RAÍCES ARRANCADAS

Por lo general, quien huye se precipita a su destino.

TITO LIVIO,

Ab urbe condita, VIII, 5, 24

Britania, 77 d. J.C., tres años antes

El poblado no es nada del otro mundo, pero es todo lo que conoce.

El muchacho nunca ha visto nada más. Antes de tener tiempo de oler a su madre, ella ya se había ido: murió durante el parto. De modo que creció solo con su padre, durante la guerra, que los dioses la maldigan. Por lo que él sabe, siempre ha habido guerra.

Desde hace más de un siglo, su tierra de hierba y viento es el deseo prohibido de Roma. La Isla del otro lado del mar es una landa de conquista que no deja dormir a senadores y generales. El sueño palpitante de una nueva provincia, la enésima muesca en la espada de la Loba.

Britania, un nombre que hiela la sangre y enciende la mirada.

Las legiones del Águila desembarcaron antes de que el muchacho naciera. Su gente no estaba preparada. ¿Quién podría estarlo? El desfile de penachos y metal, caballos y máquinas de muerte rompió el encanto, el viento esparció el miedo como un mal oscuro.

La sangre de la Isla es del color de la pez, se ha derramado mucha.

El muchacho sabe que la guerra es algo vivo, una bestia salvaje que anida en los bosques, dispuesta a arrancarte los huevos sin pedir permiso.

El muchacho tiene un nombre que significa algo: Calgacos, «el que posee la espada».

Se lo pusieron los ancianos para protegerlo, ya que nunca nadie iba a tomarse la molestia de luchar por él. Calgacos es huérfano, y los huérfanos, ya se sabe, no tienen una vida fácil. Su padre emprendió camino hacia el norte una mañana de julio y todavía no ha vuelto. Tal vez se fue por mar o quizá, simplemente, una lanza romana puso fin a sus días.

Pero allí arriba, en alguna parte, debe de haber una buena estrella porque Calgacos, al final, ha logrado salir adelante. Se crio a base de leche de cabra y lágrimas en una choza sucia, el barro era su lugar para jugar, pero ahora el chico, coincidiendo con la última luna, ya ha cumplido diecisiete años. Cuando tenía doce, un viejo loco llamado Cormac incluso le enseñó un oficio y transformó en profecía el nombre que le pusieron como una apuesta.

«El que posee la espada» se convirtió en un siervo obediente del hierro, del fuego y del martillo.

Calgacos es herrero, igual que su colérico maestro, el cual, cuando lo acogió en su taller, le endosó más patadas en el culo que buenos consejos. Pero Calgacos no se lo toma a mal, es más, está orgulloso del hombre en el que se está convirtiendo gracias a él.

El sol acaba de salir y el aire es frío como un lago de agua dura. El muchacho se sienta derecho sobre el jergón raído y observa los pies descalzos de Cormac, que duerme a pierna suelta. Parece un oso, tiene tanto pelo que no sabe qué hacer con él: en la espalda, en las piernas, en las rodillas, por no hablar de la cara… Solo le falta en el único sitio en el que debería estar: el viejo es más calvo que un prado después de un incendio. Su cabeza se parece en todo a las nalgas de un recién nacido, de un rosa encendido, con un surco que le recorre la calvorota, gentileza de Roma.

Veinte años antes, el herrero todavía no había perdido el juicio, todavía no se había guarecido en su impenetrable mundo de fuego y metal candente dejando a los demás encerrados fuera con doble vuelta de llave.

Veinte años antes, Cormac era un guerrero, como casi todos por esas tierras. No por casualidad, la gente de la aldea lleva sangre de los ordovicos, «los combatientes del martillo». Una raza de luchadores desde la cuna hasta la tumba, no se bromea con esos hijos de puta.

El Águila enseguida aprendió la lección. En la época de los primeros desembarcos de legionarios no existía el miedo, solo había soberbia en el corazón y en los calzones de cada uno de los varones adultos que allí vivían. Los hombres de la Isla se sentían invulnerables porque servían bajo las órdenes de un auténtico condotiero: Caradoc el Invencible. Pero la historia de los enemigos de Roma está plagada de invencibles cuyas cabezas han acabado en una estaca, cuyas esposas se han entregado como pasto a las tropas, y cuyas riquezas se han derrochado haciendo desaparecer a otros invencibles.

