EL FUEGO DE LOS DIOSES

Después, siguiendo la costa, está Nápoles […], llamada Parténope por la tumba de la sirena, Herculano y Pompeya, desde donde se ve el Vesubio no muy lejos.

PLINIO EL VIEJO,

Naturalis Historia, III, 9, 62

Pompeya, agosto de 79 d. J.C.

Dos años.

Dos años de soledad y rabia. El muchacho ya no se reconoce, ni siquiera cuando escudriña su reflejo en el agua o en el latón de los escudos que dejan en el suelo los soldados que pasan por allí. Ha cambiado, la vida que lleva cambiaría a cualquiera. Músculos poderosos recorren los brazos largos, el pecho ancho y cubierto de pelos le confiere un aspecto imponente, un par de piernas similares a troncos de árbol crecidos demasiado deprisa lo sostienen. El joven britano lleva el pelo corto, Roma no tolera que siquiera los esclavos tengan un aspecto desaliñado. Los guardias de la cantera aconsejan cómo hay que ir afeitado con la maza en la mano y una sonrisa repulsiva y patética estampada en la cara.

Pero lo que sí ha cruzado el desierto es su ánimo frágil, descubriéndose más hambriento de vida que nunca.

Después de la noche del exterminio y la deportación solo quedaron los pedazos de lo que fue.

Incluso su voz se hizo añicos, masticada por las llamas junto a la sangre.

El muchacho no abrió la boca durante cuatro estaciones, sus carceleros iban cambiando y el camino seguía discurriendo bajo sus pies pesados, sin siquiera tiempo para orinar.

Los legionarios de Frontino, después de la emboscada a la aldea que confirmó la conquista definitiva de Britania —y la consiguiente entrega a Vespasiano de la anhelada provincia—, permanecieron durante algunos meses en la nueva Eboracum, futura capital del Norte, pero enseguida los enviaron a casa junto a su noble comandante. Frontino no tuvo tiempo de deshacer el equipaje: un trirreme con destino a Asia, con su esposa y los sirvientes a bordo, ya lo estaba esperando. Recibió el nombramiento como procónsul con una sonrisa llena de gratitud, comprendiendo enseguida que el momento del ocio y la contemplación se estaba alejando miserablemente. Al menos durante unos años. «El Águila exige dedicación absoluta, Sexto, no hay espacio para las distracciones».

El botín de la última noche de sangre ordovica —es decir, el muchacho y otros cinco supervivientes maltrechos, tres de los cuales no llegaron a la noche siguiente de la masacre a causa de las heridas— fue abandonado enseguida a su destino comercial. En la fortaleza Deva Victrix, los hombres fueron comprados por mercaderes de esclavos con destino al sur, los cuales sabían cómo proteger sus inversiones. Durante todo el viaje nunca faltaron cereales ni agua limpia para los prisioneros. Pero, por lo que a disciplina se refiere, sus patrones eran incluso peores que los centuriones sedientos de sangre. Por no haber contestado a la llamada de uno de los mercaderes, un hombrecillo enjuto que parecía un mono mal afeitado, el muchacho se ganó un varazo que por poco le cuesta el ojo derecho. En cualquier caso, ni los bastonazos lo convencieron para que abriera la boca. A lo largo del camino que lo condujo al otro lado del mar, el muchacho no habló con nadie. Ni escuchó otra voz que no fuera la de sus pensamientos. Una mezcla de sentimiento de culpa, rabia, miseria y furor ciego lo oprimía día y noche, impidiéndole asomarse al mundo por miedo a encontrarlo tan cambiado que le resultara aterrador.

Pero por encima de todo se imponía el recuerdo de las llamas. El fuego, que mágicamente había dejado ileso al muchacho mientras todo se quemaba a tres pasos de él, se había instalado tan al fondo de su mente que le ahogaba el alma. No era extraño que, en las oscuras noches de camino entre la provincia y el centro del Imperio, se despertase gritando, como si una serpiente le hubiera mordido en el talón y luego le hubiera entrado en las vísceras a través de la boca para atormentar su cuerpo.

Esas eran las únicas ocasiones en que los compañeros de cautiverio podían oír su voz; durante el resto del tiempo se quedaba encerrada en el fondo de un corazón sin historia.

El sueño era siempre el mismo. Corría y corría, pero las llamas —fuego líquido, viento caliente, paja roja y humo— lo alcanzaban con dedos incandescentes, se apoderaban de su carne, traspasándola, consumiéndola palmo a palmo: epidermis abrasada, pelos chamuscados como gusanos que escaparan de una muerte cierta. La vida incinerada y la conciencia viva, hasta que el dolor se hacía tan agudo que lo arrancaba de la dimensión onírica y lo catapultaba de nuevo a la pesadilla viajera en la que se había transformado su vida desde hacía unos meses.

En ese momento, el silencio se convertía en una bendición, una pantalla para protegerse de los agravios de la existencia, de las injusticias, de la violencia cotidiana. El muchacho se endurecía, milla tras milla, como hierro templado a base de horno y agua gélida.

