DEL MARE NOSTRUM A LA URBE

Cuenta más el estado de ánimo que el lugar al que llegas, por eso el ánimo no puede convertirse en esclavo de ningún sitio.

SÉNECA,

Epistulae morales ad Lucilium, I, 28, 4

De Miseno a Roma, agosto-octubre de 79 d. J.C.

¿Quién dijo que todos los caminos conducen a Roma?

Tal vez sea así, pero no es fácil llegar hasta allí, especialmente si te ha tocado en suerte ser esclavo.

Vero se despierta con los huesos molidos después de una noche sin sueños.

Miseno es tranquilo como una leona adormecida en la orilla del mar. El aire todavía es denso como la toba, el golfo entero está envuelto en cenizas y malos recuerdos.

El espectáculo que se ofrece ante los ojos del resucitado desde la ventana de la habitación en la que se encuentra no es algo que se vea todos los días. El monstruo ya no está, Vulcano y su ira ardiente han regresado a la barriga del Vesubio. Pero la erupción ha transformado para siempre el perfil de la costa, además del ánimo de la gente que ha nacido y crecido a los pies del dios rojo.

El humo es una presencia constante, se acumula en las capas superiores del aire, lo satura a pesar de las muchas millas de distancia. La costa amenaza resaca, el fondo marino bulle de rabia no desahogada.

Lo peor ha pasado, pero ahora viene el trabajo duro.

Hay un mundo que rehacer, muertos de los que despedirse.

Es un nuevo día, hay que seguir adelante.

Vero se pone de pie sobre el catre de madera y echa un vistazo alrededor: paredes amarillas oscurecidas por la niebla que se filtra por el ajimez, una jarra de barro, barreños de madera llenos de agua helada, un orinal para las deyecciones que el britano toma por un cesto de fruta. Y es que el muchacho, que ya se ha hecho hombre, todavía tiene que recorrer mucho trecho antes de aprender que los soñadores con la barriga llena mean en orinales.

Ve demasiado lujo alrededor, está claro que no se encuentra en prisión. Y, sin embargo, la puerta está atrancada y no hay escapatoria.

Vero no tiene ni idea de lo que ha ocurrido desde que perdió el conocimiento. Solo sabe que está cerca del puerto. Las doscientas cincuenta embarcaciones de la flota imperial fondeadas en el dique no dejan lugar a duda. Desde la ventana oye un griterío de carga, descarga y buena voluntad, una procesión de asteros y lanchas de desembarco, provisiones que se van y joyas que llegan.

Es la temporada de caza para una Roma sedienta de sangre.

Cuando oye correr el cerrojo, Vero da un salto y se pone instintivamente en guardia. Pero por la gruesa madera de la celda dorada no se asoma un bruto, ni un carcelero arrogante, sino una sierva con mejillas de melocotón. Es menuda pero decidida, una chica resuelta con las manos enrojecidas por pasarse demasiadas mañanas en el lavadero, con la prisa inocente de quien no tiene tiempo que perder, desde el amanecer hasta el ocaso.

—Ven —le dice—. El amo te espera.

Utiliza esa palabra latina, dominus, que significa todo y nada. Es decir, seguramente refleja la historia de un tipo con dinero para gastar y siervos a los que mandar, pero no dice de qué clase de propiedades es señor absoluto ese tal dominus. Por lo que Vero sabe, también Demetrio —que su negra alma se abrase en el Orco— se hacía llamar así por unos y por otros. Y, sin embargo, era el primero en usar el mismo término e inclinarse ante cualquier servidor del Imperio que se le pusiera delante.

Vero se pone en marcha y la sierva le abre camino. La pequeña se contonea sin querer y, a pesar de que el espectáculo es realmente digno de dedicarle una atenta mirada, es otro el prodigio que hace que la boca se le abra maravillada. La casa del amo es verdaderamente espectacular. El primer portento para el que Vero no está preparado en absoluto son los colores. La vida del muchacho, desde que vino al mundo, siempre ha sido de una aburrida monocromía. Un color cada vez, sin pretensiones: el verde de la hierba que refresca el alma, el marrón del tronco y del barro, el gris del humo del horno y del hierro en el yunque, el color de la piedra partida bajo el sol, color de esclavo por excelencia.

Allí, en cambio, una tonalidad no basta para una pared o una columna; por todas partes se abrazan el amarillo, el naranja y el color del mar. Los pilares son rojo cereza; los capiteles, blanco cegador, con las hojas esculpidas y pintadas de un verde líquido que las suaviza y las hace endemoniadamente reales. Por no hablar del suelo, un espectáculo de ocre, blanco y cien vetas de carmín.

El britano a duras penas puede enfocar la mirada mientras camina decidido detrás de la sierva y bajo sus pies discurre la historia de Eneas, que partió de Troya y llegó a Roma sin pretenderlo, con un destino grande como una casa enroscado en la espalda, un padre moribundo y un hijo cabezota detrás.

El largo pasillo de servicio bordea los alojamientos de la servidumbre, donde un tropel de esclavos está atareado preparando la comida. Vero ha perdido la noción del tiempo pero casi debe de ser la hora del almuerzo, porque los criados se dedican a asar pescado y cortar las verduras de guarnición. Mientras camina, un cántaro resbala de las manos de un chiquillo distraído y se estrella contra el suelo, con lo que el aire se impregna de un delicioso aroma de vino griego mezclado con miel y especiado con clavo.

La sarta de aromas que revuelven el estómago del britano, en ayunas desde no se sabe cuándo, se evapora en el zaguán que conduce a la entrada de la planta noble. La empinada escalera acerca la nariz de Vero al bonito trasero de la criada, pero la cabeza del muchacho todavía está demasiado llena de admiración para hacerle caso.

En el umbral del tablinum, el espacio donde el amo de la casa recibe a sus clientes y dedica unas horas a la escritura, la chiquilla se despide sin muchas ceremonias, resoplando un «¡Ese es!» en dirección al notable. Luego se inclina apresuradamente y se precipita de nuevo abajo en una búsqueda impetuosa y frenética de alguna tarea que terminar, porque el tiempo, Jano es testigo, nunca es suficiente.

Lo cierto es que Vero no ha dispuesto de mucho para reflexionar acerca del dominus, pero no se esperaba en absoluto encontrar a un muchacho de su edad.

Plinio el Joven sonríe, aunque tiene la mirada cansada.

—¿Cómo te encuentras hoy?

El britano está atónito, desde que el mundo es mundo sus interlocutores siempre la han emprendido a patadas en el culo con él antes de dirigirle la palabra. La verdad es que no está acostumbrado a ese tono de seda. De modo que se arrodilla y murmura:

—Amo… —Cuando se llama a las cosas por su nombre no hay peligro de equivocarse.

Plinio sonríe y lo conmina a levantarse, tiene el corazón henchido de dolor —no hace ni doce horas que le han traído la noticia de la muerte de su tío—, pero no se olvida de dedicar su atención a los desfavorecidos.

Son días difíciles, la gente muere a carretadas por culpa del berrinche de los dioses. Lo mínimo que se puede esperar de los que ocupan una posición de poder es un poco de comprensión.

El sobrino del comandante se acomoda en el bello escritorio de madera oscura e invita al britano a que se siente en un sitial adornado con patas de león esculpidas en ébano. Vero se siente incómodo y sus ojos curiosos se estrellan contra el brillo de la madera pulida.

—¿Sabes por qué los hacen así? ¿Con esa decoración labrada, quiero decir?

Vero no lo sabe, pero en los dos últimos años ha aprendido que nueve de cada diez veces el silencio es la más amable de las respuestas.

—¿Porque son bellísimos, mi señor? ¿Para que la casa sea más esplendorosa?

Plinio niega con la cabeza. Entonces se levanta y de un arquibanco coge otra banqueta, parecida al asiento en el que Vero ha posado su servil trasero por primera vez, y la deposita en el suelo.

Después pone encima el pie derecho y muestra al britano que las tres patas no están perfectamente niveladas.

—Baila —dice con voz firme—. Las que no están ornamentadas bailan. ¿Hay que ahorrar para después estar incómodo? Si te sientas aquí, parece que estés en medio del mar.

Vero enseña la brillante dentadura sin convicción. No está familiarizado con las cosas de los ricos. Pero está agradecido a ese extraño joven y quiere corresponderle, no cabe en su piel.

—Me has salvado la vida, amo. Estoy en deuda contigo.

Plinio intenta sonreír, pero la verdad es que no lo consigue, le pesa demasiado el corazón.

—Es cierto, pero no tienes que preocuparte… ¿Cómo te llamas?

—Vero —contesta el britano sin titubeos.