Y el buen Caradoc no fue la excepción.

En las orillas del río Severn, los milicianos de Publio Ostorio Escápula, hijo del primer comandante de la guardia pretoriana y de la reina de los burdeles de Egipto, abatieron las defensas de su majestad Caradoc el Invencible, destripando a gran parte de sus soldados.

Cormac el Hermoso —en esa época lo llamaban así— estuvo entre los afortunados. Sobrevivió, pagó un bajo precio: la cuchilla que debería haberle partido la cabeza en dos se detuvo un momento antes y le dejó un recuerdo indeleble de la furia de Roma. El herrero no está orgulloso de la cicatriz. Ese es el motivo de que nadie, aparte de Calgacos, lo haya visto con la cabeza descubierta en los últimos quince años.

El muchacho ya está levantado y hunde la cara en el barril de agua helada. Observa el sol en oriente, justo cuando acaba de iniciar su recorrido. Olfatea el ambiente y sabe que dentro de pocas horas se calentará mucho. Pero, por el momento, disfruta del aire penetrante y se prepara dos generosas rebanadas de queso de cabra en un plato de metal forjado a mano. Rebusca entre los barriles vacíos hasta que encuentra lo que busca. Entonces levanta el tapón y llena un par de cuencos de cerveza templada. Tiene cuidado con la espuma, el viejo la detesta.

Cormac abre los ojos y saluda el nuevo día con un sonoro pedo; es su manera de regresar al mundo, Calgacos ya está acostumbrado. Y, como todas las mañanas, espera a que el viejo baje al arroyo y regrese para servirle el desayuno.

Comen y beben con apetito, en silencio.

De vez en cuando, Cormac manifiesta su aprobación eructando a voz en cuello. Es el tipo de hombre que no se altera por nada, ha visto demasiado. O quizá solo se siente feliz por estar vivo, quién sabe.

Lo cierto es que no se inmuta cuando ve aparecer a la muchacha; ese papel lo interpreta Calgacos.

Cabellos de fuego y ojos brillantes. Su belleza hace perder el sentido.

Se llama Adraste, que significa, no hace falta decirlo, «Invencible».

Es hija de pastores. Ella también es pastora, que los dioses la protejan. Y allí está, con ese vestido verde esmeralda y el delantal descolorido que apenas le cubre las rodillas. Con los pies descalzos y unos dientes blanquísimos. Calgacos está azorado, le ocurre cada vez que se cruza con ella. Y sucede a menudo, ya que la muchacha se deja ver por allí más de lo que debería, seguramente estará colada por él. Alguna vez se acerca para saber si están listos los nuevos postes de hierro para el cercado; ayer llevó queso para el muchacho y el viejo bastardo; hoy, un poco de carne seca, pero todo son excusas. Desde que se levanta por la mañana hasta que se acuesta después de ponerse el sol, solo tiene en la cabeza la dulce mirada del joven herrero.

Adraste sonríe. La siguen un par de cabritos inseguros sobre sus pezuñas, en silencio, con las pupilas húmedas y curiosas de quien no ve la hora de descubrir el mundo.

—¿Y bien? ¿Qué tal está el desayuno?

Su sonrisa es una puñalada en el pobre corazón de Calgacos.

—¡Delicioso! —se apresura a decir él, y da las gracias a la diosa de la Victoria por haber eliminado el tartamudeo que lo asalta cada vez que tiene delante a esa preciosidad.

Pero el viejo Cormac está al acecho, con el andrajoso sombrero de paño bien calado en la cocorota y la barba moteada de blanco. Suelta un gargajo al suelo y a continuación levanta una ceja en dirección al muchacho.

—¿De verdad?

Calgacos está confuso. Lo cierto es que le ocurre a menudo, todo hay que decirlo, no es lo que se dice un genio.

—S… sí, ¿por qué? —Abre los brazos y se resigna a su tono entrecortado. Los dioses son misericordiosos, pero difícilmente lo son dos veces en el mismo día.

Cormac se arrellana cómodamente en su asiento, cruza los nudillos bajo la barbilla y clava sus ojitos porcinos en los del muchacho.

