vista técnico, pero su cuerpo está creciendo y su mente de vez en cuando parece lúcida.

Será un mirmillón con atributos, está decidido.

Prisco, en cambio, es macizo y feroz. Golpea para hacer daño pero sabe lo que es el honor. No le gusta aprovecharse de la situación, lucha con conciencia ahorrando las fuerzas y no se echa atrás cuando llega el momento decisivo.

Será tracio, es su destino.

Vero y Prisco son una pareja perfecta, en la arena están hechos para estar juntos, el uno contra el otro.

Son fuego y hielo, es su naturaleza.

Las luchas de entrenamiento son cada vez más intensas, ya que hace diez días el maestro de armas anunció que una pareja de tirii iba a ser seleccionada para el primer combate oficial. Dos reclutas tendrán la oportunidad de convertirse en veteranos, luchando el uno contra el otro en la arena que está cerca de los Foros.

Desde que conocieron la noticia, Vero y Prisco se han esforzado todavía más en el adiestramiento. En más de una ocasión el galo ha conseguido atisbar una sonrisa de aprobación en los labios del doctor, entre un ataque de tos y otro.

El hombre de hielo suele dominar en los enfrentamientos, tiene una ventaja natural, es más fuerte y más grande que el britano, pero sobre todo es la cabeza lo que marca la diferencia. Vero suele verse arrollado por las emociones; cuando se encuentra en superioridad, la desperdicia por su afán de acabar la partida demasiado deprisa.

Y Prisco lo aprovecha. Todas las malditas veces.

Las tardes transcurren en silencio, en el frío del invierno que está a las puertas. El hielo de la barbuta y de la manica de acero sobre la piel aguza los sentidos. Vero y Prisco rememoran los meses de entrenamiento feroz, mientras la temperatura va descendiendo y sus cuerpos se estrían con las cicatrices que se han provocado mutuamente con la diligencia de estudiantes aplicados. Esa red de carne coagulada es el mapa de una amistad que se transforma en fraternidad.

El galo y el britano llevan un buen rato puestos en fila con el resto de los reclutas en el centro del patio.

El sol se está poniendo y las ratas borbotean en cada rincón como cucarachas cegadas por el sol. En los últimos siete días todavía ha aumentado más su número, al igual que el olor a cerrado que flota en la niebla baja.

Hircio y el médico ya hace rato que están allí, la designación de los seleccionados para el primer enfrentamiento es un gran acontecimiento para todos.

La pareja elegida tendrá que ganarse el nombre allí afuera, en medio de la muchedumbre.

El que vuelva será llamado «veterano».

Desde ese momento ya nada será como antes.

Se palpa la agitación, mucha agitación.

Cada tiro escrupulosamente alineado en el centro del patio ha rezado a dioses y lares pidiendo su bendición. Cada uno tiene las esperanzas puestas en sí mismo, quiere ser el elegido.

La espera desgarra y destroza, como los dientes de la gorda rata de alcantarilla marrón que se clavan en el costado del gato muerto, a dos pasos de los ojos desorbitados de Decio Hircio.

El lanista, furibundo, agarra la sica de un dimachaerus y parte por la mitad la rata, de la que mana sangre negra y olor a mierda y muerte. Un manto oscuro se cierne sobre la caterva de muchachos a la espera. Algo acaba de romperse, la tensión es patente.

—¿Dónde cojones está Rubio? —estalla Hircio, fuera de control.

Es raro verlo así.

Es más, es imposible.

Aecio contesta que no lo sabe, y el lanista llama a Vero y a Prisco a su lado. El amo los envía en busca del doctor.

El maestro de armas no está en su cuarto y tampoco en la armería. No está en los baños ni en el comedor.

Vero y Prisco se imaginan que se lo encontrarán ocupado entreteniéndose con alguna hembra de cuatro sestercios en contra de las reglas de la casa. Con el culo al aire y mala cara, hundido hasta las pelotas en una pelirroja de unos cuarenta. Rubio pierde la cabeza por las mujeres no muy jóvenes, especialmente si están marchitas.

No está en la despensa.

Tampoco en la planta noble, donde se aloja Hircio.

Sólo queda un sitio, solo uno.

Como de costumbre, Vero no intuye nada, no nota otra cosa más que ímpetu y desasosiego. Quiere acabar con el asunto cuanto antes, encontrar al maestro de armas e invitarlo a salir. Y que anuncie de una vez quién tendrá el honor de derramar la primera sangre.

El joven se ha esforzado demasiado para imaginar otra cosa que no sea la gloria. Ha apostado el corazón y los cojones en la mesa de juego de la vida en el cuartel. Y ahora está listo para cobrar la apuesta.

Prisco, en cambio, nota en el estómago el escalofrío podrido del horror. El hombre de hielo ha crecido a la sombra de lo peor. En su cabeza la arena está a mil millas de distancia, grebas y manica de bronce incomodan como nunca, el peso de las armas se suma al del destino.

Ratas enloquecidas corren por el pasillo del gimnasio.

Cabalgan en dirección contraria al paso decidido de Vero y Prisco, catapultados como piedras arrojadas al otro lado de las murallas, en dirección al único local que todavía no han explorado.

«Las letrinas».

Las condenadas letrinas, ¿por qué diablos no lo habrán pensado antes?

El hedor es más fuerte a cada paso. El chillido de las bestias tapona los oídos, arranca el cerebro a la lógica, da miedo. Aire salobre y dulce, que sabe a final sin ningún principio.

Vero echa la puerta abajo y lo ve.

El cadáver de Rubio está allí, en medio de la mierda. Tumbado y acabado, cubierto de ratas y moscas.

Muerte y mierda. Dos cosas seguras.

La cara es un amasijo de mordiscos y fístulas. El bubón bajo la axila palpita y salpica negro cuando la rata clava los dientes en la fina superficie.

El peor final, el que no se hace esperar.

Vero no tiene ni idea de lo que ve, pero Prisco lo sabe.

Recuerda las historias de los legionarios que venían de Oriente, lo que contaban los abuelos alrededor del fuego. Recuerda silencio y miseria, desierto de cuerpos sin vida.

El nombre va cambiando de una región a otra.

«La muerte oscura, la plaga, la enfermedad maldita».

Las ratas son una señal, las ratas la traen.

El agua estancada sirve de contagio, las sábanas sin lavar. De aliento a aliento, de ampolla a ampolla, hasta abatir a toda una civilización.

Vero grita a voz en cuello mientras Prisco, de rodillas, reza por su alma y por la de su hermano. Implora a los dioses que por esa vez sean diligentes. Suplica a Júpiter que actúe deprisa.

Hoy ya no hay ascensos.

Nada de fiestas ni combates.

Ninguno se convertirá en veterano.

La vida está suspendida, el destino se disculpa con el público que ha pagado. El tiempo de la negrura ha empezado y no terminará muy pronto.

La peste acaba de llegar a Roma.