—Vero… En estos días oscuros todos hemos perdido a alguien. Mi tío ha muerto después de haber puesto a salvo a unos inocentes de las villas de Estabia, y tengo la intención de honrar su memoria ocupándome de quienquiera que se encuentre en dificultades después de estos trágicos acontecimientos.

«Estos señores te aturden con tantas palabras…». Esa reflexión impertinente se insinúa en la mente del britano como un mogilus en el trasero de un adúltero pillado in fraganti. Mientras lo piensa se maldice por ser tan desagradecido.

—No tienes nada por lo que sentirte en deuda, solo cumplo con mi deber… Pero cuéntame, todavía no me has dicho quién eres. ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu historia?

Y ahí está, la maldita encrucijada. El giro inesperado, la oportunidad de la vida.

No solo ha escapado de la muerte, sino que ahora al desmañado hijo de la Isla se le ofrece la oportunidad de renacer. De mentir sobre su condición, de dar las gracias inclinando la cabeza y huir lejos, quizá cruzar el mar y volver a casa.

«Pero ¿a qué casa, Vero?».

La Isla está lejos y tu corazón ya se ha enfriado. El nombre que te regalaron cuando naciste está muerto y enterrado.

«O todo o nada».

Una vez más.

«O todo o nada».

Vero inspira, al final se atreve a mirar directamente a los ojos de su salvador —no lo ha hecho desde que ha entrado en la habitación— y dice la verdad. Toda la verdad.

—Soy un esclavo, mi señor.

Deja que las palabras floten en el aire, que se depositen en el suelo con todo su peso.

Plinio tiene la mirada tranquila, es joven pero sabio, aprecia el valor en el corazón de un hombre.

—Y ¿a quién perteneces?

Vero siente que el lastre de su pecho se va resquebrajando poco a poco.

—Pertenecía a Demetrio el constructor. Pero ha muerto en el incendio, me imagino que ya te lo han dicho. No tengo ni idea de cuántos compañeros de la cantera han sobrevivido.

Un destello de amargura cruza los ojos de Plinio, de repente la muerte vuelve a golpear, el eco de la bilis del monstruo no deja de arder.

—La cantera ha quedado arrasada por la ceniza y la lava. Igual que Pompeya y Herculano, muchacho. Nadie ha sobrevivido, lo siento. Es un milagro que tú estés entero…

Vero recibe la noticia como un púgil experimentado. Ya ha perdido tanto en la vida que la derrota, en ese momento, le parece el horizonte que el destino ha elegido para él.

No dice nada, se queda inmóvil mirando al suelo brillante como una piedra preciosa.

Plinio cruza los brazos. No puede evitar cumplir con su obligación y decirle algo que no le apetece. Y además el tiempo apremia, hay tanto que hacer que no puede permitirse pasarse las mañanas consolando a los siervos. En cualquier caso, siente una leve punzada en su buen corazón cuando empieza a hablar.

—Vero, yo no puedo darte la libertad, ya lo sabes. No soy tu amo…

El britano reacciona con audacia. La sinceridad debe de valer algo por esas tierras.

—Pero podrías serlo, señor. Te serviría con empeño, sé hacer muchos trabajos, créeme. Te sería fiel y te estaría agradecido para siempre…

Plinio lo detiene.

—Eso también sería imposible. La servidumbre de la villa ya está al completo, acabaría irritando a los trabajadores si te mandara a la cocina o a ocuparte de los jardines. Además, dentro de poco este lugar se parecerá más a un sanatorio que a la residencia de un noble romano. Tengo la intención de ayudar a los heridos y a los supervivientes, voy a poner a su disposición el espacio del que goza mi familia. Aunque quisiera tenerte conmigo, no sería justo. Gracias a los dioses, estás sano como un pez. Tu sitio está en otra parte.

«Gracias a los dioses».

Vero quiere suspirar, pero no se atreve.

—Sin embargo… —A Plinio se le acaba de ocurrir algo—. No puedo darte un futuro, pero tal vez sea suficiente con que te ponga en el camino adecuado y seguro que también sabrás salir adelante. ¡Sígueme, tenemos trabajo que hacer! —Y, sin haber terminado de hablar siquiera, el joven de ilustre cuna se encamina hacia el exterior de la villa, con Vero trotando detrás de él. Los dos recorren el camino de entrada, bajan del promontorio y llegan al puerto a través del sendero empedrado.

A su paso, son muchos los que saludan a Plinio con calidez, o los que le dan el pésame por la desgraciada suerte que le ha tocado a su tío. Al final llegan a la entrada de la ciudadela.

Dos classarii con loriga brillante hacen el pertinente saludo y dan la bienvenida a Plinio y a Vero al barrio de la Flota de Miseno. Plinio pregunta por un tal Marcio, que llega a paso ligero y saluda al joven sin excederse con la deferencia; los dos parecen conocerse desde hace tiempo, y el viejo soldado tiene el aspecto de un lobo de mar.

Ambos evitan hablar de Plinio el Viejo. Por todas partes, en la ciudadela, la mirada del joven se cruza con ojos bajos y compungidos. Los marineros de Roma querían mucho a su comandante, como suele ocurrir en el ejército. Será porque Gayo Plinio Segundo era un hombre de ciencia, incluso antes que de armas. Y adoraba al ser humano por encima del honor, el cansancio, el respeto y todas esas tonterías que sirven para atar corto a un rebaño de estúpidos en pie de guerra.

Los soldados esas cosas las notan. Se encariñan del amo, igual que los perros.

Marcio es cordial pero directo.

—¿A quién me traes, mi señor? ¿A un marinero en ciernes?

A Plinio le gustaría asentir, pero solo puede abrir los brazos.

—Dudo que Roma esté tan desguarnecida como para necesitar enrolar al primero que pasa… Este muchacho viene de Britania, el mar que lleva en el corazón no se parece al que te ha visto nacer a ti, amigo mío.

Vero da un respingo. ¿Cómo ha podido el amo adivinar sus orígenes solo con escucharlo durante unos instantes? Ese Plinio parece que se las sabe todas.

Marcio no se deja impresionar.

—He visto a muchos como él, en la primera salida a mar abierto sacan hasta las tripas, pero con el tiempo se van fortaleciendo. Solo hay que tener fe.

Plinio sonríe.

—Bueno, si alguien vomita a bordo de tus barcas, este muchacho sabrá limpiarlo como es debido, te lo aseguro. Dale un cepillo y la almiranta brillará como la nieve al sol. Marcio, te presento a Vero, el esclavo más voluntarioso de todo Miseno. Acaba de perder su trabajo, pero estoy seguro de que sabrás encontrarle algo que hacer. Es todo tuyo…

Plinio ni siquiera espera la respuesta del marinero, le da una fuerte palmada en el hombro al britano y se aleja cabizbajo, para evitar cruzarse también de regreso con el torbellino de miradas compasivas.

Vero se queda solo otra vez, en la orilla del mar, bonachón y sucio de cenizas, en medio de una plétora de cascos mojados que cabecean sin parar.

Marcio lo mira de abajo arriba, apenas le llega al muchacho a la altura del pecho.

—El amo dice que te las arreglas bien con el vómito, ¿es así?

A Vero solo le queda sonreír.

Marcio sonríe a su vez, antes de indicarle un cobertizo lleno de moscas y efluvios inconfundibles.

—Entonces no tendrás ninguna dificultad con las letrinas. Bienvenido a bordo, bastardo.

El futuro apesta a mierda y agua salada.

En el fondo, podría haber sido peor.

Vero, como de costumbre, se ha hecho una idea equivocada.

Durante toda la primera semana se ha imaginado el mar. Lo ha respirado, tocado, temido como una desgracia —ya que nunca ha aprendido a nadar—, y ha empezado a respetarlo. Pero, por mucho que sus esperanzas fueran sinceras, no se han visto satisfechas: el britano que creía que iba a convertirse en marinero ha acabado como mozo confinado a tierra.

Marcio tiene unos modales rudos, pero al final le ha cogido simpatía. Lo mantiene ocupado de la mañana a la noche y Vero finge que se cansa, pero en realidad no puede ni compararse con el trabajo en la cantera. O con el de la fragua, cuando estaba con Cormac el loco, que los dioses acojan su maltrecho espíritu.

El nuevo compañero inseparable de Vero ya no es el martillo, sino el cepillo. Cepillo y cubo son la base de su existencia servil pero, por mucho que Marcio insista en que el puente de los trirremes tiene que brillar («Hasta que se me reflejen los huevos, ¿está claro?»), por muchas horas que el hijo de la Isla se pase de rodillas, el cómputo del esfuerzo al final del día es bastante inferior al que empleaba en el pasado. Por primera vez en su vida, Vero tiene la sensación de «descansar», y se hace más fuerte, más consciente. La sal mejora el humor y ensancha los pulmones, librándolos del polvo de la cantera, sedimentada en el fondo.