En cuanto entraron en Galia tuvo suerte con su venta. Fue separado del grupo de los esclavos y lo llevaron a un carro lleno de mujeres de Tracia. Le dijeron sin ambages, si bien en una lengua que todavía tardaría mucho tiempo en comprender, que no se le ocurriera hacer tonterías. La enorme espada que el comerciante de carne sostenía con las dos manos sin titubear obtuvo mejor resultado que cualquier intérprete. De todos modos, por la cabeza del muchacho no cruzaba ninguna idea, y mucho menos el amor. El viaje fue sencillo, el olor a mujer lo tranquilizaba y le hacía mantener los sentidos despiertos. Pero, por desgracia, unos saqueadores asaltaron la caravana en los alrededores de Mediolanum. Los malditos galos nunca habían podido aceptar haber perdido su tierra a manos de Roma y, desde los altiplanos que rodeaban la ciudad, seguían atacando por sorpresa con la esperanza de vengar a sus antepasados devorados por el Águila y la Loba.

El primero en caer bajo las hachas de los bárbaros fue precisamente el mercader, no sin haber arrastrado antes al Orco a un par de enemigos, diezmándolos con la furia y el auxilio de su doble hoja de treinta libras. Las mujeres fueron cazadas, raptadas y violadas, evidentemente. Pero al final las liberaron. Algunas de ellas decidieron seguir a sus agresores a las montañas, ofreciendo por enésima vez su libertad a cambio de una ilusión.

El muchacho supo apañárselas: quien no tiene nada que perder es difícil de eliminar. No reaccionó a la violencia y no comprendió lo que le ofrecían. Se limitó a desmayarse después de que dos energúmenos lo golpearan de lo lindo. Cuando despertó, deshidratado y lleno de cardenales, caminó siguiendo el aroma de pan hasta los alrededores de la ciudad. No tuvo tiempo de asombrarse por la grandiosidad del municipium; gracias a las gruesas cadenas que todavía llevaba en las muñecas, antes de cruzar las murallas lo reconocieron como lo que era, un cuerpo a la venta. Lo capturaron de nuevo y lo metieron en una jaula.

Una semana después empezó la última etapa de su viaje, la que lo condujo hasta el sol de Pompeya, a dos pasos del mar y de perfumes que nunca había olido. Fue gracias a un encuentro fortuito con un tal Demetrio, constructor de villas y subcontratista de obras públicas de cierta importancia que de vez en cuando recorría la península italiana en busca de mano de obra.

Demetrio no era un mercader de esclavos, pero sabía lo que significa ensuciarse las manos. Su familia había hecho fortuna en la corte de Vespasiano, aunque su padre, cuando empezó, era poco más que un cliens. Antes de morir, el viejo dejó a Demetrio un montón de sestercios y algunos buenos consejos. «No permitas que nadie se ocupe de tus negocios, ni siquiera mientras estás durmiendo. Si lo haces, una mañana te despertarás solo y ya no tendrás ningún negocio que vigilar». De modo que el joven hombre de piedra nunca ha perdido la costumbre de controlarlo todo, aunque eso signifique pasarse un par de meses al año dando vueltas por los Apeninos en busca de trabajadores competentes. Demetrio es una autoridad en Mediolanum, se ha pasado los últimos años untando los engranajes adecuados y sabe a quién dirigirse cuando necesita brazos de primera calidad.

Enseguida se fijó en el muchacho, incluso en la penumbra de la jaula en la que el mercader de carne lo había arrojado; al primer golpe de vista se veía que era una rara mercancía. Lo compró por un puñado de ases después de examinarle a conciencia la garganta y el blanco de los ojos, igual que se hace con las bestias de carga.

Engancharon al muchacho en una larga hilera de desventurados como él mediante una cadena de anillos de hierro forjado y, con un hábil golpe de látigo restallado en el suelo, lo conminaron a moverse.

Y de ese modo fue de Mediolanum a Pompeya. Las paradas fueron pocas y apresuradas; la comida, nutritiva pero estropajosa; el agua, nunca demasiada. Demetrio aprendió de su sabio padre que un buen método para mantener a los esclavos saludables es ocuparse de sus necesidades sin escatimar lo necesario para hinchar los músculos y desarrollar la resistencia. Pero cuidado con complacer a uno de esos paladares serviles, ni que sea por capricho. O, peor aún, humillarlo haciéndole tragar comida estropeada o rancia. Muchos de sus competidores lo hacen continuamente: no cuidan de sus hombres cuando los compran, y el resultado es que se encuentran con la mano de obra mermada a causa de las enfermedades y la desnutrición. «Los esclavos no son perros, hijo mío. Son leones, asnos o tortugas. Puedes domarlos por la fuerza, engañarlos con el palo y la zanahoria o cocer un huevo sobre sus espaldas rocosas. Pero no dejes que se encariñen o ya no te los quitarás de encima…». Así se había expresado su viejo. Y Demetrio se aprendió de memoria esas palabras de travertino.

La caravana llegó a Pompeya en junio. El muchacho fue enviado a trabajar junto al resto de los siervos a una cantera. Tuvo poco tiempo para aprender, pero nunca hubieron de reprenderlo. Excepto por su testarudez: la conjura del silencio continuaba, pero algo había cambiado en la mente del britano durante el viaje. El maldito latín, la lengua de los invasores asesinos, ya no sonaba extranjera. A fuerza de zumbar en los oídos del joven, había depositado sus huevos, como un insecto obstinado y endemoniadamente fecundo.

El britano se dio cuenta por casualidad, un día que se volvió a escuchar a escondidas una conversación picante entre dos vigiles que hacían la ronda por los alrededores de la cantera:

—Y entonces le dije: «¿Setenta ases por levantarte el vestido, preciosa? ¡Por esa cantidad, Orestes me pinta toda la casa! O lo dejamos en treinta o tendrás que empezar a buscar una brocha y un cubo de tintura…».