—¿Y qué sabor tenía? Cuéntanos…

El joven herrero está perplejo, empieza a rascarse la cabeza como si un ejército de pulgas hambrientas hubiera asaltado su cuero cabelludo.

—¿D… de q… queso?

La convulsión de las palabras se ha vuelto irremediable.

Cormac se golpea con fuerza las rodillas con las manos, se las limpia en los calzones mugrientos y luego se las pasa por la boca para asegurarse de que la suciedad queda esparcida por todas partes. Dirige la mirada a la muchacha, aunque sigue hablando con su aprendiz:

—Bien, estás de suerte. Lo que yo he comido sabía a mierda de perro.

En un instante el cielo se viene abajo.

La Naturaleza, dulce hermana mayor, debe de haberse dado cuenta de la situación. Para que desaparezca la incomodidad deja escapar un trueno que despellejaría a un demonio.

El rostro de Adraste pasa del rojo al violeta y después al azul cobalto.

A Calgacos le gustaría decir algo, pero el viejo Cormac se levanta con calma y le pone una mano sobre el hombro al mismo tiempo que la muchacha de cabellos de fuego reúne a sus cabritos y se va por donde ha venido.

—Mujeres… —masculla el viejo entre toses—. Cuando aprendan a bromear, del cielo lloverá sangre, hazle caso a alguien que sabe de lo que habla. —Y se retira a la casucha a remover las brasas del horno.

Calgacos se queda clavado en medio de la nada mientras la madre de todas las tormentas se cierne sobre su cabeza desnuda y transforma la aldea en un charco de barro.

«Buenos días, muchacho».

Empieza otra espléndida jornada.

Las horas transcurren rápidamente, hay un montón de trabajo por hacer. Especialmente porque Cormac no es de mucha ayuda, casi siempre se queda junto al fuego. Engulle cerveza templada y, de vez en cuando, pega un martillazo a la punta de una lanza torcida. Pero lo que más le gusta es dar órdenes:

—¡Muchacho, maldita sea! ¿Dónde ha ido a parar el hacha de Brogan? ¡Si no se la entregas es capaz de romperte la cabeza! ¡Debía estar lista ayer!

Lástima que Cormac fuera el encargado de repararla.

Lástima que ayer Cormac se emborrachase y que un par de horas antes del anochecer estuviera ya en el mundo de los sueños.

Es lo que pasa.

«Es lo que pasa continuamente».

Calgacos no le hace ni caso. Se va sin discutir hasta el almacén de la parte de atrás, rebusca entre la última chatarra que les han llevado y encuentra el hacha que buscaba, una herramienta considerable. El doble filo de bronce está trabajado al buril por manos expertas, con runas y referencias a la historia de Sucellos, el dios del martillo. Esa arma ha viajado mucho, debe de haber atravesado el mar. Perteneció a alguien que tuvo que separarse de ella muy a su pesar. ¿Quién iba a desprenderse por voluntad propia de una arma como esa?

Brogan nunca ha contado nada al respecto. Simplemente, una noche de septiembre se presentó en el poblado estrechando el arma sobre el pecho, como si fuera un trofeo de caza. Quizá se la compró a algún mercader de paso y puede que, a causa del metal, se derramara sangre.

Calgacos no tiene ni idea, pero le resulta imposible no fantasear mientras observa la pieza en sus manos.

Sus ojos expertos enseguida descubren las hendiduras del bronce, la ductilidad del filo, los defectos del desgaste. La fija al yunque con unas correas de cuero y empieza a golpearla con el martillo. Con paciencia y destreza, se pasa horas en cada uno de los segmentos de la hoja lacerada. El calor la expande, la presión la cura, el agua helada del cubo la templa.

Y vuelve a empezar, golpe a golpe, un latido tras otro.

Hasta que el cansancio se impone, pero la perfección vuelve a imperar en el arma reluciente.

Una pasada de grasa animal para abrillantar los grabados, un poco de aceite en las cuerdas del mango y ya está lista.

Cae la noche cuando Brogan acude a recoger el artículo y se queda estupefacto al ver el trabajo. Paga a Calgacos y le dice que quiere hablar con Cormac, le gustaría felicitarlo.

Pero el herrero no está. O, mejor dicho, no está presentable. Borracho una vez más, se ha dejado caer a los pies del horno apagado y se ha dormido al instante. Hasta mañana por la mañana será difícil poder hablar con él.