El muchacho se siente renacido y ha empezado a pensar en el pasado, pero sobre todo en el futuro.

Esa mañana, por ejemplo, se ha despertado bien temprano y ha ido corriendo a buscar el desayuno de Marcio: un par de salmonetes frescos del día, asados a la brasa cuando todavía el sol estaba por salir. Un chorro de limón (en esa zona los hay magníficos, Vero siente un escalofrío que le recorre la espina dorsal cada vez que prueba su pulpa) y una ramita de eneldo. Para beber, solamente agua fresca, los romanos son realmente extraños.

Marcio se zampa los pescaditos con energía, se enjuaga la cara en el barreño y ya está de buen humor.

Vero se acerca, curioso como algunos monos de la India.

—¿Saldremos al mar hoy?

El britano parece un niño, goloso y testarudo, hambriento de mundo.

Marcio resopla, pero se nota que le ha cogido gusto a tener a su lado a ese esclavo cabezota.

—¿Vas a seguir preguntándomelo todas las mañanas?

Si fuera capaz, Vero se pondría colorado. Pero no sabe mucho del espíritu humano; a decir verdad, se las apaña mejor con las manos que con las palabras. De modo que se limita a contestar con el corazón:

—¡Claro! —interpretando como siempre el papel de idiota.

Marcio no se lo toma a mal, el muchacho le gusta. No está acostumbrado a la diligencia y las ganas de trabajar. Sus hombres han sufrido un duro golpe, el episodio de la erupción ha hundido la moral de la flota a quinientos pies de profundidad. Nadie tiene ganas de sonreír, no hay ninguna duda. Y mucho menos de trabajar. Sin embargo, ese pedazo de testarudo siempre está a punto y lleno de vitalidad.

—Hoy saldremos a hacer un ejercicio. Por fin podrás ver de qué es capaz el Águila en el reino de Neptuno.

Vero empieza a soñar, se imagina las olas, la espuma, las cuerdas amontonadas, los músculos aceitosos de los remeros, las órdenes que grita el centurión classario.

Marcio lo arranca de sus pensamientos asestándole una noticia que pesa como un cesto de cabezas rebanadas:

—Pero no te acostumbres, muchacho. Dentro de poco salimos hacia Roma… El emperador en persona nos ha convocado. Necesita a mis hombres para una tarea especial en el Anfiteatro Flavio.

—¿Qué? —refunfuña Vero con descaro, mientras que con un trozo de pan robado limpia las sobras del plato de su amo. El salmonete está delicioso, incluso la comida sabe a sol en ese golfo mágico.

El oficial se levanta y se enjuaga los dedos en un cuenco con agua y vinagre. Después se pone la túnica y se calza, ni siquiera piensa en afeitarse; Neptuno no se fija en ciertas cosas, se conforma con un corazón sincero y alguna reina atada a las rocas de vez en cuando.

—Tiempo al tiempo, joven. Ya habrá ocasión de hablar de ello cuando estemos en la calzada. El viaje hasta Roma es largo.

Marcio sale a respirar la playa, mientras una embarcación modesta, gobernada por un viejo tuerto de uniforme, se acerca al pequeño muelle adyacente a los aposentos del oficial. El ciego le indica que suba y Marcio le hace caso, arrastrando detrás de él al curioso ordovico.

—¿En la calzada? ¡Pero yo esperaba que fuéramos a Roma por mar!

—Yo esperaba, yo esperaba… —Marcio coge unas hojas del saco que lleva colgado al cuello. Se las mete en la boca y empieza a masticarlas como si fuera un asno—. Quien espera…, ya sabes lo que dicen, ¿no?

Vero se queda en silencio el resto del viaje.

La almiranta Ops cada vez está más cerca.

La primera bocanada le quema la garganta a más no poder, la segunda andanada le arranca las tripas. Marcio da un codazo al tuerto, que se llama Creso y goza de cierto respeto a bordo.

—Ya me habían dicho que con el vómito era un semidiós… ¿No es así, muchacho?

Vero regurgita el desayuno en el agua. Junto al almuerzo del día anterior y a la cena que se tomó durante la ceremonia en el sagrado Drynemeton hace dos años.

El joven ha subestimado el mar, nunca más volverá a cometer ese maldito error. No está en condiciones de hacer nada aparte de sacarlo todo, de modo que Marcio lo deja tranquilo en el combés mientras inspecciona el trabajo de los hombres.

En mar abierto se baila, a lo ancho del golfo las corrientes se cruzan y hacen cabecear el hexarreme como una vestal borracha en las Lupercales de febrero. Los classarii inferiores se emplean a fondo recogiendo las gúmenas e izándolas a bordo. El viento es un animal caprichoso, se parece a un gato, muestra sus encantos cuando a él le parece. Eolo es un dios voluble y aburrido, puede enfurecerse de golpe o pasarse días enteros acariciándote el rostro cuando lo que te convendría sería una bofetada tan fuerte que resucitara a un muerto.

Por eso en el mar se necesitan remos y velas, madera y paciencia. El entrenamiento es básico para tener éxito, y los hombres de Marcio se toman muy en serio su oficio. Contrariamente a lo que pueda pensarse, los trabajos forzados en la boga no existen, cuando está en juego tu vida y el futuro del Imperio no puedes fiarte de los esclavos. Son mejores los callos expertos de una generación de soldados que los músculos de hombres frustrados y encadenados. La libertad es un ingrediente esencial, en el mar no se finge.

Basta con un error de cálculo o la observación equivocada de una estrella moribunda en la oscuridad de la noche para desviarse mil millas de la ruta. El reino de Neptuno es un lugar del alma, hay que aprendérselo de memoria antes de aventurarse mar adentro.

Vero escupe saliva e inhala orgullo, observa las operaciones de rizo: la vela cuadra izada en el mástil atrapa el viento solo en el centro, inutilizando los bordes inferiores que se zarandean como las melenas de unos granujas obstinados. Hay que replegarlos, pero no es ningún juego. Marcio invierte mucho tiempo organizando a los hombres y orientándolos para que hagan las maniobras adecuadas, mientras la ráfaga agrede de pleno la inmensa sábana blanca. Sin embargo, una vez acabado el trabajo, el efecto es prodigioso.

El bajel ya no necesita brazos humanos, empieza a deslizarse por la superficie del agua como un potro con la brida suelta por los prados de Tuscia. La línea de flotación desciende en la proa y se produce el portento: vuela sin alas ni sudor, es la magia del movimiento. Marcio trepa al palo mayor, coloca el culo a horcajadas en el mástil y disfruta del espectáculo. Los trirremes Apolo y Castor fingen ser lo que no son y nunca serán, enemigos.

Cargados de supuestos bárbaros aguerridos, ya sean judíos o dacios, la verdad es que poco importa, se van acercando a fuerza de músculos, porque los salvajes no tienen ni idea de domar el viento. La almiranta vira bruscamente a la derecha, Creso el tuerto se ha colocado al timón y ahora incluso Vero tiene claro por qué todos lo respetan: el tipo sabe lo que se hace. El impacto sacude las encías y revuelve las tripas.

A Vero, zarandeado en medio del puente, le vuelven otra vez las arcadas.

Mientras tanto, las tropas, apiñadas en el centro de la embarcación en posición de asalto, entonan un grito de guerra que resuena en medio mundo:

—¡Roma o muerte!

Se arrojan al abordaje con los garfios, anclan las tablas con clavos curvados. Entonces se produce el impacto. Fragoroso, sonoro, viril.

Es solo un ejercicio, pero los classarii se zurran en serio. Van con cuidado de no herir a nadie, pero si se rompe alguna nariz o una costilla acaba fracturada tampoco es ninguna tragedia.

La guerra no es cosa de mujeres.

Cabezazos, puñetazos en la cara, rodillazos y codazos sirven para echar el ardor enemigo por la borda.

Son muchos los que vuelan hasta el mar cristalino, al otro lado de la amurada, con la loriga, el escudo y las sandalias puestas. Los ayudantes vigilan que nadie se ahogue, les lanzan cabos con la misma precisión que Diana cuando dispara una saeta entre los ojos de un cervatillo rebelde. Y nadie se ahoga. Los más asustadizos son rescatados con un par de onzas de agua en el cuerpo. El combate ha durado un abrir y cerrar de ojos.

Roma vence sin esfuerzo.

«Roma siempre vence».

El resto del día lo emplean en volver a poner en orden los barcos, saciar el cuerpo que todos llevarán de vuelta a casa, arriar las velas y saludar al mar.

Cuando llega al puerto, Vero se siente un poco mejor.