El muchacho se había echado a reír como un idiota, despertando incluso a un par de compañeros que lo increparon de mala manera.

En otra ocasión, en cambio, mientras estaba en la fila esperando el rancho —con el plato endurecido por el polvo en la derecha—, un númida alto y grueso se le coló susurrándole:

—¡Échate a un lado, perro sarnoso lleno de mierda!

El muchacho de sangre ordovica le rompió la nariz de un cabezazo a ese animal, convenciéndolo para que revisara sus modales de salvaje. Pero no actuó instintivamente; por primera vez calculó el ataque, trasladó la rabia que le había provocado la afrenta verbal a los músculos, a las venas, a los nudillos y a los tendones del cuello, hasta desembocar en el arrebato brutal que volvió a poner a ese armatoste en su sitio.

En fin, aunque le revolvía el estómago, el latín se había convertido en su nueva lengua. No podía hacer nada por evitarlo. Y de ese modo, gracias a su intuición, el silencio se hizo añicos lentamente.

Encerrado en una jaula la soledad es una losa, su peso acaba aplastándote día tras día. Los huesos se hacen pedazos, la esperanza vacila, especialmente cuando la obsesión por mantenerla viva ha desaparecido.

Una tarde más cálida de lo normal, con el sol ya bajo, el muchacho decidió que había llegado el momento de regresar al mundo. Dirigió la palabra a un compañero de fatigas. El mismo negro al que no hacía ni un par de meses se había tomado la molestia de romperle la cara. La verdad es que no fue muy original, simplemente le preguntó:

—¿Cómo estás hoy?

El hombre se quedó con los ojos abiertos de par en par, demasiado blancos para esa cara del color de la noche. Pensaba que el muchacho se estaba burlando de él, pero tenía demasiado presente la arrogancia de sus golpes, de modo que empezó a rascarse la cabeza y se limitó a mirarlo con gesto interrogativo.

Entonces el muchacho se aclaró la voz y encadenó una serie perfecta de palabras magníficamente vocalizadas.

—Perdona, no hablo muy bien. Te he preguntado: «¿Cómo estás?». Pero quería decir: «¿Cómo estás hoy, perro sarnoso lleno de mierda?».

El númida lo miró durante un rato infinito, sin saber si se encontraba a las puertas de la enésima pelea o frente a un loco de remate. Luego, cuando el muchacho le dedicó una sonrisa de una milla de distancia y lo abrazó con fuerza a la vez que se carcajeaba como un arúspice poseído, el negro se relajó, le devolvió el abrazo y supo que acababa de hacer un amigo, ¡por los huevos de Hércules!

Sin duda, en medio del sol de la prisión a cielo abierto, no se trataba de un hecho sin importancia.

Cuando se separaron, el africano miró al muchacho directamente a los ojos.

—Me llamo Masinisa. Llevo el nombre de un gran rey del pasado…

Ahora era el muchacho el que se rascaba la cabeza y miraba a su interlocutor con perplejidad. Pensó que no existía un nombre menos apropiado para un esclavo encadenado, pero no dijo nada.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué? —contestó el hijo de la Isla, más sorprendido que el númida por su repentina locuacidad.

—¿Tú cómo te llamas? ¡Hace meses que los otros y yo hacemos apuestas sobre tu nombre! ¡Adelante, dímelo!

Por primera vez desde la noche de la masacre, el muchacho se encontró cara a cara con la realidad. El pasado vuelve, el futuro da asco y el silencio no es una respuesta.

En ese momento decidió que nunca miraría atrás. Porque las viejas heridas no pueden curarse.

—El hombre que era murió hace mucho tiempo, Masinisa. Yo ya no tengo nombre.

El númida se quedó con la boca abierta, no estaba acostumbrado a conversaciones delicadas.

En ese preciso instante, Demetrio —el hombre de piedra, el hijo del arte, el amo del tinglado y de todos ellos— se acercó al corro que se había ido formando alrededor del prodigioso regreso de la palabra del britano. Le puso una mano en el hombro y habló con voz firme:

—Entonces habrá que buscarte uno. ¿No sabes que trae mala suerte? A los dioses no les gustan aquellos a los que no pueden maldecir por su nombre…

Demetrio se rio. Y, en respuesta, también se rio Masinisa seguido del resto de la chusma musculosa. El único que se quedó en silencio, con la palma tensa del amo sobre el hombro, fue el muchacho.

Demetrio se puso serio y dijo sin emoción:

—De ahora en adelante te llamarás Vero.

El muchacho recibió la noticia como una miserable victoria en el juego.

El otro apostilló, antes de irse y dejar a los hombres en el polvo y el calor sofocante:

—Tenía un tío que se llamaba Vero. Un auténtico hijo de puta. Silencioso y letal como una bestia feroz. Igual que tú, muchacho…

Demetrio desapareció en medio de las sombras alargadas, los hombres regresaron al trabajo con el restallido del látigo del guardián de turno. El muchacho reflexionó sobre la nueva vida que acababa de empezar para él, con ese nombre cargado de mentiras que acababan de endosarle.

Vero. Simplemente perfecto como nombre falso.

Pensó en el sufrimiento que llevaba a la espalda, en el que vendría.

Después, por un segundo se sintió ligero, con la cabeza vacía.

La magia la hacen las palabras.

