Eran las cinco de la tarde y el commissaris estaba a punto de sumergirse en la bañera cuando empezó a sonar el teléfono de su habitación.
—Soy Drachtsma.
El commissaris masculló algo y trató de sujetar la toalla, que se deslizaba de sus delgadas caderas.
—He pensado que seguramente se quedaría en la isla hasta mañana, y me preguntaba si querría cenar con nosotros. También vendrá el alcalde y algunos notables de la isla, y me ha parecido que quizá le gustaría conocerlos.
—Gracias —respondió el commissaris, empeñado en encender un cigarro y sostener la toalla al mismo tiempo—. ¿Le importaría que trajera a mi ayudante, el sargento De Gier? No creo que le apetezca cenar a solas, y el brigada Grijpstra está enfermo, en casa de los Buisman.
Hubo un breve silencio.
—No sé si el sargento se sentirá a sus anchas entre la compañía de esta noche.
El commissaris mordió el extremo del cigarro, lo rompió y lo escupió al suelo.
—Estoy seguro de que se sentirá muy a gusto.
—De acuerdo —asintió Drachtsma—. El sargento también está invitado. ¿Les iría bien llegar sobre las siete o siete y media? ¿Quiere que envíe un coche a buscarlos?
—Conozco su casa, ya me la han mostrado. No creo que haya más de unos kilómetros desde el hotel. Me parece que iremos paseando.
—Hasta la noche, entonces —dijo Drachtsma.
—¡Bah! —exclamó el commissaris. Encendió un cigarro nuevo, recogió la toalla y pasó al cuarto de baño.
De Gier estaba telefoneando a la jefatura de policía, en Amsterdam.
—Ya lo tenemos —le decía al brigada Geurts—. Es un hermanastro de la víctima. Un drama familiar, muy trágico.
—¿Ha confesado?
—No. Se ha vuelto loco.
—¿Pero estáis seguros de que ha sido él?
—Él arrojó el cuchillo.
—Felicidades. ¿Qué hacemos con el señor Holman, el tipo del chaleco rojo? Tiene que volver esta noche. Ayer también le hicimos venir.
—No, ese no tiene nada que ver —respondió De Gier.
—Yo no estaría tan seguro. Está muy nervioso, ya sabes, y me parece que esconde algo.
—Lo más probable es que no haya pagado suficientes impuestos —respondió De Gier—. Llámale y dile que ya hemos encontrado a nuestro hombre.
—Muy bien —asintió el brigada Geurts—. Telefonéame cuando llegues a Amsterdam. Podemos ir por ahí a tomar algo. A Sietsema y a mí nos gustaría que nos lo contaras todo.
—No; esta noche, no. Aún no hemos terminado, y Grijpstra está enfermo. Quizá dentro de unos días.
—¿Qué quiere decir eso de que aún no habéis terminado? Habéis capturado a vuestro hombre, ¿no?
—Sí, sí —admitió De Gier—, pero es un caso bastante extraño.
—¿Y Grijpstra? ¿Qué le pasa?
—Tiene la gripe. Ahora voy a visitarle, está en casa de unos amigos.
—Estáis de vacaciones —protestó Geurts—, ya lo sé. Sentados en la playa.
—Sí —dijo De Gier—, y nos dejan utilizar la lancha de la policía. También hay un yate, además. Y he conocido a unas chicas. Esta noche iremos a una fiesta. Una orgía. Esta isla está llena de naturistas. Nos perseguiremos por la playa, todos desnudos. Es luna llena, ya sabes. Estas islas son distintas a lo que conocemos en el continente. La gente es muy desinhibida. Las chicas se acercan y te preguntan «¿te gustaría acostarte conmigo?», y a nadie le molesta. Ni siquiera a sus novios o sus maridos. Además, tienen unos magníficos bailes populares.
—¿En serio?
—Sí —dijo De Gier.
—¿Todavía siguen cortando cabezas?
—Beben cerveza en los cráneos de sus enemigos y se cubren con pieles de conejo. Y ahora lo siento, pero tengo que colgar.
—¡Bah! —le dijo Geurts a Sietsema, que había estado escuchando—. ¿Te das cuenta de que siempre les toca a ellos? A nosotros nunca nos pasa nada.
—No te preocupes —respondió Sietsema—. Todavía tenemos a esa ancianita que fue golpeada en la cabeza por dos árabes, y el tipo que tiene la casa llena de bicicletas robadas. Y esta tarde, mientras estabas en la cantina, nos ha llegado otro caso. Parece interesante.
—¿De qué se trata?