Creía que el mar era como un pasatiempo y, en cambio, ha descubierto que se parece mucho a la vida, es amargo e imprevisible.

El estómago mejora, gracias también a la taza de aguardiente y miel que Marcio ha insistido en que engullera:

—¡Hacerse a la mar sobrio es el peor agravio que puedas hacerle a Neptuno! Que no se te olvide, muchacho.

Vero está repleto de curiosidad y miedo. Y un poco achispado. No deja de pensar en el próximo viaje, aunque le sabe mal despedirse del mar tan pronto. Se siente agradecido a Marcio, a Plinio e incluso a Demetrio, que tuvo la bondad de morir abrasado apartándolo de los apuros.

—¡Tú eres el señor del viento! —dice marcando las sílabas, dirigiéndose al oficial.

—Por eso mismo el emperador Tito me quiere en Roma…

Con solo oír pronunciar ese nombre, Vero siente que un escalofrío le recorre el cuerpo. Por un instante los sueños se mezclan con la realidad, imágenes de músculos, barro y arena le acarician la garganta.

La palabra impronunciable, «libertad», empieza a rimar con «gloria» y la fantasía se desborda. Pero la cabeza del britano está tan llena de dudas que podría estallar de un momento a otro:

—¿Quieres decirme ahora para qué vamos a la Urbe?

Marcio se pasa una mano por la barbilla hirsuta. Debe afeitarse en cuanto salga el sol, no puede presentarse en la corte del dueño del universo como un oso pardo después de una noche de parranda.

Da una palmada en el hombro del joven y esboza una sonrisa que enamoraría a la reina de Saba.

—¡Vaya preguntas, muchacho! A desplegar la vela más grande del mundo, ¿a qué, si no?

—¿«Velario»? ¿Qué diantre es un «velario»? —la voz de Vero es lenta como sus andares.

La caravana hace tres días que viaja. Solo deben de faltar doce millas para llegar, el enjambre de hombres armados conducido por Marcio marcha compacto.

—¿Tengo que explicártelo por tercera vez desde que salimos? Maldito britano, me harás envejecer dos lustros si sigues avanzando a ese paso; voy a llegar a la corte más ceniciento que una mula del Ponto.

Marcio le pasa a Vero la bota con el vino de especias. Le ha pedido que la guarde, pero el chico, antes de cada parada para orinar, se sopla un trago casi sin abrir los labios. Y el resultado es que ahora está bebido y condenadamente más testarudo de lo habitual.

—Vamos, ¿qué te cuesta?

Marcio bebe un poco de líquido aromático, se limpia la boca con la muñeca peluda y respira profundamente.

—Claro, ¿qué me cuesta? Así, a ojo, un barril de vino de Sestos. Y yo que siempre había pensado que los dioses eran más considerados con los que han consagrado su vida al mar…

—Estábamos hablando del «velario»… —Vero no desiste.

Las colinas ya se divisan, la distancia se reduce gracias a las ganas de llegar.

Marcio sonríe. No creía que el viaje acabaría poniéndolo de buen humor, pero tal vez solo sea mérito del muchacho. Lo echará de menos cuando lleguen a su destino. Vero todavía no lo sabe, pero sus caminos se separarán pronto y se quedará solo una vez más. En un mundo que no le pertenece.

Pero por el momento no hay motivo para despertar la quietud de los malos pensamientos, de modo que el marinero le sigue la corriente:

—¿Ya te he hablado del Anfiteatro, no es así?

—Claro… —Vero tiene su acostumbrada expresión estática de cuando se habla del titán de piedra que se levanta en el corazón de Roma. El sueño de dos generaciones de emperadores a punto de convertirse en realidad.

Marcio tiene más paciencia que nunca. Debe de ser gracias al vino.

—Por mucho que te esfuerces, cabezota, por mucho que tu mollera pueda imaginarlo, tus ojos no podrán creer lo que ven cuando se te plante delante. Es más grande que cualquier otra cosa que hayas podido ver en toda tu miserable existencia. El Anfiteatro es el tronco del árbol de Júpiter, cortado a golpes de buril, sudor, mazo, sangre y esfuerzo. Por el suelo que lo sostiene discurren infinitas galerías que lo conectan con los ludos, los cuarteles de los gladiadores; son raíces de piedra de millas y millas de longitud, construidas a mano por callos experimentados y ojos iluminados por la tenue luz de las velas.

A Vero no le vuelve loco la retórica de ultramar, pero cuando bebe, Marcio se siente poeta. Y es prácticamente imposible detenerlo. Sin embargo, el muchacho lo intenta, complaciéndose con su propia insistencia:

—¿Y ahora qué tienen que ver las velas con las raíces? Los árboles, Júpiter…

Marcio achina los ojos. Le sucede a menudo cuando tiene que centrarse en un concepto o volver a poner a un desgraciado en su sitio.

—Maldito seas tú y toda tu familia, viva o muerta. ¡Enjuágate la boca porque estás hablando de la obra maestra de la ingeniería de Roma, bárbaro obtuso!

Y Vero se calla, porque es lo que tiene que hacer.

¡Con vino o sin él, sigue siendo un esclavo, por los dioses!

Marcio no le hace ni caso y continúa:

—Y, al igual que los árboles necesitan raíces y hojas, al Anfiteatro también le hace falta algo para resguardarse del sol. ¿Tú te imaginas el calor que puede hacer en la hora octava de un día de agosto? Cincuenta mil personas codo con codo desde la mañana temprano, sudando, gritando y acalorándose por los héroes de la arena. El aire se incendia poco a poco, Apolo sabe hacer su trabajo como nadie, especialmente en verano. ¿Te lo imaginas?

La verdad es que no. Vero apenas sabe contar hasta cincuenta. Es decir, conoce los números más allá del cincuenta, pero uno como el cincuenta mil está completamente fuera de su alcance. En su aldea vivían sesenta y dos almas. En la cantera trabajaba con ciento treinta compañeros. Con los guardias tal vez llegaban a ciento cincuenta. En el puerto de Miseno había un montón de gente, de acuerdo. Pero a bote pronto no eran más de un millar de personas. Cincuenta mil todas juntas son una barbaridad, una locura. Por lo que él sabe, podrían llenar el mundo entero. Está claro que el muchacho no está preparado para Roma. A pesar de ello, la Urbe está cada vez más cerca.

—No, la verdad es que no puedo imaginármelo —contesta, lacónico. No tiene más que añadir sobre el tema, así que se limita a escuchar.

Marcio está contento de que haya dejado de interrumpirlo.

—Los juegos deberían ser ante todo una fiesta para el público, no una tortura. Hace falta sombra para que las seseras de los pobres espectadores no se abrasen. Y para hacer sombra, muchacho, no hay nada mejor que una vela. Y si Roma necesita una vela, en ningún lugar hay nadie más adecuado que un classario de Miseno para colocarla, puedes apostar ese culo seco que llevas pegado ahí atrás.

Vero se graba en la mente la información.

—Las velas son como las mujeres, joven britano —continúa Marcio—. Si las tensas demasiado, acaban estropeándose. Si por el contrario no las atas corto, se escapan y empiezan a dar tumbos de aquí para allá. Cuanto más especiales y bonitas son, más daños pueden causar si no las vigilas. Exactamente igual que las malditas mujeres, que Juno las proteja a todas. Si no las tratas con mano firme, acaban encima del tipo equivocado y lo arrollan, pueden hacerle daño. ¿Qué sería de la pobre gente que va a disfrutar del espectáculo si en medio del combate no pudiera ver nada por culpa de un sudario más blanco que la nieve que les cubriera los ojos y la boca?

—Creo que se enfadarían. Yo me enfadaría… —Vero lo tiene claro, por una vez en su vida.

—Exacto. Te enfadarías con el emperador que ha organizado la fiesta y no ha pensado en los detalles. La tomarías con los malditos gladiadores y con las fieras feroces, que siguen haciendo estragos sin que tú puedas verlos. Y además empezarías a lanzar maldiciones abrumado por el miedo al verte de repente en una trampa. Lo mismo que sucede con las mujeres, joven estúpido.

Vero le da la razón.

—Menos mal que estamos nosotros para velar por el frescor y la tranquilidad de Roma… ¿Quién mejor que la excelencia de la flota de Miseno podría desplegar la vela más grande del mundo, cuando sea el momento?

—Nadie, señor.

—Nadie, tú lo has dicho.

Y con eso está dicho todo.

La Urbe, ahora, está a un paso de la caravana que se detiene cerca de la Puerta Capena.

Los arancelarios hacen su trabajo sin prisa, retrasando un encuentro que cambiará para siempre la vida del britano. La Reina del Mundo está a punto de mostrarse, pero el juego de la seducción necesita su tiempo y los controles aduaneros ofrecen la diestra a la Loba.

