19

A pesar de la excelente comida y de los vinos de precio que les fueron servidos de polvorientas botellas, De Gier no disfrutó de la cena. Lo habían situado enfrente de la señora Drachtsma, y la dura expresión de la mujer, sus finos labios y la gruesa capa de maquillaje que casi se resquebrajaba cada vez que ella trataba de mostrarse agradable le habían alterado la digestión. En aquellos momentos se sentía como si tuviera el estómago lleno de arena.

El interior de la casa, al contrario de lo que había imaginado, era mortecino. La casa demostraba que su propietario era rico, todo era de la mejor calidad posible, pero no se había aplicado ninguna imaginación y los macizos muebles se hallaban allí donde debían hallarse, pesadamente inmóviles, como camiones aparcados en el patio de una fábrica. «Sólido», pensó De Gier, «igual que mi estómago. No podría eructar ni aunque quisiera, porque no hay nada de aire».

Fueron dirigidos hacia la chimenea y Drachtsma escanció el brandy. El commissaris sostenía un enorme cigarro, y De Gier se había liado un cigarrillo con el tabaco de una pequeña bolsa que había encontrado en el bolsillo de su chaquetón. Normalmente no solía liar sus propios cigarrillos, pero esta vez lo había hecho como una débil protesta contra el poco acogedor ambiente en que se había visto sumergido por la fuerza, y, casi con descortesía, había rechazado el cigarro que Drachtsma le ofrecía.

—Ya había estado antes en esta isla —comenzó el commissaris, cuando por fin logró hallar un modo de manejar su cigarro— pero en otoño, a finales de otoño.

—También es una buena época —dijo el alcalde—. La isla es encantadora en todas las estaciones, pero a mí me gusta sobre todo justo antes de que empiece el invierno. Los turistas ya se han marchado y tenemos toda Schiermonnikoog para nosotros. Es una buena época para pasear por las playas.

—Eso es lo que yo hacía. Aquel atardecer me impresionaron muchas cosas. Había una extraña atmósfera a mi alrededor. La naturaleza había muerto, los árboles estaban desnudos, las gaviotas volaban en círculos y daban roncos graznidos, y unas cuantas cornejas iban siguiéndome. Cada vez que me movía, se adelantaban volando y se posaban en alguna roca para contemplarme. Las cornejas son unas aves inteligentes, y hablaban entre sí con sus ásperas voces.

Había algo en la forma de hablar del commissaris que no admitía interrupciones, y todos los presentes le escuchaban. Drachtsma había dejado la botella y se apoyaba contra la repisa de la chimenea, con las largas piernas cruzadas y las manos en los bolsillos, pero su aspecto no era despreocupado.

—Y entonces vi la planta rodadora. Yo estaba en una amplia franja de playa, muy amplia quizá, y me había acercado al mar cuando vi una planta rodadora que bajaba por las dunas dando vueltas, arrastrada por el viento. Era muy grande, quizá de hasta tres metros de diámetro, y no era únicamente una planta muerta, aunque en aquellos momentos yo eso lo ignoraba. Ya conocía las plantas rodadoras, y sabía que algunas de ellas hacen su truco a propósito. Desarrollan unas raíces especiales, en las últimas fases de su vida, y estas raíces no se hunden en el terreno. Tocan el suelo, pero no se entierran, y aun así siguen creciendo. Son como brazos que el arbusto utiliza para darse impulso cuando llega el momento. Entonces empieza a empujar con sus fuertes y largos brazos, y empuja hasta desprenderse de sus verdaderas raíces, y entonces queda libre y comienza a rodar cuando el viento la arrastra, y a medida que rueda se encuentra con otras masas de ramas secas y se engancha con ellas y sigue encontrándose con otras y todas se unen y al final las plantas acaban formando una bola gigantesca. Era una bola así la que veía yo aquella tarde, y venía directamente hacia mí. Corrí hacia la izquierda, pero la planta cambió de rumbo; corrí hacia la derecha, y volvió a cambiar de dirección. Rebotaba en el suelo y agitaba sus tentáculos amarillentos hasta que por fin me atrapó y me empujó hacia el mar, pretendiendo ahogarme. —El cigarro del commissaris se había apagado, y este se ocupó de volver a encenderlo.

—Sigue usted vivo —observó Drachtsma—, de modo que la planta fracasó, por fortuna.

—No pretendía fracasar —dijo el commissaris—, y me dio un buen susto. Jamás lo he olvidado. A menudo he vuelto a pensar en aquel día. Lo que más me fascina es que fui atacado por un cadáver, por una cosa sin voluntad propia. La planta lo había planeado todo, pero cuando aún estaba viva, y había utilizado su propio cadáver y los de otras plantas para construir un arma.

—Vamos, vamos —comenzó el alcalde, entre sorbos de brandy y sonrisas—. Es un buen relato, sin duda alguna, y estoy seguro de que ocurrió exactamente como nos lo ha contado, pero me parece que está usted exagerando. La planta no había planeado nada. Fue un suceso completamente natural. Las plantas muertas ruedan por ahí para dispersar sus semillas. La cosa ocurre cuando ya han muerto, y es extraordinario, y estoy de acuerdo con usted en que es una imagen fantástica verlas rodando por las playas y por las dunas, pero no hay ninguna maldad en ellas.

Cambiaron de tema, les sirvieron café y la conversación derivó hacia unas y otras cosas durante la siguiente hora y media, hasta que el alcalde y los notables de la isla se pusieron en pie y dieron las gracias a la anfitriona por su hospitalidad. El commissaris y De Gier se levantaron también, pero Drachtsma les ofreció una última copa y la señora Drachtsma se disculpó y fue a acostarse. Los tres hombres quedaron de pie junto a la chimenea, saboreando el fuerte licor.

—Me ha gustado su historia de la planta rodadora —comentó Drachtsma, y los dos policías esperaron a que continuara, pero Drachtsma no estaba dispuesto a decir nada más.

—Una entidad que mata a otra por mediación de una tercera —apuntó el commissaris.

—La planta rodadora utilizaba su propio cuerpo muerto para matar a un ser vivo —añadió Drachtsma.

—Y otros cuerpos —le recordó el commissaris—. Es un buen ejemplo del poder del pensamiento. Los hombres de negocios suelen utilizarlo con frecuencia. Utilizan a otros para lograr sus fines. Toman asiento y empiezan a pensar en cierta dirección, y gradualmente se va acumulando un poder que por fin encuentra su oportunidad, su vehículo…

De Gier dejó la copa.

—Y María van Buren muere —concluyó—. Buenas noches, señor Drachtsma. Gracias por la agradable velada.

—Creo que eso habría debido decirlo usted —le dijo Drachtsma al commissaris.

El commissaris estrechó su mano.

—Aquí tiene mi tarjeta, señor Drachtsma. Puede ver que figura un número de teléfono.

Drachtsma se quedó mirando a sus dos visitantes.

—No —respondió—. No creerán en serio que voy a llamarles, ¿verdad?