Inspiró profundamente y aceptó su futuro como un regalo y una maldición al mismo tiempo.

Después de todo, acababa de renacer.

Bienvenido, Vero.

Bienvenido a la Tierra del Fuego, entre los brazos de los dioses.

La villa todavía está adormilada, es la hora prima, falta muy poco para el alba. Miseno es cielo y mar, Plinio ya hace rato que está despierto. Gayo Plinio Segundo no duerme mucho, tiene demasiadas preocupaciones en la cabeza. El estudio, su única y antigua obsesión, lo atormenta desde las primeras luces hasta la puesta de sol. Además, como si no fuera suficiente, está la flota, las responsabilidades militares, el trabajo. Plinio tiene una alma de papel y tinta, pero su corazón late con fuerza por el Imperio. Su sangre está consagrada al Águila desde que era un muchacho. Ha cumplido el cursus honorum con todas las de la ley, nunca ha eludido su deber y ha viajado mucho, abriendo bien los ojos para aprender del mundo. Ha sido oficial de caballería e incluso senador, pero el poder nunca le ha importado gran cosa. El emperador Vespasiano lo considera un buen amigo y eso sin duda calienta el alma amable del estudioso pero, a decir verdad, lo que realmente lo conmueve hasta las lágrimas es la belleza de la naturaleza.

La grandiosidad y la fuerza de la tierra, capaz de hacer brotar la vida en medio de las piedras, en los abismos marinos y hasta en el desierto. Y su lado oscuro, la potencia dominadora del cielo o de las mareas, que puede destruir en un abrir y cerrar de ojos lo que el hombre, minúsculo, ha tardado siglos en construir.

El comandante de la flota, Gayo Plinio Segundo, cuando no está en el mar con sus hombres, dedica todo su tiempo al estudio profundo de los misterios de la naturaleza. A veces se pasa noches enteras bajo la luz de la vela, dejándose la vista a fuerza de leer y resumir textos consumidos por el tiempo.

Otras veces, sin embargo, ni siquiera el papiro más detallado basta para satisfacer su curiosidad.

Hay días en que la maravilla danza ante los ojos de quien está dispuesto a observar, días en que la extraordinaria magnificencia de la naturaleza estalla en nubes de prodigio.

Hoy es uno de esos días, Plinio se ha dado cuenta enseguida.

Lo cierto es que todos se han dado cuenta en un radio de cuarenta millas. La tripa de Vulcano, el dios del fuego destructor, gruñe desde hace horas. En la cima del Vesubio, visible desde cualquier rincón del golfo, el sortilegio es manifiesto y poderoso. Plinio ni siquiera ha desayunado. Los esclavos insisten respetuosos persiguiéndolo por el atrio de la villa, al otro lado del impluvium, llevando en las manos cuencos de miel y leche recién ordeñada, tortas aromáticas, pan fresco y fruta de temporada, pero el comandante los ignora. El espectáculo que se ofrece ante sus pobres ojos cansados por el demasiado estudio es sencillamente increíble. Plinio se coloca la túnica de cualquier manera y se calza las sandalias.

Es por la mañana temprano, pero ya hace mucho calor; finales de agosto, sin ninguna duda el mes más ingrato. Su sobrino se reúne con él en la terraza. Es un chico de dieciocho años, bastante despierto y con un talento innato para la escritura; los dones divinos son patrimonio de la familia, la musa Clío sigue siendo benévola generación tras generación. El joven es hijo de la hermana de Plinio e, ironías del destino, se llama casi como él: Gayo Plinio Cecilio Segundo.

Ninguno de los dos lo sabe, ni siquiera lo pueden imaginar, pero sus nombres son tan parecidos que necesitarán un rasgo diferenciador, un apelativo para distinguirlos, que sobrevivirá al paso de los siglos y a las arenas del tiempo. Plinio el Viejo y Plinio el Joven se recordarán para siempre, dentro de dos mil años todavía se leerán sus palabras dedicadas a ese extraordinario y terrible día que está a punto de comenzar.

Tío y sobrino están el uno junto al otro, de pie, inmóviles, muy juntos sin llegar a tocarse, con los ojos hechizados. Frente a ellos, justo encima del Vesubio, se yergue una columna de humo, piedra y fuego. Se parece al enorme tronco de un pino marítimo, con las ramas cargadas de polvo incandescente.

El árbol gris y negro es inmenso y magnífico. Mientras se expande tragándose abundantes porciones de cielo hasta parece inofensivo, como saben ser los dioses cuando se disfrazan de inocentes para perpetrar la peor de las maldades. Después, de repente, la fiesta se trastorna, la fiera rompe las cadenas y se abalanza de cabeza sobre las carnes sin culpa. La primera señal de catástrofe retumba como un trueno, las grietas fuerzan al gigante oscuro destrozando su interior, descubriendo su alma incandescente. El cielo está rojo de rabia, pequeños trozos de lava hirviendo se precipitan a lo largo del tronco quebrado de lava. Desde donde Plinio los observa, parecen confeti de ceniza, inocuos como pétalos arrancados por el viento. Vuelan y se esparcen, arrastran el fuego en el fuego, cruzan el azul del cielo, impactan en las laderas del Vesubio.

El monstruo es perezoso, no tiene ninguna prisa, podría seguir así durante todo el día. Lentamente, alarga sus patas sucias y candentes hacia la vida. Herculano es la primera en caer, el fuego de los dioses está preparado para el sacrificio supremo.