Espera unos instantes más antes del prodigio, joven Vero. En menos de una hora, en el centro del universo, tu vida ya no será la misma.

Marcio lo ha puesto en guardia, pero ese testarudo de Vero no le ha hecho caso.

Nadie está preparado para Roma la primera vez. Y menos aún un bárbaro del Norte.

No son los ojos los que tiemblan por la turbación. Es la nariz, maldita sea, es el olor lo que nadie se espera.

El aire es pesado y está cargado de humedad. Roma está hecha de agua y piedra, gotea por cada pared, las piedras son como almizcle, los mosquitos están por todas partes como si fueran los amos, peor que si fueran pretorianos. Pero la insalubridad de la atmósfera no es nada comparado con lo que conlleva la vida. Turbas de esclavos se afanan con los brazos cargados de ropa por lavar, sobre todo túnicas y sábanas. El sudor agrio impregna sus cabezas rasuradas. Se meten en un extraño edificio coronado por una pequeña cúpula de la que sale un denso hedor a orina. Marcio le explica que allí, dentro de la fullonica, se pone en remojo la colada en el meado para hacerla más blanca. Después de la inmersión, la ropa se extiende sobre un brasero lleno de azufre en combustión. Luego solo hay que enjuagarla y tenderla unas horas al sol para obtener sábanas más blancas que las nieves de diciembre. Si no fuera por el terrible olor, Vero abriría la boca de par en par por el asombro.

En vez de eso, se lleva una mano a la nariz y pasa de largo.

Conque meados… ¿Qué mejor para dar la bienvenida a un extranjero?

Poco a poco, la Loba desvela sus reales dimensiones. Edificios gigantescos, como el Panteón rojo y negro, de piedra magnífica, dan en las narices del recién llegado con el ímpetu de alguien que acabara de volver la esquina a la carrera. Pero no hay tiempo para la sorpresa, Marcio tira de Vero hacia delante. Más adelante. La muchedumbre es una presencia viva, los colores de la piel de la gente se multiplican.

Olor a especias y habas secadas al sol, un mercader rechoncho suda mientras descarga pistachos de un carro destartalado. Una gordinflona con la túnica lisa silba asomada a una pérgola —una estructura de madera oscura pegada a la pared del edificio, una especie de balcón suspendido en el vacío—, el mercader la oye y levanta la cabeza, ella hace una señal con los dedos: tres. Y el vendedor levanta los brazos esperando que caiga el cesto. Dentro hay algunas monedas, se las mete en el bolsillo y carga tres puñados de su mercancía.

«Trato hecho».

Vero se queda embobado admirando las insulae, los enormes edificios que infestan las calles de la Urbe. Se trata de verdaderos colosos de ladrillos y yeso. Por enésima vez desde que ha salido el sol, se da cuenta de que nunca en su vida ha visto obras del ingenio humano tan grandes. Un centenar de ventanas todas iguales, rematadas por un reborde de ladrillos rojos, salpica el yeso blanco sucio. Por todas partes se ven flores y plantas colgando de los alféizares, por algunas paredes trepa la hiedra en busca de luz en medio de la oscuridad de los tejados y la ropa tendida.

El olor a ceniza le despierta malos recuerdos, pero no es más que la que procede de la colada que se está secando. Bien mirado, esa hilera de estandartes multicolores parece la vanguardia de un ejército extranjero en lucha. Marcio se mete por un callejón y de repente la luz desaparece. Sin el abrazo del sol, la humedad muerde las articulaciones. Las paredes hieden a mierda. Por allí no existe la vergüenza, una docena de hombres de negocios vacían los intestinos codo con codo, hablando de esto y de aquello. La subida del precio de la sal es el tema del día.

Al salir del callejón hay algo que Vero preferiría no ver, pero no hay nada peor que un par de ojos curiosos en una ciudad como esa. Apoyada en la pared, sentada en el suelo en una pose rígida, una muchacha de unos veinte años lleva un buen rato muerta. Tiene la cara bonita, pero como de pergamino, y en el cuello le afloran unas vistosas manchas violáceas. Gracias a Selene, diosa de la muerte dulce, tiene los ojos cerrados. Pero es en sus brazos donde estriba el horror, a pesar de que nadie parece darse cuenta: un bebé de pocos meses tampoco se ha librado, probablemente estaba enfermo o quizá lo estaban los dos, a juzgar por la amalgama de insectos que llenan sus bocas.

Vero espera que haya muerto mientras dormía. Después, una arcada lo asalta. Marcio se mofa, pero al mismo tiempo se preocupa por que no esté demasiado mal. El marinero es un buen hombre y preferiría que el muchacho no oyera lo que tendrá que decirle dentro de un millar de pasos. El Anfiteatro ya está a la vista, el tiempo apremia y sus caminos tienen prisa por separarse.

Hacen una última parada en una taberna que acaba de abrir, Marcio se apoya en la barra y pide dos tazas de cerveza. El resto de los hombres lo miran mal, ¿desde cuándo un oficial de Roma se toma la molestia de invitar a beber a un esclavo? Y sin pagar ni un trago a sus hombres, encima.

«¿Dónde iremos a parar?».

Vero está vencido por la emoción. Sin embargo, el estupor que lo reanima no solo es fruto de la cerveza, sino del racimo de falos de bronce que cuelga del techo del tugurio.

Un buen manojo de penes enhiestos, torneados, que no dejan nada a la imaginación. A juego con una polla color rojo fuego, de madera pintada, clavada en perpendicular en la pared norte, tan grande que un niño de tres o cuatro años podría montarse encima.

«Sí que son raros, estos jodidos romanos…».

—¡Tócalo! ¡Trae suerte! —grita Marcio agitando un falo cualquiera.

Vero no se atreve.

—En mi casa solo traen desgracias…

La mujer del bodeguero, desde las profundidades de la trastienda que sirve de vivienda a ella, el marido y los cuatro niños que han traído al mundo, se aventura a decir «¿Quién lo dice?», en voz tan alta que hasta en la calle se ríen a gusto.

Marcio traga el último sorbo y le dice a Vero que se espabile.

«Es la hora, maldita sea».

Es la hora de mirar al destino a la cara.

—Cierra los ojos —aconseja el marinero al esclavo—. Porque cuando vuelvas la esquina, ya nada será igual que antes y quiero que estés preparado.

Vero le hace caso, se deja llevar a ciegas hasta las últimas piedras, tropieza, vuelve a ponerse de pie y, cuando recibe la orden, abre los ojos ante el futuro.

«El Anfiteatro, por fin».

El condenado corazón de Roma.

La primera vez es distinta para todos. Hay quien no puede creerlo y sacude la cabeza. Alguno se siente arrollado por las dimensiones del edificio y pierde el equilibrio, cae hacia atrás, incapaz de adaptar la mirada al nuevo horizonte artificial. Muchos —la mayoría, en realidad— se limitan a una exclamación de sorpresa, como la que escapa de las bocas de los niños ante un animal que suscita ternura o un juguete nuevo.

Otros, simplemente, no dicen nada. Al igual que se guarda silencio ante el abismo, ante los ojos de la Gorgona. Eso es lo que hace Vero, aturdido por la magnificencia que va del brazo del infinito.

Al primer vistazo lo invade una especie de fuego. El calor es del todo imaginario, esa hoguera que no deja de consumirlo desde la noche de la masacre prende sin previo aviso, le colorea las mejillas de púrpura.

No es la altura ni tampoco el travertino, que copula con la piedra en una orgía sin límite y se entrevé trepando por los arcos, en un cúmulo de huecos y piedra dura.

Lo que lo tumba es la luz. El triple orden de arcos es la puerta del cielo a través de la cual la mirada de Júpiter penetra en la tierra y enciende la arena. Es la amurada que lo encierra, que acerca a lo divino y se parece a una escalera celeste.

Es la inmensidad de la forma, el abrazo colosal, el ojo ilimitado, abierto y vigilante del destino de la Loba.

Y las proporciones, maldita sea, las proporciones.

Por muy minúsculo que Vero se sienta, los hombres encaramados en los andamios que bordean el sector sur se muestran como hormigas en un fruto maduro. O, mejor dicho, como pulgas en la espalda rala de un manso perro moloso.

Marcio tiene que sacar «el tema». Pero ahora hay demasiadas cosas en los ojos y en los oídos de Vero para que pueda escucharlo. Marcio se esfuerza en ser claro, pero Vero no da importancia a lo que tiene que decirle.