Calgacos recibe el pago y los elogios que su maestro no merece.

Después, por fin, se da un respiro y va a sentarse sobre la hierba fresca. Saborea los restos de cerveza que el viejo ha dejado olvidados y contempla cómo el sol se sumerge detrás de las colinas. Otro día muere y el muchacho se siente renacer.

En cuanto oscurece comprueba que Cormac está completamente dormido, agarra la saca de cuero que esconde en la parte de atrás del taller y se encamina hacia los bosques.

El claro está a un millar de pasos de distancia de la aldea. Lo descubrió por casualidad una tarde que se dedicó a espiar a Adraste y a su madre mientras se lavaban en el río. Calgacos había trepado a un árbol para verlas mejor, no cabía en su piel. Se moría de ganas de saber cómo es una mujer sin ropa. Pero cuando estaba en lo mejor, justo cuando Adraste se había quitado el vestido para meterse en el agua, la rama cedió y el muchacho acabó con el culo en el suelo en medio del bosque.

A causa del estruendo, bandadas de pájaros de todas las especies alzaron el vuelo al instante, creando una pizca de ansiedad en los ya intranquilos ánimos de las dos mujeres, que se alejaron rápidamente.

Mientras se masajeaba las posaderas lastimadas, Calgacos echó un vistazo a su alrededor y descubrió que se encontraba en el centro de un prodigio. El enorme claro circular tenía el aspecto de un ojo, mejor dicho, de una boca abierta por el estupor en medio de la plenitud del bosque. No había senderos que condujeran a ese espacio innatural, ese lugar mágico había sido construido por el hombre para mantener alejados a sus semejantes. En el centro destacaba un tronco amputado, único superviviente de la purga arbórea. Era poco más alto que un hombre adulto, con un par de ramas en cada lado que simulaban ser brazos monstruosos listos para atacar. El muchacho observó el tronco y vio que estaba marcado con un centenar de hendiduras. Al pasar la sudada palma de la mano sobre la madera, sobresalían heridas antiguas, acometidas salvajes que habían dejado su marca.

Calgacos no creía en el destino. De hecho, no habría sabido decir si en verdad, allí fuera, había alguien o algo que manejaba las vidas de los seres humanos. A menudo, en el silencio de la noche, mientras Cormac roncaba tan fuerte que ni bajo los efectos de la leche de amapola habría sido posible conciliar el sueño, Calgacos había llegado a dudar de los dioses. Pero ante ese hueco en la espesura, maldición, ante esa palestra a cielo abierto, había percibido con claridad que acababa de recibir un regalo. Y que alguien o algo acababa de elegir en su lugar. Al igual que, muchos años antes, alguien había elegido para él ese nombre cargado de futuro: Calgacos, «el que posee la espada».

En ese momento el muchacho se fue corriendo a casa y se puso a trabajar en aquello para lo que había venido al mundo. Convirtió en espléndida una vieja espada curvada, abandonada en el taller a saber por qué guerrero con destino al mar o de vuelta de las tierras de la sangre.

Una vez terminada, regresó al claro para entrenarse con el arma, sin instrucción y sin tener la más mínima idea de cómo empuñar una espada durante la lucha. Dando mandobles a la luz de la luna, esculpía los músculos al son del metal contra la madera.

Desde esa noche, el joven herrero nunca ha dejado de perseguir su propio destino.

Luna tras luna, ha golpeado, clavado, parado y esquivado un millar de golpes imaginarios.

Mes tras mes, ha transformado su miserable existencia en un disparatado sueño.

Año tras año, Calgacos ha imaginado su futuro.

El mismo que, al cabo de unas horas, va a serle negado para siempre.

Pero Calgacos no sabe nada del destino.

Pega y sacude hasta que no puede más. Hasta que los rayos de la luna le besan la nuca sudada susurrándole suavemente que el alba no tardará en llegar, que es hora de ir a dormir.

Está satisfecho y contento, exhausto pero lleno de vida.

Deshace el camino de ramas y hojas puntiagudas hasta la choza y, cuando se la encuentra delante, le parece un fantasma.