El viejo se sobresalta al ver el humo. La ciudad empieza a ser devorada, un techo tras otro, las llamas parecen picaduras en la epidermis aterciopelada del golfo. Todavía es por la mañana, pero el cielo está magullado y lleno de odio, el viento sopla arrastrando la muerte roja hacia su destino.

El comandante tiene el alma partida en dos: por un lado, su mente se imagina rápidamente el desastre de Herculano, la muralla de cenizas que ahoga, las brasas del cielo, el fragor ensordecedor. Por el otro, su corazón de estudioso está impaciente, le gustaría abandonar la villa y correr hacia el monstruo para mirarlo directamente a las pupilas, a través de las lentes de la ciencia. Su sobrino no aparta la vista del horizonte, no puede dejar de contemplar la lluvia de fuego que desgarra la tierra y hace hervir el mar. Es demasiado joven para saber realmente lo que significa. La mirada engaña, todavía hay demasiado poco mundo en esa cabeza, y sin darse cuenta el muchacho ignora la tragedia. La distancia crea un filtro artificial, atenúa los terribles sonidos; las modestas casas se desmoronan sin un lamento, el techo de un templo se derrumba a su vez, en silencio.

Muerte lejana, disfrazada, inocua. Plinio el Joven lanza gritos excitados con cada ráfaga distante, con cada roca que da en el blanco.

Su tío está a punto de explicarle cuál es la situación cuando un siervo irrumpe en la casa con una carta de Retina, esposa de Casco, devota amiga de la familia del comandante. Plinio el Viejo lee, palidece y da la orden inmediatamente:

—¡Aparejad los cuadrirremes, ponemos rumbo a Estabia!

La casa de Casco está justo en las laderas de la montaña, ya no queda otra vía de escape que el mar. El siervo ha conseguido salir de noche a buscar ayuda, pero ahora la situación es realmente grave.

Plinio se despide de su sobrino, le besa los rizos oscuros y se encamina hacia su destino. Ninguno de los dos sabe que es la última vez que se ven.

En el corazón del muchacho quedarán para siempre los ojos graves y justos de su tío. Decididos a abrazar el secreto del mundo, incluso cuando el mundo está en llamas.

El comandante Gayo Plinio Segundo sube deprisa a cubierta, dejando la villa a su espalda.

Antes de la noche habrá puesto a salvo a Casco y a su familia, se detendrá en casa de su amigo Pomponiano y junto a él se aventurará a la playa de Estabia para mostrarle la vía de escape.

Antes de la noche, Plinio el Viejo habrá muerto, ahogado por las cenizas y el humo, solo como un perro en una playa incandescente.

Antes de la noche, el Imperio habrá conocido la furia de los dioses.

Sin embargo, de momento el chapoteo de las olas y el sabor salado de la aventura satisfacen los sentidos, y la verdad es que el comandante no querría encontrarse en ningún otro lugar.

Cuando está a medio camino, un oscuro presagio se le clava en el alma. Una nube morada se acerca repentinamente, cubre el azul de muerte sin tocar un pelo a nadie.

Plinio olfatea el aire y enseguida lo nota: el viento acaba de cambiar.

La lluvia de fuego que ha devastado Herculano está lista para cobrarse nuevas víctimas.

La fiera está furiosa y Pompeya se halla tremendamente cerca.

En la ciudad del sol está a punto de caer la noche.

Dentro de un par de horas, una vez más, el esclavo Vero tendrá que ponerse alas en los pies y salvar la piel.

El día ha empezado mal, Vero no ha dormido nada.

—¿Sabes cuando te levantas lleno de energía, con ganas de acabar con el mundo con tus propias manos? —le pregunta Masinisa nada más despertarse.

Vero se despereza notando cómo los tendones se flexionan y rechinan.

—No —contesta abatido, restregándose las ojeras.

Masinisa inclina la cabeza, mostrando sin pudor un cansancio infinito.

—Yo tampoco.

Los dos se miran durante un larguísimo instante antes de echarse a reír.

—¡Que los dioses maldigan a los romanos, hermanos! ¡Que esta jodida ciudad se queme hasta los cimientos! —Masinisa está inspirado. Vero le hace un gesto para que baje la voz, pero es demasiado tarde.

Uno de los esbirros de Demetrio está terminando de hacer su ronda entre las jaulas y debe de haberse lavado a conciencia las orejas esa mañana. Se planta delante del númida con los brazos cruzados:

—Cuéntame, negro… ¿Qué dices que se queme?

Y, antes de que Masinisa tenga tiempo de justificarse o inventarse una excusa, el soldado abre la jaula y empieza a apalearlo. Lo golpea en la cara y en el pecho, le abre un par de brechas que echan sangre como una fuente.

Vero se dispone a intervenir, pero el guardia no le da la oportunidad. Es un hijo de perra adiestrado para hacer daño y conoce su oficio. Le clava el mango del garrote en los huevos y lo deja fuera de juego.

Cuando termina, retrocede despacio hacia el exterior de la jaula y escupe encima de los dos esclavos.

—Que tengáis un buen día, pedazos de mierda…

Vero y Masinisa se quedan un instante lamiéndose las heridas, después resuena a lo lejos el restallido del látigo de los carceleros y el estrépito de las celdas al abrirse: otra jornada de fatiga.

