Tomaron café, almorzaron, volvieron a tomar café y a continuación pidieron una copa de brandy.
—Bueno —dijo finalmente el commissaris, cuando De Gier, muy relajado y sonriente, hubo terminado de hablar—, veo que de todas formas lo habrían encontrado ustedes solos.
—Tal vez no —contestó De Gier.
—Sí, estoy seguro de que lo habrían encontrado.
—No, señor. Yo no estoy tan seguro. La sirena de la lancha de la policía le hizo perder la cabeza. Y fue usted quien envió la lancha, porque venía a traernos su télex.
—Sí, es posible. —El commissaris sonrió—. Pero no me habría importado que lo descubrieran ustedes por su cuenta. El viaje a Curaçao ha sido muy bueno.
—¿Qué le ocurrió? —quiso saber De Gier.
Tomaron más brandy. La tarde fue pasando mientras el commissaris hablaba.
—Pero ¿por qué? —inquirió el commissaris—. ¿Por qué pensaron en Drachtsma?
Iban andando hacia la casa de Buisman y había empezado a llover de nuevo. El commissaris no tenía impermeable y caminaban a paso vivo.
—Vamos al hotel, señor. Podemos ir a verles luego, o telefonear. Quizá sea mejor que lo dejemos para mañana.
—De acuerdo, me inscribiré en el hotel. ¿Por qué Drachtsma?
—Es un hombre poderoso —dijo De Gier, quitándose con esfuerzo su chaquetón de tres cuartos.
—Sí —admitió el commissaris.
Tomaron asiento en el cuarto de De Gier y el commissaris se frotó las piernas.
—¿Qué tal van sus piernas, señor?
—Vuelven a dolerme. En Curaçao no me dolían. Luego tomaré un baño caliente.
El commissaris se tendió sobre la cama en que De Gier había dormido.
—IJsbrand Drachtsma es un hombre poderoso.
—Sí —prosiguió De Gier—, y María van Buren era una mujer poderosa.
—Entiendo —dijo el commissaris—. Él pretendía ser su dueño y ella lo manipulaba. Un conflicto de intereses. Podría ser un motivo.
—Ella era una hechicera, una bruja —añadió De Gier—. Usted conoció a su maestro. ¿Cómo era?
—Ya se lo he dicho —respondió el commissaris—. Nunca llegué a descubrir cómo era. Me quedé dormido en su porche y, al despertar, me marché. Se mostró muy amable conmigo.
—Tal vez fuese un brujo bueno —opinó De Gier—. La magia funciona en ambos sentidos, ¿no es cierto?
—Sí. Yo también lo había pensado. Ella era discípula suya. Aprendía de él. Tenía cierto poder.
—Y lo utilizaba en sentido contrario.
—De acuerdo, de acuerdo —concedió el commissaris—. Digamos que tenía hechizado a Drachtsma. El gran magnate, el presidente de varias empresas, el héroe de la guerra, el deportista, el intelectual, el jefe. Y ella lo tenía en sus manos. De modo que la mató.
—Sí —dijo De Gier.
—Pero eso no es posible —objetó el commissaris—. Tiene una coartada. Yo mismo la he verificado. Hablé con la policía alemana. Los dos invitados confirmaron que habían pasado el sábado con él, todo el día y toda la noche, y son personas respetables. Cuando el puñal se clavó en la espalda de María, Drachtsma estaba en Schiermonnikoog.
De Gier encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana.
—Tal vez Drachtsma también había aprendido algo de hechicería —observó.
El commissaris se incorporó en la cama y miró hacia la espalda de De Gier.
—Quiere usted decir que utilizó a Rammy Scheffer.
De Gier no respondió.
—Podría ser —admitió el commissaris, con voz lenta—. Rammy Scheffer es un perturbado mental. Abandonó la marina mercante. Odia a su padre. Su padre no se casó con su madre. Y quería a su hermana.
—Jehováh —musitó De Gier.
—La Biblia —añadió el commissaris—. ¿Ha leído usted la Biblia, De Gier?
—Sí. En la escuela dominical. Algunas partes del Antiguo Testamento me las sé de memoria.
—La Biblia es un libro muy interesante —dijo el commissaris.
De Gier se volvió con rapidez.
—Un libro muy peligroso, señor.
—Cuando se interpreta mal.
—Una vez vi un cinturón del ejército alemán —comentó De Gier—. Alguien lo conservaba como recuerdo de la guerra. En la hebilla había grabadas unas palabras: GOTT MIT UNS.
—Dios con nosotros —tradujo el commissaris.
—También los soldados de la SS llevaban esos cinturones —añadió De Gier—. Asesinaron a seis millones de judíos.
—Sí —concedió el commissaris—. De forma que Drachtsma jugó con los sentimientos del hermanastro de María. Le dijo que Satanás se había apoderado de ella y que la utilizaba como agente suyo.
—Será difícil demostrarlo —dijo De Gier.
—Será imposible demostrarlo. Pero podríamos satisfacer nuestra curiosidad. Podríamos ir a ver a Drachtsma.
—Estuvieron conversando en el muelle, ¿verdad, señor?
—Sí —respondió el commissaris—, y lo encontré muy nervioso. No dejaba de hablar. En cuanto se desató, ya no me dejó meter baza.
—¿Dijo algo?
—No. Me preguntó qué pensaba. Si yo creía que la había asesinado ese pobre diablo. Me dijo que conocía bien a Rammy y que es un desequilibrado.
—¿Le dijo usted que Rammy Scheffer era medio hermano de María van Buren?
—Sí.
—¿Y?
—Me contestó que no lo sabía.