Un espíritu de la noche, una visión. Adraste está allí, ante la puerta cerrada. Preciosa y pálida, con una sonrisa tímida en la boca y una flor en el pelo. Tiene las manos detrás de la espalda y se mueve dando suaves saltitos, cambiando de un pie al otro.

Al muchacho le gustaría decirle algo, pero la muchacha está cansada y la noche no está hecha para las palabras. Da un tímido paso hacia él y le toca los labios con los suyos.

«Es la primera vez para los dos».

La muchacha convierte la caricia en un beso de verdad, Calgacos es un poco más patoso, pero sale del paso.

Lenguas y mordiscos, risitas, dientes, y también la luna.

Dura lo que debe durar, seguramente no es suficiente. Calgacos querría más, Adraste seguro que también, pero el tiempo del amor se ha terminado, aunque nadie se ha dado cuenta.

La muerte, maldita bruja, ya está a las puertas.

Empieza con un silbido seguido de una saeta de fuego.

La flecha impacta en el techo del taller y las llamas se propagan a una velocidad asombrosa.

En pocos instantes la choza se incendia y en el umbral aparece Cormac, soñoliento y ofensivo como solo un herrero britano borracho desde primera hora de la tarde puede serlo.

—¡Por el escroto de Belenus! ¡¿Qué cojones pasa?!

Cuando se percata de que su mundo está a punto de acabar en cenizas, querría seguir lanzando imprecaciones, y con mayor fantasía, pero el segundo dardo llameante le traspasa la calva cabeza, quemando la carne sin piedad.

Cormac se desploma al suelo y muere sin darse cuenta.

Adraste chilla y llora, huye hacia su casa.

Su padre ya está en el umbral, al igual que muchos hombres de la aldea. La mayoría van desnudos, con las barbas largas y el pelo recogido en trenzas sudadas. Con un martillo de guerra o una daga en la mano derecha. Los guerreros no tardan nada en comprender que Roma está a las puertas. Lo saben por los toques de corneta de la caballería, por el estrépito de los cascos vestidos de hierro, por el maldito latín que llena el aire. Se organizan en un instante, Calgacos los observa aturdido mientras su casa y toda su vida arden.

En la mano izquierda aún lleva la saca con la espada de entrenamiento, su maestro ya no tiene cara, horriblemente quemada por la pez.

Pero no hay tiempo para el fuego que devora cosas, chozas y pobres desgraciados; el contingente del poblado ya está en pie de guerra y pasa junto a Calgacos lanzándose al ataque.

El impacto es fragoroso, la vanguardia de la Legio XX Valeria Victrix es despiadada. El estandarte con el jabalí se agita en la noche rojiza. Las tropas al mando de Sexto Julio Frontino están hambrientas de victoria, tienen unas ganas locas de acabar con todo. La conquista de la Isla ya dura demasiado, ¿cuántos soldados partieron antes de que sus hijos nacieran? Y esos niños han crecido, hasta el punto de que dentro de un par de años, como mucho, reclamarán su puesto entre las filas del ejército. Así no es como deberían ser las cosas, ¿por qué, por Hércules, esos miserables bárbaros se obstinan en resistirse ante el Águila todopoderosa?

La sangre de los ordovicos se bate con honor, la rabia hace el resto.

Un oficial de Roma es derribado antes de que tenga tiempo de rechistar. El britano que se enfrenta a él le parte el cráneo a martillazos. Sus hermanos se ocupan del resto de la vanguardia, una decena de hombres fuertemente armados aprenden algo de modales mientras las mujeres del poblado se agrupan para apagar el incendio.

El agua se ensucia de barro y masa cerebral, las espadas bárbaras beben de las venas de la Loba.

«Victoria».

Pero solo es el inicio, el jefe de la aldea lo sabe perfectamente. Agrupa a hombres, mujeres y niños llorosos. A una señal suya se hace el silencio, el viento se aplaca. Incluso los cadáveres de los legionarios parecen estatuas de piedra, carcasas embalsamadas.

—¡Tenéis que iros! Esos perros volverán, esto era solo una muestra.

El Señor de los Martillos dice las cosas claras. Se dirige a las mujeres y a los chiquillos, que no discuten y entran en sus casas para coger un pedazo de pan. Ya antes del amanecer, el camino está lleno de los prófugos que se marchan. El jefe observa a las mujeres desfilar hacia el bosque, les desea buena suerte y, para sí mismo, una muerte gloriosa.