La vida en la cantera es un tormento, Vero y sus compañeros trabajan duro desde el amanecer hasta que se pone el sol. No hay descansos, excepto para engullir un cuenco de cereales hervidos y algún trozo de pan duro. Hacen turnos para sentarse un segundo cuando los guardianes se dan la vuelta. Vero trabaja con el cincel en la roca desnuda, se ha acostumbrado a las vibraciones que le recorren el antebrazo y le hacen temblar las encías.

Cien golpes asestados con método y la grieta se convierte en agujero, cien más y la ranura se ensancha infundiendo confianza en los obreros. Mil más, de treinta mazos distintos, y la cavidad abre los márgenes, separando lo finito de lo infinito, dejando que la roca origine el bloque, después la piedra y al final la pieza cortada a escuadra. El material de la cantera sirve para construir las villas de los señores, las que Vero nunca ha visto pero que se imagina inmensas como verdes praderas y torreadas como acantilados vírgenes. En el campo serpentean voces: algunos de los esclavos más viejos, que han conocido un poco más de mundo, afortunados ellos, y tienen enchufe en los sitios adecuados, opinan que muchas de las piedras que se extraen de Pompeya viajan hasta Roma para contribuir a la construcción del loco sueño de Vespasiano.

—¿Y eso qué diantre significa? —preguntó Vero un día con el sol cayendo a plomo y sin dejar el buril.

El tipo le contestó sacudiendo la cabeza:

—¡No tienes ni idea de nada, condenado britano! ¡El emperador está erigiendo el anfiteatro más grande del mundo! ¡Se dice que cuando esté terminado habrá combates de fieras y cristianos, gladiadores y héroes durante cien días! —La mirada soñadora se pierde en el vacío divino de las leyendas.

Vero no acababa de comprender y tuvo que añadir más preguntas, haciendo el papel del maldito bárbaro ignorante.

—De acuerdo… pero, perdona, ¿qué es exactamente un gladiador?

Al otro se le salían los ojos de las órbitas, no podía creérselo. Llamó a los compañeros para que pudieran reírse de él todos juntos.

—¿Lo dices en serio?

Vero abrió los brazos mientras una cuadrilla de forzados se lo pasaba en grande.

El esclavo viejo se iluminó, como les ocurre a los hombres sencillos cuando cuentan algo inefable.

—¡Los gladiadores son dioses, amigo mío! Guerreros consagrados a la muerte, danzarines celestes, auténticos númenes. La multitud los aclama y las mujeres se vuelven locas por ellos. Se juegan la vida en un embate: o todo o nada, muchacho.

«O todo o nada».

Así es como funciona.

Vero no tardaría en descubrirlo, pero mientras tanto apareció la fea cara del amo para recordar a esos miserables que el tiempo de la charla se había terminado. De modo que el joven volvió al buril, con la cabeza llena de dudas y de sueños. En los días siguientes siguió indagando, informándose sobre las escuelas de gladiadores, sobre los combates, sobre las mujeres.

Incluso hoy, que el sol no da tregua y la tierra quema más que una cazuela de lentejas, Vero cose a preguntas a su amigo de piel oscura mientras hace resonar el hierro en la piedra.

—Esos malditos gladiadores deben de ser felices, ¿a ti qué te parece? —Tiene entre los dientes diminutas piedrecitas y ganas de hacer tiempo hasta la noche.

El númida sacude la cabeza.

—¿Tú eres feliz viviendo encadenado, britano cabezón? —Polvo grisáceo cubre el encarnado de ébano.

Vero se vuelve de golpe al darse cuenta de que no ha hecho la pregunta más obvia.

—¿Quieres decir que los dioses de la arena son esclavos exactamente igual que nosotros?

Masinisa golpea con más fuerza, una esquirla consistente sale disparada hacia abajo. Los dos amigos trabajan haciendo equilibrios sobre un montón de piedras, agreden la roca desde arriba, donde el viento ha hecho que sea más fácil de partir.

—No todos, la mayoría. Algunos escogen regalar a la muerte cinco años de su vida. Pero ya se sabe que el mundo está lleno de locos, amigo mío. Fíjate en mi tío, por ejemplo…

Vero se siente repentinamente interesado.

—¿Se hizo gladiador?

Masinisa contesta sin mirarlo a la cara. Equilibrio precario y golpes cortantes.

—No, se enamoró de su cabra.

En un instante Vero se ha ido volando a otra parte. Los pensamientos viajan deprisa y sin equipaje, en un segundo dan la vuelta al mundo entero. El britano tiene en la cabeza un futuro de hierro y gloria, nada que ver con cabras y locos de atar. Sin embargo, Masinisa interpreta ese exceso de concentración como interés.

—Follaba con ella mejor que con su mujer. Y más a menudo, parece…

Vero vuelve a prestarle atención después de haber soñado, por primera vez desde la noche de la masacre, con la «libertad» y con la absurda carga emocional que esa maldita palabra lleva consigo. Porque, se da cuenta de repente, hay esclavos y esclavos. Una cosa es partir piedra todo el día y otra es medir tu valor bien armado, acunado por el abrazo de la muchedumbre vociferante.

—Por lo que decía, esa jodida cabrita se dejaba hacer de todo… —Masinisa ha puesto la directa.

Vero lo detiene con brusquedad:

—Oye, hermano. No sé si me apetece escucharte, en serio…

Pero justo en ese momento los dioses deciden que ha llegado la hora y que no habrá un mañana.

El cielo se ensombrece, nubes grises espiran de la barriga de Vulcano, cargadas de muerte.

