—No está usted muy malherido —dijo el doctor—, pero está herido. ¿Le duele mucho?
—No mucho —respondió Buisman con voz quejumbrosa.
—Tendré que quitarle los perdigones del pecho. Se han quedado casi todos en la ropa, pero también tiene unos cuantos en la piel. Podemos llevarlo al continente y dejarlo unos días ingresado en un hospital.
—No.
—¿Prefiere quedarse en casa?
—Se lo ruego —respondió Buisman—. La comida es mucho mejor.
El doctor asintió y se volvió hacia la figura de Rammy, sentado en la cubierta de la lancha. Estaba temblando y le castañeteaban los dientes.
—¿Qué tal se encuentra, Rammy? —inquirió.
El doctor le tocó muy levemente la cabeza, pero el guarda no pareció darse cuenta.
—Conmoción —le explicó el doctor a De Gier—. Tiene una fuerte conmoción. Tendrá que ir al continente. ¿Quiere venir con nosotros?
En vez de contestar, De Gier contempló a Rammy Scheffer.
—¿Está muy mal, doctor?
—Está mal.
—¿Adónde va a llevarlo?
—A un hospital mental.
—¿Sí? —preguntó De Gier, sorprendido—. ¿Tan mal?
Se habían dirigido al otro lado de la lancha y estaban apoyados en la barandilla, de cara al mar, mientras la embarcación regresaba al puerto de la isla. El pequeño yate particular en que había llegado el médico los seguía a unos cien metros de distancia.
—Sí —contestó el doctor—. Su mente está muy perturbada. Conozco a Rammy desde que se instaló en la isla. Siempre ha vivido bajo una gran tensión. Es uno de mis pacientes habituales.
—¿Qué es lo que tiene?
—Úlceras, y otras enfermedades de origen nervioso. Problemas respiratorios. A menudo creía que iba a asfixiarse. Una vez se presentó en mitad de la noche, cogiéndose el cuello con las manos. Me dijo que debía operarle de urgencia.
—¿Y qué tenía? —quiso saber De Gier—. ¿Asma?
—No padecía nada que yo pudiera diagnosticarle —respondió el doctor.
—¿Entonces?
—Le recomendé que visitara a un psiquiatra.
—¿Lo hizo?
—No.
—¿Qué cree usted que le pasa?
—No —objetó el doctor—, no voy a decirle nada más. Tal vez el psiquiatra de la institución a la que pienso llevarle pueda darle más explicaciones. Pero no pueden detenerle, eso es evidente. Tendrá que quitarle las esposas. Le administraré algo para tenerle calmado mientras la lancha nos conduce a tierra firme. Iré con él. ¿Quiere acompañarnos?
—No, a menos que usted me lo pida.
Permanecieron un rato en silencio.
—¿Podría hacerme un favor? —preguntó súbitamente De Gier.
—Desde luego.
—Échele un vistazo a mi compañero —le pidió De Gier—. Me parece que está enfermo.
Encontraron a Grijpstra en la proa de la lancha.
—Hermoso día —observó el doctor.
Grijpstra volvió la cabeza y trató de sonreír. Su cara estaba cubierta de sudor.
—Estoy un poco mareado —explicó—. Ya pasará. Ayer también me mareé en el ferry.
—Sí —dijo el doctor—, cuenta usted con todas mis simpatías. Yo también suelo marearme, pero no en las embarcaciones pequeñas. Una vez hice un crucero con mi esposa, dos semanas por el Mediterráneo, y estuve mareado casi todo el tiempo.
Grijpstra sonrió. El doctor tenía una forma de expresarse que resultaba agradable.
—¿Me permite que le tome el pulso?
Grijpstra extendió el brazo y comenzó a toser.
—Tiene la gripe, doctor —dijo De Gier—, y también diarrea.
Grijpstra dejó de toser y lanzó una furibunda mirada a De Gier.
—Debería estar en la cama —añadió De Gier.
Grijpstra estornudó.
—Su amigo tiene razón —decidió el doctor—. No es sólo un mareo lo que tiene. Habrá de meterse inmediatamente en la cama.
—¿En la cama? —gruñó Grijpstra—. ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió De Gier—. Míralo. Probablemente tienes neumonía y disentería.
—¿Por qué no me llevas al cementerio, pues? —replicó Grijpstra—. ¿Y por qué no te ocupas de tus cosas?
—No —intervino el doctor—, no se altere. Soy médico y le digo que está usted enfermo. No muy enfermo, pero enfermo. Y tendrá que guardar cama.
—Volveré a Amsterdam —afirmó Grijpstra—, y me pondré bien. No estoy acostumbrado a tanta naturaleza.
—No puedes volver a Amsterdam —dijo De Gier, y se alejó. Encontró a Buisman en el camarote, tendido sobre un banco. El sargento había hecho todo lo posible para que estuviera cómodo, colocándolo sobre una colchoneta y cubriéndolo con una manta.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó De Gier.
—Fatal —contestó Buisman—, pero estaré mucho mejor cuando vea a mi mujer. Antes trabajaba de enfermera, y cocina muy bien. No me irán mal unos cuantos días de cama.
—Grijpstra está enfermo —le anunció De Gier.
—Perfecto.
—¿Cómo que perfecto? —preguntó De Gier, alzando la voz.
—Así tendré compañía —explicó Buisman—. Podremos jugar a cartas y pasar el rato charlando.
—¿Y a tu mujer no le importará?
—No —dijo Buisman—. Le gusta hacer de enfermera.
—No creo que quiera jugar a cartas contigo —comentó De Gier—. Tiene gripe y disentería.
—¿Eso es lo que dice el médico?
—El médico dice que está enfermo.
—Se pondrá bien —le aseguró Buisman—. Tú no conoces a mi mujer.
—Ya está todo arreglado —dijo De Gier—. Te quedarás en casa de Buisman. Su mujer es enfermera y cocina muy bien.
—Es cierto —asintió el doctor.
Grijpstra fue a decir algo, pero soltó un estornudo.
En el puerto de la isla les esperaba una multitud, y De Gier la examinó con sus gemelos. Vio al commissaris junto a IJsbrand Drachtsma. Saludó con el brazo al commissaris, que levantó una mano. El commissaris seguía enfundado en su traje de shantung. No había pasado por su domicilio: un automóvil de la policía lo había llevado desde el aeropuerto de Amsterdam al ferry de Schiermonnikoog, y acababa de llegar a la isla. Estaba hablando con el señor Drachtsma, y De Gier, aunque comprendía que era descortés observar así a los dos hombres, no bajó sus gemelos. Drachtsma comenzó a decirle algo al commissaris. Estuvo un buen rato hablando.
La lancha rozó el muelle y se detuvo. Justo al lado había amarrada otra lancha similar. Algunos policías llegados del continente ayudaron a De Gier a transportar a Rammy Scheffer. Las esposas fueron retiradas y Rammy tuvo que tragarse una píldora. El pequeño guarda ya no temblaba como antes, pero sus ojos seguían desprovistos de expresión.
El médico de la isla habló con el médico que había llegado en la lancha. De Gier presentó ambos médicos al commissaris. Buisman fue desembarcado en una camilla y De Gier sostuvo a Grijpstra, que había dejado de fingir y se mostraba dispuesto a aceptar su ayuda. Un coche local se ofreció para llevar a ambos policías a casa de Buisman. La esposa de Buisman, una mujer rolliza y de afable aspecto, se fue con ellos.
De Gier notó una mano en el hombro y dio media vuelta.
—Bueno —comenzó el commissaris—, vamos a algún sitio donde podamos tomar café. Veo que han recibido mi mensaje.