Los invasores no se hacen esperar. Cuando el cielo se tiñe de rosa, el fuego de Roma está de nuevo a las puertas.

Calgacos ha crecido con la idea de la guerra. Se ha pasado las noches entrenando contra enemigos ficticios, centuriones imaginarios, criaturas de los bosques a los que arrancar la cabeza de cuajo.

Pero la verdad es que nadie está realmente preparado para la guerra.

Pensaba que empuñaría la espada sin miedo, que se arrojaría al ataque gritando el nombre de los dioses.

«Buscando la bella muerte».

Y, sin embargo, ahora no puede dejar de temblar detrás del pozo del centro de la aldea.

Cuando nota la caricia en el hombro por poco le estalla el corazón. Se vuelve de golpe y la ve. Es Adraste, con los ojos húmedos por el llanto, las mangas del vestido manchadas y en la boca la absurda sonrisa de siempre.

—¿Qué haces aquí? ¡Huye! ¡Lárgate con las demás mujeres! ¡Corre! —El muchacho está desconcertado.

La muchacha le acaricia el rostro, lo besa de nuevo.

—No me iré sin ti…

—Yo no puedo… Tengo que… ocuparme de la aldea.

Adraste se ríe, con los finos labios en contacto con su pelo.

—Oh, ya veo… ¡Estás haciendo un excelente trabajo! ¡Nadie osará tocar este pobre pozo ahora que tú lo defiendes!

—Ya sabes a lo que me refiero…

Ella no puede parar de besarlo.

—Lo sé, lo sé… Pero tienes que confiar en mí. Mi padre es fuerte, todo irá bien. Nos esconderemos hasta que todo termine. Después, cuando hayan echado a los enemigos, iré corriendo a ver al jefe del poblado y le diré que me has salvado la vida y que quieres pedir mi mano, ¿qué te parece?

La muchacha ha pensado en todo.

Es bastante despierta, no hace falta decirlo.

Calgacos querría contestarle que sí. Gritarlo a voz en cuello, pero la guerra acaba de regresar para hacer añicos su mundo.

Nadie está realmente preparado para la guerra.

Ni siquiera el amor.

El gobernador Sexto Julio Frontino está hasta los huevos.

La verdad es que no se alistó para pasarse la vida en el barro. Odia esa maldita isla en el lado equivocado del mar, odia el hedor a estiércol de los campos, el clima imprevisible, el viento impetuoso y maleducado.

Si por él fuera, iría por ahí más arrebujado que una vieja nodriza, pero la imagen lo es todo. Así que le toca deambular con los brazos al aire en plena noche para dar ejemplo a sus hombres. El motivo de que todavía no haya caído enfermo sigue siendo un misterio. Casi preferiría tener la excusa de las fiebres para quedarse en la tienda de campaña; o, mejor aún, junto al fuego, envuelto en un par de pieles de cabra y adiós muy buenas. Y, sin embargo, nada, ni un picor en la nariz, por mucho que Eolo insista y sea ya tan tarde que la noche muda en madrugada.

«Muerto el perro, se acabó la rabia», piensa. Y entonces da la orden.

La caballería es poca cosa comparada con la auténtica fuerza de Roma: los infantes forman con solo un gesto del oficial, marchan compactos detrás de media docena de sementales blancos como una tarde de diciembre.

Es el último acto de una conquista que hace cuatro años que dura. Tal vez, después del enésimo baño de sangre, Frontino pueda por fin tener el tiempo libre que tanto anhela desde que entró en el ejército, sin lorigas sin mangas ni bárbaros a los que destripar. Solo contemplación y escritura. Y también recuerdos, su cabeza está llena de recuerdos. Al gobernador le encantan las obras públicas. Nunca ha hablado de ello con nadie, teme que una debilidad como esa pueda manchar su reputación como comandante. A menudo, cuando recorre la capital o una de esas exuberantes ciudades del África septentrional —las conoce al dedillo porque la familia de su esposa Cornelia, bisnieta del famoso Escipión, protagonista de la gran hazaña, ha comido pan y desierto durante los últimos cincuenta años—, Frontino se detiene a observar la marcha de las obras de construcción con un interés que traspasa la simple curiosidad y se transforma en auténtica pasión. Sin darse cuenta, entorna los párpados y cruza las manos por detrás de la espalda, sin perder nunca de vista el movimiento de la polea, la colocación de cada piedra ilustrada y la perforación de los cimientos.