La sangre bulle cuando el primer lapilli toca el suelo; es grande como un puño, se mete en la arena y exuda un humo denso.

El segundo es tan grande como una oveja y arrolla el montón de piedras en las que trabajan Vero y Masinisa.

Los dos esclavos pierden el equilibrio y caen al suelo. El negro se quema, grita, mientras la carne supura de manera escandalosa. Vero levanta la mirada y se da cuenta de que el cielo está infestado de cenizas, el aire está repleto de gritos y estruendo.

Corren los guardianes y los esclavos encadenados. Huyen los mílites asteros que vigilaban la cantera.

El Hades se abre de golpe y vomita fuego sobre las cabezas de los desventurados, mientras la torre de color rojo vivo que a Plinio le había parecido el tronco de un árbol en la cima del Vesubio tiene ahora el aspecto de las tripas incandescentes de un titán descuartizado. El hedor es espeso, satura los pulmones, el granizo incandescente es la peor de las condenas.

Vero quiere ayudar a su amigo, pero un tizón le parte el corazón y pone fin al sufrimiento del negro.

El impacto hace que se le revuelva el estómago, Vero se arrodilla y vomita bilis, rueda por el suelo, se araña y se quema. Rasca la arena con los codos y los dientes, clava los talones y se echa a correr.

Hay pánico por todas partes.

Y oscuridad.

Y cenizas.

La lluvia es cada vez más densa, Vero serpentea entre las rocas y las llamas.

La mente galopa, completamente fuera de sí.

Maldito fuego. Otra vez el fuego.

La noche de la carnicería le estalla en el pecho. El río de los recuerdos incandescentes escarba en su interior, mientras el miedo hace el resto y bombea sangre a las piernas.

Vero busca un refugio, echa abajo la puerta de la cabaña de los guardias. El techo es sólido, tiene unas robustas vigas de haya, cruje pero no cede. Sin embargo, empieza a derrumbarse bajo el peso del fuego hecho de piedra.

El techo se abre, el humo empieza a entrar.

El mundo de cenizas lo abraza, los pulmones de Vero piden una tregua.

Pero lo peor no ha pasado, la furia se recrudece.

El britano sale de nuevo y lo ve: Demetrio, el amo, tiene la cara partida por las piedras, las piernas masticadas por las llamas. Unos pasos más adelante, la muchedumbre fuera de sí lo ha pisoteado.

Los siervos han roto las cadenas.

Frente a la muerte tienen razón los malditos cristianos cuando dicen que tampoco somos tan distintos los unos de los otros. Antes o después, todos morimos del mismo modo.

Vero sigue a la chusma conteniendo las arcadas mientras el aire y la tierra —hasta ahora no se ha dado cuenta— se van volviendo más calientes.

Y cuanto más sube la temperatura, más disminuye la razón.

El grupito alcanza la ciudad cuando lo peor ya ha llegado. Las calles son ríos de terror, carne sudada y pulmones doloridos. Vero ha fantaseado durante meses con la riqueza y el lujo desenfrenado. Con las casas de los ricos, esas para las que se parte la espalda a diario. Y ahora que las tiene delante de los ojos se da cuenta de que se parecen a muchas prisiones brillantes, cada una con su techo lleno de piedras ardiendo, a punto de aplastar a los incautos que se han quedado debajo.

Hay fuego en el cielo y en la tierra, está por todas partes.

Vero corre como una flecha por los callejones, rebasa las insulae de la entrada de la ciudad, las casas de los miserables ya tocadas por la perdición. Un desgraciado está lívido, se arrastra hacia afuera, pero no le da tiempo. La carne, el pelo y la cara son ahora una sola cosa. Donde había habido una persona hay ahora una uniforme materia que se quema, con la boca abierta y palpitante bajo el velo gris del incendio.

Seres humanos se convierten en estatuas por el impacto feroz o por la caricia del fuego que va subiendo.

Vero sabe que es demasiado arriesgado entrar en una casa, pero también sabe que si no encuentra agua todo habrá terminado para él.

En el umbral de la villa, justo en la entrada del atrio, un refinado mosaico recita algo que el muchacho no sabe leer: CAVE CANEM. La imagen deliciosa y temible de un mastín de color negro pez, todo dientes e instinto, ilustra la inscripción. La bestia está retratada con la correa, ligeramente inclinada sobre las patas posteriores, en actitud de lanzarse al ataque del incauto invasor que se atreva a entrar en la mansión privada con intención de saquear.

Vero no tiene tiempo de procesar tanta información y se limita a mirar la figura del perro, después cruza el atrio con las suelas de las sandalias ardiendo y se lanza al impluvium, la gran piscina que recoge el agua de la lluvia y de la que todas las villas patricias presumen.

El agua está templada y en el fondo hay un par de rocas. Fragmentos de lava inocuos, piedras inmóviles al mirarlas así, pero por el enorme agujero del techo se puede jurar que han causado grandes daños.

Ni siquiera tiene tiempo de dar forma a sus pensamientos cuando el horror lo golpea de lleno: en el agua flota un pulgar cortado.

El pulgar de alguien.

Como un gusano blanquecino, la muerte se acerca sin pedir permiso.

Vero lanza un grito, sale de la piscina como un rayo y continúa su loca carrera. El revuelo ha despertado al guardián, que lo alcanza en el umbral haciendo rechinar las uñas en la piedra labrada.