—Esta mañana han llevado un hombre al hospital en ambulancia. Tiene una fisura en el cráneo y el brazo roto, y no sé qué lesión en la pierna. La historia que le ha contado al doctor resulta muy inverosímil, de modo que el doctor no le ha creído y nos ha telefoneado.
—¿Qué historia es esa?
—Bueno —comenzó Sietsema, repasando sus notas—, espero haberlo entendido bien. El tipo es un estudiante que vive en un apartamento con jardín, una especie de sótano reformado, según creo. Suele dormir hasta muy tarde, y esta mañana Se ha levantado a las once únicamente porque llamaban al timbre con insistencia. Estaba un poco turbio por la bebida de anoche y no se ha molestado en vestirse, o sea que ha salido al pasillo sin ropa. Como el timbre seguía sonando, ha echado a correr, y su gato, un animalito joven y juguetón, le ha tirado un zarpazo a las pelotas. Pero tenía las uñas extendidas, o sea que le ha hecho daño de veras.
—Ja.
—Sí —prosiguió Sietsema—. Entonces el hombre ha pegado un salto y se ha roto la cabeza contra un tubo, una tubería del gas que pasa cerca del cielo raso. Alguien lo ha visto tendido en el pasillo. Ha venido la ambulancia y los enfermeros lo han atado a la camilla. Todavía estaba consciente, de modo que le han preguntado qué le había pasado, y él se lo ha dicho. Entonces se han reído tanto que han dejado caer la camilla y se ha roto el brazo.
Geurts se quedó mirando al sargento Sietsema.
—Te estás volviendo como De Gier —comentó.
—No. Aquí está el número. Llama al hospital. Los médicos opinan que su historia no puede ser cierta y que alguien debe de haberle pegado una paliza.
Geurts descolgó el auricular.
De Gier iba caminando por el dique principal de la isla. La marea estaba baja y el mar de fango se extendía kilómetros y kilómetros. Millares de pájaros se alimentaban en el lodo, y sus cuerpos blancos contrastaban con las oscuras nubes que cubrían el horizonte. Los habitantes de la isla permanecían encerrados en sus casas, tomando el té, y alrededor del sargento el mundo estaba en silencio; ni siquiera los pájaros producían ruido alguno, pues estaban demasiado atareados buscando su comida. De Gier se detuvo a mirar. Al otro lado del dique, atado a un poste en una pradera, relinchaba un caballo. De Gier contempló el caballo. El sol, que brillaba por una abertura entre las nubes, parecía concentrarse en el cuadrúpedo y le daba el aspecto de estar envuelto en fuego; un llameante caballo blanco corveteando en el prado verde oscuro. De Gier suspiró.
Alzó la vista hacia las nubes. La abertura se cerraba poco a poco y ya sólo dejaba pasar un haz de luz anaranjada, pero este seguía enfocando al caballo, que, como sintiendo que formaba parte de lo inexpresable, se encabritó y agitó las patas delanteras.
—Buenas tardes, señora Buisman —dijo De Gier—. ¿Cómo están sus pacientes?
—Pase y tome una taza de té —le invitó la obesa mujer, cuyo delantal blanco le confería un aspecto muy eficiente—. Su amigo se ha dormido. Pero está enfermo. Tenía usted razón. Tiene neumonía, y le ha subido la fiebre. Seguramente deberá quedarse aquí algún tiempo, pero pronto se encontrará mejor. Quizá mañana mismo.
—Bien. ¿Y su esposo?
—Le han quitado los perdigones del pecho. Ha resultado fácil, por fortuna, pero tiene la piel perforada por muchos sitios.
—Menos mal que no le dio en la cara.
—Rammy no le habría disparado a la cara —adujo la señora Buisman—. Sólo pretendía impedir que mi marido lo arrestara, el pobre hombre.
—Pobre hombre —murmuró De Gier—. Mató a su hermana, ya lo sabe.
La señora Buisman llenó una taza de té y cortó una porción de pastel.
—Ya lo sé —asintió.
—¿Aprecia usted a Rammy?
—Sí. Hace tiempo que nos conocemos. Solía venir con frecuencia a tomar el té, y se sentaba en el mismo sitio en que está usted sentado. Tenía que sobrellevar una gran carga; espero que lo traten bien en el hospital mental. Le asustaba la gente, ya me entiende, y lamentaba mucho haber dejado el mar. A menudo me hablaba de su capitán de Curaçao; un viejo borracho, por lo que decía, pero mejor padre para él que el verdadero.
—Su padre ya estaba casado —explicó De Gier.
—Sí. Son cosas que pasan. Pero es terrible para los hijos. Quedan perdidos, y el mundo está vacío para ellos.