Cuando se deja arrastrar por la contemplación, parece que envejezca al instante, que se encorve más a medida que su atención aumenta. Hay quien jura haber visto cómo el pelo de las sienes encanecía mientras se quedaba extasiado con la mirada fija. Habladurías, naturalmente, fantasías de poetas borrachos. Y, sin embargo, en el fondo de las burlas siempre hay algo de verdad. El interés de Sexto Julio Frontino, exterminador de bárbaros y conquistador absoluto de Britania, por las obras —en especial por las de los acueductos— es tan grande que el gobernador se dedica a redactar en secreto un epítome sobre la materia desde hace algunos años. Un manual, un listado profundo, un compendio para saber distinguir arcos, canales y desagües hechos con arte de los que son de mala factura. Se titulará De aquae ductu, un auténtico faro en la noche de la ignorancia hídrica y de la construcción.

Para Frontino será el momento del papiro y de los estilos, de las cañas puntiagudas mojadas en el encausto. Pero antes hay que eliminar a esos andrajosos. Exterminarlos o convertirlos en esclavos. Quedarse con sus tierras y sus mujeres. Un último asalto de rabia, Sexto, y luego solo quedará la paz.

Frontino oye resonar los cuernos al abrigo de la aldea, espolea el vientre del palafrén con los talones y parte al galope. La última milla siempre es la más dura.

El olor a sangre se percibe ya en el aire.

Dos mundos colisionan como estrellas que siguen una desafortunada órbita: el impacto es devastador, la piedad muere escupiendo rojo.

Los hombres ejecutan la orden del gobernador sin vacilar. «Testudo».

La formación impecable de escudos, astas y músculos repele la lluvia de piedras recibiendo apenas algunos impactos. El Señor de los Martillos y sus valientes hombres ya se encuentran en desventaja, y la batalla solo acaba de empezar.

Los bárbaros se lanzan al ataque con la furia de un animal. Melenas y mazas ferradas, cuchillas y torsos desnudos son objeto de la malévola mirada de Brigid, la triple diosa lunar, tan engañosa y sabia como Diana, su gemela romana. En un sortilegio de leche y llamas, la retaguardia imperial se sirve de las antorchas para hacer tierra quemada alrededor del enemigo. Las primeras casas de la aldea arden en un instante.

Detrás del pozo, en el centro del infierno, Calgacos tiembla y estrecha a Adraste contra su pecho. La chiquilla llora, no sabe exactamente si por el miedo o por la alegría de encontrarse por fin entre los brazos de su enamorado.

El Señor de los Martillos es el primero en caer. Para desgracia de la gente del poblado, no será el último.

Sexto Julio Frontino en persona le clava el hierro en el cráneo, sin tener siquiera el detalle de avisarlo. Lo coge por la espalda, mientras el jefe ordovico se defiende con la valentía de un primer centurión. No siente nada cuando acerca la daga a la nuca del enemigo y empuja con todas sus fuerzas para traspasar el umbral del cerebelo, del paladar y de lo que se encuentra después. El gobernador de Britania siente pasión por la literatura, pero eso no quita que se haya ganado los galones en el campo de batalla. Sexto es un asesino nato.

El padre de Adraste se defiende como puede, está en apuros delante de la puerta de su casa por culpa de un manípulo hijo de la Loba. Los soldados de Roma llevan la barba descuidada y tienen los ojos hundidos después de meses sin dormir bien. Su mirada refleja una rabia difícil de ahuyentar. Cinco hombres se le echan encima, el primero le rompe la cara de un cabezazo, el segundo le pone los testículos por corbata, pero es el tercer mílite el que acaba con su vida empalándolo en su asta reglamentaria.

A los dos últimos infantes les corresponde el deshonor de matar a un hombre muerto a golpes de spathae manchadas por demasiadas batallas a la luz de la luna.