Un perrazo, un maldito mastín exactamente igual que el representado en el mosaico de la entrada, se abalanza sobre él y le clava los dientes en la pantorrilla.

Es más la sorpresa que el dolor, el pánico le hincha las venas del cuello y lo hace reaccionar enseguida. Vero da patadas con todas sus fuerzas, la bestia suelta la presa y va a parar al impluvium. Se debate durante unos minutos, aturdida por el calor, el frío, la rabia y el dolor. Luego advierte la presencia del pulgar flotando, le da un mordisco y todo termina.

Vero nota que la bilis le quema la garganta, la arcada lo sacude como una maldición africana. La puerta está abierta. Sale. Un segundo antes de que una bocanada de Vulcano atraviese el techo y acabe con la casa, el perro, la piscina, la vida.

«De nuevo».

A lo lejos se oyen lamentos, Vero corre y no respira.

Ha recorrido el decumano en toda su longitud y está en el límite de la población, pero el calor es insoportable, hay ceniza por todas partes, los cuerpos de los muertos yacen abandonados en el suelo, como muñecos de madera que necesitan ser reparados.

El maldito britano tiene miedo. Le tocará morir en esa tierra de llamas ingratas sin ver nunca más la hierba en la que vino al mundo. Tiene fuego en la cabeza, fuego en los ojos, sal en la piel; el terror se adueña de todo.

La muerte está detrás de la esquina. La muerte es la próxima puerta cerrada.

De espaldas, echa abajo la entrada de un taller en el que espera encontrar un cántaro de agua para echarse en la cabeza. Sin embargo, el destino tiene un sentido del humor un tanto jodido: en un rincón oscuro de la habitación se entrevé el horno desmañado de un herrero. Tan lleno de ascuas como nunca había visto antes.

Después de tanto huir, Vero ha regresado al punto de partida.

Hierro y fuego, como la noche de la masacre.

Ha perdido fuerzas y esperanzas, cae de rodillas dispuesto a acoger la muerte roja gritando a voz en cuello; total, no hay nadie que pueda oírlo.

Después, un segundo antes de perder el sentido entre los humos de azufre, lo oye. Una llamada de salvación, la mano tendida en el borde del precipicio, el oasis en el desierto.

«Un relincho».

Espléndido, magnífico, sonoro. Un lamento que pide exactamente lo mismo que él: libertad.

Se asoma a la parte de atrás del taller, donde un maltrecho jamelgo piafa, con la albarda sujeta a un palo clavado en el suelo. Junto a la bestia está su amo, muerto por asfixia, con los ojos terriblemente amarillos, completamente abiertos.

Vero desata al animal y monta en su grupa. La bestia no ve el momento de salir de allí, ni siquiera hace falta espolear los flancos para que se ponga al galope.

La carrera no es fácil, el monstruo de magma y lapilli lanza las últimas saetas y pega fuerte. Más de una vez el britano tiene que convencer al caballo para que las esquive bruscamente y no acabe cojo. Hace tanto calor que la piel quema, incluso los cascos del palafrén empiezan a echar humo, pero el animal no se detiene.

Corre y sigue corriendo.

Más allá de la ciudad, de los bosques, de las nubes, hacia el norte, ávido de aire puro.

Ninguno de los dos tiene intención de abandonar, Vero exprime al jamelgo hasta el límite, cabalgan durante horas.

Ya es de noche cuando atisba el promontorio de Miseno y los rostros de la gente, rosáceos y perlados de sudor, le cuentan una historia de salvación.

Vero no lo sabe, pero cuando baja del lomo del animal, en el dique donde la flota imperial cabecea tranquila e inerme, cuando al final cae al suelo desplomado sin sentido después de haber echado un último vistazo al lejano monstruo, también cansado de vomitar furor, se encuentra a menos de cien pasos de la casa de aquel Plinio que la posteridad llamará el Joven.

El muchacho no se ha movido de la terraza en todo el día. El horror poco a poco se ha ido abriendo paso en su interior, ha sido el primero en escuchar las historias que cuenta la gente, asomado de puntillas ante el prodigio. Plinio ha dejado que la idea de la muerte se deslizara lentamente hasta el fondo de su corazón. Se ha echado a llorar al anochecer porque un pensamiento inenarrable ha empezado a oprimirle el alma sin piedad. No se ha metido en casa hasta bien entrada la noche, gracias a la insistencia de su madre, preocupada a causa de su inexperta obsesión por la oscuridad del mundo.

Plinio se ha acostado diciendo adiós, sin saber muy bien a quién ni a qué.

En el preciso instante en que Morfeo lo ha acogido entre sus brazos, en una playa solitaria vestida de cenizas, su tío, que lleva el mismo nombre que él, ha exhalado el último aliento, demasiado impotente para afrontar la ira de los dioses.

Ahora Vulcano duerme, mañana por la mañana el golfo se despertará y descubrirá una montaña diferente.

Después de ese día el Vesubio ya no se parecerá a lo que era. De una cumbre invicta saldrán dos, para recordar a los mortales que solo están de paso en este valle de lágrimas amargas.

Por los siglos de los siglos.

Vero también duerme el sueño de los justos.

Mañana no habrá liberación ni redención, no hay ni que decirlo. Pero mientras hay vida, no hace falta más.

Ahora todo es paz y silencio. Cuando salga el sol ya se verá.

«Aguanta, britano, aprieta los dientes».

Roma te espera y tú todavía no lo sabes.