—Muchacho, al otro lado de ese umbral —y le muestra la entrada meridional—, nuestros caminos se separan. No puedes quedarte conmigo, serías un estorbo. El destacamento de la Clase Misenense que he conducido hasta aquí se ocupará del velario, ya lo sabes. No es un trabajo fácil, se necesita práctica y especialización. Tú, condenado britano de corazón de oro, no tienes ni lo uno ni lo otro. Antes de partir me puse en contacto con Lucio Mangalo, uno de los cuatro contratistas que se ocupan de la construcción del Anfiteatro, y te he cedido a un precio de favor a cambio de la promesa de que te trate bien. Dentro de pocos meses las obras habrán terminado. Después de nueve años de esfuerzo se colocará la última piedra. Y tú podrás presumir de haber tomado parte en la mayor empresa de albañilería del mundo. ¿Qué te parece, muchacho?

Vero se queda en silencio durante un largo minuto. Justo el tiempo de asimilar las palabras del oficial para podérselas repetir con calma cuando esté de nuevo solo con su maldito destino.

Después se arrodilla con los ojos todavía llenos de maravilla y agacha la cabeza frente al hombre al que se lo debe todo.

—No tengo palabras, señor. De verdad que no sé qué decir.

Sabia respuesta.

Y sincera, también, porque la imagen del Anfiteatro es tan arrolladora que no deja espacio a nada más.

Marcio se despide y conduce al joven al interior del vientre del monstruo. Los hombres de Lucio Mangalo lo toman a su cargo y lo escoltan al área reservada a sus nuevas ocupaciones. Cuando le ponen el martillo y el escalpelo en la mano, Vero por fin se da cuenta de que otra vez ha dado la vuelta al mundo para regresar al asqueroso punto de partida.

«Piedra, fatiga y sudor».

Látigos y guardias; polvo en el desayuno, la comida y la cena.

Hay hombres que nacen con la suerte grabada a fuego en la carne. Otros deben cruzar los infiernos para ganarse esa maldita marca.

Vero suspira, hace una señal a sus compañeros y empieza a trabajar, como si acabase de regresar de una pausa demasiado larga.

Un guapo muchacho musculoso lo mira con respeto. Tiene los ojos claros y tristes, fríos como el hielo. Vero le dedica un movimiento de cabeza y suspira.

La mayor arena del universo toma forma a la velocidad del rayo.

Quizá el sueño no esté tan lejos, después de todo.

Quizá, por una vez, las olas del destino lo hayan arrastrado hasta el lugar adecuado.

Para saber estar en el mundo hay que aprender cómo funciona.

«Y aprenderlo deprisa».

Vero nunca ha sido un tipo perspicaz, pero no ha tardado mucho en aprender las reglas.

La vida entre ladrillos y travertino es claramente peor que la de la cantera: no solo se trata de romperse la espalda. Eso es Roma. Allí, te guste o no, todo es política.

Las mismas obras del Anfiteatro son la imagen de la complejidad de las relaciones ciudadanas. Cuatro empresas contratistas son las encargadas de tirar del carro. A cada una le corresponde un sector concreto de la construcción (una se ocupa de los cimientos, otra de un determinado orden de arcos, otra de las descargas) y, sin embargo, cada jodido día es una guerra abierta para ampliar el dominio personal de cada «casa». Los empresarios luchan en dos frentes: por un lado, deben llevar a cabo su tarea más deprisa y, a ser posible, mejor que la competencia. Por el otro, deben mantener los ojos abiertos y defenderse de los ataques de los rivales. No es raro que por la noche se organicen rondas para vigilar las herramientas y los materiales. La semana anterior desaparecieron los cinceles de Quinto y el constructor tuvo que invertir parte de sus ganancias en comprar otros. El problema es que doscientos cinceles no surgen de la fragua de un herrero de la noche a la mañana. De modo que el trabajo en el sector de Quinto ha quedado estancado durante bastante tiempo.

El rumor sobre el retraso, sin ninguna duda, ha llegado a oídos de los esbirros imperiales. Quinto tendrá problemas y pronto —muy pronto— irá a buscar venganza.

Lucio Mangalo, el nuevo amo de Vero, es un hombre taciturno. Ama su oficio y no pierde de vista su inversión: siempre es el primero en presentarse en la obra y el último en controlar que las jaulas de los esclavos estén bien cerradas antes de marcharse con el resto de mano de obra libre. Tiene ojos de serpiente, se parece a ciertos grabados que Vero vislumbraba de niño en el taller de su maestro: bestias despiadadas que esperan con calma arrastrando el vientre sobre el fondo de los abismos. Y atacan deprisa cuando llega el momento, sin hacer ninguna concesión a la presa. Ni siquiera un suspiro.

Lucio es así, la sangre helada le corre por las venas muy despacio, posee los ojos atentos de quien sabe que vale la pena esperar para hacer daño de verdad. Sus hombres tienen una tarea delicada. Todo el Anfiteatro ha sido levantado en apenas nueve años, un auténtico milagro. Gracias al tesoro de la guerra judía, Vespasiano ha imaginado el futuro sin reparar en gastos, será la arena más grande del mundo conocido. Un estadio que se convertirá en el modelo de cualquier construcción similar, en las cuatro esquinas del globo. Un gigante de piedra, ingenio y sudor. Pero un gigante necesita unos pies sólidos para erguirse y desafiar al cielo. Ese es el motivo de que se haya discutido tanto sobre los cimientos antes de iniciar la construcción. Los arquitectos del Imperio sondearon los dominios de Vespasiano antes de encontrar al hombre adecuado. Lucio Mangalo, llamado el Topo por su familiaridad con el subsuelo, se ocupa de las excavaciones y los pilares desde los tiempos en que el emperador todavía no había sido condecorado con el grado de oficial del ejército de Roma. Llevarlo hasta la Urbe desde su Mantua natal fue costoso y en absoluto fácil. Y, cuando el Topo llegó a la ciudad, en un instante se encontró con todo el mundo en su contra. En cuanto se corrió la voz de lo que iba a ganar, los demás contratistas —romanos de nacimiento, desconfiados por naturaleza ante cualquier forastero— empezaron a masticar abundantes porciones de su propio hígado, generosamente regadas con jarras de bilis.

De ese modo, unos meses después del inicio de las obras, empezaron las primeras escaramuzas contra el recién llegado, el cual no se dejó amilanar y contestó a los abusos con puño de hierro. En más de una ocasión tuvo que intervenir el ejército para calmar las peleas en campo abierto.

Después, con el paso de los años, los cuatro soberanos de las obras aprendieron que la guerra, especialmente si se combate en el jardín de tu casa, es un pésimo negocio, y se definieron zonas de injerencia inquebrantables: el Topo se ocupaba de los cimientos, los pilares y los empalmes en metal fundido; Quinto, de los acabados y el escuadrado de las piedras; Máximo Zara, del andamiaje, las estructuras de sujeción, los contrafuertes artificiales y las cuñas estabilizadoras (en otras palabras, de toda la madera que se necesita en la obra) y, finalmente, Léntulo, empresario ecléctico que ve la construcción solo como un excelente rédito económico —le encanta diversificar las inversiones, saca un porcentaje considerable de los lupanares de la capital—, de todos los elementos que tuvieran que ver con el agua y la arena.

Con las obras casi acabadas, quedan algunas pequeñas lagunas de insatisfacción y espacios de maniobra que cada uno aprovecha para intentar vencer a los colegas en el salto final hacia la entrega del Anfiteatro.

Lo que le ha ocurrido a Quinto también podría pasarle a él. Ese es el motivo de que el Topo se haya pasado toda la noche con el alma en vilo. No ha dormido gran cosa, y poco antes del alba ha convocado a los hombres. Obreros especializados y esclavos se sientan frente al amo sin rechistar, con los párpados todavía cargados de sueño y un mal presentimiento en el fondo del estómago vacío.

El Topo habla claro, dice que allí dentro nadie puede permitirse la tolerancia. La debilidad es el peor material de construcción.

El mantuano señala a Zara como el autor del ataque a Quinto y jura que el bastardo está a punto de volver a actuar, esta vez contra él. Un viejo maestro de obras se aventura a pedir permiso para hablar y, cuando se lo concede, pregunta con sumisión al jefe dónde están las pruebas de lo que afirma. El carpintero, que se llama Mario, es un hombre libre. Trabaja con contrato para llevar el pan a casa, pero por la noche duerme en su casa, en la sexta planta de una respetable insula no lejos de los Foros. No es un condenado a trabajos forzados, ni un esclavo ni un maldito cliens. Pero el Topo lo hace azotar igualmente por haberse permitido poner en duda sus palabras.

Le toca a Vero utilizar la fusta contra la espalda del hombre inocente, delante de todos.

El Topo no es un sádico, aplica castigos de ese tipo para asentar su poder, del mismo modo que se vierte plomo fundido en los cimientos para que sean indestructibles.

Es política, nada más.