Adraste lo está viendo todo. Calgacos intenta retenerla a su lado. Si pudiera, el muchacho la engulliría con tal de evitarle el espectáculo. Pero la vida de los desfavorecidos no se parece a la de los dioses, es tosca y repugnante. Y Calgacos no puede hacer más que sentir compasión infinita por esos ojos verdes a los que ama tanto como para notar que el aliento se le apaga en el fondo de la garganta.

La pelirroja se desase de él y corre hacia su padre gritando como un gorrión herido.

Los soldados todavía no han acabado de trabajárselo, se encarnizan con él a patadas y escupitajos. Adraste aferra el brazo del más robusto y le implora que se detenga en una lengua que ningún conquistador, nunca, logrará aprender.

El infante parece divertido por los histéricos gritos de la chiquilla, pero cuando esta le lanza un bocado en el antebrazo, la cosa cambia.

Alrededor solo hay muerte y destrucción, los escudos de Roma marchan compactos sobre una ristra de cuerpos sin vida, las llamas lamen el cielo, transformando en cenizas las casas y las vidas de un centenar de inocentes. Algunos supervivientes acaban encadenados, con la mandíbula fracturada por un último arrebato de violencia antes de someterse.

Adraste, tibia flor de las alturas, se arrepiente de su reacción de hace un instante cuando mira al centurión a los ojos. En ellos no hay piedad, ni paciencia. No ven a una chiquilla sin culpa, ni a un ser humano.

Todo ocurre muy deprisa, en la guerra así es como van las cosas.

El centurión la coge y la tira al suelo sin pestañear. Le arranca la ropa y le atiza dos bofetadas, más para excitarse que para que se esté quieta. La aplasta con su peso y ella no puede ir a ninguna parte ni aun queriendo. Los compañeros se mofan del canalla cuando ven que le cuesta sentirse hombre en medio del caos, la mierda y la desesperación. Pero tiene suficiente con la mirada de odio ciego de la chiquilla para empujar la sangre hasta ahí abajo y perpetrar la abominación.

En los ojos de Calgacos, el amor muere cien veces. Y otras cien. Y cien más.

Tantas como los besos que no recibirá de los labios de Adraste.

Como los días que no pasarán juntos.

Como las veces que no harán el amor.

Ese amor que Adraste no conocerá nunca.

Que Calgacos no ha conocido todavía.

El centurión se vacía deprisa, le da un puñetazo en la cara a la pequeña y después le parte el cuello. Deja la muerte en el lugar donde la vida discurría cristalina. Transforma el amor en cadáver; la esperanza, en un abismo sin fondo.

Calgacos cae de rodillas, impotente y atormentado, sin ningún corazón que arrancarse del pecho.

No siente dolor cuando Roma lo coge y lo arrastra por el pelo. No siente el hielo de los grilletes, el tintineo obsceno de las cadenas. No le duelen las patadas en las espinillas, no le pesa el andar en la oscuridad y la vergüenza.

Es deportado junto a media docena de moribundos.

A la espalda quedan cenizas y llamas, cuerpos sin vida que nadie se tomará la molestia de sepultar.

Él y los demás esclavos son los únicos vestigios de un mundo desaparecido, asesinado en las tinieblas de julio junto al amor.

Calgacos muere esa noche. Nadie, nunca más, pronunciará su nombre. Ni el de Adraste, es una promesa.

Calgacos desaparece y en su lugar queda «el muchacho».

Que se obstina en no contestar a las malditas preguntas en latín, que no dice su nombre ni cuando el bastón se encarga de sonsacárselo a la fuerza.

La caravana recorre las llanuras de la Isla y continúa su camino. Hacia otro universo, con los pies sangrando y ninguna explicación.

Calgacos acaba de emprender el viaje de su vida. El que lo llevará al mismísimo centro del Imperio, a luchar por la vida y por la muerte. A entregarse a sí mismo y todo lo que de precioso tiene en el mundo por un futuro arrancado demasiado pronto.

Pero ni siquiera lo sabe, ¿cómo va a saberlo?

Calgacos ha muerto, no queda rastro de él.

Avanza despacio, un paso tras otro, sin preocuparse de los carceleros ni del cansancio.

No le importa el destino, lo único que desea es morir.

Un manto negro protege y oculta su alma.

Los añicos acabarán convirtiéndose en polvo.

Algo se ha roto para siempre.

«Para siempre».