Un gato entró en la cocina, miró a la señora Buisman y ronroneó. Ella lo subió a su regazo y le acarició el lomo.
—Todos los seres vivientes necesitan amor. También este. Tengo que cogerlo veinte veces al día y decirle que no está solo.
—¡Mi gato! —exclamó De Gier, levantándose de un salto—. Debo telefonear. ¿Le importa que utilice su teléfono?
—¿Qué tal está? —preguntó la señora Buisman cuando De Gier hubo colgado el auricular.
—Está bien. Cuando salgo de la ciudad lo cuida el vecino, pero mi gato es un animal difícil. No come gran cosa si no estoy yo, y ataca a cualquiera que trate de entrar en casa. Al vecino no le importa, porque está acostumbrado a los animales. Trabaja en el zoológico y sabe cómo tratar a Oliver. Así se llama, Oliver. El vecino es cariñoso con él, y Oliver no sabe defenderse del cariño.
—Ya lo ve —comentó la señora Buisman—. Rammy es igual. Quiere cariño, pero tiene una forma muy agresiva de pedirlo.
De Gier revolvió el té.
—¿Conoce usted al señor Drachtsma, señora Buisman? —inquirió.
La señora Buisman entornó los párpados.
—Le conozco.
—¿Lo conocía Rammy?
—Rammy lo conocía bien.
—¿Qué opinión le merece el señor Drachtsma?
La señora Buisman ya no mostraba un aspecto tan afable como antes. Su rostro reflejaba resolución, y su tez parecía más tensa. De Gier se fijó de pronto en el rígido moño que coronaba su cabeza.
—Puede decírmelo —insistió De Gier con suavidad—. No se trata de simple curiosidad.
—Ya tienen a su asesino, ¿no? —preguntó la señora Buisman.
De Gier comenzó a comer su ración de pastel.
—Eso parece —respondió con la boca llena.
—He estado pensando —dijo la señora Buisman—. ¿Conocía el señor Drachtsma a la mujer que asesinaron en Amsterdam?
—Sí. Era su amiguita, su amante.
—Pobre señora Drachtsma.
—¿Ignoraba ella que su esposo le era infiel?
—Oh, no —contestó hoscamente la señora Buisman—. Estaba enterada. También suele venir a tomar el té conmigo y a veces me hablaba del asunto. Intentaba comprenderlo, me dijo. Los hombres importantes viajan mucho y tienen muchísima energía. Para ellos, una mujer no es bastante. Me dijo que en realidad no le importaba demasiado, siempre y cuando no trajera sus queridas a la isla.
—¿Lo hizo alguna vez?
—Es posible. Muchas veces llevaba invitados a su yate. Su esposa no sube nunca al yate, porque le da miedo el mar.
—Sí, sí —dijo De Gier.
—No es un buen hombre —declaró la señora Buisman después de respirar hondo.
—¿Por qué no?
La señora volvió a llenar las tazas de té y durante unos instantes se miraron a los ojos, agitando mecánicamente sus respectivas cucharillas.
—Me recordaba una planta rodadora. Usted es hombre de ciudad, ¿verdad, sargento? ¿Conoce las plantas rodadoras?
—Conozco algunos pájaros.
La señora Buisman se echó a reír.
—Sí, mi marido ya me ha contado su aventura de esta mañana.
—No, si me ha gustado —se apresuró a asegurarle De Gier—. Pero el brigada, Grijpstra, quiero decir, no se encontraba bien y, naturalmente, estábamos un poco obsesionados por el asesinato.
—No importa. Voy a contarle cómo son las plantas rodadoras. Cuando mueren los arbustos, a finales de año, algunos se rompen. Primero se secan y se vuelven quebradizos, y un día el viento los arranca, se rompe el tallo y comienzan a dar vueltas por la isla. Es un espectáculo sorprendente. Las plantas parecen muy decididas y llenas de energía, van a todas partes y, cuando el viento cambia, regresan de nuevo. Cruzan las carreteras, se enganchan en nuestras cercas e incluso entran en los jardines. Las dunas están repletas de ellas. Pero finalmente llegan a las playas y se ahogan en el mar, aunque, claro, para entonces ya están muertas. Murieron mucho antes de romper el tallo y perder su alma.
De Gier había dejado su taza en la mesa y contemplaba a la rolliza mujer.
—Entonces —comenzó—, ¿cree usted que Drachtsma ha perdido su alma?
