20

Seis meses después, cuando los cerebros y las memorias de los policías que se ocuparon del caso de María van Buren ya habían quedado empapados con numerosos incidentes relacionados con otros diversos casos, sonó el teléfono del commissaris.

—Le habla Drachtsma —anunció una voz débil—. ¿Se acuerda de mí?

El commissaris necesitó unos segundos.

—Sí, señor Drachtsma —respondió—. Me acuerdo de usted.

—Desearía hacer una declaración —añadió la tenue voz. Hablaba lenta y cuidadosamente—. Le agradecería muchísimo que viniera a visitarme.

—Sí —dijo el commissaris—, pero ¿dónde está usted?

—En la isla —contestó Drachtsma.

—¿No podríamos aplazarlo hasta que tenga que venir a Amsterdam? —preguntó el commissaris—. De aquí a Schiermonnikoog hay todo un viajecito, y estamos bastante atareados. Tengo entendido que viene a Amsterdam muy a menudo, ¿no es cierto?

—Ya no —respondió la voz—. Estoy enfermo, muy enfermo. Hace meses que no salgo de la isla.

El commissaris miró hacia su ventana. La lluvia la golpeaba con tal fuerza que era imposible ver nada a su través.

—¿A qué hora sale el próximo ferry?

—Si sale ahora de su oficina llegará a tiempo de cogerlo, y podrá regresar en el ferry de la tarde. Perderá usted un día, pero me rendirá un servicio inapreciable.

—Muy bien —accedió el commissaris.

—Lástima que Grijpstra no haya querido venir —comentó De Gier.

El automóvil acababa de cruzar el puente de Utrecht y estaba a punto de unirse a la corriente de tráfico de la autopista.

—No puede reprochárselo —respondió el commissaris—. La última vez, la naturaleza casi acaba con él, y creo que ya debe de conocer la isla a fondo. La señora Buisman lo tuvo a su cuidado un mes entero, ¿no es eso?

—En efecto —asintió De Gier—. En mi vida había hecho tantas horas extras como durante ese mes.

—Ya puede estar agradecido —dijo el commissaris.

—Sí, señor —respondió De Gier, sin comprender.

La señora Drachtsma les abrió la puerta. Iba sin maquillar y parecía vieja y cansada, pero cierto calor humano parecía irradiar de su ser.

—Me alegro mucho de que hayan podido venir —les dijo—. Mi marido está esperándoles. Tiene cáncer de pulmón y el médico cree que ya está muy cerca del final. No ha querido que lo llevaran al hospital, en el continente, y se ha negado a someterse al tratamiento de radiación que le recomendaban. Decía que los rayos sólo prolongarían el tormento.

—¿Cuánto tiempo lleva enfermo su esposo, señora? —inquirió el commissaris.

—Hace tres meses que le diagnosticaron el cáncer. Ahora está muy debilitado.

IJsbrand Drachtsma reposaba en una gran cama de hospital, de armazón metálico. Tres almohadas le sostenían la cabeza y los hombros. Su cara era del color del marfil y sus ojos estaban profundamente hundidos bajo el fino y seco vello de sus cejas. El commissaris y De Gier tocaron su blanca mano, sobre la que se retorcían las venas como gusanos azulados.

Drachtsma tosía y resollaba con cada respiración. Trataba de decirles algo.

—Planta rodadora —dijo al cabo de un rato, tosiendo a cada sílaba—. ¿Recuerdan?

—Sí —asintió el commissaris—. Pero no se esfuerce, señor Drachtsma. Creo que puedo entenderle sin necesidad de hablar. Si hablar le perjudica, no queremos que hable. Nos quedaremos un rato por aquí, si lo desea; nos sentaremos aquí en el cuarto y quizá le hagamos unas cuantas preguntas, y usted puede afirmar o negar con la cabeza.

Drachtsma sonrió.

—No. Tengo que hablar. Estaba usted en lo cierto, la cosa sucedió tal como usted lo dijo.

El commissaris quiso interrumpirlo, pero la señora Drachtsma le puso una mano en el hombro.

—Déjele hablar, commissaris, por favor. Sé qué quiere decirle. Me lo ha dicho y le he perdonado. Incluso le he comprendido. Pero quiere decírselo a usted. Deje que se lo diga; eso le dará paz.

—Sí —añadió Drachtsma—. Me gustaría que Rammy pudiera estar presente, pero mi mujer ha telefoneado a la clínica y todavía sigue enfermo. Por culpa mía. Lo utilicé, en vez de intentar ayudarle. Habría podido ayudarle, pero yo entonces no lo sabía ni quería saberlo. Y ahora es demasiado tarde. Lástima.

Comenzó a toser de nuevo y la señora Drachtsma le rodeó los hombros con su brazo. Su marido apoyó la cara en el cuello de ella.

De Gier sintió que se asfixiaba y habría querido salir del cuarto y fumarse un cigarrillo en el corredor, pero la quietud del commissaris, sentado junto a él, le ayudó a contenerse.