Y a veces la política da asco, Vero lo sabe a ciencia cierta.

Nota que las arcadas le desgarran el estómago mientras azota al amigo, susurrando «Lo siento» a cada golpe.

Este aprieta los dientes, le dice que no importa, que se lo ha buscado. Mientras tanto llora y sangra, porque lo cierto es que no puede hacer otra cosa.

Cuando vuelve a obtener la atención del auditorio, el Topo comunica sus intenciones y, ni quince horas más tarde, mientras la noche envuelve de nuevo a los justos y a los menos justos, un manípulo de hombres armados marcha a paso ligero hacia el depósito de madera de Zara. Vero se encuentra entre ellos; si se atreviera a rebelarse, el castigo sería bastante peor que el látigo para un esclavo como él. Vero no existe, es poco más que un objeto: músculos, sangre y voluntad de hierro lo sostienen, pero ni las horas de inconsciencia que transcurre en el sueño le pertenecen.

El grupo avanza decidido hacia la alta pira ordenada, indefensa como una virgen la primera noche de bodas. Sacan una antorcha ocultada con habilidad, el bulbo de trapos y aceite llamea peligroso. Vero y los demás esparcen la pez por la madera, el último le prende fuego.

La hoguera se levanta lentamente, parece que ni ella quiere hacerse notar. Vero siente que el corazón se le parte. No lo entiende. ¿Qué maldito sentido tiene? ¿Destruir en vez de construir? ¿Echar abajo los cimientos para hacer que el gigante se tumbe en la arena?

La política da asco.

Los negocios, el esfuerzo, los ricos dan asco.

La vida de Vero.

La rabia, antes o después, saldrá por alguna parte.

Vero regresa a su camastro con sus compañeros. Ni siquiera finge quedarse dormido mientras por todas partes resuena la alarma. Tropeles de vigiles se agitan en los márgenes de las obras. Oye los gritos y la llamada. La jaula se abre y el britano se precipita a echar una mano. A intentar expiar con los brazos la culpa del fuego.

Una entera cohorte a las órdenes del prefecto ya está agrupada y mantiene las llamas a raya con colchas y sifones, mantas mojadas y tubos de cuero conectados con bombas manuales, el chorro débil y constante, el humo saliendo despacio.

La pez ha actuado deprisa mordiendo los talones del montón de madera, la hoguera renueva su vigor.

«Más fuego, maldición.

»Condenado fuego del destino».

Vero tiene la garganta saturada de humo pero no deja de sujetar la manguera. Solo cuando se lo piden, suelta la presa y empieza a pasar cubos llenos de agua. Invierten sudor y dedicación, y antes del amanecer el incendio está domado.

La muerte roja ha regresado otra vez.

Otra vez ha intentado quedarse con todo.

Vero lo decide en el instante en que la pira por fin es ceniza: algo debe cambiar, o todo acabará. En una mañana de viento negro y cielo rosa, promete al muchacho que hace tiempo ha dejado de ser que el futuro será distinto.

No sabe que, dentro de algunos amaneceres y una decena de puestas de sol, su vida estará lista para virar de nuevo su curso.

Será el lugar, será la compañía, o bien el frenesí que acompaña el último tramo del trabajo, pero en las obras no se habla de otra cosa más que de juegos y gladiadores. Vero siente que la excitación crece día a día, se apasiona con las místicas historias de yelmos, espadas y lorigas de brazo. Le parece que de golpe se haya abierto una grieta en la pared de su vida de ladrillos. Diría que puede ver algo allí fuera. Y ese «algo» va vestido de hierro, arena y honor.

De vez en cuando intercambia algunas palabras con el rubio de los ojos de hielo. Se llama Prisco y nadie sabe exactamente cómo ha llegado al Anfiteatro. Sin duda es galo, se nota por el acento. Está en el equipo de Vero, el que está a las órdenes del Topo. También él es esclavo, pero parece que la cotidianeidad lo deja indiferente. Cumple con su deber sin entusiasmo ni esfuerzo; puede pasarse horas redondeando piedra sin levantar la mirada y llegar a la noche sin abrir la boca, parándose solo algún instante para beber un poco de agua de un cuenco de madera, y luego perderse en el sueño más profundo que Vero haya podido observar jamás.

El britano, en cambio, siempre es presa de sacudidas emotivas que es incapaz de contener. Cuando uno de los maestros de obras apoya el mazo y empieza su filípica sobre los aguijones de la vida del gladiador, Vero no puede evitar escuchar, con el corazón que se acelera sin pedir permiso y los ojos llenos de esperanza.

—Hasta los hijos de los caballeros y los senadores rivalizan para escupir sangre en la arena, para ganarse un puesto de honor en la familia gladiatoria, ¿qué os pensáis?

Prisco levanta la mirada del trabajo. Parece imposible que esté a punto de decir algo:

—Luchan con espadas de madera. Casi nunca llegan a disputar un combate. Y, si por casualidad lo hacen, claro que ganan, está todo amañado, da asco. He visto a mujeres luchar con más valor que esa basura…

El maestro de obras lo respeta, el gigante de Galia incluso le da un poco de miedo. Pero no le gusta quedar como un memo delante de los hombres.

—¿Y qué me dices de los auctorati? ¡Hombres libres como yo que buscan gloria y honor! ¡Deciden dedicar su vida al noble arte del hierro a cambio de poca seguridad y mucho dolor! —lo acosa el maestro de obras.

Prisco sacude la cabeza, esa vez no le apetece levantarla de la piedra que está desollando a golpes de mazo. Contesta sin siquiera mirarlo a los ojos:

—Tú dices «gloria», Odón. Yo digo «pobreza». O «desesperación», si lo prefieres. Mejor morir intentándolo que morir de hambre en algún callejón. Siempre que se tengan huevos para hacerlo… Pero ¿cuántos sobreviven, maestro? Tú paseas por la ciudad y lees los nombres de los héroes en las paredes de las tabernas: Tigre, Invicto, Herculino. ¿Dónde están los nombres de los que no lo han conseguido? Bajo tierra, junto a sus cadáveres comidos por los gusanos, ahí es donde están…

Prisco está dolido, no deja de sacudir la cabeza.

El capataz ha perdido la poesía. Le habría gustado seguir charlando —sobre todo porque hace un calor infernal y las pausas nunca son lo bastante largas—, pero con el galo no se puede discutir. Es mejor volver al trabajo.

Sin embargo, a Vero no le gusta oír según qué cosas. Ser gladiador es un sueño. Su propio sueño. Es una esperanza de libertad que ningún dios le ha dado pero que está seguro de que existe. Está allí fuera, al alcance de la mano; es más, está justo ahí dentro. En la tripa del monstruo de piedra, madera y metal. Y antes o después llegará su oportunidad de elegir si vivir como un cordero o intentarlo de verdad. Por eso hincha el pecho y contesta sin resollar:

—¡La historia de la arena está llena de valientes, Prisco! Mira a Sisine el escita, que se vendió a la escuela de Amastride para recuperar con el hierro la libertad de un amigo.

A Vero le gusta lucirse. Ha oído la historia de Sisine un millón de veces junto al fuego. La cuentan todos aquellos que han crecido en el desierto. Ese valiente ganó cien combates y estuvo a un paso de reunir los diez mil dracmas que necesitaba para liberar a su amante Targitato.

—Digo que si los dioses realmente lo hubieran destinado a la gloria, no habría acabado destripado por un asqueroso sármata cojo. Al menos yo lo veo así… —replica Prisco.

Vero aprieta la mandíbula. Es todo fuego y la sangre le bulle, no tolera que le hablen de ese modo. No tiene ni idea del porqué, pero ese condenado galo a veces lo hace sentir incómodo con su corazón puro y la manía de decir siempre lo que piensa. Sin embargo, otras veces se queda embobado mirándolo mientras trabaja duro bajo el sol sin parecer nunca cansado.

El britano tiene ganas de saltarle al cuello, pero todo el recinto se vuelve al oír el toque de un cuerno.

—¡En fila, perros! ¡De rodillas! ¡Hoy es vuestro día de suerte! —Es la voz del Topo la que berrea así.

Nunca nadie lo ha oído gritar tanto. Normalmente no es nada exaltado y, sin embargo, ahí está, agrupando deprisa a los esclavos como si le fuera la vida en ello.

Vero y Prisco se espabilan, saben que es mejor no hacer enfadar al amo. Una veintena de condenados a trabajos forzados se pone en fila como en el mercado de esclavos, mientras que el resto del grupo detiene sus actividades y abre ojos y oídos para ver qué diantre está ocurriendo.