—El alma, el alma —dijo la señora Buisman—. No soy una mujer muy cristiana. No entiendo de almas, sólo es una forma de hablar. Pero el señor Drachtsma es un hombre muy duro, siempre se sale con la suya, siempre va de un lado a otro y nunca parece sentirse feliz. Cada año se compra un yate aún más grande, cambia constantemente de coches y siempre hay carpinteros y albañiles trabajando en su casa. Es un hombre desdichado y no está realmente vivo.
—¿Quién lo está? —preguntó De Gier.
—Oh, mucha gente. Mi marido, por ejemplo. Es un hombre capaz de amar.
De Gier sonrió.
—No es lo que está usted pensando —protestó la señora Buisman, y soltó una risita contenida—. Ya no somos tan jóvenes como antes. Quiero decir que ama las cosas vivas, y las que no están vivas también. El otro día lo vi de pie en el dique, contemplando el mar y los pájaros y las nubes, y me acerqué a él y le dije «Buisman», y entonces me miró como si no supiese quién era él, tan lleno estaba de todo lo que le rodeaba. Pero Drachtsma no es así, él siempre sabe muy bien quién es. «Drachtsma» es la palabra más importante que conoce, y siempre está pensando en cómo hacerla aún mayor. Y será arrastrado por sus interminables deseos del mismo modo en que las plantas rodadoras son arrastradas por el viento.
—Y, finalmente, será arrastrado hacia el mar y desaparecerá —concluyó De Gier.
La señora Buisman fue a cuidar de sus pacientes y tardó un rato en volver. De Gier telefoneó al hotel y recibió instrucciones de reunirse con el commissaris a las siete en punto. Todavía disponía de media hora.
—Dígame, señora Buisman —preguntó cuando la mujer hubo regresado a la cocina, sonriendo por algún motivo—, ¿qué clase de relación mantenía el señor Drachtsma con Rammy Scheffer?
—Precisamente estaba pensando en eso —contestó la señora Buisman—, pero al ver a mis dos gorditos bebés se me ha ido de la cabeza. Su señor Grijpstra tiene un potente ronquido, no cabe duda, y mi Buisman está estornudando constantemente. No comprendo cómo no se despiertan el uno al otro. Rammy Scheffer, decía usted. Bueno, al principio, apenas se trataban. Se conocían, desde luego, porque aquí nos conocemos todos, pero hace cosa de un año, si no recuerdo mal, comenzaron a intimar. Drachtsma siempre finge que le interesa mucho la naturaleza, y ha hecho considerables donaciones a las reservas. Estoy segura de que se preocupa por la isla; después de todo, es su hogar, su padre era de aquí y su abuelo nació en la isla, pero no creo que al señor Drachtsma le importen los pájaros. Si pudiera construir un hotel en la isla, probablemente lo haría, pero ahora está completamente prohibido construir más hoteles. Creo que Rammy fue a verle por un asunto de un cercado nuevo o algo así, y a partir de entonces se los podía ver juntos de vez en cuando. Me pareció extraño, porque son personas muy distintas. Rammy se aparta de la gente, aprovecha las horas libres para trabajar en su jardín y lee la Biblia, mientras que Drachtsma siempre está rodeado de gente.
La señora Buisman comenzó a juguetear con su cucharilla.
—¿Tiene idea de lo que se decían?
—En una ocasión oí parte de una conversación entre los dos —admitió la señora Buisman—. Yo estaba en el jardín y pasaron por delante; no creo que llegaran a verme. El señor Drachtsma hablaba acerca del «mal», y Rammy le escuchaba. «El mal debe ser destruido, Rammy», le decía, y luego lo repitió otra vez. Rammy escuchaba con mucha atención.
—Muchísimas gracias, señora Buisman —dijo De Gier—. Debo reunirme con el commissaris. Esta noche estamos invitados a cenar en casa del señor Drachtsma.
—Vuelva cuando quiera —le invitó la señora Buisman, y fue a abrir la puerta principal—. No soy tan tonta como parezco, sargento —añadió en el último momento—. Ya sé lo que anda buscando, pero creo que no tiene la menor posibilidad. Nadie ha logrado pillar al señor Drachtsma en nada.
De Gier sonrió y le dio las gracias por el té.
—No tan deprisa —protestó el commissaris mientras se dirigían hacia la mansión de Drachtsma—. Mis piernas son la mitad de largas que las suyas. Además, quiero que vuelva a contármelo todo. La señora Buisman me interesa. Habría debido ir con usted.
De Gier le repitió toda la historia.
—Plantas rodadoras —repitió el commissaris cuando llegaron a la puerta y vieron a su anfitrión que salía a recibirles—. Ya había oído hablar de las plantas rodadoras. Interesante. Mucho.