—No importa —dijo Drachtsma, dirigiendo una sonrisa a su mujer—. Infantil, esa es la palabra. Siempre he sido infantil. No por esto, ser abrazado por la propia esposa no es infantil. Pero lo que he estado haciendo toda mi vida eran tonterías. Siempre buscaba mi propio beneficio, lo que yo creía que era mi propio beneficio. María era mi juguete, y no quería que tuviera una vida propia. Podía tener otros amantes, pero su lealtad tenía que ser para mí. Y yo no quería que fuese una bruja.

—Una bruja —murmuró De Gier.

—Sí, María era una buena bruja.

—¿Buena? —inquirió el commissaris.

—Una buena bruja mala. Eficaz. Conocía su trabajo. Las hierbas ayudaban, pero no lo eran todo. Había estudiado, practicado y experimentado. Una mujer dedicada. Las cosas así no se obtienen fácilmente, ya saben. Muchos viajes a Curaçao, y ella no disfrutaba yendo allí, no con toda su familia en contra de ella. Pero llegó a alguna parte. No sé dónde. Tenía poder. Podía arrastrar a la gente. También a mí. Cuando quería que fuera a su lado, yo iba como una marioneta.

—¿Y por eso la mató? —preguntó el commissaris.

Drachtsma asintió.

Su esposa llenó una taza de té y le ayudó a tomar un sorbo.

—Sí. Hice que la mataran. Era demasiado inteligente para hacerlo yo en persona. Llegué a pensarlo, pero en seguida me habrían relacionado con su muerte. Sé cómo conseguir que otras personas trabajen para mí, cómo utilizar a la gente. Elegí a su propio hermano. Me pareció que eso era muy astuto. Me sentía orgulloso de mi inteligencia. Siempre he sido orgulloso. A veces el orgullo es bueno; durante la guerra, me ayudó a salir adelante. Pero también es peligroso. El orgullo debería ser una herramienta; todo hombre debería poder controlar su propio orgullo.

Drachtsma cerró los ojos.

—Rammy —dijo de pronto—. Rammy fue mi herramienta. Le impuse mi voluntad de lanzar el cuchillo. Le di el cuchillo. Era mi propio cuchillo. Lo guardaba en una caja, y nadie sabía que lo tenía. Trabajé a Rammy durante mucho tiempo. Le decía que su hermana era malvada; que era una puta, una bruja; que debía exterminarla para mantener limpio el mundo. Él sabía dónde vivía, había estado una vez en su casa, mucho tiempo antes. La odiaba, estaba celoso de ella. María era una auténtica hija de su padre, y él no. Los celos hacen que resulte muy fácil manipular a la gente. —Hubo una pausa—. Mi esposa me ha perdonado —prosiguió Drachtsma—. ¿Me perdona usted, commissaris?

—Sí —contestó el commissaris.

—Hay otros, muchos otros. Rammy es uno de ellos. No puedo preguntárselo a ellos, y ya no tendré otra oportunidad. Me gustaría tener otra oportunidad.

Drachtsma bebió otro sorbo de té.

—Shon Wancho —dijo el commissaris.

Los ojos de Drachtsma se abrieron de nuevo.

—El médico brujo —asintió—. Sí.

—¿Le conocía?

Drachtsma meneó la cabeza.

—No. Nunca he estado en Curaçao. No tenía ganas de ir, y creo que ella tampoco quería que fuese.

—¿Qué le parece? ¿Es un hombre malvado?

Drachtsma meneó de nuevo la cabeza.

—No. Malvado, no.

—¿Un hombre bueno?

—Sí —dijo Drachtsma—. Advirtió a María. Ella me dijo que la había advertido. Hablaba de él en sueños.

—¿Qué es lo que aprendió de Shon Wancho? —quiso saber el commissaris.

—Discernimiento —respondió Drachtsma, y tosió un par de veces—. Simple discernimiento.

—¿Y ella debía averiguar qué hacer con él?

—Así es. Discernimiento mágico. Poderoso. Puede ser mal utilizado. Es lo que hizo ella.

—¿Qué sucede cuando se utiliza mal? —preguntó De Gier. No pudo evitarlo. Habría preferido permanecer sentado en silencio, esperando a que terminara aquella prueba.

—Si se utiliza mal —respondió lentamente Drachtsma—, se acaba mal.

No parecía quedar nada más por decir, y el commissaris miró a la señora Drachtsma y señaló la puerta con la cabeza.

—Sí, commissaris —dijo la señora Drachtsma.

De Gier estaba ya en el umbral cuando Drachtsma lo llamó. Volvió sobre sus pasos y se inclinó sobre el yerto cuerpo que ocupaba la enorme cama. La blanca mano se alzó penosamente y se cerró sobre la muñeca de De Gier.

—No gane —dijo Drachtsma—. Querer ganar es infantil.

De Gier trató de irse, pero la mano seguía sujetando su muñeca.

—Sargento —susurró Drachtsma.

—Sí, señor Drachtsma.

—No trate nunca de ganar. Todavía es usted joven. Puede desaprender muchísimo.

—Sí, señor Drachtsma —dijo De Gier.