El Topo se aclara la voz, con los ojos saltones y el buche flácido para completar el cuadro. Un tipo decidido está junto a él, con la túnica y las sandalias acabadas de salir de la lavandería, barba cuidada, pelo muy corto y ojos atentos. Tiene los músculos de alguien que ha vivido en la calle y, en los brazos y el pecho, cicatrices de hombre, todavía calientes de arena y hierro.

El Topo lo presenta y el corazón de Vero pierde un latido.

—¡Miserables! Hoy los dioses os han concedido más de lo que merecéis. ¡Saludad a Decio Hircio, lanista del Ludo Argénteo, gloria de Roma entera!

La banda de encadenados alza un grito al cielo.

A Vero le da vueltas la cabeza.

El Topo continúa, mientras Hircio se acaricia la barbilla hirsuta, escrutando la mercancía con ojo clínico.

—Tres de vosotros tendrán el honor de entrar en su escuela, Decio se ha dignado bajar hasta aquí porque está convencido de que incluso de la piedra nacen flores preciosas. Intentad no decepcionarlo, estad a la altura del honor que se os concede.

Vero está a punto de tener un ataque al corazón. Prisco, en cambio, tiene las pupilas fijas en el suelo, como siempre. Aprieta los nudillos hasta que se ponen blancos.

Decio Hircio pasa revista a los treinta magníficos, evalúa la estructura ósea, las fracturas y la postura de los desgraciados. Palpa cuellos y brazos, sondea los pies con la mirada de un mercader de caballos delante de una yegua pía.

Cuando está frente a Vero, el britano le sonríe como un chiquillo. El lanista se lo queda mirando y también abre la boca, mostrando una dentadura ordenada de dientes perfectos y blanquísimos. Después pasa de largo y escoge al hombre de su derecha, una especie de gigante diabólico de piel amarillenta.

Vero se lo toma fatal y se traga su condenada sonrisa, pero no pierde la esperanza, porque Hircio va paseando arriba y abajo, inspeccionando rostros, manos y bocas. A un negro alto como un abeto le pide que se agache para así poder examinarle las orejas. Luego deja escapar una maliciosa risa satisfecha.

Escoge a Porcio, y hace bien, porque ese hijo de la Loba ha nacido para matar.

El corazón de Vero, ahora, es un martillo.

Tiene la sangre en la cabeza.

Hircio vuelve a pasar por delante de él sin mirarlo siquiera, entonces pone los ojos sobre Prisco y se queda pensando un instante de más. Al final, sin embargo, pasa de largo y decide que la última adquisición del día será Corcide, un hispano forzudo y bajito con el nacimiento del cabello a un pulgar de las cejas.

En ese momento se desencadena una vorágine negra en el centro del pecho del hijo de la Isla. Siente que las lágrimas le suben por la garganta mientras el lanista se aleja satisfecho con el botín.

Así es como son las cosas, la vida no deja de darte patadas.

La única oportunidad de liberación, tan evaporada como hielo a primeros de marzo. Destrozada por el rayo de una suerte adversa y enferma.

El futuro hecho añicos, la condena a consumirse piedra tras piedra, hasta que los amos se cansen de él o ya no sea capaz de satisfacerlos con sus músculos. Cuando llegue ese momento, un buen golpe en la nuca y a la fosa común.

Mierda.

Cuando Prisco el galo se acerca para ponerle la mano en el brazo y susurrarle «Hemos tenido suerte…», el mundo se vuelve rojo de repente. La rabia estalla en un instante. El dolor, comprimido en el fondo del estómago, toma la delantera y ya no existe nada más. Vero se lanza sobre Prisco y le rompe la cara de un cabezazo. Grita enloquecido, como un animal en el matadero.

El galo no se lo espera, sangra y se tambalea. Pero no es de los que acaban en la lona por una caricia como esa. De un salto, se pone encima de él y empieza a machacarle la cara con la derecha.

En ese instante, el resto de los condenados se coloca en círculo, es un asunto entre ellos dos.

«Nada más que entre ellos dos».

Hircio y el Topo están a punto de abandonar las obras cuando se fijan en el revuelo. El primero levanta una ceja y empieza a andar en dirección a la pelea. Repentinamente atento.

Vero y Prisco se están zurrando de lo lindo.

El britano no sabe nada de reglas, pero la rabia llena esa laguna. La inmovilidad emocional de los dos últimos años es una bestia encadenada; cocea y ladra, se lanza al ataque y la cadena de hierro le da un tirón, está a punto de partirse el cuello pero no le importa en absoluto. Tira hasta que los anillos de la esclavitud ceden.

«Y entonces la cosa todavía se pone peor».

Prisco está preparado, está acostumbrado a luchar. En su vida anterior debía de ser soldado o algo parecido, Decio Hircio cada vez lo tiene más claro. Observa cómo se controla mientras recibe los golpes del britano, cómo se maneja —con resultados miserables— para tirarlo al suelo y apagar su furia. Prisco sabe lo que hace con la guardia alta. Lo que no sabe es que por culpa de Vero está a punto de meterse en el peor aprieto de su vida.

Pero el britano sangra y no para.

Resopla, golpea, se hace daño, cae y vuelve a levantarse.

Se juega el todo por el todo.

Hasta que la respiración se le atasca en la garganta, hasta que el bastón del Topo se abate sobre su espalda desnuda.

Hasta que incluso Prisco, después de recibir su dosis de madera y disciplina, se desploma a su vez de rodillas.

Se quedan así, mirándose inertes. Arena, sangre y sudor.

Respiraciones afanosas en equilibrio en el precipicio del destino.

El Topo ni siquiera está enfadado. Está acostumbrado a tratar con bestias.

—Ya basta —dice con decisión.

Hircio lanza una última mirada a la pareja.

—También quiero a estos dos.

El Topo sonríe, sabe que cobrará lo suficiente para poder comprarse aquella silla de manos labrada con la que sueña desde hace semanas. Saborea el momento en que posará su trasero en el asiento y ordenará a cuatro siervos que lo lleven por las calles del centro. Le gustaría frotarse las manos, pero se reprime.

—Llévatelos. Te los dejo a buen precio.

«Trato hecho».

Vero no puede creer lo que oye.

El viento ha girado otra vez.

Instintivamente abraza al bastardo que hasta hace poco quería matar.

Prisco no se inmuta. Es lo bastante hombre como para no guardar rencor y demasiado lúcido como para no entender qué diablos le pasa por la cabeza a ese maldito britano.

—Gracias, hermano —susurra Vero.

El galo sacude la cabeza.

—No me lo agradezcas. Te crees que has sido besado por la fortuna, pero acabas de arrojar nuestras vidas a la letrina, ya lo verás. Por culpa de tu cabezonería hemos firmado un pacto con la muerte. Eso es lo que significa ser gladiador.

Hircio escucha y asiente. El galo ahora le pertenece, podría castigarlo, pero no tiene la costumbre de apalear a los que dicen la verdad. Se limita a volverse de espaldas a las obras y se encamina hacia la puesta de sol.

Vero lo sigue, en su barriga arde un fuego que no quiere apagar.

Al otro lado de la ciudad, llevando puesta la púrpura y nada más, con los pies descalzos sobre el pavimento gélido de la sala grande, el emperador Tito observa a su criatura. La maqueta de madera del Anfiteatro es colosal. Le llega a la altura de la barbilla y cuatro personas no son suficientes para abrazar su circunferencia. Es obra de un maestro escultor, el nivel del detalle es impresionante. Se pueden reconocer escalinatas y palcos, las columnas y los capiteles recién pintados, sobre la cúpula del óvalo se ven las reproducciones en metal de los cabrestantes que hacen que el velario se abra y se cierre. Tito contempla la arena de cedro y se imagina el hierro.

Piensa en su padre, Vespasiano, y en el mal oscuro que lo arrancó de esta tierra demasiado pronto, sin concederle la gracia de ver realizado su sueño. Recuerda los últimos días, el delirio en el lecho de muerte, los accesos tremendos de ira, el arrepentimiento por los muertos y la sangre derramada. El Anfiteatro es el árbol podrido del Imperio, regado con lágrimas judías y podado por manos expertas. Excavado para acoger al pueblo y darle todo lo que se merece: diversión sin fin.

Ninguna preocupación sobre el mañana.

El emperador acaricia los arcos y se imagina la piedra bajo sus yemas. Las desliza por la línea de los contrafuertes hasta que una esquirla que el cepillo del maestro ha pasado por alto se le clava en la carne a traición, obligándola a derramar rojo sobre el blanco brillante de la madera perfumada.

Tito observa su sangre disolverse en la madera, manchando para siempre la casa de los juegos.

Todo el destino se encierra allí, y al otro lado del ajimez, en el cielo cobrizo que llora lágrimas de muerte.

Faltan pocos meses para la inauguración.

Roma está lista para el sacrificio más grande.